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LAS MIL Y UNA NOCHES
¡Oh gloriosa señora!, no creas que mi historia encierra menos maravillas que las de mis dos compañeros! Porque mi historia es infinitamente más asombrosa aún.
Si sobre estos dos compañeros míos pesaron las desgracias, motivadas por el Destino y la fatalidad, otra cosa fue respecto a mí. Si
estoy afeitado y tuerto, yo tengo la culpa, pues me atraje la fatalidad y
llené mi corazón de penas y zozobras.
¡Helo aquí! Soy rey, hijo de rey. Mi padre se llamaba Kassib y yo era su hijo. Cuando murió el rey, mi padre, heredé su reino, y reiné y goberné con justicia, haciendo mucho bien entre mis súbditos.
Pero tenía gran afición a los viajes por mar. Y no me privaba de ellos, porque la capital de mi reino estaba junto al mar, y en una gran
extensión marítima me pertenecían numerosas islas fortificadas. Una
vez quise ir a visitarlas todas, y, mandé preparar diez naves grandes, y
llenarlas de provisiones para un mes, dándome a la vela. Esta visita
duró veinte días, al cabo de los cuales, una noche se desencadenó contra
nosotros un viento contrario, que se prolongó hasta la aurora. Entonces, calmado un poco el viento y suavizado el mar, al salir el Sol vimos una isla, en la que podíamos detenernos. Fuimos a tierra, hicimos algo de comer, y descansamos dos días en espera de que la tempestad terminara, y luego zarpamos.
El viaje duró otros veinte días, hasta que en uno de tantos perdimos la derrota, pues las aguas en que navegábamos eran tan desconocidas para nosotros como para el capitán. Porque el capitán, realmente, no conocía este mar. Entonces le dijimos al vigía: Mira con atención el mar. Y el vigía subió al palo, descendió después y nos dijo al capitán y a mí : A la derecha he visto peces en la superficie del agua, y muy lejos, en medio de las olas, una cosa que unas veces parecía blanca y otras negra.
Al oír estas palabras del vigía, el capitán sufrió un cambio muy notable en su color, tiró el turbante al suelo, se mesó la barba, y nos
dijo: ¡Les anuncio nuestra total pérdida! ¡No ha de salvarse ni uno!
Luego se echó a llorar, y con él lloramos todos. Yo le pregunté entonces: ¡Oh capitán! ¿Quieres explicarnos las palabras del vigía?
Y contestó: ¡Oh mi señor! Sabe que desde el día que sopló el aire contrario, perdimos la derrota, y hace de ello once días, sin que haya un viento favorable que nos permita volver al buen camino. Sabe, pues, el
significado de esa cosa negra y blanca, y de esos peces que sobrenadan
cerca de nosotros: mañana llegaremos a una montaña de rocas negras que se llama la Montaña del Imán, y hacia ella han de llevarnos a la fuerza las aguas. Y nuestra nave se despedazará porque volarán todos sus clavos, atraídos por la montaña y adhiriéndose a sus laderas, pues Alá el Altísimo dotó a la Montaña del Imán de una secreta virtud que le permite atraer todos los objetos de hierro. Y no puedes imaginarte la enorme cantidad de cosas de hierro que se han acumulado y colgado de dicha montaña desde que atrae a los navios. ¡Sólo Alá sabe su número!
Desde el mar se ve relucir en la cima de esa montaña una cúpula de cobre amarillo sostenida por diez columnas y encima hay un jinete en un caballo de bronce, y el jinete tiene en la mano una lanza de
cobre, y le pende del pecho una chapa de plomo grabada con palabras
talismánicas desconocidas. Sabe, ¡oh rey!, que mientras el jinete permanezca
sobre su caballo, quedarán destrozados todos los barcos que naveguen en torno suyo, y todos los pasajeros se perderán sin remedio, y todos los hierros de las naves se irán a pegar a la montaña . ¡No habrá salvación posible mientras no se precipite el jinete al mar!
Dicho esto, ¡oh señora mía!, el capitán continuó derramando abundantes lágrimas, y juzgamos segura e irremediable nuestra pérdida,
despidiéndose cada cual de sus amigos.
Y así fue, porque apenas amaneció, nos vimos próximos a
la montaña de rocas negras imantadas y las aguas nos empujaban violentamente hacia ella. Y cuando las diez naves llegaron al pie de la montaña, los clavos se desprendieron de pronto y comenzaron a volar por millares, lo mismo que todos los hierros, y todos fueron a adherirse a la montaña. Y nuestros barcos se abrieron, siendo precipitados al martodos nosotros.
Pasamos el día entero a merced de las olas, ahogándose la mayoría y salvándonos otros, sin que los que no perecimos pudiéramos volver
a encontrarnos, pues las corrientes terribles y los vientos contrarios
nos dispersaron por todas partes.
Y Alá el Altísimo; ¡oh señora, mía!, me quiso salvar para reservarme nuevas penas, grandes padecimientos y enormes desventuras.
Pude agarrarme a uno de los tablones que sobrenadaban, y las olas y el
viento me arrojaron a la costa, al pie de la Montaña del Imán.
Allí encontré un camino que subía hasta la cumbre, y estaba hecho de escalones tallados en la roca. En seguida invoqué el nombre de
Alá el Altísimo, y ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que el tercer saalik, mientras permanecían sentados y cruzados de brazos los demás, vigilados por los siete negros, que tenían en la mano el alfanje desnudo, prosiguió dirigiéndose a la dueña de la casa: Invoqué, pues, el nombre de Alá, le imploré, y me absorbí en el éxtasis de la plegaria. Y cuando el viento cambió, por orden del Altísimo, logré subir a lo más alto de la montaña, agarrándome como pude a las rocas y excavaciones. Y mi alegría por hallarme a salvo llegó hasta el límite de la alegría. Ya sólo me faltaba llegar a la cúpula; lo consegui al fin, y pude penetrar en ella. Entonces me puse de rodillas y di gracias a Alá por haberme salvado.
Pero estaba tan rendido que me eché en el suelo y me dormí. Y
durante mi sueño oí que una voz me decía: ¡Oh hijo de Kassib!, cuando
te despiertes cava a tus pies, y encontrarás un arco de cobre y tres
flechas de plomo, en las cuales hay grabados talismanes. Coge el arco
y dispara contra el jinete que está en la cúpula, y así podrás devolver la
tranquilidad a los humanos, librándoles de tan terrible plaga. Cuando
hieras al jinete, este jinete caerá al mar y el arco se escapará de tus
manos al suelo. Le cogerás entonces y lo enterrarás en el mismo sitio
en que haya caído. Y mientras tanto, el mar empezará a hervir, creciendo
hasta llegar a la cumbre en que te encuentras. Y verás en el mar una
barca, y en la barca a una persona distinta del jinete arrojado al abismo.
Esa persona se te acercará con un remo en la mano. Puedes entrar
sin temor en la barca. Pero guárdate bien de pronunciar el santo nombre
de Alá, y no olvides esto por nada del mundo. Una vez en la barca,
te guiará ese hombre, haciéndote navegar por espacio de diez días,
hasta que llegues al Mar de Salvación. Y cuando llegues a este mar
encontrarás a alguien que ha de llevarte a tu tierra. Pero no olvides que
para que todo eso ocurra no debes pronunciar nunca el nombre de Alá.
Entonces, ¡oh señora mía!, desperté y me dispuse animoso a ejecutar las órdenes de aquella voz. Con el arco y las flechas encontradas
disparé contra el jinete, lo derribé, y lo vi hundirse en el mar. El arco se
me escapó de la mano, y lo enterré en el mismo sitio en que había
caído. En seguida el mar se agitó, hirvió y se desbordó, llegando hasta
la cumbre en que yo me hallaba. Y a los pocos instantes vi en medio
del mar una barca que se dirigía hacia la costa. Entonces di gracias a
Alá el Altísimo. Y al aproximarse la barca advertí en ella a un hombre
de bronce que llevaba en el pecho una chapa de plomo con nombres y
talismanes grabados. Y cuando la barca llegó, entré en ella, pero sin
decir palabra. Y el hombre de bronce me condujo durante un día, durante
dos, durante tres, y así sucesivamente, hasta diez días.
Entonces vi unas islas a lo lejos. ¡Aquello era la salvación! Y me alegré hasta el límite de la alegría; pero tanta era la plenitud de mi emoción y de mi gratitud hacia el Altísimo, que pronuncié el nombre de Alá y lo glorifiqué, exclamando: ¡Alá u akbar! ¡Alá u akbar!
Pero apenas dije tan sagradas palabras, el hombre de bronce se apoderó de mí, me arrojó al mar, y hundiéndose a lo lejos, desapareció.
Estuve nadando hasta el anochecer, en que mis brazos quedaron
extenuados y rendido todo mi cuerpo. Entonces, viendo aproximarse la muerte, dije la schehada, mi profesión de fe, y me dispuse a morir. Pero en aquel momento una ola más enorme que las otras vino desde la lejanía como una torre gigantesca y me despidió con tal empuje que me encontré junto a unas islas que había divisado en lontananza. ¡Así lo quiso Alá!
Entonces trepé a la orilla, retorcí mi ropa, tendiéndola en el suelo para que se secase, y me eché a dormir, sin despertar hasta por la mañana.
Me puse mis vestidos secos, me levanté buscando dónde ir, y me interné en un pequeño valle fértil, recorriéndolo en todas direcciones,
y así di una vuelta entera al lugar en que me encontraba, viendo que me
rodeaba el mar por todas partes. Y me dije: ¡Qué fatalidad la mía!
¡Siempre que me libro de una desgracia caigo en otra peor!
Mientras me absorbían tan tristes pensamientos, divisé que venía por el mar una barca con gente. Entonces, temeroso de que me ocurriera
algo desagradable, me levanté y me encaramé a un árbol para esperar
los acontecimientos. Al arribar la barca salieron de ella diez esclavos
con una pala cada uno. Anduvieron hasta llegar al centro de la isla, y
allí empezaron a cavar la tierra dejando al descubierto una trampa. La
levantaron, y abrieron una puerta que apareció debajo. Hecho esto, volvieron a la barca, descargando de su interior y echándose a los hombros gran cantidad de efectos: pan, harina, miel, manteca, cameros, sacos llenos y otras muchas cosas; todo, en fin, lo que pueda desear quien vive en una casa. Los esclavos siguieron yendo y viniendo del subterráneo a la barca y de la barca a la trampa, hasta vaciar completamente aquella, sacando luego trajes suntuosos y magníficos, que se echaron al brazo; y entonces vi salir de la barca, en medio de los esclavos, a un anciano venerable, tan flaco y encorvado por los años y las vicisitudes, que apenas tenía apariencia humana. Este jeque llevaba
de la mano a un joven hermosísimo, moldeado realmente en el mol de
de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar
mi corazón.
Llegaron hasta la puerta, la franquearon y desaparecieron ante mis ojos. Pero pasados unos instantes, subieron todos menos el joven;
entraron otra vez en la barca y se alejaron por el mar.
Cuando los hube perdido de vista, salté del árbol, corrí hacia el sitio donde estaba la trampa, que habían cubierto otra vez de tierra, y la quité de nuevo. Entonces descubrí la trampa, que era de madera y del
tamaño de una piedra de molino, la levanté con ayuda de Alá, y vi que
arrancaba de ella una escalera abovedada. Descendí poseído de asombro
sus peldaños de piedra, y me encontré al fin en un espacioso salón revestido de tapices magníficos y colgaduras de seda y terciopelo. En un diván, entre bujías encendidas, jarrones con flores y tarros llenos de frutas y de dulces, aparecía sentado el joven, que estaba haciéndose aire con un abanico. Al verme se asustó mucho, pero yo le dije con mi más armoniosa voz: ¡La paz sea contigo! Y él contestó, tranquilizándose: ¡Y contigo sea la paz, la misericordia de Alá y sus bendiciones!
Yo le dije: ¡Oh mi señor!, que tu corazón no se alarme. Aquí donde me ves, soy rey e hijo de un rey. Alá me ha guiado hasta ti para sacarte de este subterráneo, al cual sin duda te trajeron para que murieses.
Pero yo te libertaré. Y serás mi amigo, pues me bastó verte para estar
predispuesto a tu favor.
Entonces el joven, dibujando una sonrisa en sus labios, me invitó a que me sentase junto a él en el diván, y me dijo: Sabe, ¡oh señor
mío!, que no me trajeron a este lugar para que muriese, sino para librarme
de la muerte. Sabe también que soy hijo de un gran joyero, conocido en todo el mundo por sus riquezas y la cuantía de sus tesoros. Las caravanas que van por cuenta suya a lejanos países para vender su pedrería a los reyes y emires de la tierra han extendido su reputación por todas partes. Al nacer yo, siendo ya él de edad madura, le anunciaron los maestros de la adivinación que su hijo había de morir antes que su padre y su madre; y mi padre, este día, a pesar del regocijo que le había causado mi nacimiento y la felicidad de mi madre, que me dio al mundo después del término de nueve meses, por voluntad de Alá,
experimentó un dolor muy grande, sobre todo cuando los sabios que habían leído en los astros mi suerte le dijeron: Matará a tu hijo un rey, hijo de otro rey, llamado Kassib, cuarenta días después de que aquél haya arrojado al mar al jinete de bronce de la montaña magnética. Y mi padre el joyero quedó afligidísimo. Y cuidó de mí, educándome con mucho esmero, hasta que hube cumplido los quince años. Pero entonces supo que el jinete había sido echado al mar, y la noticia le apenó y le hizo llorar tanto que en poco tiempo palideció su cara, enflaqueció su cuerpo y toda su persona adquirió la apariencia de un hombre decrépito, rendido por los años y las desventuras. Entonces me trajo a esta morada subterránea, la cual mandó construir para sustraerme a la busca del rey que había de matarme cuando cumpliera yo los
quince años, y yo y mi padre estamos seguros de que el hijo de Kassib
no podrá dar conmigo en esta isla desconocida. Tal es la causa de mi
estancia en este sitio.
Entonces pensé yo: ¿Cómo podrán equivocarse así los sabios
que leen en los astros? Porque, ¡por Alá!, este joven es la llama de mi
corazón, y más fácil que matarlo me sería matarme.
Y luego le dije: ¡Oh hijo mío! Alá Todopoderoso no consentirá nunca que se quiebre flor tan hermosa. Estoy dispuesto a defenderte y a seguir aquí contigo toda la vida.
Y él me contestó: Pasados cuarenta días vendrá a buscarme
mi padre, pues ya no habrá peligro.
Y yo le dije: ¡Por Alá!, que permaneceré en tu compañía esos cuarenta días, y después le diré a tu padre que te deje ir a mi reino, donde serás mi amigo y heredero del trono.
Entonces el mancebo me dio las gracias con palabras cariñosas; y comprendí que era en extremo cortés y correspondía a la inclinación que a él me arrastraba. Y empezamos a conversar amistosamente, regalándonos con las vituallas deliciosas de sus provisiones, que podían
bastar para un año a cien comensales.
Al acercarse el día me desperté y me lavé, llevando al joven la langana llena de agua perfumada para que asimismo se lavase, y
preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo
luego hasta la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un camero
relleno de almendras, pasas, nuez moscada, clavo y pimienta. Y
bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas
y pastelillos tan finos y leves como una cabellera, en los cuales no se
había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni la canela. Y así
dejamos transcurrir, tranquilos y felices hasta el día cuadragésimo. Este
último día, como tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen
baño, y puse a calentar agua en el caldero vertiéndola después en la
tina de cobre y añadiéndole agua fría para hacerla más agradable. El
joven entró en el baño, lavándose y perfumándose.
Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la bandeja en un tapiz, me subí
a la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la
cabeza del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de
pronto cosquillas en una pierna, produciéndome tal efecto, que caí encima
de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en
seguida.
A l ver aquello, ¡oh señora mía!, empecé a golpearme, y a gritar, y a gemir, y me desgarré las ropas, arrojándome desesperado al suelo.
Pero mi amigo muerto estaba, cumpliéndose el Destino para que no
mintieran las predicciones de los astrólogos. Alcé los ojos y las manos
hacia el Altísimo, y repuse: ¡Oh, Señor del Universo! Si he cometido
un crimen, dispuesto estoy a que me castigue tu justicia. En este momento
me sentía animoso ante la muerte. Pero ¡oh señora mía!, nuestros
anhelos nunca se satisfacen ni para el bien ni para el mal.
Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no tardaría en comparecer,
subí la escalera, salí y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como
estaba antes.
Cuando me vi fuera, me dije: Voy a observar ahora lo que ocurra pero ocultándome, porque si no, los esclavos me matarían con la
peor muerte.
Y entonces me subí a un árbol copudo que estaba cerca
de la trampa, y allí quedé en acecho. Una hora más tarde apareció la
barca con el anciano y los esclavos. Desembarcaron todos, llegaron
apresuradamente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente
removida, se atemorizaron quedando abatidísimo el viejo. Los esclavos
cavaron apresuradamente, y levantando la trampa, bajaron con el pobre padre. Éste empezó a llamar a gritos a su hijo, sin que el muchacho respondiera, y le buscaron por todas partes, hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.
Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se lamentaban y afligían; después
subieron en hombros al joyero. Sepultaron el cadáver del joven envuelto
en un sudario, transportaron al padre dentro de la barca, con
todas las riquezas y provisiones que quedaban aún, y desaparecieron
en la lejanía sobre el mar.
Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo el día y toda la noche. De
repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio
entre la isla y la tierra firme de enfrente. Di gracias a Alá, que quería
librarme de seguir en aquel paraje maldito, y empecé a caminar por la
arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el
sol. Vi de pronto aparecer muy a lo lejos como una gran hoguera, y me
dirigí hacia aquel sitio, sospechando que estarían cociendo algún carnero;
pero al acercarme advertí que lo que hube tomado por hoguera
era un vasto palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.
Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todo de cobre. Y estaba admirando su sólida construcción, cuando súbitamente vi salir por la puerta principal diez jóvenes de buena estatura,
y cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlos hecho tan
hermosos. Pero aquellos diez jóvenes eran todos tuertos del ojo izquierdo,
y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once.
Al verlos exclamé: ¡Por Alá, que es extraña coincidencia! ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo izquierdo precisamente?
Mientras yo me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron, y me dijeron: ¡La paz sea contigo! Y yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, ¡oh señora mía!
Al oírla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: ¡Oh señor! Entra en esta morada, donde serás bien acogido.
Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa
de todas, había diez lechos magníficos formados con alfombras y colchones, y entre aquéllos otra alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás. Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron: ¡Oh señor! Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas.
A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos
todos.
Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: ¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario
para cumplir nuestros deberes?
Y el anciano, sin replicar palabra, se levantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y en la mano un farol, que fue colocando delante de cada joven. Y a mí no me dio nada, lo cual hubo de contrariarme.
Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y kohl. Se echaron la ceniza en la
cabeza, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron
a lamentarse y a llorar, mientras decían: ¡Sufrimos lo que merecemos
por nuestras culpas y nuestra desobediencia! Y aquella lamentación
prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas
palanganas que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron
como antes de la extraña ceremonia.
Por más que aquello, ¡oh señora mía!, me asombrase con el más
considerable asombro, no me atreví a preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: ¡Oh mis señores! Les ruego que me digan por qué son todos tuertos y a qué obedece el que se echen por la cabeza ceniza, carbón y kohl, pues, ¡por Alá!, prefiero la muerte a la incertidumbre en que me han sumido.
Entonces ellos replicaron: ¿Sabes que lo que pides es tu perdición?
Y yo contesté: Venga mi perdición antes que la duda. Pero ellos me dijeron: ¡Cuidado con tu ojo izquierdo!
Y yo respondí: No necesito el ojo izquierdo si he de seguir en esta perplejidad.
Y por fin exclamaron: ¡Cúmplase tu destino! Te sucederá
lo que nos sucedió, más no te quejes, que la culpa es tuya. Y después
de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya
somos diez y no hay sitio para el undécimo.
Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo . Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarlo cuidadosamente, me dijeron:
Vamos a coserte dentro de esa piel, y te colocaremos en la azotea del
palacio. El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante,
te levantará hasta las nubes, tomándote por un camero de verdad, y
para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible
a todos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de camero, saldrás de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después a andar hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una puerta abierta a todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos dejamos todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo merecido y expiamos nuestra culpa haciendo todas las noches lo que viste. Ésa es en resumen nuestra historia, que más detallada llenaría todas las páginas de un gran libro cuadrado. Y ahora, ¡cúmplase tu destino!
Y como persistiera en mi resolución, me dieron el cuchillo, me cosieron dentro de la piel de camero, me colocaron en la azotea y se
marcharon. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rokh,
remontando el vuelo, y en cuanto comprendí que me había depositado
en la cumbre de la montaña, rasgué con el cuchillo la piel que me
cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible
Rokh. Y se alejó volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan
ancho como diez elefantes y más largo que veinte camellos.
Entonces eché a andar muy de prisa, pues me torturaba la impaciencia por llegar al palacio. Al verlo, a pesar de la descripción hecha
por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración.
Era mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta principal, toda de oro, por la cual entré, tenía a los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de la salas eran de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían a los salones y a los jardines, donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.
No bien llegué a la primera habitación me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían a cuál dirigirse con preferencia a las demás, y
me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.
Entonces todas se levantaron al verme, y con voz armoniosa me
dijeron: ¡Que nuestra casa sea la tuya!, ¡oh convidado nuestro! ¡Tu
sitio está sobre nuestras cabezas y en nuestros ojos!
Y me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: ¡Oh señor, somos tus esclavas, tu casa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas!
Luego todas se pusieron a servirme: una trajo agua caliente y
toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada,
que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con
cinturón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena
de exquisita bebida aromada con flores. Y ésta me miraba, aquélla me
sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba
versos, otra abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de
mí, y aquella otra hacía ondular su talle. Y la una suspiraba: ¡ay!, y
otra: ¡huy!, y ésta me decía: ¡Ojos míos!, la de más allá: ¡Oh alma mía!, la otra: ¡Entraña de mi vida!, y la otra: ¡Oh llama de mi corazón!
Después se me acercaron todas, y comenzaron a acariciarme, y
me dijeron: ¡Oh convidado nuestro, cuéntanos tu historia, porque estamos
sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora completa!
Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de
mi historia, hasta que empezó a anochecer.
Inmediatamente encendieron numerosas bujías, y la sala quedó
iluminada como por el más espléndido sol. Luego pusieron los manteles,
sirvieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y unas tañían instrumentos melodiosos, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.
Después de estas diversiones, me dijeron: Estás cansado por el viaje que has hecho, y hora es ya de que tomes algún reposo; tu aposento está preparado; mas, antes de retirarte, escoge entre nosotras una
para que te sirva.
Yo, señora, mía , no sabía cuál elegir, pues todas eran igualmente deseables. A ciegas alargué los brazos, y cogí a una, ¡pero al abrir los ojos, los volví a cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella joven me asió de la mano y me condujo al dormitorio.
Las siguientes noches, ¡oh señora mía!, se deslizaron de la misma manera, cada noche con una de las hermanas.
Un año completo duró esta felicidad. Llegó el final del año. La mañana del último día vi a todas las jóvenes al pie de mi cama, sueltas
las cabelleras, llorando amargamente, poseídas de un gran dolor, y me
dijeron: Sabe, ¡oh luz de nuestros ojos!, que hemos de abandonarte,
como abandonamos a otros antes que a ti. Eres, en realidad, el más libertino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti.
Y yo les dije: ¿Y por qué habrán de abandonarme? Porque yo
tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está en ustedes.
Ellas contestaron: Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Desde nuestra pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alá en nuestro camino un hermoso doncel que nos agrada, como
nosotras a él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta días para
visitar a nuestro padre y a nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha.
Entonces dije: Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando a Alá hasta su regreso.
Y ellas contestaron: Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio que abren todas las puertas. Él ha de servirte de morada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías a vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!
Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: ¡Alá sea contigo! Y partieron, sin dejar de mirarme a través de sus lágrimas.
Entonces, ¡oh señora mía!, salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé a recorrer aquel palacio, que aún no
había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.
Me vi entonces en un gran huerto rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan a conciencia, que las frutas
eran de un tamaño y una hermosura indecibles. Comí de ellas, especialmente
bananas, y también dátiles, que eran largos como los dedos de un árabe noble, y granadas, manzanas y melocotones. Cuando acabé de comer di gracias por su magnanimidad a Alá, y abrí la segunda puerta con la segunda llave.
Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que llenaban un gran jardín regado
por numerosos arroyos. Había allí cuantas flores pueden criarse en los
jardines de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas,
jacintos, anémonas, claveles, tulipanes, ranúnculos y todas las flores
de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las
flores, cogí un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su
aroma, y di las gracias a Alá el Altísimo por sus bondades.
Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de todos los colores y de todas las
especies de la tierra. Estaban en una pajarera construida con varillas de
áloe y de sándalo. Los bebederos eran de jaspe fino y los comederos
de oro. El suelo aparecía barrido y regado. Y las aves bendecían al
Creador. Estuve oyéndolas cantar; y cuando anocheció me retiré.
Al día siguiente me levanté temprano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, ¡oh, señora mía!, vi cosas que ni en sueños
podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula
de maravillosa construcción, con escaleras de pórfido que ascendían
hasta cuarenta puertas de ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban
abiertas y permitían ver aposentos espaciosos, cada uno de los
cuales contenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo
mi reino. La primera sala estaba atestada de enormes montones de perlas,
grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño
de un huevo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala
superaba en riqueza a la primera, y aparecía repleta de diamantes, rubíes
rojos, rubíes azules y carbunclos. En la tercera había esmeraldas
solamente; en la cuarta, montones de oro en bruto; en la quinta, monedas
de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima
monedas de plata, de todas las naciones. Las demás salas estaban llenas
de cuantas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios,
turquesas, jacintos, piedras del Yemen, cornalinas de los más viejos
colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las
preseas, en fin, usadas en las cortes de reyes y de emires.
Y yo, ¡oh señora mía!, levanté las manos y los ojos y di gracias a Alá el Altísimo por sus beneficios. Y así seguí cada día abriendo una o dos o tres puertas hasta el cuadragésimo; creciendo diariamente
mi asombro, y ya no me quedaba más que la llave de la puerta de
bronce, y pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor
felicidad.
Pero el Maligno me hacía pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la tentación pudo más que yo, y abrí
la puerta. Nada vieron mis ojos, mi olfato notó un olor muy fuerte y
hostil a los sentidos, y me desmayé cayendo por la parte de fuera de la
entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí. Cuando
me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví a
abrir, aguardando a que el olor fuese menos penetrante.
Entré por fin y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías perfumadas de ámbar gris e
incienso, y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aromático,
que al arder exhalaban aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas y candelabros
vi un maravilloso caballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y la trasera izquierda tenían asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca perfumada con rosas.
Entonces, ¡oh señora mía!, como mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho
aquel corcel, y tomándolo de la brida lo saqué al jardín y lo monté;
pero no se movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y
de pronto, ¡oh señora mía!, abrió el caballo dos grandes alas negras,
que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dio tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.
En seguida, ¡oh señora mía!, empezó todo a dar vueltas a mi alrededor, pero apreté los muslos y me sostuve como buen jinete. Y he
aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde
había yo encontrado a los diez tuertos. Y entonces se encabritó
terriblemente y logró derribarme. Luego se acercó a mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació sin que pudiera yo impedirlo y emprendió el vuelo otra vez, desapareciendo en los aires.
Me tapé con la mano el ojo hueco, y anduve en todos sentidos
por la azotea, lamentándome a impulsos del dolor. Y de pronto vi delante
de mí a los diez mancebos, que decían: ¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tienes el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros porque ya somos diez. Pero te indicaremos el camino para que marches a Bagdad, capital del Emir de los Creyentes, Harán Al-Rashid, cuya fama ha llegado a nuestros oídos y tu destino quedará entre sus manos.
Partí después de haberme afeitado y puesto este traje de saalik, para no tener que soportar otras desgracias, y viajé día y noche, no
parando hasta llegar a Bagdad, morada de paz, donde encontré a estos
dos tuertos, y saludándoles, les dije: Soy extranjero.
Y ellos me contestaron: También lo somos nosotros. Y así llegamos los tres a esta bendita casa, ¡oh señora mía!
¡Y tal es la causa de mi ojo huero y de mis barbas afeitadas!
Después de oír tan extraordinaria historia, la mayor de las tres doncellas dijo al tercer saalik: Te perdono. Acaríciate un poco la cabeza y vete.
Pero el tercer saalik contestó: ¡Por Alá! No he de irme sin oír las historias de los otros.
Entonces la joven, volviéndose hacia el califa, hacia el visir Giafar y hacia el porta-alfanje, les dijo: Cuenten su historia.
Y Giafar se le acercó, y repitió el relato que ya había contado a la joven portera al entrar en la casa. Y después de haber oído a Giafar, la dueña de la morada les dijo: Los perdono a todos, a los unos y a los otros. ¡Pero márchense en seguida!
Y todos salieron a la calle. Entonces el califa dijo a los saalik: Compañeros, ¿adónde van?
Y éstos contestaron: No sabemos dónde ir.
Y el califa les dijo: Vengan a pasar la noche con nosotros. Y ordenó a Giafar: Llévalos a tu casa y mañana me los traes, que ya veremos lo que se hace. Y Giafar ejecutó estas órdenes.
Entonces entró en su palacio el califa, pero no pudo dormir en toda la noche. Por la mañana se sentó en el trono, mandó entrar a los
jefes de su Imperio, y cuando hubo despachado los asuntos y se hubieron
marchado, se volvió hacia Giafar, y le dijo: Tráeme las tres jóvenes,
las dos perras y los tres saalik. Y Giafar salió en seguida, y los puso a
todos entre las manos del califa.
Las jóvenes se presentaron ante él cubiertas con sus velos. Y Giafar les dijo: No se les castigará, porque sin conocernos nos han perdonado y favorecido. Pero ahora están en manos del quinto descendiente de Abbas, el califa Harú n Al-Rashid. De modo que tienen que contarle la verdad.
Cuando las jóvenes oyeron las palabras de Giafar, que hablaba
en nombre del Príncipe de los Creyentes, dio un paso la mayor, y dijo: ¡Oh Emir de los Creyentes! Mi historia es tan prodigiosa, que si se escribiese con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyese con respeto.
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ... |
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que la mayor de las jóvenes se puso entre las manos del Emir de los Creyentes y contó su historia
del siguiente modo:
Presentación de Omar Cortés Historia del segundo saalik Historia de Zobeida, la mayor de las jóvenes Biblioteca Virtual Antorcha