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LAS MIL Y UNA NOCHES
Sepan, ¡oh todos los aquí presentes!, que mi padre era uno de los principales mercaderes de Bagdad, y por voluntad de Alá fui su único hijo.
Mi padre, aunque muy rico y estimado por toda la población, llevaba en su casa una vida pacífica, tranquila y llena de reposo. Y en ella me educó, y cuando llegué a la edad de hombre me dejó todas sus riquezas,
puso bajo mi mando a todos sus servidores y a toda la familia, y murió en la misericordia de Alá, a quién fue a dar cuenta de la deuda de su vida. Yo seguí, como antes, viviendo con holgura, poniéndome los trajes más suntuosos y comiendo los manjares más exquisitos. Pero he de decirles que Alá, Omnipotente y Gloriosísimo, había infundido en mi corazón el horror a la mujer y a todas las mujeres, de tal modo, que sólo verlas me producía sufrimiento y agravio. Vivía, pues, sin ocuparme de ellas, pero muy feliz y sin desear cosa alguna.
Un día entre los días, iba yo por una de las calles de Bagdad
cuando vi venir hacia mí un grupo numeroso de mujeres. En seguida para librarme de ellas, emprendí rápidamente la fuga y me metí en una callejuela sin salida. Y en el fondo de esta calle había un banco, en el cual me senté a descansar.
Y cuando estaba sentado se abrió frente a mí una celosía, y apareció en ella una joven con una regadera en la mano, y se puso a regar
las flores de unas macetas que había en el alféizar de la ventana.
¡Oh mis señores! He de decirles que al ver a esta joven sentí
nacer en mí algo que en mi vida había sentido. Así es que en aquel mismo instante mi corazón quedó hechizado y completamente cautivo, mi cabeza y mis pensamientos no se ocuparon más que de aquella joven, y todo mi pasado horror a las mujeres se transformó en un deseo abrasador. Pero ella, en cuanto hubo regado las plantas, miró distraídamente a la izquierda y luego a la derecha, y al verme me dirigió un larga mirada que me sacó por completo el alma del cuerpo. Después cerró la celosía y desapareció. Y por más que la estuve esperando hasta la puesta del sol, no volvió a aparecer. Y yo parecía un sonámbulo o un ser que ya no pertenece a este mundo.
Mientras seguía sentado de tal suerte, he aquí que llegó y bajó del su mula, a la puerta de la casa, el kadí de la ciudad, precedido de sus negros y seguido de sus criados. El kadí entró en la misma casa en
cuya ventana había yo visto a la joven, y comprendí que debía ser su padre.
Entonces volví a mi casa en un estado deplorable, lleno de pesar y de zozobra, y me dejé caer en el lecho. Y en seguida se me acercaron
todas las mujeres de la casa, mis parientes y servidores, y se sentaron a
mi alrededor y empezaron a importunarme acerca de la causa de mi mal. Y como nada quería decirles sobre aquel asunto, no les contesté palabra. Pero de tal modo fue aumentando mi pena de día en día, que caí gravemente enfermo y me vi muy atendido y muy visitado por mis amigos y parientes.
Y he aquí que uno de los días vi entrar en mi casa a una vieja, que en vez de gemir y compadecerse, se sentó a la cabecera del lecho y
empezó a decirme palabras cariñosas para calmarme. Después me miró, me examinó atentamente, pidió a mi servidumbre que me dejaran solo con ella.
Entonces me dijo: Hijo mío, sé la causa de tu enfermedad,
pero necesito que me des pormenores.
Y yo le comuniqué en confianza todas las particularidades del asunto, y me contestó: Efectivamente, hijo mío, ésa es la hija del kadí de Bagdad y aquella casa es ciertamente su casa. Pero sabe que el kadí no vive en el mismo piso que su hija, sino en el de abajo. Y de todos modos, aunque la
joven vive sola, está vigiladísima y bien guardada. Pero sabe también que yo voy mucho a esa casa, pues soy amiga de esa joven, y puedes estar seguro de que no has de lograr lo que deseas más que por mi mediación. ¡Anímate, pues, y ten alientos!
Estas palabras me armaron de firmeza, y enseguida me levanté y me sentí el cuerpo ágil y recuperada la salud. Y al ver esto, se alegraron
todos mis parientes. Y entonces la anciana se marchó, prometiéndome volver al día siguiente para darme cuenta de la entrevista que iba a tener con la hija del kadí de Bagdad.
Y en efecto, volvió al día siguiente. Pero apenas le vi la cara, comprendí que no traía buenas noticias. Y la vieja me dijo: Hijo mío,
no me preguntes lo que acaba de suceder. Todavía estoy trastornada.
Figurate que en cuanto le dije al oído el objeto de mi visita, se puso de
pie y me replicó muy airada: Malhadada vieja, si no te callas en el acto y no desistes de tus vergonzosas proposiciones, te mandaré castigar como mereces. Entonces, hijo mío, ya no dije nada; pero me propongo intentarlo por segunda vez. No se dirá que he fracasado en estos empeños en los que soy más experta que nadie. Después me dejó y se fue.
Pero yo volví a caer enfermo con mayor gravedad, y dejé de comer y beber.
Sin embargo, la vieja, como me había ofrecido, volvió a mi casa a los pocos días, y su cara resplandecía, y me dijo sonriendo: Vamos,
hijo, ¡dame albricias por las buenas nuevas que te traigo!
Y al oírlo, sentí tal alegría que me volvió el alma al cuerpo, y dije enseguida a la anciana: Ciertamente, buena madre, te deberé el mayor beneficio.
Entonces ella me dijo: Volví ayer a casa de la joven. Y cuando me vio muy triste y abatida y con los ojos arrasados en lágrimas, me preguntó: ¡Oh mísera! ¿Por qué está tan oprimido tu pecho? ¿Qué te pasa? Entonces se aumentó mi llanto, y le dije: ¡Oh hija mía y señora! ¿No
recuerdas que vine a hablarte de un joven apasionadamente prendado de tus encantos? Pues bien: hoy está para morirse por culpa tuya. Y ella, con el corazón lleno de lástima, y muy enternecida, preguntó: ¿Pero quién es ese joven de que me hablas? Y yo le dije: Es mi propio hijo, el fruto de mis entrañas. Te vio hace algunos días, cuando estabas regando las flores, y pudo admirar un momento los encantos de tu cara, y él, que hasta ese momento no quería ver ninguna mujer; se horrorizaba de tratar con ellas, está loco de amor por ti. Por eso, cuando le conté la mala acogida que me hiciste, recayó gravemente en su enfermedad. Y ahora acabo de dejarle tendido en los almohadones de su lecho, a punto de rendir el último suspiro al Creador. Y me temo que no haya esperanza de salvación para él. A estas palabras palideció
la joven, y me dijo: ¿Y todo eso es por causa mía? Yo le contestó: ¡Por Alá, que así es! ¿Pero qué piensas hacer ahora? Soy tu sierva y pondré tus órdenes sobre mi cabeza y sobre mis ojos. Y la joven me dijo: Ve enseguida a su casa, y transmítele de mi parte el saludo, y dile que me causa mucho dolor su pena. Y en seguida le dirás que mañana viernes, antes de la plegaria, le aguardo aquí. Que venga a casa, y ya diré a mi gente que le abran la puerta, y le haré subir a mi aposento, y pasaremos juntos toda una hora. Pero tendrá que marcharse antes de que mi padre vuelva de la oración.
Oídas las palabras de la anciana, sentí que recobraba las fuerzas y que se desvanecían todos mis padecimientos y descansaba mi corazón.
Y saqué del ropón una bolsa repleta de dinares y rogué a la anciana
que le aceptase.
Y la vieja me dijo: Ahora reanima tu corazón y ponte
alegre.
Y yo le contesté: En verdad que se acabó mi mal.
Y en efecto, mis parientes notaron bien pronto mi curación, y llegaron al colmo de la alegría, lo mismo que mis amigos.
Aguardé, pues, de este modo hasta el viernes, y entonces vi llegar a la vieja. Y en seguida me levanté, me puse mi mejor traje, me
perfumé con esencia de rosas, e iba a correr a casa de la joven, cuando
la anciana me dijo: Todavía queda mucho tiempo. Más vale que entretanto
vayas al hammam a tomar un buen baño y que te den masaje, que te afeiten y depilen, puesto que ahora sales de una enfermedad. Veras qué bien te sienta.
Y yo respondí: Verdaderamente es una idea acertada. Pero mejor será llamar a un barbero, para que me afeite la cabeza, y después podré ir a bañarme al hammam.
Mandé entonces a un sirviente que fuese a buscar a un barbero, y le dije: Ve en seguida al zoco y busca un barbero que tenga la mano ligera, pero sobretodo que sea prudente y discreto, sobrio en palabras y
nada curioso, que no me rompa la cabeza con su charla, como hacen la
mayor parte de los de su profesión.
Y mi servidor salió a escape y me trajo un barbero viejo.
Y el barbero era ese maldito que ven delante de ustedes, ¡oh mis señores!
Cuando entró, me deseó la paz, y yo correspondí a su saludo de paz. Y me dijo: ¡Que Alá aparte de ti toda desventura, pena, zozobra,
dolor y adversidad!
Y contesté: ¡Ojalá atienda Alá tus buenos deseos!
Y prosiguió: He aquí que te anuncio la buena nueva, ¡oh mi señor!, y la renovación de tus fuerzas y tu salud. ¿Y qué he de hacer ahora?
¿Afeitarte o sangrarte? Pues no ignoras que nuestro gran Ibn-Abbas dijo: El que se corta el pelo el día del viernes alcanza el favor de Alá, pues aparta de él setenta clases de calamidades. Y el mismo Ibn-Abbas ha dicho: Pero el que se sangra el viernes o hace que le apliquen ese mismo día ventosas escarificadas, se expone a perder la vista y corre el riesgo de pescar todas las enfermedades.
Entonces le contesté: ¡Oh jeque! basta ya de chanzas; levántate en seguida para afeitarme la cabeza, y hazlo pronto, porque estoy débil y no puedo hablar ni aguardar mucho.
Entonces se levantó y cogió un paquete cubierto con un pañuelo, en que debía llevar la bacía, las navajas y las tijeras; lo abrió y sacó, no la navaja, sino un astrolabio de siete facetas. Lo cogió, se salió al centro del patio de mi casa, levantó gravemente la cara hacia el sol, lo
miró atentamente, examinó el astrolabio, volvió, y me dijo: Has de
saber que este viernes es el décimo día del mes de Safar del año 763 de la hégira de nuestro Santo Profeta; ¡vayan a él la paz y las mejores bendiciones! Y lo sé por la ciencia de los números, la cual me dice que este viernes coincide con el preciso momento en que se verifica la conjunción del planeta Mirrikh con el planeta Hutared por siete grados y seis minutos. Y esto viene a demostrar que el afeitarse hoy la cabeza es una acción fausta y de todo punto admirable. Y claramente me indica también que tienes la intención de celebrar una entrevista con una persona cuya suerte se me muestra como muy afortunada. Y aún podría contarte más cosas que te han de suceder, pero son cosas que debo
callarlas.
Yo contesté: ¡Por Alá! Me ahogas con tanto discurso y me arrancas el alma. Parece también que no sepas más que vaticinar cosas
desagradables. Y yo sólo te he llamado para que me afeites la cabeza.
Levántate, pues, y aféitame sin más discursos.
Y el barbero replicó: ¡Por Alá! Si supieses la verdad de las cosas, me pedirías más pormenores y más pruebas. De todos modos, sabe que, aunque soy barbero, soy algo más que barbero. Pues además de ser el barbero más reputado de Bagdad, conozco admirablemente, aparte del arte de la medicina, las plantas y los medicamentos, la ciencia de los astros, las reglas de nuestro idioma, el arte de las estrofas y de los versos, la elocuencia, la
ciencia de los números, la geometría, el álgebra, la filosofía, la arquitectura, la historia y las tradiciones de todos los pueblos de la tierra.
Por eso tengo mis motivos para aconsejarte, ¡oh mi señor!, que hagas exactamente lo que dispone el horóscopo que acabo de obtener gracias a mi ciencia y al examen de los cálculos astrales. Y da gracias a Alá, que me ha traído a tu casa, y no me desobedezcas, porque sólo te aconsejo tu bien por el interés que me inspiras. Ten en cuenta que no te pido más que servirte un año entero sin ningún salario. Pero no hay que dejar de reconocer, a pesar de todo, que soy un hombre de bastante mérito y que me merezco esta justicia.
A estas palabras le respondí: Eres un verdadero asesino, que te has propuesto volverme loco y matarme de impaciencia.
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente ...
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
He llegado a saber ¡oh rey afortunado!, que cuando el joven dijo al barbero: Vas a volverme loco y a matarme de impaciencia, el barbero respondió: Sabe, sin embargo, ¡oh mi señor! que soy un hombre a quien todo el mundo llama el Silencioso, a causa de mi poca locuacidad. De
modo que no me haces justicia creyéndome un charlatán, sobre todo si
te tomas la molestia de compararme, siquiera sea por un momento, con
mis hermanos. Porque sabe que tengo seis hermanos que ciertamente
son muy charlatanes, y para que los conozcas te voy a decir sus nombres:
el mayor se llama El-Bacbuk, o sea el que al hablar hace un ruido
como un cántaro que se vacía; el segundo, El-Haddar, o el que muge
repetidas veces como un camello; el tercero, Bacbac, o el Cacareador
hinchado; el cuarto, El-Kuz, El-Assuani, o el Botijo irrompible de
Assuan; el quinto, El-Aschá, o la Camella preñada, o el Gran Caldero;
el sexto, Schakalik, o el Tarro hendido, y el séptimo, El-Samet o el
Silencioso; y este silencioso es tu servidor.
Cuando oí todo este flujo de palabras, sentí que la impaciencia me reventaba la vejiga de la hiél, y exclamé dirigiéndome a mis criados: ¡Denle enseguida un cuarto de dinar a este hombre y que se largue
de aquí!, porque renuncio en absoluto a afeitarme.
Pero el barbero, apenas oyó esta orden, dijo: ¡Oh mi señor! ¡Qué palabras tan duras acabo de escuchar de tus labios! Porque ¡por Alá!, sabe que quiero tener el honor de servirte sin ninguna retribución, y de servirte sin remedio, pues considero un deber el ponerme a tus órdenes y ejecutar tu voluntad. Y me creería deshonrado para toda mi vida si aceptara lo
que quieres darme tan generosamente. Porque sabe que si tú no tienes
idea alguna de mi valía, yo, en cambio, estimo en mucho la tuya. Y
estoy seguro de que eres digno hijo de tu difunto padre. (¡Alá lo haya
recibido en Su Misericordia!) Pues tu padre era acreedor mío por todos
los beneficios de que me colmaba. Y era un hombre lleno de generosidad
y de grandeza, y me tenía gran estimación, hasta el punto de que
un día me mandó llamar, y era un día bendito como éste; y cuando
llegué a su casa le encontré rodeado de muchos amigos, y a todos
los dejó para venir a mi encuentro, y me dijo: Te ruego que me sangres.
Entonces saqué el astrolabio, medí la altura del sol, examiné escrupulosamente los cálculos, y descubrí que la hora era nefasta y que aquel día era muy peligrosa la operación de sangrar. Y enseguida comuniqué mis temores a tu difunto padre, y tu padre se sometió dócilmente a mis palabras, y tuvo paciencia hasta que llegó la hora fausta y propicia para la operación. Entonces le hice una buena sangría, y se la dejó hacer con la mayor docilidad, y me dio las gracias más expresivas, y por si no fuese bastante, me las dieron también todos los presentes. Y para remunerarme por la sangría, me dio en el acto tu difunto padre cien dinares de oro.
Yo, al oír estas palabras, le dije: ¡Ojalá no haya tenido Alá compasión de mi difunto padre, por lo ciego que estuvo al recurrir a un
barbero como tú!
Y el barbero, al oírme, se echó a reír, meneando la
cabeza, y exclamó: ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es el enviado
de Alá! ¡Bendito sea el nombre de Aquel que transforma y no se
transforma! Ahora bien, ¡oh joven!, yo te creía dotado de razón, pero
estoy viendo que la enfermedad que tuviste te ha perturbado por completo
el juicio y te hace divagar. Pero esto no me asombra, pues conozco
las palabras santas dichas por Alá en nuestro Santo y Precioso Libro en
el versículo que empieza de este modo: Los que reprimen su ira, y
perdonan a los hombres culpables ... De modo que me avengo a olvidar
tu sinrazón para conmigo y olvido también tus agravios, y de todo
ello te disculpo. Pero, en realidad, he de confesarte que no comprendo
tu impaciencia ni me explico su causa. ¿No sabes que tu padre no
emprendía nunca nada sin consultar antes mi opinión? Y a fe que en
esto seguía el proverbio que dice: ¡El hombre que pide consejo se
resguarda! Y yo, está seguro de ello, soy un hombre de valía, y no
encontrarás nunca tan buen consejero como éste, tu servidor, ni persona
más versada en los preceptos de la sabiduría y en el arte de dirigir
hábilmente los negocios. Heme, pues, aquí, plantado sobre mis dos
pies, aguardando tus órdenes y dispuesto por completo a servirte. Pero
dime: ¿cómo es que tú no me aburres y en cambio te veo tan fastidiado
y tan furioso? Verdad que si tengo tanta paciencia contigo es sólo por
respeto a la memoria de tu padre, a quien soy deudor de muchos beneficios.
Entonces le repliqué: ¡Por Alá! ¡Ya es demasiado! Me estás
matando con tu charla. Te repito que sólo te he mandado llamar para
que me afeites la cabeza y te marches enseguida.
Y diciendo esto, me levanté muy furioso, y quise echarle y alejarle de allí, a pesar de tener ya mojado y jabonado el cráneo. Entonces,
sin alterarse, prosiguió: En verdad que acabo de comprobar que te
fastidio sobremanera. Pero no por eso te tengo mala voluntad, pues
comprendo que tu inteligencia no está muy desarrollada; y que además
eres todavía demasiado joven. Pues no hace mucho tiempo que aún te
llevaba yo a caballo sobre mis espaldas, para conducirte de este modo
a la escuela, a la cual no querías ir.
Y le contesté: ¡Vamos hermano, te conjuro por Alá y por su verdad santa, que te vayas de aquí y me dejes dedicarme a mis ocupaciones!
¡Vete por tu camino!
Y al pronunciar estas palabras me dio tal ataque de impaciencia, que me desgarré las vestiduras y empecé a dar gritos inarticulados, como un loco.
Y cuando el barbero me vio en aquel estado, se decidió a coger la navaja y a pasarla por la correa que llevaba a la cintura. Pero gastó
tanto tiempo en pasar y repasar el acero por el cuero, que estuve a
punto de que se me saliese el alma del cuerpo. Pero, al fin, acabó por
acercarse a mi cabeza, y empezó a afeitarme por un lado, y, efectivamente,
iban desapareciendo algunos pelos. Después se detuvo, levantó la mano, y me dijo: ¡Oh joven dueño mío! Los arrebatos son tentaciones del Cheitán.
Y me recitó estas estrofas:
¡Oh sabio! ¡Medita mucho tiempo tus propósitos, y no tomes nunca resoluciones precipitadas, sobre todo cuando te elijan para ser juez en la tierra!
Después me dijo: ¡Oh mi señor! Ya veo sobradamente que no te merecen ninguna consideración mis méritos ni mi talento. Y sin embargo, esta misma mano que hoy te afeita es la misma mano que toca y acaricia la cabeza de los reyes, emires, visires y gobernadores; en una
palabra, la cabeza de toda la gente ilustre y noble. Y debía referirse a
mi o a alguien que se me pareciese el poeta que habló de este modo:
¡Considero todos los oficios como collares preciosos, pero el de barbero es la perla más hermosa del collar!
Y replicando a tanta palabrería, le dije: ¿Quieres ocuparte de tu oficio, sí o no? Has conseguido destrozarme el corazón y hundirme el cerebro.
Y entonces exclamó: Voy sospechando que tienes prisa de
que acabe.
Y le dije: ¡Sí que la tengo! ¡Sí que la tengo! ¡Sí que la
tengo!
Y él insistió: Que aprenda tu alma un poco de paciencia y de moderación. Porque sabe, ¡oh mi joven amo!, que el apresuramiento es
una mala sugestión del Tentador, y sólo trae consigo el arrepentimiento
y el fracaso. Y además, nuestro soberano Mohamed (¡sean con él las
bendiciones y la paz!) ha dicho: Lo más hermoso del mundo es lo que
se hace con lentitud y madurez. Pero lo que acabas de decirme excita
grandemente mi curiosidad y te ruego que me expliques el motivo de
tanta impaciencia, pues nada perderás con decirme qué es lo que te
obliga a apresurarte de este modo. Confío en mi buen deseo hacia
ti, que será un motivo agradable, pues me causaría mucho sentimiento
que fuese de otra clase. Pero ahora tengo que interrumpir por un momento
mi tarea, pues como quedan pocas horas de sol, necesito
aprovecharlas.
Entonces soltó la navaja, cogió el astrolabio, y salió en
busca de los rayos del sol, y estuvo mucho tiempo en el patio. Y midió
la altura del sol, pero todo esto sin perderme de vista y haciéndome
preguntas. Después, volviéndose hacia mí, me dijo: Si tu impaciencia
es sólo por asistir a la oración, puedes aguardar tranquilamente, pues
sabe que en realidad aún nos quedan tres horas, ni más ni menos. Nunca
me equivoco en mis cálculos.
Y yo contesté: ¡Por Alá! ¡Ahórrame estos discursos, pues me tienes con el hígado hecho trizas!
Entonces cogió la navaja y volvió a suavizarla, como lo habia
hecho antes, y reanudó la operación de afeitarme muy poco a poco; pero no podía dejar de hablar; y prosiguió: Mucho siento tu impaciencia,
y si quisieras revelarme su causa, sería bueno y provechoso
para ti. Pues ya te dije que tu difunto padre me profesaba gran estimación,
y nunca emprendía nada sin oír mi parecer.
Entonces hube de convencerme que para librarme del barbero no me quedaba otro curso que inventar algo para justificar mi impaciencia, pues pensé: he aquí que se aproxima la hora de la plegaria, y si no me apresuro a marchar a casa de la joven, se me hará tarde, pues la gente saldrá de las
mezquitas y entonces todo lo habré perdido.
Dije, pues, al barbero: Abrevia de una vez y déjate de palabras ociosas y de curiosidades indiscretas. Y ya que te empeñas en saberlo, te diré que tengo que ir a casa de un amigo que acaba de enviarme una invitación urgente convidándome a un festín.
Pero cuando oyó hablar de convite y festín, el barbero dijo: ¡Que Alá te bendiga, y te llene de prosperidades! Porque precisamente me
haces recordar que he convidado a comer en mi casa a varios amigos y
se me ha olvidado prepararles comida. Y me acuerdo ahora, cuando ya
es demasiado tarde.
Entonces le dije: No te preocupe ese retraso, que lo voy a remediar enseguida. Ya que no como en mi casa, por haber sido convidado a un festín, quiero darte cuantos manjares y bebidas tenía dispuestos, pero con la condición de que termines en seguida tu negocio y acabes pronto de afeitarme la cabeza.
Y el barbero contestó: ¡Ojalá Alá te colme de sus dones y te lo pague en bendiciones en su día! Pero ¡oh mí señor!, ten la bondad de enumerar, aunque sea muy sucintamente, las cosas con que va a obsequiarme tu generoso desprendimiento, para que yo las conozca.
Y le dije: Tengo a tu disposición cinco marmitas llenas de cosas excelentes: berenjenas y calabacines rellenos, hojas de parra sazonadas con limón, albondiguillas con trigo partido y carne mechada, arroz con tomate y filetes de camero, guisado con cebolletas. Y además diez pollos asados y un camero a la parrilla. Después, dos grandes bandejas: una de kenafa y la otra de pasteles, quesos, dulce y miel. Y frutas de todas clases: pepinos,
melones, manzanas, limones, dátiles frescos y otras muchas más.
Entonces me dijo: Manda traer todo eso aquí, para verlo.
Y yo mandé que lo trajesen, y lo fue examinando y lo probó, y me dijo: ¡Grande es tu generosidad, pero faltan las bebidas!
Y yo contesté: También las tengo.
Y replicó: Di que las traigan.
Y mandé traer seis vasijas llenas de seis clases de bebidas, y las probó una por una, y me dijo: ¡Alá te provea de todas sus gracias!
¡Cuán generoso es tu corazón! Pero ahora falta el incienso, y el benjuí, y los perfumes para quemar en la sala, y el agua de rosas y la de azahar para rociar a mis huéspedes.
Entonces mandé traer un cofrecillo lleno de ámbar gris, áloe, nadar, almizcle, incienso y benjuí, que valía más de cincuenta dinares de oro
y no se me olvidaron las esencias aromáticas ni los hisopos de plata con
agua de olor. Y como el tiempo se acortaba tanto como se me oprimía
el corazón, dije al barbero: Toma todo esto, pero acaba de afeitarme
la cabeza, por la vida de Mohamed (¡sean con Él la oración y la paz de
Alá!)
Y el barbero dijo entonces: ¡Por Alá! No cogeré ese cofrecillo sin haberlo abierto, a fin de saber su contenido.
Y no hubo más remedio que llamar a un criado para que abriese el cofrecillo. Y entonces el barbero soltó el astrolabio, se sentó en el suelo, y empezó a sacar todos los perfumes, incienso, benjuí, almizcle, ámbar gris, áloe, y los olfateó uno tras otro con tanta lentitud y tanta parsimonia, que se me figuró otra vez que el alma se me salía del cuerpo. Después se levantó me dio las gracias, cogió la navaja, y volvió a reanudar la operación de afeitarme la cabeza. Pero apenas había empezado, se detuvo de nuevo
y me dijo: ¡Por Alá, oh hijo de mi vida, no sé a cuál de los dos alabar
y bendecir hoy más extremadamente, si a ti o a tu difunto padre! Porque,
en realidad, el festín que voy a dar en mi casa se debe por completo
a tu iniciativa generosa y a tus magnánimos donativos. Pero ¿te lo
diré? Permíteme que te haga esta confidencia. Mis convidados son
personas poco dignas de tan suntuoso festín. Son, como yo, gente de
diversos oficios, pero resultan deliciosos. Y para que te convenzas,
nada mejor que los enumere: en primer lugar, el admirable Zeitún.
el que da masaje en el hammam; el alegre y bromista Salih. que
vende torrados; Haukal, vendedor de habas cocidas; Hakraschat, verdulero;
Hamid, basurero, y finalmente, Hakaresch, vendedor de leche
cuajada.
Todos estos amigos a quienes he invitado no son, ni con mucho, de esos charlatanes, curiosos e indiscretos, sino gente muy festiva, a
cuyo lado no puede haber tristeza. El que menos, vale más en mi opinión
que el rey más poderoso. Pues sabe que cada uno de ellos tiene
fama en toda la ciudad por un baile y una canción diferentes. Y por si
te agradase alguna, voy a bailar y cantar cada danza y cada canción.
Fíjate bien: he aquí la danza de mi amigo Zeitún el del hammam ...
¿Qué te ha parecido? Y en cuanto a su canción, es ésta:
¡Mi amiga es tan gentil, que el cordero más dulce no la iguala en dulzura!
Pero ¡oh hijo de mi vida! —prosiguió el barbero— he aquí ahora la danza de mi amigo el basurero Hamid. ¡Observa cuán sugestiva es; cuánta es su alegría y cuánta es su ciencia! ... Y escucha la canción:
¡Mi mujer es avara, y si le hiciese caso me moriría de hambre!
Después, el barbero, sin darme tiempo ni para hacer una seña de protesta, imitó todas las danzas de sus amigos y entonó todas sus canciones.
Y luego me dijo: Eso es lo que saben hacer mis amigos. De
modo que si quieres reírte de veras, he de aconsejarte, por interés tuyo
y placer para todos, que vengas a mi casa, para estar en nuestra compañía,
y dejes a esos amigos a quienes me has dicho que tenías intención
de ver. Porque observo aún en tu cara huellas de fatiga, y además de
esto, como acabas de salir de una enfermedad, convendría que te
precavieras, pues es muy posible que haya entre esos amigos alguna
persona indiscreta, de esas aficionadas a la palabrería, o cualquier charlatán
sempiterno, curioso e importuno, que te haga recaer en tu
enfermedad de modo más grave que la primera vez.
Entonces dije: Hoy no me es posible aceptar tu invitación; otro día será.
Y él contestó: Lo más ventajoso para ti es que apresures el momento de venir a mi casa, para que disfrutes de toda la urbanidad de
mis amigos y te aproveches de sus admirables cualidades. Así, obrarás
según dice el poeta:
¡Amigo, no difieras nunca el aprovecharte del goce que se te ofrece!
Entonces, con tanta arenga y tanta habladuría, hube de echarme a reír, pero con el corazón lleno de rabia. Y después dije al barbero: Ahora te mando que acabes de afeitarme y me dejes ir por el camino de Alá, bajo su santa protección, y por tu parte, ve a buscar a tus amigos, que, a estas horas te estarán aguardando.
Y el barbero repuso: Pero ¿por qué te niegas? Realmente no es que te pida una gran cosa. Fíjate bien, que vengas a conocer a mis amigos, que son unos compañeros deliciosos y que nada tienen de indiscretos ni de importunos. Y aún podría decirte que, en cuanto los veas una vez nada más, no
querrás tener trato con otros, y abandonarás para siempre a tus actuales amigos.
Y yo dije: ¡Aumente Alá la satisfacción que su amistad
te causa! Algún día los convidaré a un banquete que daré para ellos.
Entonces ese maldito barbero me dijo: Ya veo que de todos
modos prefieres el festín de tus amigos y su compañía a la compañía
de los míos; pero te ruego que tengas un poco de paciencia y que aguardes
a que lleve a mi casa estas provisiones que debo a tu generosidad. Las
pondré en el mantel, delante de mis convidados, y como mis amigos
no cometerán la majadería de molestarse si los dejo solos para que
honren mi mesa, les diré que por hoy no cuenten conmigo ni aguarden
mi regreso. Y en seguida vendré a buscarte, para ir contigo adonde
quieras ir.
Entonces exclamé: ¡Oh! ¡Sólo hay fuerzas y recursos en
Alá Altísimo y Omnipotente! Pero tú ¡oh ser humano!, vete a buscar a
tus amigos, diviértete con ellos cuanto quieras, y déjame marchar en
busca de los míos, que a esta hora precisamente esperan mi llegada.
Y el barbero dijo: ¡Eso nunca! De ningún modo consentiré en dejarte solo.
Y yo, haciendo mil esfuerzos para no insultarle, le dije: Sabe, en fin, que al sitio donde voy no puedo ir más que solo.
Y él dijo: ¡Entonces ya comprendo! Es que tienes cita con una mujer, pues si no, me llevarías contigo. Y sin embargo, sabe que no hay en el mundo quien merezca ese honor como yo, y sabe, además, que podría ayudar
mucho en cuanto quisieras hacer. Pero ahora se me ocurre que acaso la
mujer sea una forastera embaucadora. Y si es así, ¡desdichado de ti si vas solo! ¡Allí perderás el alma seguramente!, porque esta ciudad de Bagdad no se presta a esa clase de citas. ¡Oh, nada de eso! Sobre todo, desde que tenemos este nuevo gobernador, cuya severidad es tremenda para esas cosas. Y dicen que por odio y por envidia castiga con tal crueldad esa clase de aventuras.
Entonces, no pudiendo reprimirme, exclamé violentamente: ¡Oh tú el más maldito de los verdugos! ¿Vas a acabar de una vez con esa
infame manía de hablar?
Y el barbero consintió en callar un momento, tomó de nuevo la navaja, y por fin acabó de afeitarme la cabeza. Y a todo esto, ya hacía rato que había llegado la hora de la plegaria. Y para que el barbero se marchase, le dije: Ve a casa de tus amigos a llevarles esos manjares y bebidas, que yo te prometo aguardar tu vuelta para que puedas acompañarme a esa cita. E insistí mucho, a fin de convencerlo.
Y entonces me dijo: Ya veo que quieres engañarme para
deshacerte de mí y marcharte solo. Pero sabe que te atraerás una
serie de calamidades de las que no podrás salir ni librarte. Te conjuro,
pues, por interés tuyo, a que no te vayas hasta que yo vuelva, para
acompañarte y saber en qué para tu aventura.
Yo le dije: Sí, pero ¡por Alá!, no tardes mucho en volver.
Entonces el barbero me rogó que le ayudara a echarse a cuestas todo lo que le había regalado, y a ponerse encima de la cabeza las dos grandes bandejas de dulces, y salió cargado de este modo. Pero apenas se vio fuera el maldito, cuando llamó a dos ganapanes, les entregó la carga, les mandó que la llevasen a su casa, y se emboscó en una calleja, acechando mi salida.
En cuanto a mí, apenas desapareció el barbero, me lavé lo más de prisa posible, me puse la mejor ropa, y salí de mi casa. E inmediatamente
oí la voz de los muezínes que llamaban a los creyentes a la
oración aquel santo día viernes: ¡Bismillahi'rramani'rrahim! ¡En nombre de Alá, el Clemente sin límites, el Misericordioso! ¡Loor a Alá, Señor de los hombres, Clemente y Misericordioso! ¡Supremo soberano, Arbitro absoluto el día de la Retribución! ¡A t i adoramos, tu socorro imploramos! ¡Dirígenos por el camino recto, por el camino de aquellos a quienes colmaste de beneficios, y no por el camino de aquellos que incurrieron en tu cólera, ni de los que se han extraviado!
Al verme fuera de casa, me dirigí apresuradamente a la de la
joven. Y cuando llegué a la puerta del kadí, instintivamente volví la cabeza y vi al maldito barbero a la entrada del callejón. Pero como la puerta estaba entornada, esperando que yo llegase, me precipité dentro y la cerré en seguida. Y vi en el patio a la vieja, que me guió al piso alto, donde estaba la joven.
Pero apenas había entrado, oímos gente que venía por la calle. Era el kadí que, con su séquito, volvía de la oración. Y vi en la esquina al barbero que seguía aguardándome. En cuanto al kadí, me tranquilizó
la joven diciéndome que la visitaba pocas veces, y que además siempre se encontraría medio de ocultarme.
Pero, para mi desgracia, había dispuesto Alá que ocurriera un
incidente, cuyas consecuencias hubieron de serme fatales. Se dio la
coincidencia de que precisamente aquel día una de las esclavas del
kadí hubiese merecido un castigo. Y el kadí, en cuanto entró, se puso a
apalearla, y debía pegarle muy recio porque la esclava empezó a dar
alaridos. Y entonces uno de los negros de la casa intercedió por ella;
pero, enfurecido el kadí, le dio también de palos, y el negro empezó a
gritar. Y se armó tal tumulto, que alborotó toda la calle, y el maldito
barbero creyó que me habían sorprendido y que era yo quien chillaba,
Entonces comenzó a lamentarse, y se desgarró la ropa, se cubrió de
polvo la cabeza y pedía socorro a los transeúntes que empezaban a
reunirse a su alrededor. Y llorando decía: ¡Acaban de asesinar a mi
amo en la casa del kadí!
Después, siempre chillando, corrió a mi casa seguido de la multitud, y avisó a mis criados, que en seguida se armaron de garrotes y corrieron hacia la casa del kadí, vociferando y alentándose mutuamente. Y llegaron todos, con el barbero a la cabeza.
Y el barbero seguía destrozándose la ropa y gritando a voz en cuello delante de la puerta del kadí, junto adonde yo estaba.
Y cuando el kadí oyó este tumulto, miró por una ventana y vio a todos aquellos energúmenos que golpeaban su puerta con los palos.
Entonces, juzgando que la cosa era bastante grave, bajó, abrió la puerta y preguntó: ¿Qué pasa, buena gente?
Y mis criados le dijeron: ¿Eres tú quien ha matado a nuestro amo?
Y él repuso: ¿Pero quién es su amo, y qué ha hecho para que yo le mate?
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado!, que el kadí, sorprendido, repuso: ¿Qué ha hecho su amo para que yo le mate? ¿Y por qué está entre ustedes ese barbero que chilla y se revuelve como un asno?
Entonces el barbero exclamó: Tú eres quien ha matado a palos a mi amo, pues yo estaba en la calle y oí sus gritos.
Y el kadí contestó: ¿Pero quién es tu amo? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién lo ha traído aquí?
Y el barbero dijo: Malhadado kadí, no te hagas el
tonto, pues sé toda la historia, la entrada de mi amo en tu casa y todos
los demás pormenores. Sé, y ahora quiero que todo el mundo lo sepa,
que tu hija está prendada de mi amo, y mi amo le corresponde. Y le he
acompañado hasta aquí. Y tú lo has sorprendido con tu hija, y lo has
matado a palos, sin ayuda de tu servidumbre. Y yo te voy a obligar
ahora mismo a que vengas conmigo al palacio de nuestro único juez,
el califa, como no prefieras devolvernos inmediatamente a nuestro
amo, indemnizarle de los malos tratos que le has hecho sufrir y entregárnoslo
sano y salvo, a mí y a sus parientes. Si no, me obligarás
a entrar a viva fuerza en tu casa para libertarlo. Apresúrate, pues, a
entregárnoslo.
Al oír estas palabras, el kadí quedó cortado y lleno de confusiá y de vergüenza ante toda aquella gente que estaba escuchando. Pero de todos modos, volviéndose hacia el barbero, le dijo: Si no eres un embaucador, te autorizo para que entres en mi casa y busques a tu amo por donde quieras, y lo liberes.
Entonces el barbero se precipitó dentro de la casa.
Y yo, que asistía a todo esto detrás de una celosía, cuando vi que el barbero había entrado en la casa, quise huir inmediatamente. Pero
por más que buscaba escaparme, no hallé ninguna salida que no pudiese ser vista por la gente de la casa o no la pudiese utilizar el barbero.
Sin embargo, en una de las habitaciones encontré un cofre enorme que
estaba vacío, y me apresuré a esconderme en él, dejando caer la tapa. Y allí me quedé bien quieto, conteniendo la respiración.
Pero el barbero, después de buscar por toda la casa, entró en
aquel cuarto, y debió mirar a derecha e izquierda y ver el cofre. Entonces,
el maldito comprendió que yo estaba dentro, y sin decir nada, cogió, se lo cargó en los hombros y buscó a escape la salida mientras que yo me moría de miedo. Pero dispuso la fatalidad que el populacho se empeñase en ver lo que había en el cofre, y de pronto levantaron la tapa. Y yo, no pudiendo soportar aquella vergüenza, me levanté súbitamente y me tiré al suelo, pero con tal precipitación, que me rompí una pierna, y desde entonces estoy cojo. Y luego sólo pensé en escapar y esconderme, y como me vi entre una muchedumbre tan extraordinaria, me puse a echar puñados de monedas, y mientras se detuvieron a
recoger el oro, me escurrí y escapé lo más aprisa que pude. Y así recorrí
las calles más oscuras y más apartadas. Pero juzgen cuál sería mi
temor cuando de pronto v i al barbero detrás de mí. Y decía a gritos: ¡Oh buenas gentes! ¡Gracias a Alá que he encontrado a mi amo!
Después, sin dejar de correr detrás de mí, me dijo: ¡Oh mi señor! Ya ves ahora cuán mal hiciste en obrar con impaciencia y sin atender a
mis consejos, porque, según has podido comprobar, no eres hombre de
muchas luces, pues eres muy arrebatado y hasta algo simple. Pero señor,
¿adónde corres así? ¡Aguárdame!
Y yo, que no sabía ya cómo deshacerme de aquella calamidad a no ser por la muerte, me paré y le dije: ¡Oh barbero! ¿No te basta con haberme puesto en el estado en que me ves? ¿Quieres, pues, mi muerte?
Pero al acabar de hablar vi abierta delante de mí la tienda de un mercader amigo mío. Me precipité dentro y supliqué al mercader, que
le impidiera entrar detrás de mí a ese maldito. Y pudo lograrlo con la
amenaza de un garrote enorme y echándole miradas terribles. Pero el
barbero no se fue sin maldecir al mercader y también al padre y al
abuelo del mercader, vomitando insultos, injurias y maldiciones tanto
contra mí como contra el mercader. Y yo di gracias al Recompensador
por aquella liberación que no esperaba nunca.
El mercader me interrogó entonces, y le conté mi historia con
este barbero, y le rogué que me dejara en su tienda hasta mi curación,
pues no quería volver a mi casa por miedo a que me persiguiese otra
vez ese barbero de betún.
Pero por la gloria de Alá, mi pierna acabó de curarse. Entonces cogí todo el dinero que me quedaba, mandé llamar a testigos y escribí
un testamento, en virtud del cual legaba a mis parientes el resto de mi
fortuna, mis bienes y mis propiedades después de mi muerte, y elegí a
una persona de confianza para que administrase todo aquello, encargándole
que tratase bien a todos los míos, grandes y pequeños. Y para
perder de vista definitivamente a este barbero maldito decidí salir de
Bagdad y marcharme a cualquier otra parte, donde no corriese riesgo
de encontrarme cara a cara con mi enemigo.
Salí, pues, de Bagdad, y no dejé de viajar día y noche hasta que llegué a este país, donde creía haberme librado de mi perseguidor. Pero ya ven que todo fue trabajo perdido, ¡oh mis señores!, pues me lo acabo de encontrar entre ustedes, en este banquete a que me han invitado.
Por eso se explicarán que no pueda tener tranquilidad mientras no huya de este país, como del otro, ¡y todo por culpa de ese malvado, de esa calamidad con cara de piojo, de ese barbero asesino, a quien Alá confunda, a él, a su familia y a toda su descendencia!
Cuando aquel joven —prosiguió el sastre, hablando al rey de la China— acabó de pronunciar estas palabras, se levantó con el rostro
muy pálido, y nos deseó la paz, y salió sin que nadie pudiera impedírselo.
En cuanto a nosotros, una vez que oímos esta historia tan sorprendente, miramos al barbero, que estaba callado y con los ojos bajos,
le dijimos: ¿Es verdad lo que ha contado ese joven? Y en tal caso,
¿por qué procediste de ese modo, causándole tanta desgracia?
Entonces, el barbero levantó la frente, y nos dijo: ¡Por Alá! Bien sabía yo que me hacía al obrar así, y lo hice para ahorrarle mayores calamidades. Pues a no ser por mí, estaba perdido sin remedio. Y tiene que dar
gracias a Alá y dármelas a mí por no haber perdido más que una pierna en vez de perderse por completo. En cuanto a ustedes, ¡oh mis señores!, para probarles que no soy ningún charlatán, ni un indiscreto, ni nada semejante a ninguno de mis seis hermanos, y para demostrarles también que soy un hombre listo y de buen criterio, y sobre todo muy callado les voy a contar mi historia y juzgarán.
Después de estas palabras, todos nosotros —continuó el sastre- nos dispusimos a escuchar en silencio aquella historia, que juzgabamos había de ser extraordinaria.
¡Oh juez! ¡Nunca juzgues con dureza, y encontrarás misericordia
cuando te toque el tumo fatal!
¡Y no olvides jamás que no hay en la tierra mano tan poderosa
que no puede ser humillada, por la mano de Alá, que la domina!
¡Y tampoco olvides que el tirano ha de encontrar siempre otro
tirano que le oprimirá!
¡Supera en sabiduría y grandeza de alma a los más sabios y a los
más ilustres, y su mano domina la cabeza de los reyes!
¡La quiero apasionadamente, y ella me ama, lo mismo!
¡Y me quiere tanto, que apenas me alejo un instante la veo acudir
y echarse en mi cama!
¡Mi amiga es tan gentil, que el cordero más dulce no la iguala en
dulzura!
¡Mi mujer es fea, y si le hiciese caso estaría siempre encerrado
en mi casa!
¡Mi mujer esconde el pan en la alacena! ¡Pero si no como pan, y
sigue siendo tan fea que haría correr a un negro de narices aplastadas,
tendré que acabar por huir!
¡No dejes nunca para otro día la voluptuosidad que pasa!
¡Porque la voluptuosidad no pasa todos los días, ni el goce ofrece
diariamente sus labios a tus labios!
¡Sabe que la fortuna es mujer, y como la mujer, mudable!
Presentación de Omar Cortés Relato del sastre Historias del barbero de Bagdad y de sus seis hermanos Biblioteca Virtual Antorcha