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LAS MIL Y UNA NOCHES
El barbero dijo: ...
Sepan, pues, ¡oh mis señores!, que yo viví en Bagdad durante el reinado del Emir de los Creyentes El-Montasser Billah. Y bajo su gobierno vivíamos, porque amaba a los pobres y a los humildes, y gustaba de la compañía de los sabios y los poetas. Pero un día entre los días, el califa tuvo motivos de queja contra
diez individuos que habitaban no lejos de la ciudad, y mandó al gobernador-lugarteniente que trajese entre sus manos a estos diez individuos. Y quiso el Destino que precisamente cuando les hacían atravesar el Tigris en una barca, estuviese yo en la orilla del río. Y vi a aquellos hombres en la barca, y dije para mí: Seguramente esos hombres se han dado cita en esa barca para pasarse en diversiones todo el día comiendo y bebiendo. Así es que necesariamente me tengo que convidar para tomar parte en el festín.
Me aproximé a la orilla, y sin decir palabra, que por algo soy el Silencioso, salté a la barca y me mezclé con todos ellos. Pero de
pronto vi llegar a los guardias del walí, que se apoderaron de todos, les echaron a cada uno una argolla al cuello y cadenas a las manos, y acabaron por capturarme a mí también y ponerme asimismo la argolla al cuello y las cadenas a las manos. Y yo no dije palabra, lo cual les demostrará ¡oh mis señores!, mi firmeza de carácter y mi poca locuacidad.
Me aguanté, pues, sin protestar; y me vi llevado con los diez
individuos a la presencia del Emir de los Creyentes, el califa Montasser
Billah.
Y en cuanto nos vio, el califa llamó al porta-alfanje, y le dijo: ¡Corta inmediatamente la cabeza a esos diez malvados!
Y el verdugo nos puso en fila en el patio, a la vista del califa, y empuñando el alfanje, hirió la primera cabeza y la hizo saltar, y la segunda, y la tercera, hasta la décima. Pero cuando llegó a mí, el número de cabezas cortadas era precisamente el de diez, y no tenía orden de cortar ni una más. Se detuvo, por tanto, y dijo al califa que sus órdenes estaban ya
cumplidas. Pero entonces volvió la cara el califa, y viéndome todavía
en pie, exclamó: ¡Oh mi porta-alfanje! ¡Te he mandado cortar la cabeza
a los diez malvados! ¿Cómo es que perdonaste al décimo?
Y el porta-alfanje repuso: ¡Por la gracia de Alá sobre ti y por la tuya sobre nosotros! He cortado diez cabezas.
Y el califa dijo: Vamos a ver; cuéntalas delante de mí.
Las contó, y efectivamente, resultaron diez
cabezas. Y entonces el califa me miró y me dijo: ¿Pero tú quién eres?
¿Y qué haces ahí entre esos bandidos, derramadores de sangre?
Entonces, ¡oh mis señores!, y sólo entonces, al ser interrogado por el Emir de los Creyentes, me resolví a hablar, y dije: ¡Oh Emir de los Creyentes! Soy el jeque a quien llaman El-Samed, a causa de mi poca locuacidad. En punto a prudencia, tengo un buen acopio en mi persona, y en cuanto a la rectitud de mi juicio, la gravedad de mis palabras,
lo excelente de mi razón, lo agudo de mi inteligencia y mi ninguna
verbosidad, nada he de decirte, pues tales cualidades en mí son infinitas.
Mi oficio es el de afeitar cabezas y barbas, escarificar piernas y
pantorrillas y aplicar ventosas y sanguijuelas. Y soy uno de los siete
hijos de mi padre, y mis seis hermanos están vivos.
Pero he aquí la aventura. Esta misma mañana me paseaba yo
lo largo del Tigris, cuando vi a esos diez individuos que saltaban a una
barca, y me junté con ellos, y con ellos me embarqué, creyendo que estaban convidados a algún banquete en el río. Pero he aquí que, apenas llegamos a la otra orilla, adiviné que me encontraba entre criminales, y me di cuenta de esto al ver a tus guardias que se nos echaban encima y nos ponían la argolla al cuello. Y aunque nada tenía yo que ver con esa gente, no quise hablar ni una palabra ni protestar de ningún modo, obligándome a ello mi excesiva firmeza de carácter y mi ninguna locuacidad. Y mezclado con estos hombres fui conducido entre tus manos, ¡oh Emir de los Creyentes! Y mandaste que cortasen la cabeza a esos diez bandidos, y fui el único que quedó entre las manos de tu
porta-alfanje, y a pesar de todo, no dije tan siquiera ni una palabra.
Creo, pues, que esto es una buena prueba de valor y de firmeza muy considerable. Y además, el solo hecho de unirme con esos diez desconocidos es por sí mismo la mayor demostración de valentía que yo sepa. Pero no te asombre mi acción, ¡oh Emir de los Creyentes!, pues toda mi vida he procedido del mismo modo, queriendo favorecer a los extraños.
Cuando el califa oyó mis palabras, y advirtió en ellas que en mi era nativo el valor y la virilidad, y mi amor al silencio y a la compostura, y mi odio a la indiscreción y a la impertinencia, a pesar de lo que diga ese joven cojo que estaba ahí hace un momento, y a quien salvé
de toda clase de calamidades, el Emir dijo: ¡Oh venerable jeque, barbero
espiritual e ingenio lleno de gravedad y de sabiduría! Dime: ¿y tus seis hermanos son como tú ? ¿Te igualan en prudencia, talento y discreción?
Y yo respondí: ¡Alá me libre de ellos! ¡Cuán poco se
asemejan a mi, oh Emir de los Creyentes! ¡Acabas de afligirme con tu
censura al compararme con esos seis locos que nada tienen de común
conmigo, ni de cerca ni de lejos! Pues por su verbosidad impertinente,
por su indiscreción y por su cobardía, se han buscado mil disgustos; y
cada uno tiene una deformidad física, mientras que yo estoy sano
y completo de cuerpo y espíritu. Porque, efectivamente, el mayor de
mis hermanos es cojo; el segundo, tuerto; el tercero, mellado; el cuarto,
ciego; el quinto, no tiene narices ni orejas, porque se las cortaron, y
al sexto le han rajado los labios.
Pero ¡oh Emir de los Creyentes! no creas que exagero con eso
mis cualidades, ni aumento los defectos de mis hermanos. Pues si te
contase su historia, verías cuán diferente soy de todos ellos. Y como su
historia es infinitamente interesante y sabrosa, te la voy a contar sin
más dilaciones.
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