Presentación de Omar CortésHistoria de Sindbad el marinoEl segundo viaje de Sindbad el marinoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MIL Y UNA NOCHES

XXXVIII


El primer viaje de Sindbad el marino






Sepan todos ustedes, ¡oh señores ilustrísimos, y tú, honrado Cargador, que te llamas, como yo, Sindbad!, que mi padre era un mercader de rango entre los mercaderes. Había en su casa numerosas riquezas, de cuales hacía uso sin cesar para distribuir a los pobres dádivas con largueza, si bien con prudencia, ya que a su muerte me dejó muchos bienes, tierras y poblados enteros, siendo yo muy pequeño todavía.

Cuando llegué a la edad de hombre, tomé posesión de todo aquello y me dediqué a comer manjares extraordinarios y a beber bebidas extraordinarias alternando con la gente joven, y presumiendo de trajes excesivamente caros, y cultivando el trato de amigos y camaradas. Y estaba convencido de que aquello había de durar siempre para mayor ventaja mía.

Continué viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de mis errores y vuelto a mi razón, hube de notar que mis riquezas se habían disipado, mi condición había cambiado y mis bienes habían huido. Entonces desperté completamente de mi inacción, sintiéndome poseído por el temor y el espanto de llegar a la vejez un día sin tener que ponerme.

También entonces, me vinieron a la memoria estas palabras que mi difunto padre se complacía en repetir, palabras de nuestro Señor Soleimán ben-Daud (¡con ambos la plegaria y la paz!): Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en que se nace; un perro vivo vale más que un león muerto; y la tumba es mejor que la pobreza.

Tan pronto como me asaltaron estos pensamientos, me levanté, reuní lo que me restaba de muebles y vestidos, y sin pérdida de momento lo vendí en almoneda pública, con los residuos de mis bienes, propiedades y tierras. De ese modo me hice de la suma de tres mil dracmas ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discreta.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... me hice con la suma de tres mil draemas, y enseguida se me antojó viajar por las comarcas y países de los hombres, porque me acordé de las palabras del poeta que ha dicho:

¡Las penas hacen más hermosa aún la gloria que se adquiere!
¡La gloria de los humanos es la hija inmortal de muchas noches pasadas sin dormir!
¡Quien desea encontrar el tesoro sin igual de las perlas del mar, blancas, grises o rosadas, tiene que hacerse buzo antes de conseguirlas!
¡A la muerte llegará en su esperanza vana, quien quisiera alcanzar la gloria sin esfuerzo!

Así, pues, sin tardanza, corrí al zoco, donde tuve cuidado de comprar mercancías diversas y pacotillas de todas clases. Lo transporté inmediatamente todo a bordo de un navio, en el que se encontraban ya dispuestos a partir otros mercaderes, y con el alma deseosa de marinas andanzas, vi cómo se alejaba de Bagdad el navio y descendía por el río hasta Bassra, yendo a parar al mar.

En Bassra, el navio dirigió la vela hacia alta mar, y entonces navegamos durante días y noches, tocando en islas y en islas, y entrando en un mar después de otro mar, y llegando a una tierra después de otra tierra.

Y en cada sitio en que desembarcábamos, vendíamos unas mercancías para comprar otras, y hacíamos trueques y cambios muy ventajosos.

Un día en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que por su vegetación nos pareció algún jardín maravilloso entre los jardines del Edén.

Al advertirla, el capitán del navio quiso tomar allí tierra, dejándonos desembarcar una vez que anclamos.

Descendimos todos los comerciantes, llevando con nosotros cuantos víveres y utensilios de cocina nos eran necesarios. Se encargaron algunos de encender lumbre y preparar la comida, y lavar la ropa, en tanto que otros se contentaron con pasearse, divertirse y descansar de las fatigas marítimas. Yo fui de los que prefirieron pasearse y gozar de las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin olvidarme de comer y beber.

Mientras de tal manera reposábamos, sentimos de repente que temblaba la isla toda con tan ruda sacudida, que fuimos despedidos a algunos pies de altura sobre el suelo. Y en aquel momento vimos aparecer en la proa del navio al capitán, que nos gritaba con una voz terrible y gestos alarmantes: ¡Pronto, sálvense, oh pasajeros! ¡Suban enseguida a bordo! ¡Déjenlo todo! ¡Abandonen en tierra sus efectos y salven sus almas! ¡Huyan del abismo que les espera! ¡Porque la isla donde se encuentran no es una isla, sino una ballena gigantesca que eligió en medio de este mar su domicilio desde antiguos tiempos, y merced a la arena marina crecieron árboles en su lomo! ¡La despertaron ahora de su sueño, turbaron su reposo, excitaron sus sensaciones encendiendo lumbre sobre su lomo, y hela aquí que se despereza! ¡Sálvense, o si no, los sumergirá en el mar, que ha de tragarlos sin remedio! ¡Sálvense! ¡Déjenlo todo, que he de partir!

Al oír estas palabras del capitán, los pasajeros, aterrados, dejaron todos sus efectos, vestidos, utensilios y hornillas, y echaron a correr hacia el navio, que a la sazón levaba el ancla. Pudieron alcanzarlo a tiempo algunos; otros no pudieron. Porque la ballena se había ya puesto en movimiento, y tras unos cuantos saltos espantosos, se sumergía en el mar con cuantos tenía encima del lomo, y las olas, chocaban y se entrechocaban cerrándose para siempre sobre ella y sobre ellos.

¡Yo fui de los que se quedaron abandonados encima de la ballena y había de ahogarse!

Pero Alá el Altísimo veló por mí y me libró de ahogarme, poniéndome al alcance de la mano una especie de cubeta grande de madera, llevada allí por los pasajeros para lavar su ropa. Me aferré primero a aquel objeto, y luego pude ponerme a horcajadas sobre él, gracias a los esfuerzos extraordinarios de que me hacían capaz el peligro y el cariño que tenía yo a mi alma, que me era preciosísima.

Entonces me puse a batir al agua con mis pies a manera de remos, mientras las olas jugueteaban conmigo haciéndome zozobrar a derecha e izquierda.

En cuanto al capitán, se dio prisa para alejarse a toda vela con los que se pudieron salvar, sin ocuparse de los que sobrenadaban todavía.

No tardaron en perecer éstos, mientras yo ponía a contribución todas mis fuerzas para servirme de mis pies a fin de alcanzar al navio, al cual hube de seguir con los ojos hasta que desapareció de mi vista, y la noche cayó sobre el mar, dándome la certeza de mi perdición y mi abandono.

Durante una noche y un día enteros estuve en lucha contra el abismo. El viento y las corrientes me arrastraron a las orillas de una isla escarpada, cubierta de plantas trepadoras que descendían a lo largo de los acantilados hundiéndose en el mar. Me así a estos ramajes, y ayudándome con pies y manos conseguí trepar hasta lo alto del acantilado.

Habiéndome escapado de tal modo de una perdición segura, pensé entonces en examinar mi cuerpo, y vi que estaba lleno de contusiones y tenía los pies hinchados y con huellas de mordeduras de peces, que se habían llenado el vientre a costa de mis extremidades. Sin embargo, no sentía dolor ninguno de tan insensibilizado como estaba por la fatiga y el peligro que corrí.

Me eché de bruces, como un cadáver, en el suelo de la isla, y me desvanecí, sumergido en un aniquilamiento total.

Permanecí dos días en aquel estado y me desperté cuando caía sobre mí a plomo el sol. Quise levantarme pero mis pies hinchados y doloridos se negaron a socorrerme, y volvía a caer en tierra. Muy apesadumbrado entonces por el estado a que me hallaba reducido, hube de arrastrarme, a gatas unas veces y de rodillas otras, en busca de algo para comer. Llegué, por fin, a una llanura cubierta de árboles frutales y regada por manantiales de agua pura y excelente. Y allí reposé durante varios días, comiendo frutas y bebiendo en las fuentes. Así que no tardó mi alma en revivir, reanimándose mi cuerpo entorpecido, que logró ya moverse con facilidad y recobrar el uso de sus miembros, aunque no del todo, porque me vi todavía precisado a confeccionarme, para andar, un par de muletas que me sostuvieran.

De esta suerte pude pasearme lentamente entre los árboles comiendo frutas; y pasaba largos ratos admirando aquel país y extasiándome ante la obra del Todopoderoso.

Un día que me paseaba por la ribera, vi aparecer en lontananza una cosa que me pareció un animal salvaje o algún monstruo entre los monstruos del mar. Tanto hubo de intrigarme aquella cosa que, a pesar de los sentimientos diversos que en mí se agitaban, me acerqué a ella, ora avanzando, ora retrocediendo. Y acabé por ver que era una yegua maravillosa atada a un poste. Tan bella era, que intenté aproximarme más para verla todo lo cerca posible, cuando de pronto me aterró un grito espantoso, dejándome clavado en el suelo, por más que mi deseo fuera huir cuanto antes; y en el mismo instante surgió de debajo de la tierra un hombre que avanzó a grandes pasos hacia donde yo estaba, y exclamó: ¿Quién eres? ¿Y de dónde vienes? ¿Y qué motivo te impulsó a aventurarte hasta aquí?

Yo contesté: ¡Oh señor! Sabe que soy un extranjero que iba a bordo de un navio y naufragué con otros varios pasajeros. ¡Pero Alá me facilitó una cubeta de madera a la que me así y que me sostuvo hasta que fui despedido a esta costa por las olas!

Cuando oyó mis palabras, me tomó de la mano y me dijo: ¡Sigúeme!

Y le seguí.

Entonces me hizo bajar a una caverna subterránea y me obligó a entrar en un salón, en cuyo sitio de honor me invitó a sentarme, y me llevó algo de comer, porque yo tenía hambre. Comí hasta hartarme y apaciguar mi ánimo.

Entonces me interrogó acerca de mi aventura y se la conté desde el principio al fín; y se asombró prodigiosamente. Luego añadí: ¡Por Alá sobre ti, oh dueño mío, no te enfades demasiado por lo que voy a preguntarte! ¡Acabo de contarte la verdad de mi aventura, y ahora anhelaría saber el motivo de tu estancia en esta sala subterránea y la causa de por qué atas sola a esa yegua en la orilla del mar!

Él me dijo: Sabe que somos varios los que estamos en esta isla, situados en diferentes lugares, para guardar los caballos del rey Mihraján. Todos los meses, al salir la luna nueva, cada uno de nosotros trae aquí una yegua de pura raza, virgen todavía, la ata en la ribera y en seguida se oculta en la gruta subterránea. Atraído entonces por el olor a hembra, sale del agua un caballo entre los caballos marinos, que mira a derecha y a izquierda, y al no ver a nadie salta sobre la yegua y la cubre. Luego, cuando ha acabado su cosa con ella, desciende de sus ancas e intenta llevarla consigo. Pero ella no puede seguirle porque está atada al poste; entonces relincha muy fuerte él y le da cabezazos, coces, y relincha cada vez más fuerte. Le oímos nosotros y comprendemos que ha acabado de cubrirla; inmediatamente salimos por todos lados, y corremos hacia él lazando grandes gritos, que le asustan y le obligan a entrar de nuevo en el mar. En cuanto a la yegua queda preñada y pare un potro o una potra que vale todo un tesoro, y que no puede tener igual en toda la faz de la tierra. Y precisamente hoy ha de venir el caballo marino. Y te prometo que, una vez terminada la cosa, te llevaré conmigo para presentarte a nuestro rey Mihraján y darte a conocer nuestro país. ¡Bendice, pues, a Alá, que te hizo encontrarme, porque sin mí morirías de tristeza en esta soledad, sin volver a ver nunca a los tuyos y a tu país y sin que nunca supiese de ti nadie!

Al oír tales palabras, di muchas gracias al guardián de la yegua, y continué departiendo con él, en tanto que el caballo marino salía del agua saltando sobre la yegua y la cubría. Y cuando hubo terminado lo que tenía que terminar, descendió de ella y quiso llevársela; mas ella no podía desatarse del poste, y se encabritaba y relinchaba. Pero el guardián de la yegua se precipitó fuera de la caverna, llamó con grandes voces a sus compañeros, y provistos todos de hachas, lanzas y escudos, se abalanzaron al caballo marino que lleno de terror soltó su presa y como un búfalo, fue a tirarse al mar y desapareció bajo las aguas.

Entonces todos los guardianes, cada uno con su yegua, se agruparon a mi alrededor y me prodigaron mil amabilidades, y después de facilitarme aún más comida y de comer conmigo, me ofrecieron una buena montura, y en vista de la invitación que me hizo el primer guardián, me propusieron que les acompañara a ver al rey su señor. Acepté desde luego, y partimos todos juntos.

Cuando llegamos a la ciudad, se adelantaron mis compañeros para poner a su señor al corriente de lo que me había acaecido. Tras de lo oral volvieron a buscarme y me llevaron al palacio; y en uso del permiso que se me concedió, entré en la sala del trono y fui a ponerme entre las manos del rey Mihraján, al cual le deseé la paz.

Correspondiendo a mis deseos de paz, el rey me dio la bienvenida, y quiso oír de mi boca el relato de mi aventura. Obedecí en seguida, y le conté cuanto me había sucedido, sin omitir un detalle.

Al escuchar semejante historia, el rey Mihraján se maravilló y me dijo: ¡Por Alá, hijo mío, que si tu suerte no fuera tener una vida larga, sin duda a estas horas habrías sucumbido a tantas pruebas y sinsabores! ¡Pero da gracias a Alá por tu liberación!

Todavía me prodigó muchas más frases benévolas, quiso admitirme en su intimidad para lo sucesivo, y a fín de darme un testimonio de sus buenos propósitos con respecto a mí, y de lo mucho que estimaba mis conocimientos marítimos, me nombró desde entonces director de los puertos y radas de su isla, e interventor de las llegadas y salidas de todos los navios.

No me impidieron mis nuevas funciones personarme en palacio todos los días para cumplimentar al rey, quien de tal modo se habituó a mí, que me prefirió a todos sus íntimos, probándomelo diariamente con grandes obsequios; con lo cual tuve tanta influencia sobre él, que todas las peticiones y todos los asuntos del reino eran intervenidos por mí para bien general de los habitantes.

Pero estos cuidados no me hacían olvidar mi país ni perder la esperanza de volver a él. Así que jamás dejaba yo de interrogar a cuantos viajeros y a cuantos marinos llegaban a la isla, diciéndoles si conocían Bagdad, y hacia qué lado estaba situada. Pero ninguno podía responderme, y todos me aseguraban que jamás oyeron hablar de tal ciudad, ni tenían noticia del paraje en que se encontraba. Y aumentaba mi pena paulatinamente al verme condenado a vivir en tierra extranjera, y llegaba a sus límites mi perplejidad ante estas gentes que, no sólo ignoraban en absoluto el camino que conducía a mi ciudad, sino que ni siquiera sabían de su existencia.

Durante mi estancia en aquella isla, tuve ocasión de ver cosas asombrosas, y he aquí algunas de ellas entre mil.

Un día que fui a visitar al rey Mihraján, como era mi costumbre, trabé conocimiento con unos personajes indios que, tras mutuas zalemas, se prestaron gustosos a satisfacer mi curiosidad, y me enseñaron que en la India hay gran número de castas, entre las cuales son las dos principales la casta de los kchatryas, compuesta de hombres nobles y justos que nunca cometen exacciones o actos reprensibles, y la casta de los brahmanes, hombres puros que jamás beben vino y son amigos de la alegría, de la dulzura en los modales, de los caballos, del fasto y de la belleza. Aquellos sabios indios me enseñaron también que las castas principales se dividen en otras setenta y dos castas que no tienen entre sí relación ninguna. Lo cual hubo de asombrarme hasta el límite del asombro.

En aquella isla tuve asimismo ocasión de visitar una tierra perteneciente al rey Mihraján, que se llamaba Cabil. Todas las noches se oían en ella resonar timbales y tambores. Y pude observar que sus habitantes estaban muy fuertes en materia de silogismos; y eran fértiles en hermosos pensamientos. De ahí que se hallasen muy reputados entre viajeros y mercaderes.

En aquellos mares lejanos vi cierto dí a un pez de cien codos de longitud, y otros peces cuyo rastro se parecía al rostro de los búhos.

En verdad, ¡oh amigos!, que aun vi cosas más extraordinarias y prodigiosas, cuyo relato me apartaría demasiado de la cuestión. Me limitaré a añadir que viví todavía en aquella isla el tiempo necesario para aprender muchas cosas, y enriquecerme con diversos cambios, ventas y compras.

Un día, según mi costumbre, estaba yo de pie a la orilla del mar en el ejercicio de mis funciones, y permanecía apoyado en mi muleta, como siempre, cuando vi entrar en la rada un navio enorme lleno de mercaderes. Esperé a que el navio hubiese anclado sólidamente y soltado su escala, para subir a bordo y buscar al capitán a fin de inscribir su cargamento. Los marineros iban desembarcando todas las mercancías, que al propio tiempo yo anotaba, y cuando terminaron su trabajo pregunté al capitán: ¿Queda aún alguna cosa en tu navio?

Me contestó: Aún quedan, ¡oh mi señor!, algunas mercancías en el fondo del navio, pero están en depósito únicamente, porque se ahogó hace mucho tiempo su propietario, que viajaba con nosotros. ¡Y quisiéramos vender esas mercancías para entregar su importe a los parientes del difunto de Bagdad, morada de paz!

Emocionado entonces hasta el último límite de la emoción, exclamé: ¿Y cómo se llamaba ese mercader, ¡oh capitán!?

Me contestó: ¡Sindbad el Marino!

A estas palabras miré con más detenimiento al capitán, y reconocí en él al dueño del navio que se vio precisado a abandonarnos encima de la ballena. Y grité con toda mi voz: ¡Yo soy Sindbad el Marino!

Luego añadí: Cuando se puso en movimiento la ballena a causa del fuego que encendieron en su lomo, yo fui de los que no pudieron ganar tu navio y cayeron al agua. Pero me salvé gracias a la cubeta de madera que habían transportado los mercaderes para lavar allí su ropa. Efectivamente, me puse a horcajadas sobre aquella cubeta y agité los pies a manera de remos. ¡Y sucedió lo que sucedió con la venia del Ordenador!

Y conté al capitán cómo pude salvarme y a través de cuántas vicisitudes había llegado a ejercer las altas funciones de escriba maritimo al lado del rey Mihraján.

Al escucharme el capitán, exclamó: ¡No hay recursos y poder más que en Alá el Altísimo, el Omnipotente ...!

En este momento de su narración Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... ¡No hay recursos y poder más que en Alá el Altísimo, el Omnipotente! ¡Ya no queda conciencia ni honradez en ninguna criatura de este mundo! ¿Cómo osas afirmar que eres Sindbad el Marino, ¡oh escriba astuto!, cuanto todos nosotros le vimos por nuestros propios ojos ahogarse con los demás mercaderes? ¡Vergüenza sobre ti por mentir con impudicia tanta!

Entonces le contesté: ¡Cierto, oh capitán, que la mentira es la renta de los bellacos! ¡Pero escúchame, porque voy a probarte que soy Sindbad el ahogado!

Y conté al capitán diversos incidentes que sólo conocíamos él y yo, y que sobrevinieron durante aquella maldita travesía.

El capitán entonces no dudó ya de mi identidad y llamó a los que iban en el barco, y todos me felicitaron por mi salvamento, y me dijeron: ¡Por Alá, no podemos creer que lograras librarte de perecer ahogado! ¡Alá te concedió una segunda vida!

Tras de lo cual se apresuró el capitán a devolverme mis mercancías, que yo hice transportar al zoco en el momento, después de asegurarme de que no faltaba nada y de que todavía aparecían en dos fardos mi nombre y mi sello.

Una vez en el zoco, abrí mis fardos y vendí mis mercancías con un beneficio de ciento por una; pero tuve cuidado de reservarme algunos objetos de valor, que me apresuré a ofrecer como presente al rey Mihraján.

Le relaté la llegada del capitán del navio, y el rey se asombró en extremo de este acontecimiento inesperado, y como me quería mucho, no quiso ser menos amable que yo, y a su vez me hizo regalos inestimables que contribuyeron no poco a enriquecerme completamente. Porque yo me di prisa a vender todo aquello, realizando así una fortuna considerable que transporté a bordo del mismo navio donde había emprendido antes mi viaje.

Efectuado esto, fui a palacio para despedirme del rey Mihraján y darle gracias por todas sus generosidades y por su protección. Me despidió con frases muy conmovedoras, y no me dejó partir sin haberme ofrecido aún más presentes suntuosos y objetos de valor que ya no me decidí a vender y que, por cierto, están viendo ahora en esta sala, ¡oh mis honorables invitados! Tuve igualmente cuidado de llevar conmigo por todo equipaje los perfumes que están aspirando aquí, madera de áloe, alcanfor, incienso y sándalo, productos de aquella isla lejana.

Subí en seguida a bordo, y a poco se dio a la vela el navio con la autorización de Alá. Porque nos favoreció la Fortuna y nos ayudó el Destino, en aquella travesía, que duró días y noches, y por último, una mañana llegamos con salud a la vista de Bassra, donde no nos detuvimos más que muy escaso tiempo para ascender por el río y entrar al fin, con el alma regocijada, en la ciudad de la paz, Bagdad, mi tierra.

Cargado de riquezas y con la mano pronta para las dádivas, llegué a mi calle así, y entré en mi casa, donde volví a ver con buena salud a mi familia y a mis amigos. Y al punto compré gran cantidad de esclavos de uno y otro sexo, mamalik, mujeres hermosas, negros, tierras, casas y propiedades, como no tuve nunca, ni aun cuando murió mi padre.

Con esta nueva vida olvidé las vicisitudes pasadas, las penas y los peligros sufridos, la tristeza del destierro, los sinsabores y fatigas del viaje. Tuve amigos numerosos y deliciosos, y durante largo tiempo vivía una vida llena de agrado y de placeres y exenta de preocupaciones y molestias, disfrutando con toda mi alma de cuanto me gustaba y comiendo manjares admirables y bebiendo bebidas preciosas.

¡Y tal es el primero de mis viajes! Pero mañana, si Alá quiere, les contaré, ¡oh invitados míos!, el segundo de los siete viajes que emprendí, y que es bastante más extraordinario que el primero.

Y Sindbad el Marino se encaró con Sindbad el Cargador y le rogó que cenase con él. Luego, tras de haberle tratado con mucho miramiento y afabilidad, hizo que le entregaran mil monedas de oro, y antes de despedirle le invitó a volver al día siguiente, diciéndole: ¡Para mí tu urbanidad será siempre un placer y tus buenos modales una delicia!

Y contestó Sindbad el Cargador: ¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Obedezco con respeto! ¡Y sea continua en tu casa la alegría, ¡oh señor mío!

Salió entonces de allá, después de dar las gracias y llevarse consigo el regalo que acababa de recibir, y retornó a su hogar, maravillándose hasta el límite de la maravilla, y pensó toda la noche en lo que acababa de escuchar y de experimentar.

Así es que en cuanto amaneció se apresuró a volver a casa de Sindbad el Marino ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... Se apresuró a volver a casa de Sindbad el Marino, que le recibió con aire afable, y le dijo: ¡Te sea cosa fácil la amistad aquí! ¡Y la confianza sea contigo!, y el cargador quiso besarle la mano, y al ver que Sindbad no consentía en ello, le dijo: ¡Dilate Alá tus días y consolide sobre ti sus beneficios!

Y como ya habían llegado los demás invitados, comenzaron por sentarse en torno del mantel extendido en que vertían su grasa los corderos asados, se doraban las pollos rellenos deliciosamente con pastas de alfónsigos, de nueces y de uvas. Y comieron, y bebieron, y se divirtieron, y se regalaron el espíritu y el oído escuchando cantar a los instrumentos bajo los dedos expertos de sus tañedores.

Cuando acabaron, habló Sindbad en estos términos en medio del silencio de los convidados:
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