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LAS MIL Y UNA NOCHES

XXIII


Relato del médico judio






La cosa más extraordinaria que me ocurrió en mi juventud es precisamente ésta que van a oír, ¡oh mis señores llenos de cualidades!

Estudiaba entonces medicina y ciencias en la ciudad de Damasco, y cuando tuve bien aprendida mi profesión, empecé a ejercerla y a ganarme la vida.

Pero un día entre los días, cierto esclavo del gobernador de Damasco vino a mi casa, y diciéndome que le acompañase, me llevó al palacio del gobernador. Y allí, en medio de una gran sala, v i un lecho de mármol chapeado de oro. En este lecho estaba echado y enfermo un hijo de Adán. Era un joven tan hermoso, que no se habría encontrado otro como él entre todos los de su tiempo. Me acerqué a su cabecera, le deseé pronta curación y completa salud. Pero él sólo me contestó haciéndome una seña con los ojos. Yo le dije: ¡Oh mi señor, dame la mano!

Y él me alargó la mano izquierda, lo cual me asombró mucho, haciéndome pensar: ¡Por Alá! ¡Qué cosa tan sorprendente! He aquí un joven de buena apariencia y de elevada condición, y que está sin embargo muy mal educado.

No por eso dejé de tomarle el pulso, y receté un medicamento a base de agua de rosas. Y le seguí visitando, hasta que, pasados diez días, recuperó las fuerzas y pudo levantarse como de costumbre. Entonces le aconsejé que fuese al hammam y que después volviese a descansar.

El gobernador de Damasco me demostró su gratitud regalándome un magnífico ropón de honor y nombrándome, no sólo médico suyo, sino también del hospital de Damasco. En cuanto al joven, que durante su enfermedad había seguido alargándome la mano izquierda, me rogó que le acompañase al hammam que se había reservado para él solo, prohibiendo entrar a los demás clientes. Y cuando llegamos al hammam se acercaron los criados del joven, le ayudaron a desnudarse, recogiendo su ropa y dándole otra, limpia y nueva. Y al ver desnudo al joven, noté que carecía de mano derecha. Y me sorprendió y apenó grandemente el descubrimiento. Y aumentó mi asombro cuando vi huellas de varazos en todo su cuerpo. Entonces el joven se volvió hacia mí, y me dijo: ¡Oh médico del siglo! No te asombre el verme como me ves, pues voy a contarte el motivo, y oirás una relación muy extraordinaria. Pero tenemos que aguardar a estar fuera del hammam.

Después de salir del hammam llegamos al palacio, y nos sentamos para descansar y comer luego. Pero el joven me dijo: ¿No prefieres que subamos a la sala alta?

Y yo le contesté que sí, y entonces mandó a los criados que asaran un camero y lo subieran a la sala alta, a la cual nos encaminamos. Y los esclavos no tardaron en subir el camero asado y toda clase de frutas. Y nos pusimos a comer, y él siempre se servía de la mano izquierda. Entonces yo le dije: Cuéntame ahora esa historia.

Y él contestó: ¡Oh médico del siglo, te la voy a contar! Escucha, pues.

Sabe que nací en la ciudad de Mossul, donde mi familia figuraba entre las más principales. Mi padre era el mayor de los diez vástagos que dejó mi abuelo al morir, y cuando esto ocurrió, mi padre estaba ya casado, como todos mis tíos. Pero él era el único que tuvo un hijo, que fui yo, pues ninguno de mis tíos los tuvo. Por eso fui creciendo entre las simpatías de todos mis tíos, que me querían muchísimo y se alegraban mirándome. Un día que estaba con mi padre en la gran mezquita de Mossul para rezar la oración del viernes, vi que después de la plegaria todo el mundo se había marchado, menos mi padre y mis tíos. Se sentaron todos en la gran estera, y yo me senté con ellos. Y se pusieron a hablar, versando la conversación sobre los viajes y las maravillas de los países extranjeros y de las grandes ciudades lejanas. Pero sobre todo hablaron de Egipto y del Cairo. Y mis tíos repitieron los relatos admirables de los viajeros que habían estado en Egipto, y decían que no había en la tierra país más bello ni río más maravilloso que el Nilo. Por eso los poetas han hecho muy bien en cantar ese país y su Nilo, y dice la verdad el poeta cuando dice:

¡Por Alá! ¡Te conjuro que digas al río de mi país, al Nilo de mi país, que aquí no puedo extinguir la sed, que el Éufrates no puede apagar la sed que me atormenta!

Mis tíos empezaron a enumerar las maravillas de Egipto y de su río, con tal elocuencia y tanto calor, que cuando dejaron de hablar y se fue cada cual a su casa, quedé muy pensativo y preocupado, y no podía apartarse de mí espíritu el grato recuerdo de todas aquellas cosas que acababa de oír con motivo de aquel país tan admirable. Y cuando volví a casa, no pude pegar los ojos en toda la noehe, y perdí el apetito.

Averigüé a los pocos días que mis tíos estaban preparando un viaje a Egipto, y rogué con tanto ardor a mi padre, y tanto laboré para que me dejase ir con ellos, que me lo permitió y hasta me compró mercaderías muy estimables. Y encargó a mis tíos que no me llevasen con ellos a Egipto, sino que me dejasen en Damasco, donde debía yo ganar dinero eon los géneros que llevaba. Me despedí de mi padre, me junté con mis tíos, y salimos de Mossul.

Así viajamos hasta Alepo, donde nos detuvimos algunos días, y desde allí reanudamos el viaje hacia Damasco, adonde no tardamos en llegar.

Y vimos que Damasco es una hermosa ciudad, entre jardines, arroyos, árboles, frutas y pájaros. Nos albergamos en uno de los khanes, y mis tíos se quedaron en Damasco hasta que vendieron sus mercaderías de Mossul, comprando otras en Damasco para despacharlas en El Cairo, y vendieron también mis géneros tan ventajosamente, que cada dracma de mercadería me valió cinco dracmas de plata. Después mis tíos me dejaron solo en Damasco y prosiguieron su viaje a Egipto.

En cuanto a mí, continué viviendo en Damasco, en donde alquilé una casa maravillosa, cuyas bellezas no puede enumerar la lengua humana.

Me costaba dos dinares de oro al mes. Pero no me contenté con esto. Empecé a hacer cuantiosos gastos, satisfaciendo todos mis caprichos, sin privarme de ninguna clase de manjares ni bebidas. Y este género de vida duró hasta que hube gastado el dinero con que contaba.

Y por entonces, estando sentado un día a la puerta de mi casa pdra tomar el fresco, vi acercarse a mí, viniendo no sé de dónde, a una joven ricamente vestida, sobrepasando en elegancia a todo cuanto había visto en mi vida. Me levanté súbitamente y la invité a que honrase mi casa con su presencia. No hizo ningún reparo, sino que traspuso el umbral y penetró en la casa gentilmente. Cerré entonces la puerta detrás de nosotros, y lleno de júbilo la cogí en brazos y la transporté al salón. Allí se descubrió, se quitó el velo, y se me apareció en toda su hermosura. Y tan hechicera la encontré, que me sentí completamente dominado por su amor.

Salí en seguida en busca del mantel, lo cubrí con manjares suculentos y frutas exquisitas y cuanto era de mi obligación en aquellas circunstancias. Y nos pusimos a comer y a jugar, y luego a beber, y de tal manera lo hicimos, que nos emborrachamos por completo. Y la noche que pasé con ella hasta la mañana se contará entre las más benditas.

Al día siguiente creí que hacía bien las cosas ofreciéndole diez dinares de oro. Pero los rechazó y dijo que nunca aceptaría nada de mí. Después me dijo: Y ahora, ¡oh querido mío!, sabe que volveré a verte dentro de tres días, al anochecer. Aguárdame, porque no he de faltar. Y como yo misma me convido, no quiero ocasionarte gastos de modo que te voy a dar dinero para que prepares otro festín como el de hoy.

Y me entregó diez dinares de oro que me obligó a aceptar, y se despidió, llevándose tras ella toda mi alma.

Pero, como me había prometido, volvió a los tres días, más ricamente vestida que la primera vez. Por mi parte, había preparado todo lo indispensable, y en realidad no había escatimado nada. Y comimos y bebimos como la otra vez, hasta que brilló la mañana. Entonces me dijo: ¡Oh mi dueño amado! ¿De veras me encuentras hermosa?

Yo le contesté: ¡Por Alá! Ya lo creo.

Y ella me dijo: Si es así, puedo pedirte permiso para traer a una muchacha más hermosa y más joven que yo, a fin de que se divierta con nosotros y podamos reímos y jugar juntos, pues me ha rogado que la saque conmigo, para regocijarnos y hacer locuras los tres.

Acepté de buena gana, y dándome entonces veinte dinares de oro, me encargó que no economizase nada para preparar lo necesario y recibirlas dignamente en cuanto llegasen ella y la otra joven. Después se despidió y se fue.

Al cuarto día, me dediqué, como de costumbre, a prepararlo todo, con la largueza de siempre, y aún más todavía, por tener que recibir a una persona extraña. Y apenas puesto el sol, vi llegar a mi amiga acompañada por otra joven que venía envuelta en un velo muy grande.

Entraron y se sentaron. Y yo, lleno de alegría, me levanté, encendí los candelabros y me puse enteramente a su disposieión. Ellas se quitaron entonces sus velos, y pude contemplar a la otra joven. ¡Alá, Alá! Parecía la luna llena. Me apresuré a servirlas y les presenté las bandejas repletas de manjares y bebidas, y empezaron a comer y beber. Y yo, entretanto, besaba a la joven desconocida, y le llenaba la copa y bebía con ella. Pero esto acabó por encender los celos de la otra, que supo disimularlos, y hasta me dijo: ¡Por Alá! ¡Cuán deliciosa es esa joven! ¿No te parece más hermosa que yo?

Y yo respondí ingenuamente: Es verdad, razón tienes.

Y ella dijo: Pues llévatela. Así me complacerás.

Yo respondí: Respeto tus órdenes y las pongo sobre mi cabeza y mis ojos.

Me tendí junto a mi nueva amiga. Pero he aquí que al despertarme me encontré la mano llena de sangre, y vi que no era sueño, sino realidad. Como ya era pleno día, quise despertar a mi compañera, dormida aún, y le toqué ligeramente la cabeza. Y la cabeza se separó inmediatamente del cuerpo y cayó al suelo.

En cuanto a mi primera amiga, no había de ella ni rastro ni olor.

Sin saber qué hacer, estuve una hora recapacitando, y por fin me decidí a levantarme para abrir una huesa en aquella misma sala. Levanté las losas de mármol, empecé a cavar, e hice un hoyo lo bastante grande para que cupiese el cadáver, y lo enterré inmediatamente. Cegué luego el agujero y puse las losas lo mismo que antes estaban.

Hecho esto fui a vestirme, cogí el dinero que me quedaba, salí en busca del amo de la casa, y pagándole el importe de otro año de alquiler, le dije: Tengo que ir a Egipto, donde mis tíos me esperan.

Y me fui, precediendo mi cabeza a mis pies.

Al llegar a El Cairo encontré a mis tíos que se alegraron mucho al verme, y me preguntaron la causa de aquel viaje. Y yo les dije: Pues únicamente el deseo de volverlos a ver y el temor de gastarme en Damasco el dinero que me quedaba.

Me invitaron a vivir con ellos, y acepté. Y permanecí en su compañía todo un año, divirtiéndome, comiendo, bebiendo, visitando las cosas interesantes de la ciudad, admirando el Nilo y distrayéndome de mil maneras. Desgraciadamente, al cabo del año, como mis tíos habían realizado buenas ganancias vendiendo sus géneros, pensaron en volver a Mossul; pero como yo no quería acompañarlos, desaparecí para librarme de ellos, y se marcharon solos, pensando que yo habría ido a Damasco para prepararles alojamiento, puesto que conocía bien esta ciudad. Después seguí gastando, y permanecí allí otros tres años, y cada año mandaba el precio del alquiler a mi casero de Damasco. Transcurridos los tres años, como apenas me quedaba dinero para el viaje y estaba aburrido de la ociosidad, decidí volver a Damasco.

Y apenas llegué, me dirigí a mi casa, y fui recibido con gran alegría por mi casero, que me dio la bienvenida y me entregó las llaves, enseñándome la cerradura intacta y provista de mi sello. Y efectivamente, entré y vi que todo estaba como lo había dejado.

Lo primero que hice fue lavar el entarimado para que desapareciese toda huella de sangre de la joven asesinada, y cuando me quedé tranquilo me fui al lecho para descansar de las fatigas del viaje. Y al levantar la almohada para ponerla bien, encontré debajo un collar de aro con tres filas de perlas nobles. Era precisamente el collar de mi amada, y lo había puesto allí la noche de nuestra dicha. Y ante este recuerdo derramé lágrimas de pesar y deploré la muerte de aquella joven. Luego oculté cuidadosamente el collar en el interior de mi ropón.

Pasados tres días de descanso en mi casa, pensé ir al zoco para buscar ocupación y ver a mis amigas. Llegué al zoco, pero estaba escrito por acuerdo del Destino que había de tentarme el Cheitán y había de sucumbir a su tentación, porque el Destino tiene que cumplirse. Y efectivamente, me dio la tentación de deshacerme de aquel collar de oro y de perlas. Lo saqué del interior del ropón, y se lo presenté al corredor más hábil del zoco. Éste me invitó a sentarme en su tienda, y en cuanto se animó el mercado, cogió el collar, me rogó que le esperara, y se fue a someterlo a las ofertas de mercaderes y parroquianos. Y al cabo de una hora volvió, y me dijo: Creí a primera vista que este collar era de oro de ley y perlas finas, y valdría lo menos mil dinares de oro; pero me equivoqué: es falso. Está hecho según los artificios de los francos, que saben imitar el oro, las perlas y las piedras preciosas; de modo que no me ofrecen por él más que mil dracmas, en vez de mil dinares.

Yo contesté: Verdaderamente, tienes razón. Este collar es falso. Lo mandé construir para burlarme de una amiga, a quien se lo regalé. Y ahora esta mujer ha muerto y le ha dejado el collar a la mía; de modo que hemos decidido venderlo por lo que den. Tómalo, véndelo en ese precio y tráeme los mil dracmas.

Y el astuto corredor se fue con el collar, después de haberme mirado con el ojo izquierdo.

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que el médico judío continuó de este modo la historia del joven:

El corredor, al ver que el joven no conocía el valor del collar, y se explicaba de aquel modo, comprendió en seguida que lo había robado o se lo había encontrado, cosa que debía aclararse. Cogió, pues, el collar, y se lo llevó al jefe de los corredores del zoco, que se hizo cargo de él en seguida, y fue en busca del walí de la ciudad, a quien dijo: Me habían robado este collar, y ahora hemos dado con el ladrón, que es un joven vestido como los hijos de los mercaderes, y está en tal parte, en casa de tal corredor.

Y mientras yo aguardaba al corredor con el dinero, me vi rodeado y apresado por los guardias, que me llevaron a la fuerza a casa del walí. Y el walí me hizo preguntas acerca del collar, y yo le conté la misma historia que al corredor. Entonces el walí se echó a reír, y me dijo: Ahora te enseñaré el precio de ese collar.

E hizo una seña a sus guardias que me agarraron, me desnudaron, y me dieron tal cantidad de palos y latigazos, que me ensangrentaron todo el cuerpo. Entonces, lleno de dolor, les dije: ¡Les diré la verdad! ¡Ese collar lo he robado!

Me pareció que esto era preferible a declarar la terrible verdad del asesinato de la joven, pues me habrían sentenciado a muerte y me habrían ejecutado, para castigar el crimen.

Y apenas me había acusado de tal robo, me asieron del brazo y me cortaron la mano derecha, como a los ladrones, y me sumergieron el brazo en aceite hirviendo para cicatrizar la herida. Y caí desmayado de dolor. Y me dieron de beber una cosa que me hizo recobrar los sentidos. Entonces recogí mi mano cortada y regresé a mi casa.

Pero al llegar a ella, el propietario, que se había enterado de todo, me dijo: Desde el momento que te has declarado culpable de robo y de hechos indignos, no puedes seguir viviendo en mi casa. Recoge, pues, lo tuyo y ve a buscar otro alojamiento.

Yo contesté: Señor, dame dos o tres días de plazo para que pueda buscar casa.

Y él me dijo: Me avengo a otorgarte ese plazo.

Y dejándome, se fue.

En cuanto a mí, me eché al suelo, me puse a llorar, y decía: ¡Cómo he de volver a Mossul, mi país natal; cómo he de atreverme a mirar a mi familia después que me han cortado una mano! ... Nadie me creerá cuando diga que soy inocente. No puedo hacer más que entregarme a la voluntad de Alá, que es el único que puede procurarme un medio de salvación.

Los pesares y las tristezas me pusieron enfermo, y no pude ocuparme en buscar hospedaje. Y al tercer día, estando en el lecho vi invadida mi habitación por los soldados del gobernador de Damasco, que venían con el amo de la casa y el jefe de los corredores. Y entonces el amo de la casa me dijo: Sabe que el walí ha comunicado al gobernador general lo del robo del collar. Y ahora resulta que el collar no es de este jefe de los corredores, sino del mismo gobernador general, o mejor dicho, de una hija suya, que desapareció también hace tres años. Y vienen para prenderte.

Al oír esto, empezaron a temblar todos mis miembros y coyunturas, y me dije: Ahora sí que me condenan a muerte sin remisión. Más vale declarárselo todo al gobernador general. Él será el único juez de mi vida o de mi muerte.

Pero ya me habían capturado y atado, y me llevaban con una cadena al cuello a presencia del gobernador general.

Y nos pusieron entre sus manos a mí y al jefe de los corredores. Y el gobernador, mirándome, dijo a los suyos: Este joven que me traen no es un ladrón, y le han cortado la mano injustamente. Estoy seguro de ello. En cuanto al jefe de los corredores, es un embustero y un calumniador. ¡Apodérense de él y métanlo en un calabozo!

Después el gobernador dijo al jefe de los corredores: Vas a indemnizar en seguida a este joven por haberle cortado la mano; si no, mandaré que te ahorquen y confiscaré todos tus bienes, corredor maldito.

Y añadió, dirigiéndose a los guardias: ¡Quítenmelo de enfrente, y salgan todos!

Entonces el gobernador y yo nos quedamos solos. Pero ya me habían liberado de la argolla del cuello, y tenía también los brazos libres.

Cuando todos se marcharon, el gobernador me miró con mucha lástima y me dijo: ¡Oh hijo mío! Ahora vas a hablarme con franqueza, diciéndome toda la verdad, sin ocultarme nada. Cuéntame, pues, cómo llegó este collar a tus manos.

Yo le contesté: ¡Oh mi señor y soberano! Te diré la verdad.

Y le referí cuanto me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había proporcionado y traído a la casa a la segunda joven, y cómo, por último, llevada de los celos, había sacrificado a su compañera. Y se lo conté con todos sus pormenores. Pero no hay utilidad en repetirlas.

Y el gobernador, en cuanto lo hubo oído, inclinó la cabeza lleno de dolor y amargura, y se cubrió la cara con el pañuelo. Y así estuvo durante una hora, y su pecho se desgarraba en sollozos. Después se acercó a mí, y me dijo: Sabe, ¡oh hijo mío!, que la primera joven es mi hija mayor. Fue desde su infancia muy perversa, y por este motivo hube de criarla severamente. Pero apenas llegó a la pubertad, me apresuré a casarla, y con tal fin la envié a El Cairo, a casa de un tío suyo, para unirla con uno de mis sobrinos, y por lo tanto, primo suyo. Se casó con él, pero su esposo murió al poco tiempo, y entonces ella volvió a mi casa. Y no había dejado de aprovechar su estancia en Egipto para aprender todo género de libertinaje. Y tú, que estuviste en Egipto, ya sabrás cuán expertas son en esto aquellas mujeres. Por eso, apenas estuvo de regreso mi hija, te encontró y se entregó a ti, y te fue a buscar cuatro veces seguidas. Pero con esto no le bastaba. Como ya había tenido tiempo para pervertir a su hermana, mi segunda hija, no le costó trabajo llevarla a tu casa, después de contarle cuanto hacía contigo. Y mi segunda hija me pidió permiso para acompañar a su hermana al zoco, y yo, se lo concedí. ¡Y sucedió lo que sucedió!

Pero cuando mi hija mayor regresó sola, le pregunté dónde estaba su hermana. Y me contestó llorando, y acabó por decirme, sin cesar en sus lágrimas: Se me ha perdido en el zoco, y no he podido averiguar qué ha sido de ella. Eso fue lo que me dijo a mí. Pero no tardó en confiarse a su madre, y acabó por decirle en secreto la muerte de su hermana, asesinada en tu lecho por sus propias manos. Y desde entonces no cesa de llorar, y no deja de repetir día y noche: ¡Tengo que llorar hasta que me muera! Y tus palabras, ¡oh hijo mío!, no han hecho más que confirmar lo que yo sabía, probando que mi hija había dicho la verdad. ¡Ya ves, hijo mío, cuán desventurado soy! De modo que he de expresarte un deseo y pedirte un favor, que confío no has de rehusarme. Deseo ardientemente que entres en mi familia, y quisiera darte por esposa a mi tercera hija, que es una joven buena, ingenua y virgen, no tiene ninguno de los vicios de sus hermanas. Y no te pediré dote para este casamiento, sino que, al contrario, te remuneraré con largueza, y te quedarás en mi casa como un hijo.

Entonces le contesté: Hágase tu voluntad, ¡oh mi señor! Pero antes, como acabo de saber que mi padre ha muerto, quisiera mandar recoger su herencia.

En seguida el gobernador envió un propio a Mossul, mi ciudad natal para que en mi nombre recogiese la herencia dejada por mi padre. Y efectivamente, me casé con la hija del gobernador, y desde aquel dia todos vivimos aquí la vida más próspera y dulce.

Y tú mismo, ¡oh médico!, has podido comprobar con tus propios ojos cuán amado y honrado soy en esta casa. ¡Y no tendrás en cuenta la descortesía que he cometido contigo durante toda mi enfermedad tendiéndote la mano izquierda, puesto que me cortaron la derecha!

En cuanto a mí —prosiguió el médico judío—, mucho me maravilló esta historia, y felicité al joven por haber salido de aquel modo de tal aventura. Y él me colmó de presentes y me tuvo consigo tres días en palacio, y me despidió cargado de riquezas y bienes.

Y entonces me dediqué a viajar y a recorrer el mundo, para perfeccionarme en mi arte. Y he aquí que llegué a tu imperio, ¡oh rey espléndido y poderoso! Y entonces fue cuando la noche pasada me ocurrió la desagradable aventura con el jorobado. ¡Tal es mi historia!

Entonces el rey de la China dijo: Esa historia, aunque logró interesarme, te equivocas, ¡oh médico, porque no es tan maravillosa ni sorprendente como la aventura del jorobado; de modo que no me queda más que mandar ahorcar a los cuatro, y principalmente a ese maldito sastre, que es causa y principio del crimen de ustedes.

Oídas tales palabras, el sastre se adelantó entre las manos del rey de la China, y dijo: ¡Oh rey lleno de gloria! Antes de mandarnos ahorcar, permíteme hablar a mí también y te referiré una historia que encierra cosas más extraordinarias que todas las demás historias juntas, y es más prodigiosa que la historia misma del jorobado.

Y el rey de la China dijo: Si dicen la verdad, los perdonare a todos. Pero ¡desdichado de ti si me cuentas una historia poco interesante y desprovista de cosas sublimes! Porque no vacilaré entonces en empalaros a ti y a tus tres compañeros, haciendo que los atraviesen de parte a parte, desde la base hasta la cima.

Entonces el sastre dijo:
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