Presentación de Omar Cortés | El primer viaje de Sindbad el marino | El tercer viaje de Sindbad el marino | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LAS MIL Y UNA NOCHES
Verdaderamente disfrutaba de la más sabrosa vida, cuando un día entre los días asaltó mi espíritu la idea de los viajes por las comarcas de los hombres; y de nuevo sintió mi alma con ímpetu el anhelo de correr y gozar con la vista el espectáculo de tierras e islas, y mirar con curiosidad cosas desconocidas, sin descuidar jamás la compra y venta por diversos países.
Hice hincapié en este proyecto, y me dispuse a ejecutarlo en seguida. Fui al zoco donde, mediante una importante suma de dinero, compré mercancías apropiadas al tráfico que pretendía exportar; las acondicioné en fardos sólidos y las transporté a la orilla del agua, no tardando en descubrir un navio hermoso y nuevo, provisto de velas de buena calidad y lleno de marineros, y de un conjunto imponente de maquinarias de todas formas. Su aspecto me inspiró confianza y transporté a él mis fardos inmediatamente, siguiendo el ejemplo de otros varios mercaderes conocidos míos, y con los que no me disgustaba hacer el viaje.
Partimos aquel mismo día, y tuvimos una navegación excelente.
Viajamos de isla en isla y de mar en mar durante días y noches, y a cada escala íbamos en busca de los mercaderes de la localidad, de los notables, y de los vendedores, y de los compradores, y vendíamos y comprábamos, y verificábamos cambios ventajosos. De tal suerte continuábamos navegando, y nuestro destino nos guió a una isla muy hermosa, cubierta de frondosos árboles, abundante en frutas, rica en flores, habitada por el canto de los pájaros, regada por aguas puras, pero absolutamente virgen de toda vivienda y de todo ser humano.
El capitán accedió a nuestro deseo de detenernos unas horas allí, y echó el ancla junto a tierra. Desembarcamos en seguida, y fuimos a
respirar el aire grato en las praderas sombreadas por árboles donde se
holgaban las aves. Llevando algunas provisiones de boca, yo fui a sentarme
a orillas de un arroyo de agua límpida, resguardado del sol por
ramales frondosos, y tuve un placer extremado en comer un bocado y
beber de aquella agua deliciosa. Por si eso fuera poco, una brisa suave
modulaba dulces acordes e invitaba al reposo absoluto. Así es que me
tendí en el césped, y dejé que se apoderara de mí el sueño en medio de
la frescura y los aromas del ambiente.
Cuando desperté no vi ya a ninguno de los pasajeros, y el navio había partido sin que nadie se enterase de mi ausencia. En vano hube
de mirar a derecha y a izquierda, adelante y atrás, pues no distinguí en
toda la isla a otra persona que a mí mismo. A lo lejos se alejaba por el
mar una vela que muy pronto perdí de vista.
Entonces quedé sumido en un estupor sin igual e insuperable; y sentí que mi vejiga bilia r estaba a punto de estallar de tanto dolor
y tanta pena. Porque, ¿qué podía ser de mí en aquella isla, habiendo
dejado en el navio todos mis efectos y todos mis bienes? ¿Qué desastre
iba a ocurrirme en esta soledad desconocida?
Ante tan desconsoladores pensamientos, exclamé: ¡Pierde toda esperanza, Sindbad el Marino! ¡Si la primera vez saliste del apuro merced a circunstancias suscitadas por el Destino propicio, no creas que ocurrirá lo mismo siempre, pues, como dice el proverbio, se rompe el jarro cuando se cae dos veces!
En tal punto me eché a llorar, gimiendo, lanzando luego gritos espantosos, hasta que la desesperación se apoderó por completo de mi
corazón. Me golpeé entonces la cabeza con las dos manos, y exclamé todavía: ¿Qué necesidad tenías de viajar ¡oh miserable! cuando en Bagdad vivías entre delicias? ¿No poseías manjares excelentes, líquidos excelentes y trajes excelentes? ¿Qué te faltaba para ser dichoso? ¿No fue próspero tu primer viaje?
Entonces me tiré a tierra de bruces, llorando ya la propia muerte, y diciendo: ¡Pertenecemos a Alá y hemos de tornar a él!
Y aquel día creí volverme loco.
Pero como por último comprendí que eran inútiles todos mis lamentos y mi arrepentimiento demasiado tardío, hube de conformarme con mi destino.
Me erguí sobre mis piernas, y tras de haber andado algún tiempo sin rumbo, tuve miedo de un encuentro desagradable con cualquier animal salvaje o con un enemigo desconocido, y trepé a la copa de un árbol, desde donde me puse a observar con más atención a derecha y a izquierda; pero no pude distinguir otra cosa que el cielo, la tierra, el mar; los árboles, los pájaros, la arena y las rocas. Sin embargo, al fijarme más atentamente en un punto del horizonte, me pareció distinguir un fantasma blanco y gigantesco. Entonces me bajé del árbol atraído por tal curiosidad; pero, paralizado de miedo, fui avanzando muy lentamente y con mucha cautela hacia aquel sitio. Cuando me encontré más cerca de la masa blanca, advertí que era una inmensa cúpula, de blancura resplandeciente, ancha de base y altísima. Me aproximé a ella más aún y le di por completo la vuelta, pero no descubrí la puerta de entrada que buscaba. Entonces quise encaramarme a lo alto; pero era tan lisa y tan escurridiza, que no tuve destreza, ni agilidad, ni posibilidad de ascender. Hube de contentarme, pues, con medirla; puse una señal sobre la huella de mi primer paso en la arena y de nuevo la di la vuelta contando mis pasos. Por este procedimiento supe que su circunstancia exacta era de cincuenta pasos, más bien que menos.
Mientras reflexionaba sobre el medio de que me valdría para dar con alguna puerta de entrada o salida de la tal cúpula, advertí que de
pronto desaparecía el sol y que el día se tomaba en una noche negra.
Primero lo creí debido a cualquier nube inmensa que pasase por delante del sol, aunque la cosa fuera imposible en pleno verano. Alcé, pues, la cabeza para mirar la nube que tanto me asombraba, y vi un pájaro enorme de alas formidables que volaba por delante de los ojos del sol, esparciendo la oscuridad sobre la isla.
Mi asombro llegó entonces a sus límites extremos, y me acordé
de lo que en mi juventud me habían contado viajeros y marineros acerca
de un pájaro de tamaño extraordinario, llamado rokh, que se encontraba en una isla muy remota y que podía levantar un elefante. Saqué entonces como conclusión que el pájaro que yo veía debía ser el rokh, y la cúpula blanca a cuyo pie me hallaba debía ser un huevo entre los huevos de aquel rokh. Pero, no bien me asaltó esta idea, el pájaro descendió sobre el huevo y se posó encima como para empollarle.
¡En efecto, extendió sobre el huevo sus alas inmensas, dejó descansando a ambos lados en tierra sus dos patas, y se durmió encima! (¡Bendito El que no duerme en toda la eternidad!)
Entonces yo, que me había echado de bruces en el suelo, y precisamente me encontraba debajo de una de las patas, la cual me pareció
más gruesa que el tronco de un árbol añoso, me levanté con viveza, desenrollé la tela de mi turbante y luego de doblarla, la retorcí para servirme de ella como de una soga. La até sólidamente a mi cintura y sujeté ambos cabos con un nudo resistente a un dedo del pájaro; porque dije para mí: Este pájaro enorme acabará por remontar el vuelo, con lo que me sacará de esta soledad y me transportará a cualquier punto donde pueda ver seres humanos. ¡De cualquier modo, el lugar en que caiga será preferible a esta isla desierta, de la que soy el único habitante!
¡Eso fue todo! ¡Y a pesar de mis movimientos, el pájaro no se
cuidó de mi presencia más que si se tratara de alguna mosca sin importancia
o alguna humilde hormiga que por allí pasase!
Así permanecí toda la noche sin poder pegar ojo por temor de
que el pájaro echase a volar y me llevase durante mi sueño. Pero no se
movió hasta que fue de día. Sólo entonces se quitó de encima de su
huevo, lanzó un grito espantoso, y remontó el vuelo, llevándome consigo.
Subió y subió tan alto, que creí tocar la bóveda del cielo; pero de
pronto descendió con tanta rapidez, que ya no sentía yo mi propio peso,
y se abatió conmigo en tierra firme. Se posó en un sitio escarpado, y
yo, enseguida, sin esperar más , me apresuré a desatar el turbante con
un gran terror de ser izado otra vez antes de que tuviese tiempo de
librarme de mis ligaduras. Pero conseguí desatarme sin dificultad, y
después de estirar mis miembros y arreglarme el traje, me alejé vivamente
hasta hallarme fuera del alcance del pájaro, a quien de nuevo vi
elevarse por los aires. Llevaba entonces en sus garras un enorme objeto
negro, que no era otra cosa que una serpiente de inmensa longitud y
de forma detestable. No tardó en desaparecer, dirigiendo hacia el mar
su vuelo.
Conmovido en extremo por cuanto acababa de ocurrirme, lancé
una mirada en torno de mí y quedé inmóvil de espanto. Porque me encontraba en un valle ancho y profundo, rodeado por todas partes de montañas tan altas que para medirlas con la vista, tuve que alzar de tal modo la cabeza, que rodó por mi espalda mi turbante al suelo. ¡Además, eran tan escarpadas aquellas montañas que se hacía imposible subir por ellas, y juzgué inútil toda tentativa en tal sentido!
Al darme cuenta de ello no tuvieron límites mi desolación y mi desesperación, y me dije: ¡Ah, cuánto más me hubiera valido no abandonar la isla desierta en que me hallaba y que era mil veces preferible a esta soledad desolada y árida, donde no hay nada que comer ni beber! ¡Allí, al menos, había frutas que llenaban los árboles y arroyos de agua deliciosa; pero aquí sólo ratas hostiles y desnudas para morir de hambre y de sed! ¡Qué calamidad! ¡No hay recurso y poder más que en Alá el Omnipotente! ¡Cada vez que escapo de una catástrofe es para caer en otra peor y definitiva!
Enseguida me levanté del sitio en que me encontraba y recorrí
aquel valle para explorarle un poco, observando que estaba enteramente creado con rocas de diamante. Por todas partes a mi alrededor aparecía sembrado el suelo de diamantitos desprendidos de la montaña y que en ciertos sitios formaban montones de la altura de un hombre.
Comenzaba yo a mirarlos ya con algún interés, cuando me
inmovilizó de terror un espectáculo más espantoso que todos los horrores
experimentados hasta entonces.
Entre las rocas de diamante vi circular a sus guardianes, que eran innumerables serpientes negras, más gruesas y mayores que palmeras, y cada una de las cuales muy bien podría devorar a un elefante grande. En aquel momento comenzaban a meterse en sus antros, porque durante el día se ocultaban para que no las cogiese su enemigo el pájaro rokh, y únicamente salían de noche.
Entonces intenté con precauciones infinitas alejarme de allí, mirando bien dónde ponía los pies y pensando desde el fondo de mi alma:
¡He aquí lo que ganaste a trueque de haber querido abusar de la clemencia
del Destino, oh Sindbad, hombre de ojos insaciables y siempre
vacíos!
Y presa de un cúmulo de terrores, continué en mi caminar sin
rumbo por el valle de diamantes, descansando de vez en cuando en los parajes que me parecían más resguardados, y así estuve hasta que llegó la noche.
Durante todo aquel tiempo me había olvidado por completo de
comer y beber, y no pensaba más que en salir del mal paso y en salvar
de las serpientes mi alma. Y he aquí que acabé por descubrir, junto al
lugar en que me dejé caer, una gruta cuya entrada era muy angosta,
aunque suficiente para que yo pudiese franquearla. Avancé, pues, y
penetré en la gruta, cuidando de obstruir la entrada con un peñasco que
conseguí arrastrar hasta allá.
Seguro ya, me aventuré por su interior en busca del lugar más cómodo para dormir esperando el día, y pensé: ¡Mañana al amanecer saldré para enterarme de lo que me reserva el Destino!
Iba ya a acostarme, cuando advertí que lo que a primera vista
tomé por una enorme roca negra era una espantosa serpiente enroscada
sobre sus huevos para incubarlos. Sintió entonces mi carne todo el horror de semejante espectáculo, y la piel se me encogió como una hoja seca y tembló en toda su superficie; y caí al suelo sin conocimiento, y permanecí en tal estado hasta la mañana.
Entonces, al convencerme de que no había sido devorado todavía, tuve alientos para deslizarme hasta la entrada, separar la roca y
lanzarme fuera como ebrio y sin que mis piernas pudieran sostenerme
de tan agotado como me encontraba por la falta de sueño y de comida,
y por aquel terror sin tregua.
Miré a mi alrededor, y de repente vi caer a algunos pasos de mi nariz un gran trozo de carne que chocó contra el suelo con estrépito.
Aturdido al pronto, alcé los ojos luego para ver quién quería aporrearme
con aquello; pero no vi a nadie. Entonces me acordé de cierta historia
oída antaño en boca de los mercaderes, viajeros y exploradores de la
montaña de diamantes, de la que se contaba que, como los buscadores
de diamantes no podían bajar a este valle inaccesible, recurrían a un
medio curioso para procurarse esas piedras preciosas. Mataban unos
carneros los partían en cuartos y los arrojaban al fondo del valle, donde
iban a caer sobre las puntas de diamantes que se incrustaban en
ellos profundamente. Entonces se abalanzaban sobre aquella presa los
rokhs y las águilas gigantescas, sacándola del valle para llevársela a
sus nidos en lo alto de las rocas y que sirviera de sustento a sus crías.
Los buscadores de diamantes se precipitaban entonces sobre el ave;
haciendo muchos gestos y lanzando grandes gritos para obligarla a soltar su presa y a emprender de nuevo el vuelo. Registraban entonces el cuarto de carne y cogían los diamantes que tenía adheridos.
Me asaltó a la sazón la idea de que podía tratar aún de salvar mi vida y salir de aquel valle que se me antojó había de ser mi tumba. Me incorporé, pues, y comencé a amontonar una gran cantidad de diamantes,
escogiendo los más gordos y los más hermosos. Me los guardé en todas partes, abarroté con ellos mis bolsillos, me los introduje entre el traje y la camisa, llené mi turbante y mi calzón, y hasta metía algunos entre los pliegues de mi ropa. Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera vez ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera vez, y me la rodeé a la cintura, yendo a situarme debajo del
cuarto de carnero que até sólidamente a mi pecho con las dos puntas
del turbante.
Permanecía ya algún tiempo en esta posición, cuando súbitamente me sentí llevado por los aires, como una pluma entre las garras
formidables de un rokh y en compañía del cuarto de carne de carnero.
Y en un abrir y cerrar los ojos me encontré fuera del valle, sobre la
cúspide de una montaña, en el nido del rokh, que se dispuso en seguida
a despedazar la carne aquella y mi propia carne para sustentar a sus
rokhecillos.
Pero de pronto se alzó hacia nosotros un estrépito de gritos
que asustaron al ave y la obligaron a emprender de nuevo el vuelo,
abandonándome. Entonces desaté mis ligaduras y me erguí sobre ambos
pies, con huellas de sangre en mis vestidos y en mi rostro.
Vi a la sazón aproximarse al sitio en que yo estaba a un mercader, que se mostró muy contrariado y asombrado al percibirme. Pero
advirtiendo que yo no le quería mal y que ni aun me movía, se inclinó
sobre el cuarto de carne y lo escudriñó, sin encontrar en él los diamantes
que buscaba. Entonces alzó al cielo sus largos brazos y se lamentó,
diciendo: ¡Qué desilusión! ¡Estoy perdido! ¡No hay recurso más que
en Alá! ¡Me refugio en Alá contra el Maldito, el Malhechor!
Y se golpeó una con otra las palmas de las manos, como señal de una desesperación inmensa.
Al advertir aquello, me acerqué a él y le deseé la paz. Pero él, sin corresponder a mi zalema, me arañó furioso y exclamó: ¿Quién eres?
¿Y de dónde vienes para robarme mi fortuna?
Le respondí: No temas nada, ¡oh digno mercader!, porque no soy ladrón, y tu fortuna en nada ha disminuido. Soy un ser humano y no un genio malhechor, como creías, por lo visto. Soy incluso un hombre honrado entre la gente honrada, y antiguamente, antes de correr aventuras tan extrañas, yo tenía también el oficio de mercader. En cuanto al motivo de mi venida a este paraje, es una historia asombrosa, que te contaré al punto.
¡Pero de antemano, quiero probarte mis buenas intenciones gratificándote
con algunos diamantes recogidos por mí mismo en el fondo de esa
sima, que jamás fue sondeada por la vista humana!
Saqué en seguida de mi cinturón algunos hermosos ejemplares
de diamantes; y se los entregué diciéndole: ¡He aquí una ganancia
que no habrías osado esperar en tu vida!
Entonces el propietario del cuarto de carnero manifestó una alegría inconcebible y me dio muchas gracias, y tras de mil zalemas, me dijo: ¡La bendición está contigo, oh mi señor! ¡Uno solo de estos diamantes bastaría para enriquecerme hasta la más dilatada vejez! ¡Porque en mi vida hube de verlos semejantes ni en la corte de los reyes y sultanes!
Y me dio las gracias otra vez, y finalmente llamó a otros mercaderes que allí se hallaban y que se agruparon en torno mío, deseándome la paz y la bienvenida. Y les conté mi rara aventura desde el principio hasta el fin. Pero sería inútil repetirla.
Entonces, vueltos de su asombro los mercaderes, me felicitaron mucho por mi liberación, diciéndome: ¡Por Alá! ¡Tu destino te ha sacado de un abismo del que nadie regresó nunca!
Después, al verme extenuado por la fatiga, el hambre y la sed, se apresuraron a darme de comer y beber con abundancia, y me condujeron a una tienda, donde velaron mi sueño que duró un día entero y una noche.
A la mañana, los mercaderes me llevaron con ellos en tanto que comenzaba yo a regocijarme de modo intenso por haber escapado a aquellos peligros sin precedente. Al cabo de un viaje bastante corto, llegamos a una isla muy agradable, donde crecían magníficos árboles de copa tan espesa y amplia, que con facilidad podrían dar sombra a cien hombres. De estos árboles es precisamente de los que se extrae la sustancia blanca, de olor cálido y grato, que se llama alcanfor. A tal fin, se hace una incisión en lo alto del árbol, recogiendo en una cubeta que se pone al pie el jugo que destila y que al principio parece como gotas de goma, y no es otra cosa que la miel del árbol.
También en aquella isla vi al espantable animal que se llama
karkadann y pace exactamente como pacen las vacas y los búfalos
en nuestras praderas. El cuerpo de esa fiera es mayor que el cuerpo del
camello; al extremo del morro tiene un cuerno de diez codos de largo y
en el cual se halla labrada una cara humana. Es tan sólido este cuerno, que le sirve al karkadann para pelear y vencer al elefante, enganchándole y teniéndole en vilo hasta que muere. Entonces la grasa del elefante muerto va a parar a los ojos del Vi asimismo en aquella isla diversas clases de búfalos.
Vivimos algún tiempo allá, respirando el aire embalsamado; tuve con ello ocasión de cambiar mis diamantes por más oro y plata de lo
que podría contener la cala de un navio. ¡Después nos marchamos de allí, y de isla en isla, y de tierra en tierra, y de ciudad en ciudad, admirando
a cada paso la obra del Creador; y haciendo acá y allá algunas ventas, compras y cambios, acabamos por bordear Bassra, país de bendición, para ascender hasta Bagdad, morada de paz!
Me faltó el tiempo entonces para correr a mi calle y entrar en mi casa, enriquecido con sumas considerables, dinares de oro y hermosos
diamantes que no tuve alma para vender. Y he aquí que, tras las efusiones
propias del retorno entre mis parientes y amigos, no dejé de comportarme generosamente, repartiendo dádivas a mi alrededor, sin olvidar a nadie.
Luego, disfruté alegremente de la vida, comiendo manjares exquisitos, bebiendo licores delicados, vistiéndome con ricos trajes y sin
privarme de la sociedad de las personas deliciosas. Así es que todos
los días tenía numerosos visitantes notables que, al oír hablar de mis
aventuras, me honraban con su presencia para pedirme que les narrara
mis viajes y les pusiera al corriente de lo que sucedía en las tierras
lejanas. Y yo experimentaba una verdadera satisfacción instruyéndoles
acerca de tantas cosas, lo que inducía a todos a felicitarme por haber
escapado de tan terribles peligros, maravillándose con mi relato hasta
el límite de la maravilla. Y así es como acaba mi segundo viaje.
¡Pero mañana, oh mis amigos, les contaré las peripecias de mi
tercer viaje, el cual, sin duda, es mucho más interesante y estupefaciente
que los dos primeros!
Luego calló Sindbad. Entonces los esclavos sirvieron de comer y de beber a todos los invitados, que se hallaban prodigiosamente asombrados
de cuanto acababan de oír. Después Sindbad el Marino hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, que las admitió dando muchas gracias, y se marchó invocando sobre la cabeza de su huésped las bendiciones de Alá, y llegó a su casa maravillándose de cuanto acababa de ver y de escuchar.
Por la mañan a se levantó el cargador Sindbad, hizo la plegaria matinal y volvió a casa del rico Sindbad, como le indicó éste. Y fue
recibido cordialmente y tratado con muchos miramientos, e invitado a
tomar parte en el festín del día y en los placeres, que duraron toda
la jornada. Tras de lo cual, en medio de sus convidados, atentos y graves,
Sindbad el Marino empezó su relato de la manera siguiente:
Presentación de Omar Cortés El primer viaje de Sindbad el marino El tercer viaje de Sindbad el marino Biblioteca Virtual Antorcha