Presentación de Omar CortésEl tercer viaje de Sindbad el marinoEl quinto viaje de Sindbad el marinoBiblioteca Virtual Antorcha

LAS MIL Y UNA NOCHES

XLI


El cuarto viaje de Sindbad el marino






Y dijo Sindbad el Marino:

Ni las delicias ni los placeres de la vida de Bagdad, ¡oh amigos míos!, me hicieron olvidar los viajes. Al contrario, casi no me acordaba de las fatigas sufridas y los peligros corridos. Y el alma pérfida que vivía en mí no dejó de mostrarme lo ventajoso que sería recorrer de nuevo las comarcas de los hombres. Así es que no pude resistirme a sus tentaciones y, abandonando un día la casa y las riquezas, llevé conmigo una gran cantidad de mercaderías de precio, bastantes más que las que había llevado en mis últimos viajes, y de Bagdad partí para Bassra, donde me embarqué en un gran navio en compañía de varios notables mercaderes prestigiosamente conocidos.

Al principio fue excelente nuestro viaje por el mar, gracias a la bendición. Fuimos de isla en isla y de tierra en tierra, vendiendo y comprando, y realizando beneficios muy apreciables, hasta que un día en alta mar hizo anclar el capitán, diciéndonos: ¡Estamos perdidos sin remedio!

Y de improviso un golpe de viento terrible hinchó todo el mar, que se precipitó sobre el navio, haciéndolo crujir por todas partes, y arrebató a los pasajeros, incluso al capitán, los marineros y yo mismo, y se hundió todo el mundo y yo igual que los demás.

Pero, merced a la misericordia, pude encontrar sobre el abismo una tabla del navio a la que me agarré con manos y pies, y encima de la cual navegamos durante medio día yo y algunos otros mercaderes que lograron asirse conmigo a ella.

Entonces, a fuerza de bregar con pies y manos, ayudados por el viento y la corriente, caímos en la costa de una isla, cual si fuésemos un montón de algas, medio muertos ya de frío y de miedo.

Toda una noche permanecimos sin movernos, aniquilados, en la costa de aquella isla. Pero al día siguiente pudimos levantarnos e íntemarnos por ella, vislumbrando una casa, hacia la cual nos encaminamos.

Cuando llegamos a ella vimos que por la puerta de la vivienda salia un grupo de individuos completamente desnudos y negros, quienes se apoderaron de nosotros sin decirnos palabra y nos hicieron penetrar en una vasta sala donde aparecía un rey sentado en alto trono.

El rey nos ordenó que nos sentáramos, y nos sentamos. Entonces pusieron a nuestro alcance platos llenos de manjares como no los habíamos visto en toda nuestra vida. Sin embargo, su aspecto no excitó mi apetito, al revés de lo que ocurría a mis compañeros, que comieron glotonamente para aplacar el hambre que les torturaba desde que naufragamos. En cuanto a mí, por abstenerme conservo la existencia hasta hoy.

Efectivamente, desde que tomaron los primeros bocados, se apoderó de mis compañeros una gula enorme, y estuvieron durante horas y horas devorando cuanto les presentaban; mientras hacían gestos de locos y lanzaban extraordinarios gruñidos de satisfacción.

En tanto que caían en aquel estado mis amigos, los hombres desnudos llevaron un tazón lleno de cierta pomada con la que untaron todo el cuerpo a mis compañeros, resultando asombroso el efecto que hubo de producirle en el vientre, porque vi que se les dilataba poco a poco en todos sentidos hasta quedar más gordo que un pellejo inflado. Y su apetito aumentó proporcionalmente, y continuaron comiendo sin tregua, mientras yo les miraba asustado al ver que no se llenaba su vientre nunca.

Por lo que a mí respecta, persistí en no tocar aquellos manjares, y me negué a que me untaran con la pomada al ver el efecto que produjo en mis compañeros. Y en verdad que mi sobriedad fue provechosa, porque averigüé que aquellos hombres desnudos comían carne humana, y empleaban diversos medios para cebar a los hombres que caían entre sus manos y hacer de tal suerte más tierna y más jugosa su carne. En cuanto al rey de estos antropófagos, descubrí que era un ogro. Todos los días le servían asado un hombre cebado por aquel método; a los demás no les gustaba el asado y comían la carne humana al natural, sin ningún aderezo.

Ante tan triste descubrimiento, mi ansiedad sobre mi suerte y la de mis compañeros no conoció límites cuando advertí enseguida una disminución notable de la inteligencia de mis camaradas, a medida que se hinchaba su vientre y engordaba su persona. Acabaron por embrutecerse del todo a fuerza de comer, y cuando tuvieron el aspecto de unas bestias buenas para el matadero, se les confió a la vigilancia de un pastor que a diario les llevaba a pacer en el prado. En cuanto a mí, por una parte el hambre, y el miedo por otra, hicieron de mi persona la sombra de mí mismo y la carne se me secó encima del hueso. Así que, cuando los indígenas de la isla me vieron tan delgado y seco, no se ocuparon ya de mí y me olvidaron enteramente, juzgándome sin duda indigno de servirme asado ni siquiera a la parrilla ante su rey.

Tal falta de vigilancia por parte de aquellos insulares negros y desnudos, me permitió un día alejarme de su vivienda y marchar en dirección opuesta a ella. En el camino me encontré al pastor que llevaba a pacer a mis desgraciados compañeros, embrutecidos por culpa de su vientre. Me di prisa a esconderme entre las hierbas altas, andando y corriendo para perderlos de vista, pues su aspecto me producía torturas y tristeza. Ya se había puesto el sol, y yo no dejaba de andar.

Continué camino adelante, toda la noche sin sentir necesidad de dormir, porque me despabilaba el miedo de caer en manos de los negros comedores de carne humana. Y anduve así durante todo el otro día, y también los seis siguientes, sin perder más que el tiempo necesario para hacer una comida diaria que me permitiese seguir mi carrera en pos de lo desconocido. Y por todo alimento cortaba hierbas y me comía las indispensables para no sucumbir de hambre.

Al amanecer del octavo día ...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

... A l amanecer del octavo día llegué a la orilla opuesta de la isla y me encontré con hombres como yo, blancos y vestidos con trajes, que se ocupaban en quitar granos de pimienta de los árboles de que estaba cubierta aquella región. Cuando me advirtieron, se agruparon en torno mío y me hablaron en mi lengua, el árabe, que no escuchaba yo desde hacia tiempo. Me preguntaron quién era y de dónde venía. Contesté: ¡Oh buenas gentes, soy un pobre extranjero!

Y les enumeré cuantas desgracias y peligros había experimentado. Mi relato les asombró maravillosamente, y me felicitaron por haber podido escapar de los devoradores de carne humana; me ofrecieron de comer y de beber, me dejaron reposar una hora y después me llevaron a su barca para presentarme a su rey, cuya residencia se hallaba en otra isla vecina.

La isla en que reinaba este rey tenía por capital una ciudad muy poblada, abundante en todas las cosas de la vida, rica en zocos y en mercaderes cuyas tiendas aparecían provistas de objetos preciosos, cruzada por calles en que circulaban numerosos jinetes en caballos espléndidos, aunque sin sillas ni estribos. Así que cuando me presentaron al rey, tras de las zalemas hube de participarle mi asombro por ver cómo los hombres montaban a pelo en los caballos. Y le dije: ¿Por qué motivo, ¡oh mi señor y soberano!, no se usa aquí la silla de montar? ¡Es un objeto tan cómodo para ir a caballo! ¡Y además aumenta el dominio del jinete!

Se sorprendió mucho de mis palabras el rey, y me preguntó: ¿Pero en qué consiste una silla de montar? ¡Se trata de una cosa que nunca en nuestra vida vimos!

Yo lo dije: ¿Quieres, entonces, que te confeccione una silla para que puedas comprobar su comodidad y experimentar sus ventajas?

Me contestó: ¡Sin duda!

Dije que pusieran a mis órdenes un carpintero hábil y le hice trabajar a mi vista la madera de una silla conforme exactamente a mis indicaciones. Y permanecí junto a él hasta que la terminó. Entonces yo mismo forré la madera de la silla con lana y cuero, y acabé guarneciéndola alrededor con bordados de oro y borlas de diversos colores. Hice que viniese a mi presencia luego un herrero, al cual le enseñé el arte de confeccionar un bocado y estribos; y ejecutó perfectamente estas cosas, porque no le perdí de vista un instante.

Cuando estuvo todo en condiciones, escogí el caballo más hermoso de las cuadras del rey, y le ensillé y embridé, y le enjaecé espléndidamente, sin olvidarme de ponerle diversos accesorios de adorno, como largas gualdrapas, borlas de seda y oro, penacho y collera azul. Y fui en seguida a presentárselo al rey, que lo esperaba con mucha impaciencia desde hacía algunos días.

Inmediatamente lo montó el rey, y se sintió tan a gusto y le satisfizo tanto la invención, que me probó su contento con regalos suntuosos y grandes prodigalidades.

Cuando el gran visir vio aquella silla y comprobó su superioridad, me rogó que le hiciera una parecida. Y yo accedí gustoso. Entonces todos los notables del reino y los altos dignatarios quisieron asimismo tener una silla, y me hicieron la oportuna demanda. Y tanto me obsequiaron, que en poco tiempo hube de convertirme en el hombre más rico y considerado de la ciudad.

Me había hecho amigo del rey, y un día que fui a verle, según era mi costumbre, se encaró conmigo y me dijo: ¡Ya sabes, Sindbad, que te quiero mucho! En mi palacio llegaste a ser como de mi familia, y no puedo pasarme sin ti ni soportar la idea de que venga un día en que nos dejes. ¡Deseo, pues, pedirte una cosa sin que me la rehúses!

Contesté: ¡Ordena, oh rey! ¡Tu poder sobre mí lo consolidaron tus beneficios y la gratitud que te debo por todo el bien que de ti recibí desde mi llegada a este reino!

Contestó él: Deseo casarte entre nosotros con una mujer bella, bonita, perfecta, rica en oro y en cualidades, con el fin de que ella te decida a permanecer siempre en nuestra ciudad y en mi palacio. ¡Espero, pues, de ti, que no rechaces mi ofrecimiento y mis palabras!

Al oír aquel discurso quedé confundido, bajé la cabeza y no pude responder de tanta timidez que me embargaba. De manera que el rey me preguntó: ¿Por qué no me contestas, hijo mío?

Yo repliqué: ¡Oh rey del tiempo, tus deseos son los míos y en mí tienes un esclavo!

Al punto envió él a buscar al kadi y a los testigos, y acto seguido me dio por esposa a una mujer noble de alto rango, poderosamente rica, dueña de propiedades edificadas y de tierras, y dotada de gran belleza. Al propio tiempo, me hizo el regalo de un palacio completamente amueblado, con sus esclavos de ambos sexos y un tren de casa verdaderamente regio.

Desde entonces viví en medio de una tranquilidad perfecta y llegué al límite del desahogo y el bienestar. Y de antemano me regocijaba la idea de poder un día escaparme de aquella ciudad y volver a Bagdad con mi esposa, porque la amaba mucho, y ella también me amaba, y nos llevábamos muy bien. Pero cuando el Destino dispone algo, ningún poder humano logra torcer su curso. ¿Y qué criatura puede conocer el porvenir? Aún había yo de comprobar una vez más ¡ay!, que todos nuestros proyectos son juegos infantiles ante los designios del Destino.

Un día, por orden de Alá, murió la esposa de mi vecino. Como el tal vecino era amigo mío, fui a verle y traté de consolarle, diciéndole: ¡No te aflijas más de lo permitido, oh vecino mío! ¡Pronto te indemnizará Alá, dándote una esposa más bendita todavía! ¡Prolongue Alá tus días!

Pero mi vecino, asombrado de mis palabras, levantó la cabeza y me dijo: ¿Cómo puedes desearme larga vida cuando bien sabes que sólo tengo ya una hora de vivir?

Entonces me asombré a mi vez y le dije: ¿Por qué hablas así, vecino mío, y a qué vienen semejantes presentimientos? ¡Gracias a Alá, eres robusto y nada te amenaza! ¿Pretendes, pues, matarte por tu propia mano?

Contestó: ¡Ah! Bien veo ahora tu ignorancia acerca de los usos de nuestro país. Sabe, pues, que la costumbre quiere que todo marido vivo sea enterrado vivo con su mujer cuando ella muere, y que toda mujer viva sea enterrada viva con su marido cuando muere él. ¡Es cosa inviolable! ¡Y en seguida debo ser enterrado vivo con mi mujer muerta! ¡Aquí ha de cumplir tal ley establecida por los antepasados, todo el mundo, incluso el rey!

Al escuchar aquellas palabras, exclamé: ¡Por Alá, qué costumbre tan detestable! ¡Jamás podré conformarme con ella!

Mientras hablábamos en estos términos, entraron los parientes y amigos de mi vecino y se dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual, se procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de revestirla con los trajes más hermosos y adornarla, con las más preciosas joyas. Luego se formó el acompañamiento: el marido iba a la cabeza detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se dirigió al sitio del entierro.

Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron en seguida. Bajaron por allí el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndole de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual, taparon el brocal del pozo con las piedras grandes que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.

Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: ¡La cosa es aún peor que todas cuantas he visto!

Y no bien regresé al palacio, corrí en busca del rey y le dije: ¡Oh señor mío! ¡Muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan bárbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por tanto, desearía saber, ¡oh rey del tiempo!, si el extranjero ha de cumplir también esta ley al morir su esposa.

El rey contestó: ¡Sin duda que se le enterrará con ella!

Cuando hube oído aquellas palabras sentí que en el hígado me estallaba la vejiga de la hiél a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa durante mi ausencia y que se me obligase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar.

En vano intenté consolarme diciendo: ¡Tranquilízate, Sindbad! ¡Seguramente morirás tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!

Tal consuelo de nada había de servirme, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó cama algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.

Entonces mi dolor no tuvo límites, porque si realmente resultaba deplorable el hecho de ser devorado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo.

Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd, en que yacía muerta mi esposa, cubierta con sus joyas y adornada con todos sus atavíos.

Cuando estuvimos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se libró el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndose. Entonces yo quise intentar que el rey y los concurrentes me dispensaran de aquella prueba, y exclamé llorando: ¡Soy extranjero y no parece justo que me someta a la ley de ustedes! ¡Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos qué necesitan de mí!

Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque me tomaron sin escucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo.

Cuando llegué abajo me dijeron: ¡Desátate para que nos llevemos las cuerdas!

Pero no quise desligarme y continué con ellas, por si se decidían a subirme de nuevo. Entonces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino sin escuchar mis gritos, que movían a piedad.

A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel lugar subterráneo. Pero no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espaciosa, y se dilataba hasta una distancia que mis ojos no podían sondear.

Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: ¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insaciable! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? ¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devoraron los comedores de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufragios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!

Y al punto comencé a golpearme con fuerza en la cabeza, en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí, aunque con prudencia, en previsión de los siguientes días.

De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de aquella gruta, y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de limpiar de los huesos que en el aparecían. Pero no podía retrasar más el momento en que se me acabaran el pan y el agua. Y llegó ese momento.

Entonces, poseído por la más absoluta desesperación, hice mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrirse por encima de mi cabeza el agujero del pozo y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras él su esposa con los siete panes y el cántaro de agua.

Entonces esperé a que los hombres de arriba tapasen de nuevo brocal, y sin hacer el menor ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hueso de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer, rematándola de un golpe en la cabeza; y para cerciorarme de su muerte, todavía le propiné un segundo y un tercer golpe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua, con lo que tuve provisiones para algunos días.

Al cabo de ese tiempo, se abrió de nuevo el orificio, y esta vez descendieron una mujer muerta y un hombre. Con objeto de seguir viviendo ¡porque el alma es preciosa!, no dejé de rematar al hombre robándole sus panes y su agua. Y así continué viviendo durante algún tiempo matando en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándole sus provisiones.

Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al oír un ruido insólito. Era cual un resuello humano y un rumor de pasos. Me levanté y cogí el hueso que me servía para rematar a los individuos enterrados vivos, dirigiéndome al lado de donde parecía venir el ruido. Después de dar unos pasos, creí entrever algo que huía resollando con fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiempo a aquella especie de sombra fugitiva, y continué corriendo en la oscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los huesos de los muertos; pero de pronto creí ver en el fondo de la gruta como una estrella luminosa que tan pronto brillaba como se extinguía. Proseguí avanzando en la misma dirección, y conforme avanzaba veía aumentar y ensancharse la luz. Sin embargo, no me atreví a creer que fuese aquello una salida por donde pudiese escaparme, y me dije: ¡Indudablemente debe ser un segundo agujero de este pozo por el que bajan ahora algún cadáver!

Así que, cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fugitiva, que no era otra cosa que un animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me hallé al aire libre bajo el cielo.

Al darme cuenta de la realidad, caí de rodillas, y con todo mi corazón di gracias al Altísimo, por haberme libertado, y calmé y tranquilicé mi alma.

Miré entonces al cielo, y vi que me encontraba al pie de una montaña junto al mar; y observé que la tal montaña no debía comunicarse de ninguna manera con la ciudad por lo escarpada e intransitable que era. Efectivamente, intenté ascender por ella, pero en vano. Entonces, para no morirme de hambre, entré en la gruta por la brecha en cuestión y cogí pan y agua; y volví a alimentarme, bajo el cielo, consumiéndolos con bastante mejor apetito que mientras duró mi estancia entre los muertos.

Todos los días continué yendo a la gruta para quitarles los panes y el agua, matando a los que se enterraba vivos. Luego tuve la idea de recoger todas las joyas de los muertos, diamantes, brazaletes, collares, perlas, metales cincelados, telas preciosas y cuantos objetos de oro y plata había por allá. Y poco a poco iba transportando mi botín a la orilla del mar, esperando que llegara el día en que pudiese salvarme con tales riquezas. Y para que todo estuviese preparado, hice fardos bien envueltos en los trajes de los hombres y mujeres de la gruta.

Estaba yo sentado un día a la orilla del mar pensando en mis aventuras y en mi actual estado, cuando vi que pasaba un navio por cerca de la montaña. Me levanté en seguida, desenrrollé la tela de mi turbante y me puse a agitarla con bruscos ademanes y dando muchos gritos mientras corría por la costa. Gracias a Alá, la gente del navio advirtió mis señales, y desataron una barca para que fuese a recogerme y transportarme a bordo. Me llevaron con ellos y también se encargaron muy gustosos de mis fardos.

Cuando estuvimos a bordo, el capitán se acercó a mí y me dijo: ¿Quién eres y cómo te encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de rapiña, pero no un ser humano, desde que navego por estos parajes?

Contesté: ¡Oh señor mío, soy un pobre mercader extranjero en estas comarcas! Embarqué en un navio enorme que naufragó junto a esta costa; y gracias a mi valor y a la resistencia, yo solo entre mis compañeros, pude salvarme de perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que me proporcioné cuando el navio se vio a merced de las olas. El Destino y mi suerte me arrojaron a esa orilla, y Alá ha querido que no muera yo de hambre y de sed.

Y esto fue lo que dije al capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espantosa costumbre de que estuve a punto de ser víctima.

Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y se lo ofrecí como presente para que me tuviese consideración durante el viaje. Pero con gran sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro desinterés sin querer aceptar mi obsequio, y me dijo con acento benévolo: No acostumbro a hacerme pagar las buenas acciones. No eres el primero a quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándolos a su país, ¡por Alá!, y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que como carecían de todo, les dimos de comer y de beber y les vestimos, y siempre ¡por Alá!, hubimos de proporcionarles lo preciso para subvenir a sus gastos de viaje. ¡Porque el hombre se debe a sus semejantes, por Alá!

Al escuchar tales palabras, di gracias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga vida, en tanto que él ordenaba desplegar las velas y ponía en marcha al navio.

Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en isla y de mar en mar, mientras yo me pasaba las horas muertas deliciosamente tendido, pensando en mis extrañas aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimentado todos aquellos sinsabores o si no eran un sueño. Y al recordar algunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi esposa muerta, creía volverme loco de espanto. Pero al fin, por obra y gracia de Alá, llegamos con buena salud a Bassra, donde no nos detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad. Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde entré y encontré a mis parientes y a mis amigos, quienes festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo, felicitándome por mi salvación. Yo entonces guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como valiosas dádivas entre mis amigos y conocidos.

Y desde entonces no cesé de entregarme a todas las diversiones y a todos los placeres en compañía de personas agradables. ¡Pero cuanto les conté hasta aquí no es nada, verdaderamente, en comparación de lo que me reservo para contarles mañana, si Alá quiere!

¡Así habló aquel día Sindbad! Y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al Cargador invitándolo a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se hallaban presentes. Y todo el mundo se maravilló de aquello.

En cuanto a Sindbad el Cargador...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

Cuando llegó la noche siguiente ...

Ella dijo:

En cuanto a Sindbad el Cargador, llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Marino, todavía se hallaba emocionado a causa del enterramiento de su huésped. Pero como ya habían extendido el mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en medio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.
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