Presentación de Omar Cortés | Historia del jorobado con el sastre, el corredor nazareno, el intendente y el médico judio | Relato del intendente del rey de China | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LAS MIL Y UNA NOCHES
Sabe, ¡oh rey del tiempo!, que vine a este país para un asunto comercial. Soy un extranjero a quien el Destino encaminó a tu reino. Porque yo nací en al ciudad de El Cairo y soy copto entre los coptos. Y es igualmente cierto que me crié en El Cairo, y en aquella ciudad fue corredor mi padre antes que yo.
Cuando murió mi padre ya había llegado yo a la edad de hombre
Y por eso fui corredor como él, pues contaba con toda clase de cualidades
para este oficio, que es la especialidad entre nosotros los coptos.
Pero un día entre los días, estaba yo sentado a la puerta del khan de los mercaderes de granos, y vi pasar a un joven, hermoso como la
luna llena, vestido con el más suntuoso traje y montado en un borrico
blanco ensillado con una silla roja.
Cuando me vio este joven me saludó, y yo me levanté por consideración hacia él. Sacó entonces un pañuelo que contenía una muestra de sésamo, y me preguntó: ¿Cuánto vale el ardeb de esta clase de sésamo?
Y yo le dije: Vale cien dracmas.
Entonces me contestó: Avisa a los medidores de granos y
ven con ellos al khan Al-Gaonalí, en el barrio de Bab Al-Nassr; allí me
encontrarás.
Y se alejó después de darme el pañuelo que contenía
muestra de sésamo.
Entonces me dirigí a todos los mercaderes de granos y les enseñé la muestra que yo había justipreciado en cien dracmas. Y los mercaderes
la tasaron en ciento veinte dracmas por ardeb. Entonces me alegré
sobremanera, y haciéndome acompañar de cuatro medidores, fui en
busca del joven que, efectivamente, me aguardaba en el khan. Y al
verme, corrió a mi encuentro y me condujo a un almacén donde estaba
el grano, y los medidores llenaron sus sacos, y lo pesaron todo, que
ascendió en total a cincuenta medidas en ardebs. Y el joven me dijo:
Te corresponden por comisión diez dracmas por cada ardeb que se
venda a cien dracmas. Pero has de cobrar en mi nombre todo el dinero,
y lo guardarás cuidadosamente en tu casa, hasta que lo reclame. Como
su precio total es cinco mil dracmas, te quedarás con quinientos, guardando
para mí cuatro mil quinientos. En cuanto despache mis negocios,
iré a buscarte para recoger esa cantidad.
Entonces yo le contesté: Escucho y obedezco.
Después le besé las manos y me fui.
Y efectivamente, aquel día gané mil dracmas de corretaje, quinientos del vendedor y quinientos de los compradores, de modo que
me correspondió el veinte por ciento, según la costumbre de los corredores egipcios.
En cuanto al joven, después de un mes de ausencia, vino a verme y me dijo: ¿Dónde están los dracmas?
Y le contesté en seguida: A tu disposición; helos aquí metidos en este saco.
Pero él me dijo: Sigue guardándolos algún tiempo hasta que yo venga a buscarlos.
Y se fue y estuvo ausente otro mes, y regresó y me dijo: ¿Dónde están los dracmas?
Entonces yo me levanté, le saludé y le dije: Aquí están a tu disposición. Helos aquí.
Después añadí: ¿Y ahora quieres honrar mi casa viniendo a comer conmigo un plato o dos. o tres o cuatro?
Pero se negó y me dijo: Sigue guardando el dinero hasta que venga a reclamártelo, después de haber despachado algunos asuntos urgentes.
Y se marchó. Y yo guardé cuidadosamente el dinero que le pertenecía, y esperé su regreso.
Volvió al cabo de un mes, y me dijo: Esta noche pasaré por aquí y recogeré el dinero.
Y le preparé los fondos; pero aunque le estuve aguardando toda la noche y varios días consecutivos, no volvió hasta pasado un mes; mientras yo decía para mí: ¡Qué confiado es ese joven! En toda mi vida, desde que soy corredor en los khanes y los zocos, he visto confianza como ésta.
Se me acercó y le vi, como siempre, en su borrico, con suntuoso traje; y era tan hermoso como la luna llena, y tenía el rostro brillante y fresco como si saliese del hammam, y sonrosadas las mejillas y la frente como una flor lozana, y en un extremo del labio un lunar, como gota de ámbar negro, según dice el poeta:
¡La luna llena se encontró con el sol en lo alto de la torre, ambos en todo el esplendor de su belleza!
Y al verle, le besé las manos e invoqué para él todas las bendiciones de Alá, y le dije: ¡Oh mi señor! Supongo que ahora recogerás tu dinero.
Y me contestó: Ten todavía un poco de paciencia; pues en
cuanto acabe de despachar mis asuntos vendré a recogerlo.
Y me volvió la espalda y se fue. Y yo supuse que tardaría en volver, y saqué el dinero y lo coloqué con un interés de veinte por ciento, obteniendo de él cuantiosa ganancia. Y dije para mí: ¡Por Alá! Cuando vuelva, le rogaré que acepte mí invitación, y le trataré con toda largueza, pues me aprovecho de sus fondos y me estoy haciendo muy rico.
Y transcurrió un año, al cabo del cual regresó, y le vi vestido con ropas más lujosas que antes, y siempre montado en su borrico blanco, de buena raza.
Entonces le supliqué fervorosamente que aceptase mi invitación y comiera en mi casa, a lo cual me contestó: No tengo inconveniente, pero con la condición de que el dinero para los gastos no lo saques de los fondos que me pertenecen y están en tu casa.
Y se echó a reír. Y yo hice lo mismo. Y le dije: Así sea, y de muy buena gana.
Y le llevé a casa, y le rogué que se sentase, y corrí al zoco a comprar toda clase de víveres, bebidas y cosas semejantes, y lo puse todo sobre el mantel entre sus manos, y le invité a empezar, diciendo: ¡Bismnah!
Entonces se acercó a los manjares, pero alargó la mano izquierda, y se puso a comer con esta mano izquierda. Y yo me quedé sorprendidísimo, y no supe qué pensar.
Terminada la comida, se lavó la mano izquierda sin auxilio de la derecha, y yo le alargué la toalla para que se secase, y después nos sentamos a conversar.
Entonces le dije: ¡Oh mi generoso señor! Líbrame de un peso que me abruma y de una tristeza que me aflige. ¿Por qué has comido
con la mano izquierda? ¿Sufres alguna enfermedad en tu mano derecha?
Y al oírlo el mancebo, me miró y recitó estas estrofas:
¡No preguntes por los sufrimientos y dolores de mi alma! ¡Conocerías mi mal!
Después sacó el brazo derecho de la manga del ropón, y vi que la mano estaba cortada, pues, aquel brazo terminaba en un muñón. Y me quedé asombrado profundamente. Pero él me dijo: ¡No te asombres
tanto! Y sobre todo, no creas que he comido con la mano izquierda por falta de consideración a tu persona, pues ya ves que ha sido por tener cortada la derecha. Y el motivo de ello no puede ser más sorprendente.
Entonces le pregunté: ¿Y cuál fue la causa?
Y el joven suspiró, y se le llenaron de lágrimas los ojos, y dijo: Sabe que yo soy de Bagdad. Mi padre era uno de los principales
personajes entre los personajes. Y yo, hasta llegar a la edad de hombre,
pude oír los relatos de los viajeros, peregrinos y mercaderes que en
casa de mi padre nos contaban las maravillas de los países egipcios. Y
tuve en la memoria todos estos relatos, admirándolos en secreto hasta que falleció mi padre. Entonces cogí cuantas riquezas pude reunir, y mucho dinero, y compré gran cantidad de mercancías en telas de Bagdad y de Mossul, y otras muchas de alto precio y excelente clase; lo empaqueté todo y salí de Bagdad. Y como estaba escrito por Alá que había de llegar sano y salvo al término de mi viaje, no tardé en hallarme en esta ciudad de El Cairo, que es tu ciudad.
Pero en este momento el joven se echó a llorar y recitó estas
estrofas:
¡A veces, el ciego, el ciego de nacimiento, sabe sortear la zanja donde cae el que tiene buenos ojos!
Terminados los versos, siguió en esta forma su relato:
Entré, pues, en El Cairo, y fui al khan Serur, deshice mis paquetes, descargué mis camellos y puse las mercancías en un local
que alquilé para almacenarlas. Después, di dinero a un criado
para que comprase comida, y dormí en seguida un rato, y al despertarme
salí a dar una vuelta por Bain Al-Kasrein, regresando después al
khan Serur, en donde pasé la noche.
Cuando me desperté por la mañana, dije para mí, desliando un
paquete de telas: Voy a llevar esta tela al zoco y a enterarme de cómo
van las compras.
Cargué las telas en los hombros de un criado, y me
dirigí al zoco, para llegar al centro de los negocios, un gran edificio
rodeado de pórticos y de tiendas de todas clases y de fuentes. Ya sabes
que allí suelen estar los corredores, y que aquel sitio se llama el kaisariat
Guergués.
Cuando llegué, todos los corredores, avisados de mi viaje, me
rodearon, y yo les di las telas, y salieron en todas direcciones a ofrecer
mis géneros a los principales compradores de los zocos. Pero al volver
me dijeron que el precio ofrecido por mis mercaderías no alcanzaba al
que yo había pagado por ellas ni a los gastos desde Bagdad hasta El
Cairo. Y como no sabía qué hacer, el jeque principal de los corredores
me dijo: Yo sé el medio de que debes valerte para que ganes algo. Es
sencillamente que hagas lo que hacen todos los mercaderes. Vender al
por menor tus mercaderías a los comerciantes con tienda abierta, por
tiempo determinado, ante testigos y por escrito, que firmarán ambos,
con intervención de un cambiante. Y así, todos los lunes y todos los
jueves cobrarás el dinero que te corresponda. De este modo, cada dracma
te producirá dos dracmas y a veces más. Y durante este tiempo tendrás
ocasión de visitar El Cairo y de admirar el Nilo.
Al oír estas palabras, dije: Es en verdad una idea excelente.
Y en seguida reuní a los pregoneros y corredores y marché con ellos al khan Serur y les di todas las mercaderías, que llevaron a la kaisariat. Y lo vendí todo al por menor a los mercaderes, después que se escribieron las cláusulas de una y otra parte, ante testigos, con intervención de un cambista de la kaisariat.
Despachado este asunto, volví al khan, permaneciendo allí tranquilo, sin privarme de ningún placer ni escatimar ningún gasto. Todos
los días comía magníficamente, siempre con la copa de vino encima
del mantel. Y nunca faltaba en mi mesa buena carne de carnero, dulces
y confituras de todas clases.
Y así seguí, hasta que llegó el mes en que debía cobrar con regularidad mis ganancias.
En efecto, desde la primera semana de aquel mes, cobré como es debido mi dinero. Y los jueves y los lunes me iba a sentar en la tienda de alguno de los deudores míos, y el cambista y el escribano público recorrían cada una de la tiendas, recogían el dinero y me lo entregaban.
Y fue en mí una costumbre el ir a sentarme, ya en una tienda, ya en otra. Pero un día, después de salir del hammam, descansé un rato;
almorcé un pollo, bebí algunas copas de vino, me lavé en seguida las
manos, me perfumé con esencias aromáticas y me fui al barrio de la
kaisariat Guergués, para sentarme en la tienda de un vendedor de telas
Uamado Badreddin Al-Bostani.
Cuando me hubo visto me recibió con gran consideración y cordialidad, y estuvimos hablando una hora. Pero mientras conversábamos
vimos llegar una mujer con un largo velo de seda azul. Y entró en la
tienda para comprar géneros, y se sentó a mi lado en un taburete. Y el
velo que le cubría la cabeza, y le tapaba ligeramente el rostro, estaba
echado a un lado, y exhalaba delicados aromas y perfumes. Y la negrura
de sus pupilas, bajo el velo, asesinaba las almas y arrebataba la razón.
Se sentó y saludó a Badreddin, que después de corresponder a su salutación
de paz, se quedó de pie ante ella, y empezó a hablar, mostrándole
telas de varias clases. Y yo, al oír la voz de la dama, tan llena de encanto
y tan dulce, sentí que el amor apuñalaba mi higado.
Pero la dama, después de examinar algunas telas que no le parecieron bastante lujosas, dijo a Badreddin: ¿No tendrías por casualidad
una pieza de seda blanca tejida con hilos de oro puro?
Y Badreddin fue al fondo de la tienda, abrió un armario pequeño, y de un montón de varias piezas de tela sacó una de seda blanca, tejida con hilos de oro puro, y luego la desdobló delante de la joven. Y ella la encontró muy a su gusto y a su conveniencia, y le dijo al mercader: Como no llevo dinero encima, creo que me la podré llevar como otras veces, y en
cuanto llegue a casa te enviaré el importe.
Pero el mercader le dijo: ¡Oh mi señora! No es posible por esta vez, porque esa tela no es mía, sino del comerciante que está ahí sentado, y me he comprometido a pagarle hoy mismo.
Entonces sus ojos lanzaron miradas de indignación, y dijo: Pero desgraciado, ¿no sabes que tengo la costumbre de comprarte las telas
más caras y pagarte más de lo que me pides? ¿No sabes que nunca he
dejado de enviarte su importe inmediatamente?
Y el mercader contestó: Ciertamente, ¡oh mi señora! Pero hoy tengo que pagar ese dinero en seguida.
Y entonces la dama cogió la pieza de tela, se la tiró a la
cara al mercader, y le dijo: ¡Todos son lo mismo en tu maldita corporación!
Y levantándose airada, volvió la espalda para salir.
Pero yo comprendí que mi alma se iba con ella, me levanté apresuradamente y le dije: ¡Oh mi señora! Concédeme la gracia de volverte
un poco hacia mí y desandar generosamente tus pasos.
Entonces ella volvió su rostro hacia donde yo estaba, sonrió discretamente, y me dijo: Consiento en pisar otra vez esta tienda, pero es sólo en obsequio tuyo.
Y se sentó en la tienda frente a mí. Entonces, volviéndome hacia Badreddin, le dije: ¿Cuál es el precio de esta tela?
Badreddin contestó: Mil cien dracmas.
Y yo repuse: Está bien; te pagaré además cien dracmas de ganancia. Trae un papel para que te dé el precio por escrito.
Y cogí la pieza de seda tejida con oro, y a cambio le di el
precio por escrito, luego entregué la tela a la dama, diciéndole: Tómala,
y puedes irte sin que te preocupe el precio, pues ya me lo pagarás
cuando gustes. Y para esto te bastará venir un día entre los días a buscarme
en el zoco, donde siempre estoy sentado en una o en otra tienda.
Y si quieres honrarme aceptándola como homenaje mío, te pertenece
desde ahora.
Entonces me contestó: ¡Alá te lo premie con toda clase
de favores! ¡Ojalá alcances todas las riquezas que me pertenecen,
convirtiéndote en mi dueño y en corona de mi cabeza! ¡Así oiga Alá
mi ruego!
Y yo le repliqué: ¡Oh señora mía, acepta, pues, esta pieza
de seda! ¡Y que no sea esta sola! Pero te ruego que me otorgues el
favor de que admire un instante el rostro que me ocultas.
Entonces se levantó el finísimo velo que le cubría la parte inferior de la cara y no dejaba ver más que los ojos.
Y vi aquel rostro de bendición, y esta sola mirada bastó para aturdirme, avivar el amor en mi alma y arrebatarme la razón. Pero ella se
apresuró a bajar el velo, cogió la tela, y me dijo: ¡Oh dueño mío, que
no dure mucho tu ausencia, o moriré desolada!
Y después se marchó.
Y yo me quedé solo con el mercader hasta la puesta del sol.
Y me hallaba como si hubiese perdido la razón y el sentido, dominado en absoluto por la locura de aquella pasión tan repentina. Y la
violencia de este sentimiento hizo que me arriesgase a preguntar al
mercader respecto a aquella dama. Y antes de levantarme para irme, le
dije: ¿Sabes quién es esa dama?
Y me contestó: Claro que sí. Es una dama muy rica. Su padre fue un emir ilustre, que murió, dejándole muchos bienes y riquezas.
Entonces me despedí del mercader y me marché, para volver al
Khan Serur, donde me alojaba. Y mis criados me sirvieran de comer; pero yo pensaba en ella, y no pude probar bocado. Me eché a dormir; pero el sueño huía de mi persona, y pasé toda la noche en vela, hasta la mañana.
Entonces me levanté, me puse un traje más lujoso todavía que el de la víspera, bebí una copa de vino, me desayuné con un buen plato, volví a la tienda del mercader, a quien hube de saludar, sentándome en el sitio de costumbre. Y apenas había tomado asiento, vi llegar a la joven acompañada de una esclava. Entró, se sentó y me saludó, sin dirigir el menor saludo de paz a Badreddin. Y con su voz tan dulce y su incomparable modo de hablar, me dijo: Esperaba que hubieses enviado a alguien a mi casa para cobrar los mil doscientos dracmas que importa la pieza de seda.
A lo cual contesté: ¿Por qué tanta prisa, si a mí no me corre ninguna?
Y ella me dijo: Eres muy generoso, pero yo no quiero que por mí pierdas nada.
Y acabó por dejar en mi mano el importe de la tela, no obstante mi oposición. Y empezamos a hablar.
Y de pronto me decidí a expresarle por señas la intensidad de mi sentimiento. Pero inmediatamente se levantó y se alejó a buen paso,
despidiéndose por pura cortesía. Y sin poder contenerme, abandoné la
tienda, y la fui siguiendo hasta que salimos del zoco. Y la perdí de
vista, pero se me acercó una muchacha cuyo velo no me permitía adivinar
quién era, y me dijo: ¡Oh mi señor! Ven a ver a mi señora, que
quiere hablarte.
Entonces, muy sorprendido, le dije: ¡Pero si aquí
nadie me conoce!
Y la muchacha replicó: ¡Oh cuán escasa es tu memoria!
¿No recuerdas a la sierva que has visto ahora mismo en el zoco,
con su señora, en la tienda de Badreddin?
Entonces eché a andar detrás de ella, hasta que vi a su señora en una esquina de la calle de los Cambios.
Cuando ella me vio, se acercó a mí rápidamente, y llevándome a un rincón de la calle, me dijo: ¡Ojo de mi vida! Sabe que con tu amor
llenas todo mi pensamiento y mi alma. Y desde la hora que te vi, ni
disfruto del sueño reparador, ni como, ni bebo.
Y yo le contesté: A mí me pasa igual; pero la dicha que ahora gozo me impide quejarme.
Y ella dijo: ¡Ojo de mi vida! ¿Vas a venir a mi casa, o iré yo a la tuya?
Yo repuse: Soy forastero y no dispongo de otro lugar que el khan, en donde hay demasiada gente. Por tanto, si tienes bastante confianza
en mi cariño para recibirme en tu casa, colmarás mi felicidad.
Y ella respondió: Cierto que sí pero esta noche es la noche del viernes y no puedo recibirte. Pero mañana después de la oración del
mediodía, monta en tu borrico, y pregunta por el barrio de Habbania, cuando llegues a él, averigua la casa de Barakat, el que fue gobernador, conocido por Aby-Schama. Allí vivo yo. Y no dejes de ir, que te estaré esperando.
Yo estaba loco de alegría; después nos separamos. Volví al khan Serur, en donde habitaba, y no pude dormir en toda la noche. Pero al
amanecer me apresuré a levantarme, y me puse un traje nuevo, perfumándome
con los más suaves aromas, y me proveí de cincuenta dinares
de oro, que guardé en un pañuelo.
Salí del khan Serur, y me dirigí hacia el lugar llamado Bab-Zauilat, alquilando allí un borrico, y le dije al burrero: Vamos al barrio de Habbania.
Y me llevó en muy escaso tiempo, llegando a una calle llamada Darb Al-Monkari, y dije al burrero: Pregunta en esta calle por la casa del nakib Aby-Schama.
El burrero se fue, y volvió a los pocos momentos con las señas pedidas, y me dijo: Puedes apearte.
Entonces eché pie a tierra, y le dije: Ve adelante
para enseñarme el camino.
Y me llevó a la casa, y entonces le ordené: Mañana por la mañana volverás aquí para llevarme de nuevo al khan.
Y el hombre me contestó que así lo haría. Entonces le di un cuarto de dinar de oro, y cogiéndolo, se lo llevó a los labios y después a la frente para darme las gracias, marchándose en seguida.
Llamé entonces a la puerta de la casa. Me abrieron dos jovencitas, y me dijeron: Entra, ¡oh señor!, nuestra ama te aguarda impaciente. No duerme por las noches a causa de la pasión que le inspiras.
Entré en un patio, y vi un soberbio edificio con siete puertas; y aparecía toda la fachada llena de ventanas que daban a un inmenso
jardín. Este jardín encerraba todas las maravillas de árboles frutales,
de flores; lo regaban arroyos y lo encantaba el gorjeo de las aves. La
casa era toda de mármol blanco, tan diáfano y pulimentado, que reflejaba
la imagen de quien lo miraba, y los artesonados interiores estaban cubiertos
de oro y rodeados de inscripciones y dibujos de distintas formas.
Todo su pavimento era de mármol muy rico y de fresco mosaico. En
medio de la sala se hallaba una fuente incrustada de perlas y pedrería.
Alfombras de seda cubrían los suelos; tapices admirables colgaban de
los muros, y en cuanto a los muebles, el lenguaje y la escritura más
elocuentes no podrían describirlos.
A los pocos momentos de entrar, me hicieron sentarme ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que el mercader prosiguió así su historia al corredor copto de El Cairo, el cual se la contaba
al sultán de aquella ciudad de la China:
Vi que se me acercaba la joven, adornada con perlas y pedrería, luminosa la cara y asesinos los negros ojos. Me sonrió, me tomó entre sus brazos, y me estrechó contra ella. Enseguida juntó sus labios con
los míos, y yo hice lo propio. Y ella me dijo: ¿Es cierto que te tengo
aquí, o es un sueño?
Yo respondí: ¡Soy tu esclavo!
Y ella dijo: ¡Hoy es un día de bendición! ¡Por Alá! ¡Ya no vivía, ni podía disfrutar comiendo y bebiendo!
Yo contesté: Y yo igualmente.
Luego nos sentamos, y yo, confundido por aquel modo de recibirme, no levantaba la cabeza.
Pero pusieron el mantel y nos presentaron platos exquisitos: carnes asadas, pollos rellenos y pasteles de todas clases. Y ambos comimos
hasta saciarnos, y ella me ponía los manjares en la boca, invitándome
cada vez con dulces palabras y miradas insinuantes.
Después me presentaron el jarro y la palangana de cobre, y me lavé las manos, y ella también, y nos perfumamos con agua de rosas y almizcle, y nos sentamos para departir.
Entonces ella empezó a contarme sus penas, y yo hice lo mismo.
Y con esto me enamoré todavía más. Y enseguida empezamos con
mimos y juegos. Pero no sería de ninguna utilidad detallarlos. Y lo
demás, con sus pormenores, pertenece al misterio.
A la mañana siguiente me levanté, puse disimuladamente debajo
de la almohada el bolsillo con los cincuenta dinares de oro, me despedí
de la joven y me dispuse a salir. Pero ella se echó a llorar, y me
dijo: ¡Oh dueño mío! ¿Cuándo volveré a ver tu hermoso rostro?
Y yo le dije: Volveré esta misma noche.
Y al salir encontré a la puerta el borrico que me condujo la víspera; y allí estaba también el burrero esperándome. Monté en el burro,
llegué al khan Serur, donde hube de apearme, y dando medio dinar de oro al burrero, le dije: Vuelve aquí al anochecer.
Y me contestó: Tus órdenes están sobre mi cabeza.
Entré entonces en el khan y almorcé. Después salí para recoger de casa de los mercaderes el importe de mis géneros. Cobré las cantidades, regresé a casa, dispuse que preparasen un camero asado, compré dulces, y llamé a un mandadero al cual di las señas de la casa de la joven, pagándole por adelantado y ordenándole que llevara todas aquellas cosas. Y yo seguí ocupado en mis negocios hasta la noche, y cuando vino a buscarme el burrero, cogí cincuenta dinares de oro, que guardé en un pañuelo, y salí.
Al entrar en la casa pude ver que todo lo habían limpiado, lavado el suelo, brillante la batería de cocina, preparados los candelabros, encendidos los faroles, prontos los manjares y escanciados los vinos y demás bebidas. Y ella, al verme, se echó en mis brazos, y acariciándome me dijo: ¡Por Alá! ¡Cuanto te deseo!
Y después nos pusimos a comer avellanas y nueces hasta media noche. En la mañana me levanté, puse los cincuenta dinares de oro en el sitio de costumbre, y me fui.
Monté en el borrico, me dirigí al khan, y allí estuve durmiendo.
Al anochecer me levanté y dispuse que el cocinero del khan preparase la comida: un plato de arroz salteado con manteca y aderezado con
nueces y almendras, y otro plato de cotufas fritas, con varias cosas
más. Luego compré flores, frutas y varias clases de almendras, y las
envié a casa de mi amada. Y cogiendo cincuenta dinares de oro, los
puse en un pañuelo y salí. Y aquella noche me sucedió con la joven lo
que estaba escrito que sucediese.
Y siguiendo de este modo, acabé por arruinarme en absoluto, y
ya no poseía un dinar, ni siquiera un dracma. Entonces dije para mí que
todo ello había sido obra del Cheitán. Y recité las siguientes estrofas:
¡Si la fortuna abandonase al rico, lo verás empobrecerse y extinguirse sin gloria, como el sol que amarillea al ponerse!
Y no sabiendo qué hacer, dominado por tristes pensamientos, salí del khan para pasear un poco, y llegué a la plaza de Bain Al-Kasrain, cerca de la puerta de Zauilat. Allí vi un gentío enorme que llenaba toda la plaza por ser día de fiesta y de feria. Me confundí entre la muchedumbre, y por decreto del Destino hallé a mi lado un jinete muy bien
vestido. Y como la gente aumentaba, me apretujaron contra él, y precisamente
mi mano se encontró pegada a su bolsillo; y noté que el bolsillo
contenía un paquetito redondo. Entonces metí rápidamente la mano y
saqué el paquetito; pero no tuve bastante destreza para que él no lo
notase. Porque el jinete comprobó por la disminución de peso que le
habían vaciado el bolsillo. Se volvió iracundo, blandiendo la maza de
armas, y me asestó un golpazo en la cabeza. Caí al suelo, y me rodeó
un corro de personas, algunas de las cuales impidieron que se repitiera
la agresión, cogiendo al caballo de la brida y diciendo al jinete: ¿No
te da vergüenza aprovecharte de las apreturas para pegar a un hombre
indefenso?
Pero él dijo: ¡Sepan todos que ese individuo es un
ladrón!
En aquel momento volví en mí del desmayo en que me encontraba, y oí que la gente decía: ¡No puede ser! Este joven tiene sobrada distinción para dedicarse al robo.
Y todos discutían si yo habría o no robado, y cada vez era mayor la disputa. Hube de verme al fin arrastrado por la muchedumbre, y quizá habría podido escapar de aquel jinete que no quería soltarme, cuando por decreto del destino, acertaron a pasar por allí el walí y su guardia, que atravesando la puerta de Zauilat, se aproximaron al grupo en que nos encontrábamos.
Y el walí preguntó: ¿Qué es lo que pasa?
Y contestó el jinete: ¡Por Alá! ¡Oh Emir! He aquí a un ladrón. Llevaba yo un bolsillo azul con veinte dinares de oro, y entre las apreturas ha encontrado manera de quitármelo.
Y el walí preguntó al jinete: ¿Tienes algún testigo?
Y el jinete contestó: No tengo ninguno.
Entonces el walí llamó al mokadem, jefe de policía,
y le dijo: Apodérate de ese hombre y regístralo.
Y el mokaden me echó mano porque ya no me protegía Alá, y me despojó de toda la ropa, acabando por encontrar el bolsillo, que era efectivamente de seda azul. El walí lo cogió y contó el dinero, resultando que contenía exactamente los veinte dinares de oro, según el jinete había afirmado.
Entonces el walí llamó a sus guardias, y les dijo: Traigan acá a ese hombre.
Y me pusieron en sus manos, y me dijo: Es necesario
declarar la verdad. Dime si confiesas haber robado este bolsillo.
Y yo, avergonzado, bajé la cabeza y reflexioné un momento, diciendo entre mí: Si digo que no he sido yo, no me creerán, pues acaban de
encontrarme el bolsillo encima, y si digo que lo he robado me pierdo.
Pero acabé por decidirme, y contesté: Sí, lo he robado.
Al verme quedó sorprendido el walí, y llamó a los testigos para que oyesen mis palabras, mandándome que las repitiese ante ellos. Y
ocurría todo aquello en la Bab-Zauilat.
El walí mandó entonces al porta-alfanje que me cortara la mano, según la ley contra los ladrones. Y el porta-alfanje me cortó inmediatamente la mano derecha. Y el jinete se compadeció de mí e intercedió
con el walí para que no me cortasen la otra mano. Y el walí le concedió
esa gracia y se alejó. Y la gente me tuvo lástima, y me dieron un
vaso de vino para infundirme alientos, pues había perdido mucha sangre,
y me hallaba muy débil.
En cuanto al jinete, se acercó a mí, me alargó el bolsillo y me lo puso en la mano, diciendo: Eres un joven bien educado y no se hizo para ti el oficio de ladrón.
Y dicho esto se alejó después de haberme obligado a aceptar el bolsillo. Y yo me marché también, envolviéndome el brazo con un pañuelo y tapándolo con la manga del ropón. Y me había quedado muy pálido y muy triste
consecuencia de lo ocurrido.
Sin darme cuenta me fui hacia la casa de mi amiga. Y al llegar, me tendí extenuado en el lecho. Pero ella, al ver mi palidez y mi decaimiento, me dijo: ¿Qué te pasa? ¿Cómo estás tan pálido?
Y yo contesté: Me duele mucho la cabeza; no me encuentro bien.
Entonces, muy entristecida, me dijo: ¡Oh dueño mío, no me abrases el corazón! Levanta un poco la cabeza hacia mí, te lo ruego, ¡ojo de mi vida!, y dime lo que te ha ocurrido, porque adivino en tu rostro muchas cosas.
Pero yo le dije: ¡Por favor! Ahórrame la pena de contestarte.
Y ella, echándose a llorar, replicó: ¡Ya veo que te cansaste de mí, pues no estás conmigo, como de costumbre!
Y derramó abundantes lágrimas mezcladas eon suspiros, y de cuando en cuando interrumpía sus lamentos para dirigirme preguntas, que quedaban sin respuesta; y así estuvimos hasta la noche.
Entonces nos trajeron de comer y nos presentaron los manjares, como solían. Pero yo me guardé bien de aceptar, pues me habría avergonzado coger los alimentos eon la mano izquierda, y temía que me
preguntase el motivo de ello. Y por tanto, exclamé: No tengo ningún
apetito ahora.
Y ella dijo: Ya ves cómo tenía razón. Entérame de lo
que te ha pasado, y por qué estás tan afligido y con luto en el alma y en
el corazón.
Entonces acabé por decirle: Te lo contaré todo, pero poco
a poco, por partes.
Y ella, alargándome una copa de vino, repuso: ¡Vamos, hijo mío! Déjate de pensamientos tristes. Con esto se cura la melancolía. Bebe este vino, y confíame la causa de tus penas.
Y yo le dije: Si te empeñas, dame tú misma de beber con tu mano.
Y ella acercó la copa a mis labios, inclinándola con suavidad, y me dio de beber. Después la llenó de nuevo, y me la acercó otra vez. Hice un esfuerzo, tendí la mano izquierda y cogí la copa. Pero no pude contener las lágrimas y rompí a llorar.
Y cuando ella me vio llorar, tampoco pudo contenerse, me cogió la cabeza eon ambas manos, y dijo: ¡Oh, por favor! ¡Dime el motivo
de tu llanto! ¡Me estás abrasando el corazón! ¡Dime también por qué
tomaste la copa con la mano izquierda.
Y yo le contesté: Tengo un tumor en la derecha.
Y ella replicó: Enséñamelo; lo sacaremos, y te
aliviarás.
Y yo respondí: No es el momento oportuno para tal operación. No insistas, porque estoy resuelto a no sacar la mano.
Vacié por completo la copa, y seguí bebiendo cada vez que ella me la ofrecía, hasta que me poseyó la embriaguez, madre del olvido. Y tendiéndome en el mismo sitio en que me hallaba, me dormí.
Al día siguiente, cuando me desperté, vi que me había preparado el almuerzo: cuatro pollos cocidos, caldo de gallina y vino abundante.
De todo me ofreció, y comí y bebí, y después quise despedirme y marcharme. Pero ella me dijo: ¿Adónde piensas ir?
Y yo contesté: A cualquier sitio en que pueda distraerme y olvidar las penas que me oprimen el corazón.
Y ella me dijo: ¡Oh, no te vayas! ¡Quédate un
poco más!
Y yo me senté, y ella me dirigió una intensa mirada, y me
dijo: Ojo de mi vida, ¿qué locura te aqueja? Por mi amor te has armiñado.
Además, adivino que tengo también la culpa de que hayas perdido
la mano derecha. Tu sueño me ha hecho descubrir tu desgracia. Pero
¡por Alá!, jamás me separaré de ti. Y quiero casarme contigo legalmente
Y mandó llamar a los testigos, y les dijo: Sean testigos de mi casamiento con este joven. Van a redactar el contrato de matrimonio,
haciendo constar que me ha entregado la dote.
Y los testigos redactaron nuestro contrato de matrimonio. Y ella les dijo: Sean testigos, asimismo, de que todas las riquezas que me
pertenecen, y que están en esa arca que ven, así como cuanto poseo, es
desde ahora propiedad de este joven.
Y los testigos lo hicieron constar, y levantaron acta de su declaración, así como de que yo aceptaba, y se fueron después de haber cobrado sus honorarios.
Entonces la joven me cogió de la mano, y me llevó frente a un
armario, lo abrió y me enseñó un gran cajón, que abrió también y me
dijo: Mira lo que hay en esa caja.
Y al examinarla, vi que estaba llena de pañuelos, cada uno de los cuales formaba un paquetito.
Y me dijo: Todo esto son los bienes que durante el transcurso del tiempo fui aceptando de ti. Cada vez que me dabas un pañuelo con cincuenta dinares de oro, tenía yo buen cuidado de guardarlo muy oculto en esa caja. Ahora recobra lo tuyo. Alá te lo tenía reservado y lo había escrito
en tu Destino. Hoy te protege Alá, y me eligió para realizar lo que él
había escrito. Pero por causa mía perdiste la mano derecha, y no puedo
corresponder como es debido a tu amor ni a tu adhesión a mi persona,
pues no bastaría aunque para ello sacrificase mi alma.
Y añadió: Toma posesión de tus bienes.
Y yo mandé fabricar una nueva caja en la cual metí uno por uno los paquetes que iba sacando del armario de la joven.
Me levanté entonces y la estreché en mis brazos. Y siguió diciéndome las palabras más gratas y lamentando lo poco que podía hacer
por mí en comparación de lo que yo había hecho por ella. Después,
queriendo colmar cuanto había hecho, se levantó e inscribió a mi nombre
todas las alhajas y ropas de lujo que poseía, así como sus valores,
terrenos y fincas, certificándolo con su sello y ante testigos.
Y aquella noche, se durmió muy entristecida por la desgracia que me había ocurrido por su causa. Y desde aquel momento no dejó de
lamentarse y afligirse de tal modo, que al cabo de un mes se apoderó
de ella un decaimiento, que se fue acentuando y se agravó, hasta el
punto de que murió a los cincuenta días.
Entonces dispuse todos los preparativos de los funerales, y yo mismo la deposité en la sepultura y mandé celebrar cuantas ceremonias
preceden al entierro. Al regresar del cementerio entré en la casa y
examiné todos sus legados y donaciones, y vi que entre otras cosas me
había dejado grandes almacenes llenos de sésamo. Precisamente de
este sésamo cuya venta te encargué, ¡oh mi señor!, por lo cual te aviniste
a aceptar un escaso corretaje, muy inferior a tus méritos.
Y esos viajes que he realizado y que te asombraban eran indispensables para liquidar cuanto ella me ha dejado, y ahora mismo acabo
de cobrar todo el dinero y arreglar otras cosas.
Te ruego, pues, que no rechaces la gratificación que quiero ofrecerte, ¡oh tú que me das hospitalidad en tu casa y me invitas a compartir
tus manjares! Me harás un favor aceptando todo el dinero que has guardado
y que cobraste por la venta del sésamo.
Y tal es mi historia y la causa de que coma siempre con la mano izquierda.
Entonces, yo, ¡oh poderoso rey!, dije al joven: En verdad que me colmas de favores y beneficios.
Y me contestó: Eso no vale nada. ¿Quieres ahora, ¡oh excelente corredor!, acompañarme a mi tierra que, como sabes, es Bagdad? Acabo de hacer importantes compras de géneros en El Cairo, y pienso venderlos con mucha ganancia en Bagdad. ¿Quieres ser mi compañero de viaje y mi socio en las ganancias?
Y contesté: Pongo tus deseos sobre mis ojos.
Y determinamos partir a fin del mes.
Mientras tanto, me ocupé en vender sin pérdida ninguna todo lo que poseía, y con el dinero que aquello me produjo compré también
muchos géneros. Y partí con el joven hacia Bagdad; y desde allí después de obtener ganancias cuantiosas y comprar otras mercancías, nos encaminamos a este país que gobiernas, ¡oh rey de los siglos!
Y el joven vendió aquí todos sus géneros y ha marchado de nuevo a Egipto, y me disponía a reunirme con él, cuando me ha ocurrido
esta aventura eon el jorobado, debida a mi desconocimiento del país,
pues soy un extranjero que viaja para realizar sus negocios.
Tal es, ¡oh rey de los siglos!, la historia, que juzgo más extraordinaria que la del jorobado.
Pero el rey, contestó: Pues a mí no me lo parece. Y voy a mandar que los ahorquen a todos, para que paguen el crimen cometido en la
persona de mi bufón, este pobre jorobado a quien mataron.
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana; y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el rey de la China dijo: Voy a mandar que los ahorquen a todos, el intendente
dio un paso, prosternándose ante el rey, y dijo: Si me lo permites,
te contaré una historia que ha ocurrido hace pocos días, y, que es más
sorprendente y maravillosa que la del jorobado. Si así lo crees después
de haberla oído, nos indultarás a todos.
El rey de la China dijo: ¡Asi sea!
Y el intendente contó lo que sigue:
¡Tales eran los dos amantes! ¡Y cuantos los veían, tenían que admirarlos y desearles completa felicidad!
¡Y ahora son tan hermosos, que cautivan el alma!
¡Gloria, pues, a Alá, que realiza tales prodigios y forma sus criaturas a su deseo!
¡Y sobre todo, no preguntes si soy feliz! ¡Lo fui! ¡Pero hace tanto tiempo!
¡Desde entonces, todo ha cambiado! ¡Y contra lo inevitable no hay más que invocar la cordura!
¡A veces, el insensato sabe callar las palabras que, pronunciadas por el sabio, son la perdición del sabio!
¡A veces, el hombre piadoso y creyente sufre desventuras, mientras que el loco, el impío, alcanza la felicidad!
¡Así, pues, conozca el hombre su impotencia! ¡La fatalidad es la
única reina del mundo!
Y al desaparecer, su recuerdo se borra para siempre de todas las memorias. ¡Y si vuelve algún día, la suerte no le sonreiría nunca!
¡Ha de darle vergüenza presentarse en las calles! ¡Y a solas consigo mismo, derramará todas las lágrimas de sus ojos!
¡Oh, Alá! ¡El hombre nada puede esperar de sus amigos, porque si cae en la miseria, hasta sus parientes renegarán de él!
Presentación de Omar Cortés Historia del jorobado con el sastre, el corredor nazareno, el intendente y el médico judio Relato del intendente del rey de China Biblioteca Virtual Antorcha