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LAS MIL Y UNA NOCHES
He llegado a saber ¡oh rey afortunado!, ¡oh dotado de buenos modales!, que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de la China, y de cuyo nombre no me acuerdo en este instante, había —pero Alá es más sabio— un hombre que era sastre de oficio y pobre de condición. Y aquel hombre tenía un hijo llamado Aladino, que era un niño mal educado y que desde su infancia resultó un galopín muy enfadoso. Y he aquí que, cuando el niño llegó a la edad de diez años, su padre quiso hacerle
aprender por lo pronto algún oficio honrado; pero, como era muy pobre,
no pudo atender a los gastos de la instrucción y tuvo que limitarse
a tener con él en la tienda al hijo, para enseñarle el trabajo de aguja en
que consistía su propio oficio. Pero Aladino, que era un niño indómito
acostumbrado a jugar con los muchachos del barrio, no pudo amoldarse
a permanecer un solo día en la tienda. Por el contrario, en lugar de
estar atento al trabajo, acechaba el instante en que su padre se veía
obligado a ausentarse por cualquier motivo o a volver la espalda para
atender a un cliente, y al punto, el niño recogía la labor a toda prisa y
corría a reunirse por calles y jardines con los bribonzuelos de su calaña.
Y tal era la conducta de aquel rebelde, que no quería obedecer a sus padres ni aprender el trabajo de la tienda. Así es que su padre, muy apenado y desesperado por tener un hijo tan dado a todos los vicios, acabó por abandonarle a su libertinaje; y su dolor le hizo contraer una enfermedad de la que hubo de morir. ¡Pero no por eso se corrigió
Aladino de su mala conducta!
Entonces la madre de Aladino, al ver que su esposo había muerto y que su hijo no era más que un bribón, con el que no se podía contar para nada, se decidió a vender la tienda y todos los utensilios de la tienda, a fin de poder vivir algún tiempo con el producto de la venta, pero como todo se agotó enseguida, tuvo necesidad de acostumbrarse a pasar sus días y sus noches hilando lana y algodón para ganar algo y alimentarse y alimentar al ingrato de su hijo.
En cuanto a Aladino, cuando se vio libre del temor a su padre, no le retuvo ya nada y se entregó a la pillería y a la perversidad. Y se pasaba todo el día fuera de casa para no entrar más que a las horas de
comer. Y la pobre y desgraciada madre, a pesar de las incorrecciones
de su hijo para con ella y del abandono en que la tenía, siguió manteniéndole
con el trabajo de sus manos y el producto de sus desvelos,
llorando sola lágrimas muy amargas.
Y así fue cómo Aladino llegó a la edad de quince años. Y era verdaderamente hermoso y bien formado, con dos magníficos ojos negros, y una tez de jazmín, y un aspecto de lo más seductor.
Un día entre los días, estando él en medio de la plaza que había a la entrada de los zocos del barrio, sin ocuparse más que de jugar con
los pillastres y vagabundos de su especie, acertó a volar por allí un
derviche maghrebín que se detuvo mirando a los muchachos obstinadamente.
Y acabó por posar en Aladino sus miradas y por observarle de una manera bastante singular y con una atención muy particular, sin ocuparse ya de los otros niños camaradas suyos.
Y aquel derviche, que venía del último confín del Maghreb, de las comarcas del interior lejano, era un insigne mago muy versado en la astrología y en la ciencia de las fisonomías; y en virtud de su hechicería podría conmover y hacer chocar unas con otras las montañas más altas.
Y continuó observando a Aladino con mucha insistencia y pensando: ¡He aquí por fín el niño que necesito, el que busco desde hace largo tiempo y en pos del cual partí del Maghreb, mi país!
Y se aproximó sigilosamente a uno de los muchachos, aunque sin perder de vista a Aladino, le llamó aparte sin hacerse notar, y por él se informó minuciosamente del padre y de la madre de Aladino, así como de su nombre y de su condición. Y con aquellas señas, se acercó a Aladino sonriendo, consiguió atraerle a una esquina, y le dijo: ¡Oh hijo mío! ¿N o eres Aladino, el hijo del honrado sastre?
Y Aladino contestó: Sí soy Aladino. ¡En cuanto a mi padre,
hace mucho tiempo que ha muerto!
Al oír estas palabras, el derviche maghrebín se colgó del cuello de Aladino, y le cogió en brazos, y estuvo mucho tiempo besándole en las mejillas, llorando ante él en el límite de la emoción.
Y Aladino, extremadamente sorprendido, le preguntó: A qué obedecen tus lágrimas, señor? ¿Y de qué conocías a mi difunto padre?
Y contestó el maghrebín con una voz muy triste y
entrecortada: ¡Ah hijo mío! ¿Cómo no voy a verter lágrimas de duelo
y de dolor, si soy tu tío, y acabas de revelarme de una manera tan
inesperada la muerte de tu difunto padre, mi pobre hermano? ¡Oh hijo
mió! ¡Has de saber, en efecto, que llego a este país después de abandonar mi
patria y afrontar los peligros de un largo viaje, únicamente con la halagüeña esperanza de volver a ver a tu padre y disfrutar con él la alegría del regreso y del reencuentro! ¡Y he aquí, ay, que me cuentas su muerte!
Y se detuvo un instante, como sofocado de emoción; luego
añadió: ¡Por cierto, oh hijo de mi hermano, que en cuanto te divisé,
mi sangre se sintió atraída por tu sangre y me hizo reconocerte en seguida,
sin vacilación, entre todos tus enmaradas! ¡Y aunque cuando yo
me separé de tu padre no habías nacido tú, pues aún no se había casado,
no tardé en reconocer en ti sus facciones y su semejanza! ¡Y eso es
precisamente lo que me consuela un poco de su pérdida! ¡Ah! ¡Qué
calamidad cayó sobre mi cabeza! ¿Dónde estás ahora, hermano mío, a
quien creí abrazar al menos una vez después de tan larga ausencia y
antes de que la muerte viniera a separamos para siempre? ¡Ay! ¿Quién
puede envanecerse de impedir que ocurra lo que tiene que ocurrir? En
adelante, tú, serás mi consuelo y reemplazarás a tu padre en mi afección,
puesto que tienes sangre suya y eres su descendiente; porque dice
el proverbio: ¡Quién deja posteridad no muere!
Luego el maghrebín sacó de su cinturón diez dinares de oro y se los puso en la mano a Aladino, preguntándole: ¡Oh hijo mío! ¿Dónde
habita tu madre, la mujer de mi hermano?
Y Aladino, completamente conquistado por la generosidad y la cara sonriente del maghrebín lo cogió de la mano, le condujo al extremo de la plaza y le mostró con el dedo el camino de su casa, diciendo: ¡Allí vive!
Y el maghrebín dijo: Estos diez dinares que te doy ¡oh hijo mío!, se los entregarás a la esposa de mi difunto hermano, transmitiéndole mis zalemas. ¡Y le anunciarás que tu tío acaba de llegar de viaje tras larga ausencia en extranjero, y que espera, si Alá quiere, poder presentarse en la mañana para formular por sí mismo los deseos a la esposa de su hermano y ver los lugares donde pasó su vida el difunto y visitar su tumba.
Cuando Aladino oyó estas palabras del maghrebín, quiso inmediatamente complacerle, y después de besarle la mano se apresuró a
correr con alegría a su casa, a la cual llegó, al contrario que de costumbre,
a una hora que no era la de comer, y exclamó al entrar: ¡Oh madre mía!
¡Vengo a anunciarte que, tras larga ausencia en el extranjero, acaba
de llegar de su viaje mi tío, y te transmite sus zalemas!
Y contestó la madre de Aladino, muy asombrada de aquel lenguaje insólito y de aquella entrada inesperada: ¡Cualquiera diría, hijo mío, que quieres burlarte de tu madre! Porque, ¿quién es ese tío de que me hablas? ¿Y de dónde y desde cuándo tienes un tío que esté vivo todavía?
Y dijo Aladino: Cómo puedes decir ¡oh madre mía!, que no tengo tío ni pariente que esté vivo aún, si el hombre en cuestión es hermano de mi difunto padre? ¡Y la prueba está en que me estrechó contra su pecho y
me besó llorando y me encargó que viniera a darte la noticia y a ponerte
al corriente!
Y dijo la madre de Aladino: Sí, hijo mío, ya sé que
tenías un tío, pero hace largos años que murió. ¡Y no supe que desde
entonces tuvieras nunca otro tío!
Y miró con ojos muy asombrados a su hijo Aladino, que ya se ocupaba de otra cosa. Y no le dijo nada más acerca del particular en aquel día. Y Aladino, por su parte, no le habló de la dádiva del maghrebín.
Al día siguiente Aladino salió de casa a primera hora de la mañana; y el maghrebín, que ya andaba buscándole, le encontró en el mismo
sitio que la víspera, dedicado a divertirse, como de costumbre, con los
vagabundos de su edad. Y se acercó inmediatamente a él, le cogió de
la mano, lo estrechó contra su corazón, y le besó con ternura. Luego
sacó de su cinturón dos dinares y se los entregó diciendo: Ve a buscar
a tu madre y dile, dándole estos dos dinares: ¡Mi tío tiene intención de
venir esta noche a cenar con nosotros, y por eso te envía este dinero
para que prepares manjares excelentes!
Luego añadió, inclinándose hacia él: ¡Y ahora, Aladino, enséñame por segunda vez el camino de tu casa!
Y contestó Aladino: Por encima de mi cabeza y de mis ojos,
¡oh tío mío!
Y echó a andar delante y le enseñó el camino de su casa.
Y el maghrebín le dejó y se fue por su camino ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Y el maghrebín le dejó y se fue por su camino. Y Aladino entró en la casa, contó a su madre lo ocurrido, y le entregó los dos dinares,
diciéndole: ¡Mi tío va a venir esta noche a cenar con nosotros!
Entonces, al ver los dos dinares, se dijo la madre de Aladino: ¡Quizá no conociera yo a todos los hermanos del difunto!
Y se levantó y a toda prisa fue al zoco, en donde compró las provisiones necesarias para una buena comida, y volvió para ponerse en seguida a preparar los manjares. Pero como la pobre no tenía utensilios de cocina,
fue a pedir prestados a las vecinas las cacerolas, platos y vajilla que
necesitaba. Estuvo cocinando todo el día, y al hacerse de noche, dijo a
Aladino: ¡La comida está dispuesta, hijo mío, y como tu tío acaso no
sepa bien el camino de nuestra casa, debes salirle al encuentro o esperarle
en la calle!
Y Aladino contestó: ¡Escucho y obedezco!
Y cuando se disponía a salir, llamaron a la puerta. Y corrió a abrir él. Era el maghrebín. E iba acompañado de un mandadero que llevaba en la cabeza una carga de frutas, de pasteles y bebidas.
Y Aladino les introdujo a ambos. Y el mandadero se marchó cuando dejó su carga y le pagaron.
Y Aladino condujo al maghrebín a la habitación en que estaba su madre. Y el maghrebín se inclinó y dijo con voz conmovida: La paz
sea contigo, ¡oh esposa de mi hermano!
Y la madre de Aladino le devolvió la zalema. Entonces el maghrebín se echó a llorar en silencio. Luego preguntó: ¿Cuál es el sitio en que tenía costumbre de sentarse el difunto?
Y la madre de Aladino le mostró el sitio en cuestión, y al
punto se arrojó al suelo el maghrebín y se puso a besar aquel lugar y a
suspirar con lágrimas en los ojos y a decir: ¡Ah, qué suerte la mía!
¡Ah, qué miserable suerte fue haberte perdido, oh hermano mío. oh
estría de mis ojos!
Y continuó llorando y lamentándose de aquella manera, y con una cara tan transfonnada y tanta alteración de entrañas, que estuvo a punto de desmayarse, y la madre de Aladino no dudó ni por un instante de que fuese el propio hermano de su difunto marido.
Y se acercó a él, le levantó del suelo, y le dijo: ¡Oh hermano de mi esposo!, ¡vas a matarte en balde a fuerza de llorar! ¡Ay, lo que está escrito debe ocurrir!
Y siguió consolándole con buenas palabras hasta que le decidió a beber un poco de agua para calmarse y sentarse a comer.
Cuando estuvo puesto el mantel, el maghrebín comenzó a hablar
con la madre de Aladino. Y le contó lo que tenía que contarle, diciéndole:
¡Oh mujer de mi hermano!, no te parezca extraordinario el no haber tenido todavía ocasión de verme y el no haberme conocido en vida de mi difunto hermano porque hace treinta años que abandoné este país y partí para el extranjero, renunciando a mi patria. Y desde entonces no he cesado de viajar por las comarcas de la India y del Sindh, y de recorrer el país de los árabes y las tierras de otras naciones. Y también estuve en Egipto y habité la magnífica ciudad de Masr, que es el milagro del mundo. Y tras de residir allá mucho tiempo, partí para el país de Maghreb central, en donde acabé por fijar mi residencia durante veinte años.
Por aquel entonces, ¡oh mujer de mi hermano!, un día entre los días, estando en mi casa, me puse a pensar en mi tierra natal y en mí
hermano. Y se me exacerbó el deseo de volver a ver mi sangre; y me
eché a llorar y empecé a lamentarme de mi estancia en país extranjero.
Y al fin se hicieron tan intensas las nostalgias de mi separación y de mi
alejamiento del ser que me era caro, que me decidí a emprender el
viaje a la comarca que vio surgir mi cabeza de recién nacido. Y pensé
para mi ánima: ¡Oh hombre! ¡Cuántos años van transcurridos desde el día en que abandonaste tu ciudad y tu país y la morada del único hermano que posees en el mundo! ¡Levántate, pues, y parte a verle de nuevo antes de la muerte! Porque, ¿quién sabe las calamidades del Destino, los accidentes de los días y las revoluciones del tiempo? ¿Y no sería una suprema desdicha que murieras antes de regocijarte los ojos con la contemplación de tu hennano. sobre todo ahora que Alá, (¡glorificado sea!), te ha dado la riqueza, y tu hermano acaso siga en una condición de estrecha pobreza? ¡No olvides, por tanto, que con
partir verificarás dos acciones excelentes: volver a ver a tu hermano y
socorrerle!
Y he aquí que, dominado por estos pensamientos, ¡oh mujer de
mi hermano!, me levanté al punto y me preparé para la marcha. Y tras
de recitar la plegaria del viernes y la Fatiha del Corán, monté a caballo y me encaminé a mi patria. Y después de muchos peligros y de las prolongadas fatigas del camino, con ayuda de Alá (¡glorificado y venerado sea!), acabé por llegar con bien a mi ciudad, que es ésta. Y me puse inmediatamente a recorrer calles y barrios en busca de la casa de mi hermano. Y Alá permitió que entonces encontrase a este niño jugando con sus camaradas. ¡Y Por Alá el Todopoderoso, oh mujer de mi hermano, que apenas le vi, sentí que mi corazón se derretía de emoción
por él; y como la sangre reconocía a la sangre, no vacilé en suponer en
él al hijo de mi hermano! Y en aquel mismo momento olvidé mis fatigas
y mis preocupaciones, y creí enloquecer de alegría. Pero ¡ay!, que
no tardo en saber, por boca de este niño, que mi hermano había fallecido
en la misericordia de Alá el Altísimo! ¡Ah! ¡Terrible noticia que me
hace caer de bruces, abrumado de emoción y de dolor! Pero ¡oh mujer
de mi hennano!, ya te contaría el niño probablemente que, con su aspecto
y su semejanza con el difunto, ha logrado consolarme un poco,
haciéndome recordar el proverbio que dice: ¡El hombre que deja posteridad,
no muere!.
Así habló el maghrebín. Y advirtió que, ante aquellos recuerdos evocados, la madre de Aladino lloraba amargamente. Y para que olvidara sus tristezas y se distrajera de sus ideas negras, se encaró con
Aladino, y variando de conversación, le dijo: Hijo mío, ¿qué oficio
aprendiste y en qué trabajo te ocupas para ayudar a tu pobre madre y vivir ambos?
Al oír aquello, avergonzado de su vida por primera vez, Aladino bajó la cabeza mirando al suelo. Y como no decía palabra, contestó en
lugar suyo su madre: ¿Un oficio. ¡oh hermano de mi esposo! tener un
oficio Aladino? ¿Quién piensa en eso? ¡Por Alá, que no sabe nada
absolutamente! ¡Ah! ¡Nunca vi un niño tan travieso! ¡Se pasa todo el
día corriendo con otros niños del barrio, que son unos vagabundos,
unos pillastres, unos haraganes como él, en vez de seguir el ejemplo de
los hijos buenos que están en la tienda con sus padres! ¡Sólo por causa
suya murió su padre, dejándome amargos recuerdos! ¡Y también yo
me veo reducida a un triste estado de salud! Y aunque apenas si veo
con mis ojos, gastados por las lágrimas y las vigilias, tengo que trabajar
sin descanso y pasarme días y noches hilando algodón para tener con qué comprar dos panes de maíz, lo preciso para mantenernos ambos.
¡Y tal es mi condición! ¡Y te juro por tu vida, oh hermano de mi
esposo que sólo entra él en casa a las horas precisas de las comidas!
¡Y esto es todo lo que hace! ¡Así es que a veces, cuando me abandona
de tal suerte, por más que soy su madre, pienso cerrar la puerta de la
casa y no volver a abrírsela, a fin de obligarle a que busque un trabajo
que le dé para vivir! ¡Y luego me falta valor para hacerlo; porque el
corazón de una madre es compasivo y misericordioso! ¡Pero mi edad
avanza, y me estoy haciendo muy vieja, oh hermano de mi esposo!, ¡y
mis hombros no soportan las fatigas de antes! ¡Y ahora apenas si mis
dedos me permiten dar vuelta al huso! ¡Y no sé hasta cuándo voy a
poder continuar una tarea semejante sin que me abandone la vida, como
me abandona mi hijo, este Aladino que tienes delante de ti, ¡oh hermano
de mi esposo!
Y se echó a llorar.
Entonces el maghrebín se encaró con Aladino, y le dijo: ¡Ah! ¡Oh hijo de mi hermano! ¡En verdad que no sabía yo todo eso que a ti
se refiere! ¿Por qué marchas por esa senda de haraganería? ¡Qué vergüenza
para ti, Aladino! ¡Eso no está bien en hombres como tú! ¡Te
hallas dotado de razón, hijo mío, y eres un vástago de buena familia!
¿No es para ti una deshonra dejar así que tu pobre madre, una mujer
vieja, tenga que mantenerte, siendo tú un hombre con edad para tener
una ocupación con que pudieran mantenerse ambos? ¡Y por cierto, oh
hijo mío!, que gracias a Alá, lo que sobra en nuestra ciudad son maestros
de oficio! ¡Sólo tendrás, pues, que escoger tú mismo el oficio que
más te guste, y yo me encargo de colocarte! ¡Y de ese modo, cuando
seas mayor, hijo mío, tendrás entre las manos un oficio seguro que te
proteja contra los embates de la suerte! ¡Habla ya! Y si no te agrada el
trabajo de aguja, oficio de tu difundo padre, busca otra cosa y avísamelo
y te ayudaré todo lo que pueda, ¡oh hijo mío!
Pero en vez de contestar, Aladino continuó con la cabeza baja y guardando silencio con lo cual indicaba que no quería más oficio que
el de vagabundo. Y el maghrebín advirtió su repugnancia por los oficios
manuales, y trató de atraérsela de otra manera. Y le dijo, por tanto:
¡Oh hijo de mi hermano! ¡No te enfades ni te apenes por mi insistencia!
¡Pero déjame añadir que, si los oficios te repugnan, estoy dispuesto,
en caso de que quieras ser un hombre honrado, a abrirte una tienda de
mercader de sederías en el zoco grande! Y surtiré esa tienda con las
telas más caras y brocados de la calidad más fina. ¡Y así te harás con
buenas relaciones entre los mercaderes al por mayor! Y te acostumbrarás
a vender y comprar, a tomar y a dar. Y será excelente tu reputación
en la ciudad. ¡Y con ello honrarás la memoria de tu difunto padre!
¿Qué dices a esto, ¡oh Aladino!, hijo mío?
Cuando Aladino escuchó esta proposición de su tío y comprendió que podría convertirse en un gran mercader del zoco, en un hombre
de importancia, vestido con buenas ropas, con un turbante de seda y un
lindo cinturón de diferentes colores, se regocijó en extremo. Y miró al
maghrebín sonriendo y torciendo la cabeza, lo que en su lenguaje significaba
claramente: ¡Acepto!
Y el maghrebín comprendió entonces que le agradaba la proposición, y dijo a Aladino: Ya que quieres convertirte en un personaje de importancia, en un mercader con tienda abierta, procura en lo sucesivo hacerte digno de tu nueva situación. Y sé un hombre desde ahora, ¡oh hijo de mi hermano! Y mañana, si Alá, quiere, te llevaré al zoco, y empezaré por comprarte un hermoso traje nuevo, como lo llevan los mercaderes ricos, y todos los accesorios que exige. ¡Y hecho esto, buscáremos juntos una tienda buena para instalarte en ella!
¡Eso fue todo! Y la madre de Aladino, que oía aquellas exhortaciones y veía aquella generosidad, bendecía a Alá, el Bienhechor, que
de manera tan inesperada le enviaba a un pariente que la salvaba de la
miseria y llevaba por el buen camino a su hijo Aladino. Y sirvió la comida con el corazón alegre, como si se hubiese rejuvenecido veinte años. ¡Y comieron y bebieron, sin dejar de charlar de aquel asunto, que tanto les interesaba a todos! Y el maghrebín empezó por iniciar a Aladino en la vida y los modales de los mercaderes, y por hacerle que se interesara mucho en su nueva condición. Luego, cuando vio que la noche iba ya mediada, se levantó y se despidió de la madre de Aladino y besó a Aladino. Y salió, prometiéndole que volvería al día siguiente.
Y aquella noche, con la alegría, Aladino no pudo pegar los ojos y no hizo más que pensar en la vida encantadora que le esperaba.
Y ha aquí que al siguiente día, a primera hora, llamaron a la puerta. Y la madre de Aladino fue a abrir por sí misma, y vio que
precisamente era el hermano de su esposo, el maghrebín, que cumplía
su promesa de la víspera. Sin embargo, a pesar de las instancias de la
madre de Aladino, no quiso entrar, pretextando que no era hora de
visitas, y solamente pidió permiso para llevarse a Aladino consigo al
zoco. Y Aladino, levantado y vestido ya, corrió en seguida a ver a su
tío, y le dio los buenos días y le besó la mano. Y el maghrebín le cogió
de la mano y se fue con él al zoco. Y entró con él en la tienda del
mejor mercader y pidió un traje que fuese el más hermoso y el más
lujoso entre los trajes a la medida de Aladino. Y el mercader le enseño
varios a cual más hermosos. Y el maghrebín dijo a Aladino: ¡Escoge
tú mismo el que te guste, hijo mío!
Y en extremo encantado de la generosidad de su tío, Aladino escogió uno que era todo de seda rayada y reluciente. Y también escogió un turbante de muselina de seda recamada de oro fino, un cinturón de cachemira y botas de cuero rojo brillante.
Y el maghrebín lo pagó todo sin regatear y entregó el paquete a Aladino, diciéndole: ¡Vamos ahora al hammam para que estés bien limpio antes de vestirte de nuevo!
Y le condujo al hammam, entró con él en una sala reservada, y le bañó con sus propias manos y se bañó él también. Luego pidió los refrescos que suceden al baño, ambos bebieron con delicia y muy contentos. Y entonces se puso Aladino el suntuoso traje consabido de seda rayada y reluciente.
colocó el hermoso turbante, se ciñó al talle el cinturón de Indias y se calzó las botas rojas. Y de este modo estaba hermoso cual la luna y comparable a algún hijo de rey o de sultán. Y en extremo encantado de
verse transformado así, se acercó a su tío y le besó la mano y le dio
muchas gracias por su generosidad; y el maghrebín le besó, y le dijo: ¡Todo esto no es más que el comienzo!
Y salió con él del hammam, y le llevó a los zocos más frecuentados, y le hizo visitar las tiendas de los grandes mercaderes. Y le hacía admirar las telas más ricas y los objetos de precio, enseñándole el nombre de cada cosa en particular; y le decía: ¡Como vas a ser mercader es preciso que te enteres de los pormenores de ventas y compras!
Luego, le hizo visitar los edificios notables de la ciudad y las mezquitas principales y los khans en que se alojaban las caravanas. Y terminó el paseo haciéndole ver los palacios del sultán y los jardines que los circundaban. Y por último, le llevó al khan grande, donde paraba él, y le presentó a los mercaderes conocidos suyos, diciéndoles: ¡Es el hijo de mi hermano!
Y les invitó a todos a una comida que dio en honor de Aladino, y les regaló con los manjares más selectos, y estuvo con ellos y con Aladino hasta la noche.
Entonces se levantó y se despidió de sus invitados, diciéndoles que iba a llevar a Aladino a su casa. Y en efecto, no quiso dejar volver solo a Aladino, y le cogió de la mano y se encaminó con él a casa de la
madre. Y al ver a su hijo tan magníficamente vestido, la pobre madre
de Aladino creyó perder la razón de alegría. Y empezó a dar gracias y
a bendecir mil veces a su cuñado, diciéndole: ¡Oh hermano de mi esposo!
¡Aunque toda la vida estuviera dándote gracias, jamás te agradecería
bastante tus beneficios!
Y contestó el maghrebín: ¡Oh mujer de mi hermano! ¡No tiene ningún mérito, verdaderamente ningún mérito, el que yo obre de esta manera, porque Aladino es hijo mío, y mi deber es servirle de padre en lugar del difunto! ¡No te preocupes, pues, por él y estáte tranquila!
Y dijo la madre de Aladino, levantando los brazos al
cielo: ¡Por el honor de los santos antiguos y recientes, ruego a Alá
que te guarde y te conserve ¡oh hermano de mi esposo! Y prolongue tu
vida para nuestro bien, a fin de que seas el ala cuya sombra proteja
siempre a este niño huérfano! ¡Y ten la seguridad de que él, por su
parte, obedecerá siempre tus órdenes y no hará más que lo que le mandes!
Y dijo el maghrebín: ¡Oh mujer de mi hermano! Aladino se ha convertido en hombre sensato, porque es un excelente mozo, hijo de
buena familia. ¡Y espero, desde luego, que será digno descendiente de su
padre y refrescará tus ojos!
Luego añadió: Dispénsame ¡oh mujer de mi hermano!, porque mañana viernes no se abra la tienda prometida; pues ya sabes que el viernes están cerrados los zocos y que no se puede tratar de negocios. ¡Pero pasado mañana, sábado, se hará, si Alá quiere! Mañana, sin embargo, vendré por Aladino para continuar instruyéndole, y le haré visitar los sitios públicos y los jardines situados fuera de la ciudad, adonde van a pasearse los mercaderes ricos, a fin de que así pueda habituarse a la contemplación del lujo y de la
gente distinguida. ¡Porque hasta hoy no ha frecuentado más trato que
el de los niños, y es preciso que conozca ya a hombres y que ellos lo
conozcan!
Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se
marchó ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se
marchó. Y Aladino pensó durante la noche en todas las cosas hermosas
que acababa de ver y en las alegrías que acababa de experimentar;
y se prometió nuevas delicias para el siguiente día. Así es que se levantó
con la aurora, sin haber podido pegar los ojos, y se vistió sus ropas
nuevas, y empezó a andar de un lado para otro, enredándose los pies
con aquel traje largo, al cual no estaba acostumbrado. Luego, como su
impaciencia le hacía pensar que el maghrebín tardaba demasiado, salió
a esperarle a la puerta y acabó por verle aparecer. Y corrió a él
como un potro y le besó la mano. Y el maghrebín le besó y le hizo
muchas caricias, y le dijo que fuera a advertir a su madre que se lo
llevaba.
Después, le cogió de la mano y se fue con él. Y echaron a
andar juntos, hablando de unas cosas y de otras; y franquearon las
puertas de la ciudad, de donde nunca había salido aún Aladino. Y empezaron
a aparecer ante ellos las hermosas casas particulares y los
hermosos palacios rodeados de jardines; y Aladino los miraba maravillado,
y cada cual le parecía más hermoso que el anterior.
Y así anduvieron mucho por el campo, acercándose más cada
vez al fin que se proponía el maghrebín. Pero llegó un momento en
que Aladino comenzó a cansarse, y dijo al maghrebín: ¡Oh tío mío!
¿Tenemos que andar mucho todavía? ¡Mira que hemos dejado atrás los jardines, y ya sólo tenemos delante de nosotros la montaña! ¡Además, estoy fatigadísimo y quisiera tomar un bocado!
Y el maghrebín se sacó del cinturón un pañuelo con frutas y pan, y dijo a Aladino: Aquí tienes, hijo mío, con qué saciar tu hambre y tu sed. ¡Pero aún tenemos que andar un poco para llegar al paraje maravilloso que voy a enseñarte y que no tiene igual en el mundo! ¡Repón tus fuerzas, y toma
alientos, Aladino, que ya eres un hombre!
Y continuó animándole, a la vez que le daba consejos acerca de su conducta en el porvenir, y le impulsaba a separarse de los niños para acercarse a los hombres sabios y prudentes.
¡Y consiguió distraerle de tal manera, que acabó por llegar
con él a un valle desierto al pie de la montaña, y en donde no había
más presencia que la de Alá!
¡Allí precisamente terminaba el viaje del maghrebín! ¡Y para llegar a aquel valle había salido del fondo del Maghreb y había ido a los
confines de la China!
Se encaró entonces con Aladino, que estaba extenuado de fatiga, y le dijo sonriendo: ¡Ya hemos llegado, hijo mío Aladino!
Y se sentó en una roca y le hizo sentarse al lado suyo, y lo abrazó con mucha ternura y le dijo: Descansa un poco Aladino. Porque al fin voy a mostrarte lo que jamás vieron los ojos de los hombres. Sí, Aladino; en
seguida vas a ver aquí mismo un jardín más hermoso que todos los
jardines de la tierra. Y sólo cuando hayas admirado las maravillas de
ese jardín tendrás verdaderamente razón para darme gracias y olvidarás
las fatigas de la marcha y bendecirás el día en que me encontraste
por primera vez.
Y le dejó descansar un instante, con los ojos muy
abiertos de asombro al pensar que iba a ver un jardín en un paraje
donde no había más que rocas desperdigadas y matorrales. Luego le
dijo: ¡Levántate ahora, Aladino, y recoge entre esos matorrales las
ramas más secas y los trozos de leña que encuentres, y tráemelos! ¡Y
entonces verás el espectáculo gratuito a que te invito!
Y Aladino se levantó y se apresuró a recoger entre los matorrales y la maleza una gran cantidad de ramas secas y trozos de leña, y se los llevó al maghrebín, que le dijo: Ya tengo bastante. ¡Retírate ahora y ponte detrás de mí!
Y Aladino obedeció a su tío, y fue a colocarse a cierta
distancia detrás de él.
Entonces el maghrebín sacó del cinturón un eslabón, con el que hizo lumbre, y prendió fuego al montón de ramas y hierbas secas, que
llamearon crepitando. Y al punto sacó del bolsillo una caja de concha,
la abrió y tomó un poco de incienso, que arrojó en medio de la hoguera.
Y se levantó una humareda muy espesa que apartó él con sus manos
a un lado y a otro, murmurando fórmulas en una lengua incomprensible
en absoluto para Aladino. Y en aquel mismo momento tembló la
tierra y se conmovieron sobre su base las rocas y se entreabrió el suelo
en un espacio de unos diez codos de anchura. Y en el fondo de aquel
agujero apareció una loza horizontal de mármol de cinco codos de
ancho con una anilla de bronce en medio.
Al ver aquello, Aladino, espantado, lanzó un grito, y cogiendo con los dientes el extremo de su traje, volvió la espalda y emprendió la fuga, agitando las piernas. Pero de un salto cayó sobre él el maghrebín
y lo atrapó. Y le miró con ojos medrosos, le zarandeó teniéndole cogido
de una oreja, y levantó la mano y le aplicó una bofetada tan terrible,
que por poco le salta los dientes, y Aladino quedó todo aturdido y se
cayó al suelo.
Y he aquí que el maghrebín no le había tratado de aquel modo
más que por dominarle de una vez para siempre, ya que le necesitaba
para la operación que iba a realizar, y sin él no podía intentar la empresa
para que había venido. Así que cuando lo vio atontado en el suelo,
lo levantó, y le dijo con una voz que procuró hacer muy dulce: ¡Sabe,
Aladino, que si te traté así, fue para enseñarte a ser un hombre! ¡Porque
soy tu tío, el hermano de tu padre, y me debes obediencia!
Luego añadió con una voz de lo más dulce: ¡Vamos, Aladino, escucha bien lo que voy a decirte, y no pierdas ni una sola palabra! ¡Porque si así lo haces, sacarás de ello ventajas considerables y en seguida olvidarás los trabajos pesados!
Y le besó, y teniéndole para en adelante completamente
sometido y dominado le dijo: ¡Ya acabas de ver, hijo mío, cómo se ha abierto el suelo en virtud de las fumigaciones y fórmulas que he pronunciado! ¡Pero es preciso que sepas que obré de tal suerte únicamente por tu bien; porque debajo de esta losa de mármol que ves en el fondo del agujero, con un anillo de bronce, se halla un tesoro que está inscrito a tu nombre y no puede abrirse más que en tu presencia! ¡Y ese tesoro, que te está destinado, te hará más rico que todos los reyes! Y para demostrarte que ese tesoro está destinado a ti y no a ningún otro, sabe que sólo a ti en el mundo es posible tocar esta losa de mármol y levantarla; pues yo mismo, a pesar de todo mi poder, que es
grande, no podría echar mano a la anilla de bronce ni levantar la losa
aunque fuese mil veces más poderoso y más fuerte de lo que soy. ¡Y
una vez levantada la losa no me sería posible penetrar en el tesoro, ni
bajar un escalón siquiera! ¡A ti únicamente incumbe hacer lo que no
puedo hacer yo por mí mismo! ¡Y para ello no tienes más que ejecutar
al pie de la letra lo que voy a decirte! ¡Y así serás el amo del tesoro,
que partiremos con toda equidad en dos partes iguales, una para ti y
otra para mí!
Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino se olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibida, y contestó: ¡Oh tío mío ¡Mándame lo que quieras y te obedeceré!
Y el maghrebín le cogió en brazos y le besó varias veces en las mejillas, y le dijo: ¡Oh Aladino! ¡Eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más parientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, comprenderás ahora que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agujero, y tomarás la anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!
Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar.
Y ya abajo, Aladino le dijo: ¿Pero cómo voy a arreglarme ¡oh tío mío!, para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si al menos quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho gusto!
El maghrebín contestó: ¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia, echara yo una mano, no podrías hacer nada ya y tu nombre se borraría para siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una pluma de ave! ¡Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al
coger la anilla!
Entonces se inclinó Aladino y cogió la anilla y tiró de ella, diciendo: ¡Soy Aladino, hijo del sastre Mustafá, hijo del sastre Alí!
Y levantó con gran facilidad la losa de mármol, y la dejó a un lado. Y vio una cueva con doce escalones de mármol que conducían a una puerta de dos hojas de cobre rojo con gruesos clavos. Y el maghrebín le dijo:
¡Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duodécimo
escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante
de ti, y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas
que se comunican unas con otras. En la primera sala verás cuatro grandes
calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala, cuatro
grandes calderas de plata llenas de polvo de oro; y en la tercera sala
cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro. Pero pasa sin
detenerte y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura para que no
toque a las calderas; porque si tuvieras la desgracia de tocar con los
dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido,
al instante te convertirás en una mole de piedra negra. Entrarás, pues,
en la primera sala, y muy de prisa, pasarás a la segunda, desde la cual,
sin detenerte un instante, penetrarás en la tercera, donde verás una puerta
claveteada, parecida a la de la entrada, que al punto se abrirá ante ti. Y
la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico plantado
de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas
allí tampoco! Lo atravesarás caminando adelante todo derecho, y llegarás
a una escalera de columnas con treinta peldaños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terraza, ¡oh Aladino!, ten cuidado, porque enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bronce, encontrarás una lamparita de cobre, y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡Cogerás esta lámpara, la apagarás, verterás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho en seguida! Y no temas mancharte el traje, porque el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. ¡Y volverás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás detenerte un poco en el jardín, y coge de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la
lámpara, fin y motivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de
nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!
Cuando el maghrebín hubo hablado así, se quitó un anillo que
llevaba en el dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole: Este anillo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará
de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alá, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de riqueza y de honores durante toda la vida, y gracias a la lámpara!
Luego añadió: ¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cuidado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!
Luego le besó, y acariciándole varias veces en las mejillas, le dijo: ¡Vete tranquilo!
Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los
escalones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura,
y ciñéndoselo bien, franqueó la puerta de cobre, cuyas hojas se abrieron por sí solas al acercarse él. Y sin olvidar ninguna de las recomendaciones del maghrebín, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las calderas llenas de oro; llegó a la última puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los treinta peldaños de la escalera de columnas, se remontó a la terraza y se encaminó directamente a la hornacina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vio la lámpara encendida y tendió la mano y la cogió. Y vertió en el suelo el contenido, y al ver que inmediatamente quedaba seco el depósito, se la ocultó en el pecho enseguida, sin temor a mancharse el traje. Y bajó de la terraza y llegó de nuevo al jardín.
Libre entonces de su preocupación, se detuvo un instante en el último peldaño de la escalera para mirar el jardín. Y se puso a contemplar
aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la
llegada. Y observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban
agobiados bajo el peso de sus frutas, que eran extraordinarias de forma,
de tamaño y de color. Y notó que al contrario de lo que ocurre con
los árboles de los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía frutas
de diferentes colores. Las había blancas, de un blanco transparente
como el cristal, o de un blanco turbio como el alcanfor, o de un blanco
opaco como la cera virgen. Y las había rojas, de un rojo como los
granos de la granada o de un rojo como la naranja sanguínea. Y las
había verdes, de un verde oscuro y de un verde suave; y había otras que
eran azules y violeta y amarillas; y otras que ostentaban colores y matices
de una variedad infinita. ¡Y el pobre Aladino no sabía que las
frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que
las frutas rojas eran rubíes, carbunclos, jacintos, coral y cornalinas;
que las verdes eran esmeraldas, berilos, jade, prasios y aguas marinas; que
las azules, eran zafiros, turquesas, lapislázuli y lazulitas; que la violeta
eran amatistas, jaspes y sardoinas; que las amarillas eran topacios, ámbar
y ágatas; y que las demás, de colores desconocidos, eran ópalos,
venturinas, crisólitos, cimófanos, hematitas, turmalinas, peridotos, azabaches
y crisopacios! Y caía el sol a plomo sobre el jardín. Y los árboles
despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse.
Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas frutas para comérselas. Y observó
que no se les podía meter el diente, y que no se asemejaban más que
por su forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos, a las uvas, a las
sandías, a las manzanas y a todas las demás frutas excelentes de la
China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró
nada de su gusto. Creyó que sólo eran bolas de vidrio coloreado,
pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras preciosas. Sin
embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger algunas para
regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas suyos, y también
a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenándose con
ellas el cinturón, los bolsillos y el forro de la ropa, guardándoselas
asimismo entre el traje y la camisa y entre la camisa y la piel; y se
metió tal cantidad de aquellas frutas, que parecía un asno cargado a un
lado y a otro. Y agobiado por todo aquello, se alzó cuidadosamente
el traje, ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno de prudencia y de
precaución atravesó con ligereza las tres salas de calderas y ganó la
escalera de la cueva, a la entrada de la cual le esperaba ansiosamente el
maghrebín.
Y he aquí que, en cuanto Aladino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de la escalera, el maghrebín, que se hallaba
encima de la abertura, junto a la entrada de la cueva, no tuvo paciencia
para esperar a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por
completo, y le dijo: Bueno, Aladino, ¿dónde está la lámpara?
Y Aladino contestó: ¡La tengo en el pecho!
El otro dijo: ¡Sácala ya y dámela!
Pero Aladino le dijo: ¿Cómo quieres que te la dé tan pronto, ¡oh tío mío!, si está entre todas las bolas de vidrio con que me he
llenado la ropa por todas partes? ¡Déjame antes subir esta escalera, y
ayúdame a salir del agujero, y entonces, descargaré todas estas bolas en
lugar seguro, y no sobre estos peldaños, por los que rodarían y se romperían!
¡Y así podré sacarme del pecho la lámpara y dártela cuando esté libre de este impedimento insuperable! ¡Por cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en la piel, por lo que bien quisiera verme desembarazado de ella!
Pero el maghrerín, furioso por la resistencia que hacía Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas dificultades porque quería guardarse para él la lámpara, le gritó con una voz espantosa como la de un demonio: ¡Oh hijo de perro! ¿Quieres darme la lámpara en seguida, o morir?
Y Aladino, que no sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en tal estado de furor, y temiendo recibir otra bofetada más violenta que la primera, se dijo: ¡Por Alá, que más vale resguardarse! Y voy a entrar de nuevo en la cueva mientras él se calma!
Y volvió la espaldam y recogiéndose el traje, entró prudentemente en el subterráneo.
Al ver aquello, el maghrebín lanzó un grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó, arrancándose las barbas de desesperación por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de Aladino
a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: ¡Ah maldito Aladino! ¡Vas a ser castigado como mereces!
Y corrió hacia la hoguera, que no se había apagado todavía, y echó en ella un poco del polvo de incienso que llevaba consigo murmurando una fórmula mágica. Y al punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se cerró por sí sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo herméticamente el agujero de la escalera; y tembló la tierra y se cerró de
nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de abrirse. Y Aladino
encontró de tal suerte encerrado en el subterráneo.
Como ya se ha dicho, el maghrebín era un mago insigne venido
del fondo del Maghreb, y no un tío ni un pariente cercano o lejano de
Aladino. Había nacido verdaderamente en África, que es el país y el
semillero de los magos y hechiceros de peor calidad ...
En este momento de su narración Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Y había nacido verdaderamente en África, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de la peor calidad. Y desde su
juventud se había dedicado con tesón al estudio de la hechicería y de los hechizos, y al arte de la geomancia, de la alquimia, de la astrología, de las fumigaciones y de los encantamientos. Y al cabo de treinta años de operaciones mágicas, por virtud de su hechicería, logró descubrir que en un paraje desconocido de la tierra había una lámpara extraordinariamente mágica que tenía el don de hacer más poderoso que los reyes y sultanes todos, al hombre que tuviese la suerte de ser su poseedor.
Entonces, hubo de redoblar sus fumigaciones y hechicerías
con una última operación geomántica logró enterarse de que la lámpara
consabida se hallaba en un subterráneo situado en las inmediaciones
de la ciudad de Kolo-ka-tsé en el país de China. (Y aquel paraje era
precisamente el que acabamos de ver con todos sus detalles.) Y el mago
se puso en camino sin tardanza, y después de un largo viaje había llegado
a Kolo-ka-tsé, donde se dedicó a explorar los alrededores y acabó
por delimitar exactamente la ubicación del subterráneo que lo contenía.
Y por su mesa adivinatoria se enteró de que el tesoro y la lámpara mágica estaban inscritos, por los poderes subterráneos, a nombre de
Aladino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo él podría hacer abrirse
el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro perdería la
vida infaliblemente si intentaba la menor empresa encaminada a ello.
Y por eso se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró, hubo de
utilizar toda clase de estratagemas y engaños para atraerlo y conducirlo
a aquel paraje desierto, sin despertar sus sospechas ni las de su
madre. Y cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había reclamado
tan presurosamente la lámpara porque quería engañarle y emparedarle para siempre en el subterráneo. ¡Pero ya hemos visto cómo Aladino, por miedo a recibir una bofetada, se había refugiado en el interior de la cueva, donde no podía penetrar el mago, y cómo el mago, con objeto de vengarse, le había encerrado allí dentro contra su voluntad para que se muriese de hambre y de sed!
Realizada aquella acción, el mago convulso y echando espuma,
se fue por su camino probablemente a África, su país. ¡Y he aquí lo
referente a él! Pero seguramente nos lo volveremos a encontrar.
¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!
No bien entró otra vez en el subterráneo, oyó el temblor de tierra producido por la magia del maghrebín, y aterrado, temió que la bóveda
se desplomara sobre su cabeza, y se apresuró a ganar la salida. Pero al
llegar a la escalera, vio que la pesada losa de mármol tapaba la abertura,
y llegó al límite de la emoción y del pasmo. Porque, por una parte,
no podía concebir la maldad del hombre a quien creía tío suyo y que le
había acariciado y mimado, y por otra parte, no había para qué pensar
en levantar la losa de mármol, pues le era imposible hacerlo desde
abajo. En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos gritos, llamando a su tío y prometiéndole, con toda clase de juramentos, que estaba dispuesto a darle enseguida la lámpara. Pero claro es que sus gritos y sollozos no fueron oídos por el mago, que ya se encontraba lejos. Y al ver que su tío no le contestaba, Aladino empezó a abrigar algunas dudas con respecto a él, sobre todo al acordarse de que le había llamado hijo de perro, gravísima injuria que jamás dirigiría un verdadero tío al hijo de su hermano. De todos modos, resolvió entonces ir al jardín, donde había luz, y buscar una salida por donde escapar de aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta que daba al jardín observó que estaba cerrada y que no se abría ante él
entonces. Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la cueva y se echó llorando en los peldaños de la escalera.
Ya se veía enterrado vivo entre las cuatro paredes de aquella cueva, llena de negrura y de horror, a pesar de todo el oro que contenía. Y sollozó durante mucho tiempo, sumido en su dolor. Y por primera vez en su vida dio en pensar en todas las bondades de su pobre madre y en su abnegación infatigable, no obstante la mala conducta y la ingratitud de él. Y la muerte en aquella cueva hubo de parecerle más amarga, por no haber podido refrescar
en vida el corazón de su madre mejorando algo su carácter y demostrándole
de alguna manera su agradecimiento.
Y suspiró mucho al asaltarle este pensamiento, y empezó a retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como generalmente hacen los que están desesperados, diciendo a modo de renuncia a la vida: ¡No hay recurso ni poder más que en Alá!
Y he aquí que, con aquel movimiento. Aladino
frotó sin querer el anillo que llevaba en el pulgar y que le había prestado
el mago para preservarle de los peligros del subterráneo. Y no sabía
aquel maghrebín maldito que el tal anillo había de salvar la vida de
Aladino precisamente, pues de saberlo, no se lo hubiera confiado desde
luego, o se hubiera apresurado a quitárselo, o incluso no hubiera
cerrado el subterráneo mientras el otro no se lo devolviese. Pero todos
los magos son, por esencia, semejantes a aquel maghrebín hermano
suyo: a pesar del poder de su hechicería y de su ciencia maldita,
no saben prever las consecuencias de las acciones más sencillas, y jamás
piensan en precaverse de los peligros má s vulgares. ¡Porque con
su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca recurren al Señor de las
criaturas, y su espíritu permanece constantemente oscurecido por una
humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y tienen los ojos
tapados por una venda y van a tientas por las tinieblas!
Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba, vio surgir de pronto ante él, como si brotara de la tierra, un inmenso y gigantesco
efrit, semejante a un negro embetunado, con una cabeza como un caldero, y una cara espantosa, y unos ojos rojos, enormes y llameantes, el cual se inclinó ante él, y con una voz tan retumbante cual el rugido del trueno, le dijo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!
Al ver aquello, Aladino, que no era valeroso, quedó muy aterrado: y en cualquier otro sitio o en cualquier otra circunstancia hubiera
caído desmayado o hubiera procurado escapar. Pero en aquella cueva,
donde ya se creía muerto de hambre y de sed, la intervención de aquel
espantoso efrit le pareció un gran socorro, sobre todo cuando oyó la pregunta que le hacía.
Y al fin pudo mover la lengua y contestar: ¡Oh
gran jeque de los efrits del aire, de la tierra y del agua, sácame de esta cueva!
Apenas había él pronunciado estas palabras, se conmovió y se
abrió la tierra por encima de su cabeza, y en un abrir y cerrar de ojos
se sintió transportado fuera de la cueva, en el mismo paraje donde encendió
la hoguera el maghrebín. En cuanto al efrit, había desaparecido.
Entonces, todo tembloroso de emoción todavía, pero muy contento por verse de nuevo al aire libre, Aladino dio gracias a Alá el
Bienhechor que le había librado de una muerte cierta y le había salvado
de las emboscadas del maghrebín. Y miró en torno suyo y vio a lo
lejos la ciudad en medio de sus jardines. Y le apresuró a desandar el
camino por donde le había conducido el mago, dirigiéndose al valle
sin volver la cabeza atrás ni una sola vez. Y extenuado y falto de aliento,
llegó ya muy de noche a la casa en que le esperaba su madre
lamentándose, muy inquieta por su tardanza. Y corrió ella a abrirle,
llegando a tiempo para acogerle en sus brazos, en los que cayó el joven
desmayado, sin poder resistir más la emoción.
Cuando a fuerza de cuidados volvió Aladino de su desmayo, su
madre le dio a beber de nuevo un poco de agua de rosas. Luego, muy
preocupada, le preguntó qué le pasaba. Y contestó Aladino: ¡Oh madre
mía, tengo mucha hambre! ¡Te ruego, pues, que me traigas algo de
comer, porque no he tomado nada desde esta mañana!
Y la madre de Aladino corrió a llevarle lo que había en la casa. Y Aladino se puso a comer con tanta prisa, que su madre le dijo, temiendo que se atragantara: ¡No te precipites, hijo mío, que se te va a reventar la garganta! ¡Y si es que comes tan deprisa para contarme cuanto antes lo que me tienes que contar, sabe que tenemos por nuestro todo el tiempo! ¡Desde el momento en que volví a verte estoy tranquila, pero Alá sabe cuál fue mi ansiedad cuando notó que avanzaba la noche sin que estuvieses de
regreso!
Luego se interrumpió para decirle: ¡Ah hijo mío!,
¡modérate, por favor, y coge trozos más pequeños!
Y Aladino, que había devorado en un momento todo lo que tenía delante, pidió de beber, y cogió el cantarillo de agua y se lo vació en la garganta sin respirar. Tras de lo cual se sintió satisfecho, y dijo a su madre: ¡Al fin voy a poder contarte, oh madre mía, todo lo que me aconteció con el hombre a quien tú creías mi tío, y que me ha hecho ver la muerte a dos dedos de mis ojos! ¡Ah! ¡Tú no sabes que ni por asomo era tío mío ni hermano de mi padre ese embustero que me hacía tantas caricias y me besaba tan tiernamente, ese maldito maghrebín, ese hechicero, ese mentiroso, ese
bribón, ese embaucador, ese enredador, ese perro, ese sucio, ese demonio
que no tiene par entre los demonios sobre la faz de la tierra! ¡Alejado
sea el Maligno!
Luego añadió: ¡Escucha, oh madre, lo que me ha hecho!
Y dijo todavía: ¡Ah! ¡Qué contento estoy de haberme librado de sus manos!
Luego se detuvo un momento, respiró con fuerza, y de
repente, sin tomar ya más aliento, contó cuanto le había sucedido, desde
el principio hasta el fin, incluso, la bofetada, la injuria y lo demás,
sin omitir un solo detalle. Pero no hay ninguna utilidad en repetirlo.
Y cuando hubo acabado su relato se quitó el cinturón y dejó caer en el colchón que había en el suelo la maravillosa provisión de frutas
transparentes y coloreadas que hubo de coger en el jardín. Y también
cayó la lámpara en el montón, entre bolas de pedrería.
Y añadió él para terminar: ¡Esa es, oh madre, mi aventura con el mago maldito, y aquí tienes lo que me ha reportado mi viaje al subterráneo!
Y así diciendo, mostraba a su madre las bolas maravillosas,
pero con un aire desdeñoso que significaba: ¡Ya no soy un niño para
jugar con bolas de vidrio!
Mientras estuvo hablando su hijo Aladino la madre le escuchó
lanzando, en los pasajes más sorprendentes o más conmovedores del
relato, exclamaciones de cólera contra el mago y de conmiseración
para Aladino. Y no bien acabó de contar él tan extraña aventura, no
pudo ella reprimirse más, y se desató en injurias contra el maghrebin,
motejándole con todos los dicterios que para calificar la conducta del
agresor puede encontrar la cólera de una madre que ha estado a punto
de perder a su hijo.
Y cuando se desahogó un poco, apretó contra su
pecho a su hijo Aladino y le besó llorando, y dijo: ¡Demos gracias a
Alá, oh hijo mío, que te ha sacado sano y salvo de manos de ese hechicero
maghrebín! ¡Ah traidor, maldito! ¡Sin duda quiso tu muerte por poseer esa miserable lámpara de cobre que no vale medio dracma! ¡Cuánto le detesto!
¡Cuánto abomino de él! ¡Por fin te recobré, pobre niño mío, hijo mío Aladino! ¡Pero qué peligros no corriste por culpa mía, que debí adivinar, no obstante, en los ojos bizcos de ese maghrebín que no era tío tuyo ni nada allegado, sino un mago maldito y un descreído!
Y así diciendo, la madre se sentó en el colchón con su hijo
Aladino, y le estrechó contra ella y le besó y le meció dulcemente.
Y Aladino, que no había dormido desde hacía tres días, preocupado por su aventura con el maghrebín, no tardó en cerrar los ojos y en dormirse en las rodillas de su madre, halagado por el balanceo. Y le acostó ella en el colchón con mil precauciones, y no tardó en acostarse y en dormirse también junto a él.
Al día siguiente, al despertarse ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
Al día siguiente, al despertarse, empezaron por besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventura le había corregido para siempre de la travesura y haraganería, y que en lo sucesivo buscaría trabajo
como un hombre. Luego, como aún tenía hambre, pidió el desayuno y
su madre le dijo: ¡Ay hijo mío!, ayer por la noche te di todo lo que
había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de
paciencia y aguarda a que vaya a vender el poco de algodón que hube
de hilar estos últimos días, y te compraré algo con el importe de la
venta!
Pero contestó Aladino: Deja el algodón para otra vez, ¡oh
madre!, y coge hoy esta lámpara vieja que me traje del subterráneo, y
ve a venderla al zoco de los mercaderes de cobre. ¡Y probablemente
sacarás por ella algún dinero que nos permita pasar todo el día!
Y contestó la madre de Aladino: ¡Verdad dices, hijo mío! ¡Y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese lugar maldito, e iré a venderlas en el barrio de los negros, que me las comprarán a más precio que los mercaderes de oficio!
La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir a venderla, pero la encontró muy sucia, y dijo a Aladino: ¡Primero, hijo mío, voy a limpiar esta lámpara que está sucia, a fin de dejarla reluciente y sacar
por ella el mayor precio posible!
Y fue a la cocina, se echó en la mano un poco de ceniza que mezcló con agua, y se puso a limpiar la lámpara.
Pero apenas había empezado a frotarla, cuando surgió de pronto ante ella, sin saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que el del subterráneo, y tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se inclinó ante ella y dijo con voz ensordecedora: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué, quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!
Cuando la madre de Aladino vio esta aparición que estaba tan
lejos de esperarse, como no estaba acostumbrada a semejantes cosas,
se quedó inmóvil de terror, y se le trabó la lengua y se le abrió la
boca; y loca de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el
tener a la vista una cara tan repulsiva y espantosa como aquella, y cayó
desmayada.
Pero Aladino, que se hallaba también en la cocina, y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de aquella clase, después de la que
había visto en la cueva, quizá más fea y monstruosa, no se asustó tanto
como su madre. Y comprendió que la causante de la aparición del efrit era aquella lámpara; y se apresuró a quitársela de las manos a su madre, que seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez dedos, y dijo al efrit: ¡Oh servidor de la lámpara! ¡Tengo mucha hambre, y
deseo que me traigas cosas excelentes en extremo para que me las
coma!
Y el efrit desapareció al punto pero para volver un instante después, llevando en la cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro llenos de manjares olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis panes muy calientes y blancos como la nieve y dorados por en medio, dos frascos grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un taburete de ébano incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de plata. Y puso la bandeja en el taburete, colocó con presteza lo que tenía que colocar y desapareció discretamente.
Entonces Aladino, al ver que su madre seguía desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella frescura, complicada con las deliciosas emanaciones de los manjares humeantes, no dejó de reunir los
espíritus dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y Aladino
se apresuró a decirle: ¡Vamos, oh madre, eso no es nada! ¡Levántate y
ven a comer! ¡Gracias a Alá, aquí hay con qué reponerte por completo
el corazón y los sentidos, y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor,
no dejemos enfriar estos manjares excelentes!
Cuando la madre de Aladino vio la bandeja de plata encima del
hermoso taburete, las doce platos de oro con su contenido, los seis
maravillosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió
su olfato el olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se
olvidó de las circunstancias de su desmayo, y dijo a Aladino : ¡Oh hijo
mío! ¡Alá proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de
nuestra pobreza y nos ha enviado esta bandeja con uno de sus cocineros!
Pero Aladino contestó: ¡Oh madre mía! ¡No es ahora el momento oportuno para suposiciones y votos! Empecemos por comer, y ya te
contaré después lo que ha ocurrido.
Entonces la madre de Aladino fue a sentarse junto a él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admiración ante novedades tan maravillosas; y se pusieron ambos a comer con gran apetito. Y experimentaron con ello tanto gusto, que se estuvieron mucho rato en torno a la bandeja, sin cansarse de probar manjares tan bien condimentados, de modo y manera que acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la noche. Y cuando terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladino fue a guardar en el armario de la cocina los platos y su contenido, volviendo en seguida al lado de Aladino para escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y Aladino le reveló entonces lo que había pasado, y cómo el efrit servidor de la lámpara hubo de ejecutar la orden sin vacilación.
Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el relato de su hijo con un espanto creciente, fue presa de gran agitación y exclamo:
¡Ah hijo mío!, por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a
que arrojes lejos de ti esa lámpara mágica y te deshagas de ese anillo,
don de los malditos efrits, pues no podré soportar por segunda vez la vista de caras tan feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda. Por cierto que me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van a ahogarme. Y además, nuestro profeta Mohammed (¡bendito sea!), nos recomendó mucho que tuviéramos cuidado con los efrits, y no buscáramos su trato nunca!
Aladino, contestó: ¡Tus palabras, madre mía, están por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, realmente, no puedo deshacerme de la lámpara ni del anillo! Porque el anillo me fue de suma utilidad al salvarme de
una muerte segura en la cueva, y tú misma acabas de ser testigo del
servicio que nos ha prestado esta lámpara, la cuál es tan preciosa, que
el maldito maghrebín no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos.
¡Sin embargo, madre mía, para darte gusto y por consideración a ti,
voy a ocultar la lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea
para ti motivo de temor en el porvenir!
Y contestó la madre de Aladino: Haz lo que quieras, hijo mío. ¡Pero, por mi parte, declaro que no quiero tener que ver nada con los efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara! ¡Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo
que suceda!
Al otro día, cuando se terminaron las excelentes provisiones.
Aladino, sin querer recurrir tan pronto a la lámpara, para evitar a su
madre disgustos, cogió uno de los platos de oro, se lo escondió en la
ropa y salió con intención de venderlo en el zoco e invertir el dinero de
la venta en proporcionarse las provisiones necesarias en la casa. Y fue
a la tienda de un judío, que era más astuto que el Cheitán. Y sacó de su
ropa el plato de oro y se lo entregó al judío, que lo cogió, lo examinó,
lo raspó, y preguntó a Aladino con aire distraído: ¿Cuánto pides por
esto?
Y Aladino, que en su vida había visto platos de oro y estaba
lejos de saber el valor de semejantes mercaderías, contestó: ¡Por Alá,
oh mi señor, tú sabrás mejor que yo lo que puede valer ese plato; y yo
me fío en tu tasación y en tu buena fe!
Y el judío, que había visto bien que el plato era del oro más puro, se dijo: He ahí un mozo que ignora el precio de lo que posee. ¡Vaya un excelente provecho que me proporciona hoy la bendición de Abraham!
Y abrió un cajón disimulado en el muro de la tienda, y sacó de él una sola moneda de oro que ofreció a Aladino y que no representaba ni la milésima parte del valor del plato, y le dijo: ¡Toma, hijo mío, por tu plato! ¡Por Moisés y Aarón, que nunca hubiera ofrecido semejante suma a otro que no fueses tú; pero lo hago sólo por tenerte por cliente en lo sucesivo!
Y Aladino cogió a toda prisa el dinar de oro, y sin pensar siquiera en regatear, echó a correr muy contento. Y al ver la alegría de Aladino y su prisa por marcharse, el judío sintió mucho no haberle ofrecido una cantidad más inferior todavía, y estuvo a punto de echar a correr detrás de él para rebajar algo de la moneda de oro, pero renunció a su proyecto al ver que no podí a alcanzarle.
En cuanto a Aladino, corrió sin pérdida de tiempo a casa del
panadero, le compró pan, cambió el dinar de oro y volvió a su casa para dar a su madre el pan y el dinero, diciéndole: ¡Madre mía, ve ahora a comprar con este dinero las provisiones necesarias, porque yo no entiendo de esas cosas!
Y la madre se levantó y fue al zoco a comprar todo lo que necesitaban. Y aquel día comieron y se saciaron.
Y desde entonces, en cuanto les faltaba dinero, Aladino iba al zoco a vender un plato de oro al mismo judío, que siempre le entregaba un
dinar, sin atreverse a darle menos después de haberle dado esta suma la
primera vez y temeroso de que fuera a proponer su mercancía a otros
judíos, que se aprovecharían con ello, en lugar suyo, del inmenso beneficio
que suponía el tal negocio. Así es que Aladino, que continuaba ignorando el valor de lo que poseía, le vendió de tal suerte los doce platos de oro. Y entonces pensó en llevarle el bandejón de plata maciza; pero como le pesaba mucho, fue a buscar al judío, que se presentó en la casa, examinó la bandeja preciosa, y dijo a Aladino: ¡Esto vale dos monedas de oro!
Y Aladino, encantado, consintió en vendérselo, y tomó el dinero, que no quiso darle el judío más que mediante las dos tazas de plata como propina.
De esta manera tuvieron aún para mantenerse durante unos días
Aladino y su madre. Y Aladino continuó yendo a los zocos a hablar formalmente con los mercaderes y las personas distinguidas, porque desde su vuelta había tenido cuidado de abstenerse del trato de sus antiguos camaradas, los niños del barrio; y a la sazón procuraba instruirse escuchando las conversaciones de las personas mayores; y como estaba lleno de sagacidad, en poco tiempo adquirió toda clase de nociones preciosas que muy escasos jóvenes de su edad serían capaces de adquirir.
Entre tanto, de nuevo hubo de faltar dinero en la casa, y como no podía obrar de otro modo, a pesar de todo el terror que inspiraba a su
madre, Aladino se vio obligado a recurrir a la lámpara mágica. Pero
advertida del proyecto de Aladino, la madre se apresuró a salir de la
casa, sin poder sufrir el encontrarse allí en el momento de la aparición
del efrit. Y libre entonces de obrar a su antojo, Aladino cogió la lámpara con la mano, y buscó el sitio que había que tocar precisamente, y que se conocía por la impresión dejada con la ceniza en la primera limpieza; y la frotó despacio y muy suavemente. Y al punto apareció el efrit, que inclinóse, y con voz muy tenue a causa precisamente de la suavidad del frotamiento, dijo a Aladino: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!
Y Aladino se apresuró a contestar: ¡Oh servidor de la lámpara! ¡Tengo mucha hambre, y deseo una bandeja de manjares en un todo semejante a la que me trajiste la primera vez!
Y el efrit desapareció pero para reaparecer, en menos de un abrir y cerrar de ojos, cargado con la bandeja consabida, que puso en el taburete; y se retiró sin saberse por
dónde.
Poco tiempo después volvió la madre de Aladino y vio la bandeja con su aroma y su contenido tan encantador; y no se maravilló menos
que la primera vez. Y se sentó al lado de su hijo, y probó los manjares,
encontrándolos más exquisitos todavía que los de la primera bandeja.
Y a pesar del terror que le inspiraba el efrit servidor de la lámpara, comió con mucho apetito; y ni ella ni Aladino pudieron separarse de la bandeja hasta que se hartaron completamente; pero como aquellos manjares excitaban el apetito conforme se iba comiendo, no se levantó ella hasta el anochecer, juntando así la comida de la mañana con la de mediodía y con la de la noche. Y Aladino hizo lo propio.
Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera ....
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de tomar uno de los platos de oro e ir al
zoco, según tenía por costumbre, para vendérselo al judío, lo mismo
que había hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de
la tienda de un venerable jaque musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo.
Y el venerable orfebre le hizo señas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo: Hijo mío, he tenido la ocasión de verte pasar por el zoco bastantes veces, y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que querías ocultar, y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que ocultabas.
¡Pero tengo que advertirte de una cosa que acaso ignores a causa de tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos
natos de los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ése es el más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos en Alá el Único! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, oh hijo mío, empieza por enseñármela, y por la verdad de Alá el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fín de que al cederla sepas exactamente lo que haces! Enséñame, pues, sin temor, ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alá maldiga a los embaucadores y confunda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!
Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo. Y el jaque calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Aladino: ¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los cediste?
Y Aladino contestó: ¡Por Alá, oh tío mío, que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada uno!
Y al oír estas palabras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: ¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteridad
de Eblis!
Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó, y
dijo: ¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que
no vale un dinar, sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detrimento de los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!
Luego añadió: ¡Ay hijo mío! ¡Lo pasado pasado está, y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos
modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo! Y si quieres, al momento voy a contarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a proponerlo y a que te lo tasen otros mercaderes; y si te ofrecen más, consiento, en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!
Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dio por muy contento con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos dinares. Y en lo sucesivo no
dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán para venderle los otros once platos y la bandeja.
Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre
no abusaron de los beneficios del Retribuidor. Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que sobraba a sus necesidades. Y entre tanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando su inefrit con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los zocos.
Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y mantuvo relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo.
¡Y habituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían bolas de vidrió coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían
igual en casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos!
Y como se había vuelto muy prudente y muy inteligente, tuvo la precaución
de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en
vez de dejar las frutas de pedrería tiradas debajo de los cojines del
diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cuidado y las
guardó en un cofre que compró a propósito, y he aquí que pronto habría
de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más brillante y más espléndida.
En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes amigos suyos, vio cruzar los zocos a
dos pregoneros del sultán, armados de largas pértigas, y les oyó gritar
al unísono en alta voz: ¡Oh ustedes todos, mercaderes y habitantes!
Por orden de nuestro amo magnánimo, el rey del tiempo y el señor de
los siglos y de los momentos, sepan que tienen que cerrar sus tiendas al
instante y encerrarse en sus casas, con todas las puertas cerradas por
fuera y por dentro! ¡Porque va a pasar para ir a tomar su baño en el
hammam, la perla única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven
ama BadrúT-Budur; luna llena de las lunas llenas, hija de nuestro glorioso, sultán! ¡Séale el baño delicioso! ¡En cuanto a los que se atrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas, serán castigados con el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!
Al oír este pregón público Aladino se sintió poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del sultán, a aquella maravillosa
BadrúT-Budur, de quien se hacían lenguas en toda la ciudad y cuya
belleza de luna y perfecciones eran muy elogiadas.
Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a encerrarse en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y esconderse detrás de la puerta principal para poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en el hammam.
Y he aquí que a los pocos instantes de situarse en aquel lugar vio llegar el cortejo de la princesa, precedido por la muchedumbre de eunucos. Y la vio a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en
medio de las estrellas, cubierta con sus velos de seda. Pero en cuanto
llegó al umbral del hammam se apresuró a destaparse el rostro; y apareció
con todo el resplandor solar de una belleza que superaba a cuanto
pudiera decirse. Porque era una joven de quince años, más bien menos
que más, derecha como la letra alef, con una cintura que desafiaba a la
rama tierna del árbol ban, con una frente deslumbradora, como el cuarto
creciente de la luna en el mes de Ramadán, con cejas rectas y
perfectamente trazadas, con ojos negros, grandes y lánguidos, cual los
ojos de la gacela sedienta, con párpados modestamente bajos y semejantes
a pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor selecta,
una boca minúscula con dos labios encamados, una tez de blancura
lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes
como granizos, de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que
no se veía, por el estilo.
Y de ella es de quien ha dicho el poeta:
¡Sus ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los corazones con sus flechas aceradas!
Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam, como no temía las miradas indiscretas, se levantó el velillo del rostro, y apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vio, y en el momento sintió bullirle la sangre en la cabeza tres veces más deprisa que antes. Y sólo entonces, se dio cuenta él, que jamás tuvo ocasión de ver al descubierto rostros de mujer, de que podía haber mujeres hermosas y mujeres feas y de
que no todas eran viejas y semejantes a su madre. Y aquel descubrimiento,
unido a la belleza incomparable de la princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en un éxtasis detrás de la puerta.
Ya hacía mucho tiempo que había entrado la princesa en el hammam, y él permanecía aún allí asombrado y todo tembloroso de emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a escabullirse de su escondite y a regresar a su casa, ¡pero en qué estado de mudanza y
turbación! Y pensaba: ¡Por Alá ! ¿Quién hubiera podido imaginar
jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa? ¡Bendito
sea el que la ha formado y la ha dotado de perfección!
Y asaltado por un cúmulo de pensamientos, entró en casa de su madre, y con la espalda quebrantada de emoción y el corazón arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y estuvo sin moverse.
Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel estado tan
extraordinario, y se acercó a él y le preguntó con ansiedad qué le pasaba.
Pero él se negó a dar la menor respuesta. Entonces le llevó ella la
bandeja de los manjares para que almorzase; pero él no quiso comer. Y
le preguntó ella: ¿Qué tienes, hijo mío? ¿Te duele algo? ¡Dime qué te
ha ocurrido!
Y acabó él por contestar: ¡Déjame!
Y ella insistió para que comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar los manjares pero comió infinitamente menos que de ordinario; y tenía los ojos bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las preguntas inquietas de su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento hasta el día siguiente.
Entonces la madre de Aladino, en el límite de la ansiedad, se
acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le dijo: ¡Oh hijo mío! ¡Por Alá
sobre ti, dime lo que te pasa y no me tortures más el corazón con tu
silencio! ¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y en seguida
iré a buscar al médico! Precisamente está hoy de paso en nuestra ciudad
un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir ex profeso nuestro sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle?
Entonces Aladino levantó la cabeza, y con un tono de voz muy triste, contestó: ¡Sabes madre, que estoy sano y no sufro de enfermedad! ¡Y si me ves en esto estado de mudanza, es porque hasta el presente me imaginé que toda las mujeres se te parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que
no había tal cosa!
Y la madre de Aladino alzó los brazos y exclamó: ¡Alejado sea el Maligno! ¿Qué estás diciendo, Aladino?
El joven contestó: ¡Estate tranquila, que sé bien lo que me digo! ¡Porque ayer vi entrar en el hammam a la princesa Badrút-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la belleza! ¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver en mí, mientras no obtenga de su padre el sultán, en matrimonio!
Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que su hijo había perdido el juicio, y le dijo: ¡El nombre de Alá sobre ti, hijo mío!
¡Vuelve a la razón! ¡Ah! ¡Pobre Aladino, piensa en tu condición y desecha esas locuras!
Aladino contestó: ¡Oh madre mía!, no tengo para qué volver a la razón, pues no me cuento en el número de los locos. ¡Y tus palabras no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Badrút-Budur, la hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su padre en matrimonio!
Ella dijo: ¡Oh hijo mío! ¡Por mi vida sobre ti, no pronuncies tales palabras, y ten cuidado de que no te oigan en la vecindad y transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y además, si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien se encargue de hacer esa petición?
El joven contestó: ¿Y a quién voy a encargar de una misión tan delicada estando tú aquí, ¡oh madre!?, ¿y en quién voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a hacer al sultán esa petición de matrimonio!
Ella exclamó: ¡Alá me preserve de llevar a cabo semejante empresa, oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el límite de la locura! ¡Ah!, ¡bien veo al presente que te olvidas de que eres hijo de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco yo, tu madre,
soy de familia más noble o más esclarecida! ¿Cómo, pues, te atreves a
pensar en una princesa que su padre no concederá ni aun a los hijos de
poderosos reyes y sultanes?
Y Aladino permaneció silencioso un momento; luego contestó: Sabe ¡oh madre!, que ya he pensado y reflexionado largamente en todo lo que acabas de decirme; pero eso no me impide tomar la resolución que te he explicado, ¡sino al contrario! ¡Te lo suplico, pues, que si verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el servicio que te pido! ¡Si no, mi muerte será preferible a mi vida; y sin duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez, ¡oh madre mía, no olvides que siempre seré tu hijo Aladino!
Al oír estas palabras de su hijo, la madre de Aladino rompió en sollozos, y dijo lagrimosa: ¡Oh hijo mío! ¡Ciertamente, soy tu madre,
y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi corazón! ¡Y mi mayor anhelo
siempre fue verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de
morirme! ¡Así, pues, si quieres casarte, me apresuraré a buscarte mujer
entre las gentes de nuestra condición! ¡Y aun así, no sabré qué
contestarles cuando me pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces,
de la ganancia que sacas y de dos bienes y tierras que posees! ¡Y
me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será tratándose, ya no de ir a gentes
de condición humilde, sino a pedir para ti al sultán de la China su
hija única El Sett BadrúT-Budur? ¡Vamos, hijo mío, reflexiona un instante
con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno de benevolencia y que jamás despide a ningún súbdito suyo sin hacerle la justicia que necesita!
¡También sé que es generoso en exceso y que nunca rehúsa nada a quien ha merecido sus favores con alguna acción brillante, algún hecho de bravura o algún servicio grande o pequeño! Pero, ¿puedes decirme en qué has sobresalido tú hasta el presente, y qué títulos tienes para merecer ese favor incomparable que solicitas? Y además, ¿dónde están los regalos que, como solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de homenaje de súbdito leal a su
soberano?
El joven contestó: ¡Pues bien; si no se trata más que de
hacer un buen regalo para obtener lo que anhela tanto mi alma, precisamente
creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en ese terreno! Porque has de saber ¡oh madre!, que esas frutas de todos colores que me traje del jardín subterráneo y que creía eran sencillamente bolas de vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para que jugasen los niños pequeños, son pedrerías inestimables como no las posee ningún sultán en la tierra. ¡Y vas a juzgar por ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente de porcelana en que quepan, y ya verás qué efecto tan maravilloso producen.
Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino
fue a la cocina a buscar una fuente grande de porcelana blanca muy limpia y se la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas consabidas, se dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combinando sus distintos colores, sus formas y sus variedades. Y cuando hubo acabado, las puso delante de los ojos de su madre, que quedó absolutamente deslumbrada, tanto a causa de su brillo como del su hermosura. Y a pesar de que no estaba muy acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: ¡Ya Alá! ¡Qué admirable
es esto!
Y hasta se vio precisada, al cabo de un momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: ¡Bien veo al presente que agradará al sultán,
el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es ésa, sino que está en el
paso que voy a dar; porque me parece que no podré resistir la majestad
de la presencia del sultán, y que me quedaré inmóvil, con la lengua
turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun suponiendo que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese deseo, y logre exponer al sultán tu petición concerniente a su hija Badrút-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir? ¡Pues bien, hijo mío; creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará a ambos de manera terrible! Si a pesar de todo crees lo contrario, y suponiendo que el sultán preste oídos a tu demanda, me interrogará luego acerca de tu estado y condición. Y me dirá: Sí, este regalo es muy hermoso, ¡oh mujer! ¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su padre? ¿Y con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces ningún oficio y que tu padre no era más
que un pobre sastre entre los sastres del zoco!
Pero Aladino contestó: ¡Oh madre, está tranquila! ¡Es imposible que el sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedrerías colocadas a manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, miedo, y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Levántate, por el contrario, y ve a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija Badrút-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan sencillo! ¡Tampoco olvides, además, si todavía abrigas
dudas con respecto al éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mi todos los oficios y a todas las ganancias!
Y continuó hablando a su madre con tanto calor y seguridad, que acabó por convencerla completamente. Y la apremió para que se pusiera
sus mejores trajes; y le entregó la fuente de porcelana, que se
apresuró ella a envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas,
para llevarla así en la mano. Y salió de la casa y se encaminó al palacio
del sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la muchedumbre de
solicitantes. Y se puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde,
en medio de los presentes, que permanecía n con los brazos cruzados,
los ojos bajos en señal del más profundo respeto.
Y se abrió la sesión del diván cuando el sultán hizo su entrada, seguido de sus visires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de los escribas del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros, según la importancia de las súplicas. Y se despacharon los asuntos acto seguido. Y los solicitantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo que deseaban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados
por falta de tiempo. Y la madre de Aladino fue de estos últimos.
Así que cuando vio que se había levantado la sesión y que el
sultán se había retirado, seguido de sus visires, comprendió que no le
quedaba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio
y volvió a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la
puerta, la vio volver con la porcelana en la mano todavía; y se extrañó
y se quedó muy perplejo, y temiendo que hubiese sobrevenido alguna
desgracia o alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle preguntas
en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa, en donde, con la cara
muy amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción
no podía abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que había
ocurrido, añadiendo: Tienes que dispensar a tu madre por esta vez,
hijo mío, pues no estoy acostumbrada a frecuentar palacios; y la vista
del sultán me ha turbado de tal modo, que no pude adelantarme a hacer
mi petición. ¡Pero mañana, si Alá quiere, volveré a palacio y tendré
más valor que hoy!
Y a pesar de toda su impaciencia, Aladino se dio
por muy contento al saber que no obedecía a un motivo más grave el
regreso de su madre con la porcelana entre las manos. Y hasta le satisfizo
mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin contratiempos
ni malas consecuencias para su madre y para él. Y se consoló al pensar
que pronto iba a repararse el retraso.
En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo atado por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio
de pedrerías ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo atado por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su timidez y
formular su petición. Y entró en el diván, y se colocó en primera fila
ante el sultán. Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer
un gesto que atrajese sobre ella la atención del jefe de las escribas. Y
se levantó la sesión sin resultado; y se volvió ella a casa, con la cabeza
baja, para anunciar a Aladino el fracaso de su tentativa, pero prometiéndole
el éxito para la próxima vez. Y Aladino se vio precisado a hacer nueva provisión de paciencia, amonestando a su madre por su falta de valor y de firmeza. Pero no sirvió de gran cosa, pues la pobre mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos y se colocó siempre frente al sultán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la primera vez. Y sin duda habría vuelto cien veces más tan inútilmente, y Aladino habría muerto de desesperación y de impaciencia reconcentrada, si el propio sultán, que acabó por fijarse en ella, ya que estaba en primera fila a cada sesión del diván, no hubiese tenido la curiosidad de informarse acerca de ella y del motivo de su presencia.
En efecto, al séptimo día, terminado el diván, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: Mira esa vieja que lleva en la mano un pañuelo con algo. Desde hace algunos días viene al diván con regularidad y
permanece inmóvil sin pedir nada. ¿Puedes deeirme a qué viene y qué desea?
Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no
quiso dejar al sultán sin respuesta, y le dijo: ¡Oh mi señor!, es una
vieja entre las numerosas viejas que no vienen al diván más que para pequeñeces. ¡Y tendrá que quejarse sin duda de que le han vendido cebada podrida, por ejemplo, o de que la ha injuriado su vecina, o de que le ha pegado su marido!
Pero el sultán no quedó contento con esta explicación, y dijo al visir: Sin embargo, deseo interrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar antes de que se retire con los demás!
Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a la frente. Y dio unos pasos hacia la madre de Aladino, y le hizo seña con la mano para que se acercara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del
trono, toda temblorosa, y besó la tierra entre las manos del sultán, como
había visto hacer a los demás concurrentes. Y siguió en aquella postura
hasta que el gran visir le tocó en el hombro y la ayudó a levantarse.
Y se mantuvo entonces de pie, llena de emoción; y el sultán le dijo: ¡Oh mujer!, hace ya varios días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir nada. Dime, pues, qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga justicia.
Y un poco alentada por la voz benévola del sultán, contestó la madre de Aladino: Alá haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo el sultán. ¡En cuanto a tu servidora, oh rey del tiempo, antes de exponer su demanda te suplica que te dignes concederle la promesa de seguridad, pues, de no ser así, tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición puede parecer extraña o singular!
Y he aquí que el sultán que era hombre bueno y magnánimo, se apresuró a prometerle la seguridad; e incluso dio orden de hacer desalojar completamente la sala, a fín de permitir a la mujer que hablase con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se encaró con ella, y le dijo: Puedes hablar, la seguridad de Alá está contigo, ¡oh mujer!
Pero la madre de Aladino, que había recobrado por completo el valor en vista de la acogida favorable del sultán, contestó: ¡También pido perdón de antemano al sultán por lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente y por la audacia extraordinaria de mis palabras!
Y dijo el sultán, cada vez mas intrigado: Habla ya sin restricción, ¡oh mujer! ¡Contigo están el perdón y la gracia de Alá para todo lo que puedas decir y pedir!
Entonces, después de posternarse por segunda vez ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores
del Altísimo, la madre de Aladino se puso a contar cuanto le había
sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos
proclamar la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para
dejar paso al cortejo de Sett Badrút-Budur. Y no dejó de decirle el
estado en que se hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse
si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos
sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en
repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza presa de gran
confusión, añadiendo: ¡Y yo, oh rey del tiempo, no me queda más que
suplicar a Tu Alteza que no seas riguroso con la locura de mi hijo y me
excuses si la ternura de madre me ha impulsado a venir a transmitirte
una petición tan singular!
Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de
Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír
con bondad y le dijo: ¡Oh pobre!, ¿y qué traes en ese pañuelo que
sostienes por la cuatro puntas?
Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en silencio, y sin añadir una palabra presentó al sultán la fuente de porcelana en que
estaban dispuestas las frutas de pedrería. Y al punto se iluminó todo el
diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con
arañas y antorchas. Y el sultán quedó deslumbrado de su claridad y le
pasmó su hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena
mujer y examinó las maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas
entre sus dedos. Y estuvo mucho tiempo mirándolas y tocándolas, en
el límite de la admiración. Y acabó por exclamar, encarándose con su
gran visir: ¡Por vida de mi cabeza, oh visir mío, que hermoso es todo
esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste nunca parecidas u
oíste hablar siquiera de la existencia de cosas tan admirables sobre la
faz de la tierra? ¿Qué te parece? ¡Di!
Y el visir contestó: ¡En verdad oh rey del tiempo, que nunca he visto ni nunca he oído hablar de cosas tan maravillosas!
¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en su especie! ¡Y las joyas más preciosas del armario de nuestro rey no valen, reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!
Y dijo el rey: ¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que cualquier hijo de rey, que se acoja bien su
petición de matrimonio con mi hija Badrút-Budur?
A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mucho la lengua y se apenó mucho.
Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometido el sultán que no
daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía
el visir y que ardía de amor por ella desde la niñez.
Así es que tras largo rato de perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste: Sí, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la princesa al hijo de tu esclavo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto te satisface este regalo de un
desconocido, que me concedas un plazo de tres meses, al cabo del cual
me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso todavía que éste para ofrecérselo de dote a nuestro rey, en nombre de mi hijo!
Y el rey, que a causa de sus conocimientos en materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hombre, aunque fuese hijo de rey o de
sultán, sería capaz de encontrar un regalo que compitiese de cerca
ni de lejos con aquellas maravillas, únicas en su especie, no quiso desairar
a su viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y con benevolencia le contestó: ¡Claro está, oh visir mío, que te concedo el plazo que pides! ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos tres meses nos has encontrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales servicios!
Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha afabilidad: ¡Oh madre de Aladino! ¡Puedes volver con toda alegría y seguridad al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija está comprometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el matrimonio hasta pasados tres meses, para dar tiempo a preparar
el equipo de mi hija y hacer el ajuar que corresponde a una princesa
de su calidad!
Y la madre de Aladino, en extremo emocionada, alzó los brazos
al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida del
sultán y se despidió para volar llena de alegría a su casa en cuanto salió
de palacio.
Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por
la dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: Y bien, ¡oh
madre! ¿Debo vivir o debo morir?
Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, comenzó por sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: Te traigo buenas noticias, ¡oh Aladino! ¡La hija del sultán está comprometida contigo para en adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y contento!
¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matrimonio con Badrút-Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha hablado en secreto con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia, no sé por qué razón! Pero ¡por Alá!, todo saldrá bien. Y será satisfecho tu deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!
Luego añadió: ¡En cuanto a ese gran visir, oh hijo mío, que Alá le maldiga y le reduzca al estado peor! ¡Porque estoy muy preocupada por lo que le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por él, el matrimonio hubiera tenido lugar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las frutas de pedrería del plato de porcelana!
Luego, sin interrumpirse para respirar, contó a su hijo todo lo que había ocurrido desde que entró en el diván, hasta que salió, y terminó
diciendo: Alá conserve la vida de nuestro glorioso sultán, y te guarde
para la dicha que te espera, ¡oh hijo mío Aladino!
Al oír lo que acababa de anunciarle su madre, Aladino osciló de tranquilidad y contento, y exclamó: ¡Glorificado sea Alá, oh madre,
que hace descender sus gracias a nuestra casa y te da por hija a una
princesa que tiene sangre de los más grandes reyes!
Y besó la mano a su madre y le dio muchas gracias por todas las penas que hubo de tomarse para la consecución de aquel asunto tan delicado. ¡Y su madre le besó con ternura y le deseó toda clase de prosperidades, y lloró al pensar que su esposo el sastre, padre de Aladino, no estaba allí para ver la fortuna y los efectos maravillosos del destino de su hijo, el holgazán de otro tiempo!
Y desde aquel día se pusieron a contar, con impaciencia extremada, las horas que les separaban de la dicha que se prometían hasta la
expiración del plazo de tres meses. Y no cesaban de hablar de sus proyectos y de los festejos y limosnas que pensaban dar a los pobres, sin olvidar que ayer estaban ellos mismos en la miseria y que la cosa más meritoria a los ojos del Retribuidor era, sin duda alguna, la generosidad.
Y he aquí que de tal suerte transcurrieron dos meses. Y la madre de Aladino, que salía a diario para hacer las compras necesarias con
anterioridad a las bodas, había ido al zoco una mañana y comenzaba a
entrar en las tiendas, haciendo mil pedidos grandes y pequeños, cuando
advirtió una cosa que no había notado al llegar. Vio, en efecto, que
todas las tiendas estaban decoradas y adornadas con follaje, linternas y
banderolas multicolores que iban de un extremo a otro de la calle,
y que todos los tenderos, compradores y gentes del zoco, lo mismo
ricos que pobres, hacían grandes demostraciones de alegría, y que todas
las calles estaban atestadas de funcionarios de palacio ricamente
vestidos con sus brocados de ceremonia y montados en caballos enjaezados
maravillosamente, y que todo el mundo iba y venía con una
animación inesperada. Así es que se apresuró a preguntar a un mercader
de aceite, en cuya casa se aprovisionaba, qué fiesta, ignorada por
ella, celebraba toda aquella alegre muchedumbre y qué significaban
todas aquellas demostraciones. Y el mercader de aceite, en extremo
asombrado de semejante pregunta, la miró de reojo, y contestó: ¡Por
Alá, que se diría que te estás burlando! ¿Acaso eres una extranjera
para ignorar así la boda del hijo del gran visir con la princesa Badrút -
Budur, hija del sultán? ¡Y precisamente esta es la hora en que ella va a
salir del hamman! ¡Y todos esos jinetes ricamente vestidos con trajes
de oro son los guardias que le darán escolta hasta el palacio!
Cuando la madre de Aladino hubo oído estas palabras del mercader de aceite, no quiso saber más, y enloquecida y desolada echó a
correr por los zocos, olvidándose de sus compras a los mercaderes, y
llegó a su casa, adonde entró y se desplomó sin aliento en el diván,
permaneciendo allí un instante sin poder pronunciar una palabra. Y
cuando pudo hablar, dijo a Aladino, que había acudido: ¡Ah! ¡Hijo
mío, el Destino ha vuelto contra ti la página fatal de su libro, y he aquí
que todo está perdido, y que la dicha hacia la cual te encaminabas se
desvaneció antes de realizarse!
Y Aladino, muy alarmado del estado en que veía a su madre y de las palabras que oía, le preguntó: ¿Pero qué ha sucedido de fatal, ¡oh madre!? ¡Dímelo pronto!
Ella dijo: ¡Ay! ¡Hijo mío, el sultán se olvidó de la promesa que nos hizo! ¡Y hoy precisamente casa a su hija Badrút-Budur con el hijo del gran visir, de ese rostro de brea, de ese calamitoso a quien yo temía tanto! ¡Y toda la ciudad está adornada, como en las fiestas mayores, para la boda de esta noche!
Y al escuchar esta noticia, Aladino sintió que la fiebre le invadía el cerebro y hacía bullir su sangre a borbotones precipitados. Y se
quedó un momento pasmado y confuso, como si fuera a caerse. Pero
no tardó en dominarse, acordándose de la lámpara maravillosa que
poseía, y que le iba a ser más útil que nunca.
Y se encaró a su madre, y le dijo con acento muy tranquilo: ¡Por tu vida, oh madre, se me antoja que el hijo del visir no disfrutará esta noche de todas las delicias que se promete gozar en lugar mío! No temas, pues, por eso, y sin más dilación, levántate y prepáranos la comida. ¡Y ya veremos después lo que tenemos que hacer con asistencia del Altísimo!
Se levantó, pues, la madre de Aladino y preparó la comida, comiendo Aladino con mucho apetito para retirarse a su habitación
inmediatamente, diciendo: ¡Deseo estar solo y que no se me importune!
Y cerró tras de sí la puerta con llave, y sacó la lámpara mágica del lugar en que la tenía escondida. Y la tomó y la frotó en el sitio que conocía ya. Y en el mismo momento se le apareció el efrit esclavo de la lámpara, y dijo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!
Y Aladino le dijo: ¡Escúchame bien, oh servidor de la lámpara, pues ahora ya no se trata de traerme de comer y de beber, sino de servirme en un asunto de mucha más importancia! Has de saber, en efecto que el sultán me ha prometido en matrimonio a su maravillosa hija Badrút-Budur, tras de haber recibido de mí un presente de frutas de pedrería. Y me ha pedido un
plazo de tres meses para la celebración de las bodas. ¡Y ahora se olvidó
de su promesa, y sin pensar en devolverme mi regalo, casa a su hija
con el hijo del gran visir! ¡Y como no quiero que sucedan así las cosas,
acudo a ti para que me auxilies en la realización de mi proyecto!
Y contestó el efrit: Habla, ¡oh mi amo Aladino! ¡Y no tienes necesidad de darme tantas explicaciones! ¡Ordena y obedeceré!
Y contestó Aladino: ¡Pues esta noche, en cuanto los recién casados se acuesten en su lecho nupcial, y antes de que ni siquiera tengan tiempo de tocarse, te apoderarás de ellos con lecho y todo y los transportarás aquí mismo, en donde ya veré lo que tengo que hacer!
Y el efrit de la
lámpara se llevó la mano a la frente, y contestó: ¡Escucho y obedezco!
Y desapareció. Y Aladino fue en busca de su madre y se sentó
junto a ella y se puso a hablar con tranquilidad de unas cosas y de
otras, sin preocuparse del matrimonio de la princesa, como si no hubiese
ocurrido nada de aquello. Y cuando llegó la noche dejó que se acostara su madre, y volvió a su habitación, en donde se encerró de nuevo con llave, y esperó el regreso del efrit.
¡He aquí lo que atañe a las bodas del hijo del gran visir!
Cuando tuvieron fín la fiesta y los festines y las ceremonias y las recepciones y los regocijos, el recién casado, precedido por el jefe de los eunucos, penetró en la cámara nupcial. Y el jefe de los eunucos se apresuró a retirarse y a cerrar la puerta detrás de sí. Y el recién casado, después de desnudarse, levantó las cortinas y se acostó en el lecho para esperar allí la llegada de la princesa. No tardó en hacer su entrada ella, acompañada de su madre y las mujeres de su séquito, que la desnudaron, le
pusieron una sencilla camisa de seda y destrenzaron su cabellera. Luego
la metieron en el lecho a la fuerza, mientras ella fingía hacer mucha
resistencia y daba vueltas en todos sentidos para escapar de sus manos,
como suelen hacer en semejantes circunstancias las recién casadas. Y
cuando la metieron en el lecho, sin mirar al hijo del visir que estaba ya
acostado, se retiraron todas juntas, haciendo votos por la consumación
del acto. Y la madre, que salió la última, cerró la puerta de la habitación,
lanzando un gran suspiro, como es costumbre.
No bien estuvieron solos los recién casados, antes de que tuviesen tiempo de hacerse la menor caricia, se sintieron de pronto elevados
con su lecho, sin poder darse cuenta de lo que les sucedía. Y en un
abrir y cerrar de ojos se vieron transportados fuera del palacio y depositados
en un lugar que no conocían, y que no era otro que la habitación
de Aladino. Y dejándolos llenos de espanto, el efrit fue a posternarse ante Aladino, y le dijo: Ya se ha ejecutado tu orden ¡oh mi señor! ¡Y heme aquí dispuesto a obedecerte en todo lo que tengas que mandarme!
Y le contestó Aladino: ¡Tengo que mandarte que tomes a ese
joven y lo encierres durante toda la noche en el retrete! ¡Y ven aquí a
tomar órdenes mañana por la mañana!
Y el efrit de la lámpara contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró a obedecer.
Agarró, pues, brutalmente al hijo del visir y fue a encerrarle en el retrete, metiéndole la cabeza en el agujero. Y sopló sobre él una bocanada fría y pestilente que lo dejó inmóvil como un madero en la postura en que estaba. ¡Y he aquí lo referente a él!
En cuanto a Aladino, cuando estuvo solo con la princesa Badrút-Budur, a pesar del gran amor que por ella sentía, no pensó ni por un
instante en abusar de la situación. Y empezó por inclinarse ante ella,
llevándose la mano al corazón, y le dijo con voz apasionada: ¡Oh
princesa, sabe que aquí estás más segura que en el palacio de tu padre
el sultán! ¡Si te hallas en este lugar que desconoces, sólo es para que
no sufras las caricias de ese joven cretino, hijo del visir de tu padre! ¡Y
aunque es a mí a quien te prometieron en matrimonio, me guardaré
bien de tocarte antes de tiempo y antes de que seas mi esposa legítima
por el Libro y la Sunnah!
Al oír estas palabras de Aladino, la princesa no pudo comprender nada, primeramente porque estaba muy emocionada, y además, porque
ignoraba la antigua promesa de su padre y todos los pormenores
del asunto. Y sin saber qué decir, se limitó a llorar mucho. Y Aladino
para demostrarle bien que no abrigaba ninguna mala intención con
respecto a ella y para tranquilizarla, se tendió vestido en el lecho, en el
mismo sitio que ocupaba el hijo del visir, y tuvo la precaución de poner
un sable desenvainado entre ella y él, para dar a entender que antes se
daría muerte que tocarla, aunque fuese con la punta de los dedos. Y
hasta volvió la espalda a la princesa para no importunarla en manera
alguna. Y se durmió con toda tranquilidad, sin volver a ocuparse de la
tan deseada presencia de Badrút-Budur, como si estuviese solo en su
lecho de soltero.
En cuanto a la princesa, la emoción que le producía aquella aventura tan extraña, y la situación anómala en que se encontraba, y los
pensamientos tumultuosos que la agitaban, mezcla de miedo y asombro,
le impidieron pegar los ojos en toda la noche. Pero sin duda tenía
menos motivos de queja que el hijo del visir, que estaba en el retrete
con la cabeza metida en el agujero y no podía hacer ni un movimiento
a causa de la espantosa bocanada que le había echado el efrit para inmovilizarle.
De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante aflictiva y calamitosa para una primera noche de bodas ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante
aflictiva y calamitosa para una primera noche de bodas.
Al siguiente día por la mañana, sin que Aladino tuviese necesidad de frotar la lámpara de nuevo, el efrit, cumpliendo la orden que se le dio, fue solo a esperar que se despertase el dueño de la lámpara. Y como tardara en despertarse, lanzó varias exclamaciones que asustaron a la princesa, a la cual no era posible verle. Y Aladino abrió los ojos, y en cuanto hubo reconocido al efrit, se levantó del lado de la princesa, y se separó del lecho un poco para no ser oído más que por el efrit, y le dijo: Date prisa a sacar del retrete al hijo del visir, y vuelve a dejarle en la cama en el sitio que ocupaba. Luego, llévalos a ambos al palacio del sultán, dejándolos en el mismo lugar de donde los trajiste. ¡Y sobre todo, vigílales bien para impedirles que se acaricien, ni siquiera que se toquen!
Y el efrit de la lámpara contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró primero a quitar el frío al joven del retrete y a ponerle en el lecho, al lado de la princesa, para transportarlos en seguida a ambos a la cámara nupcial del palacio del sultán en menos tiempo del que se necesita para parpadear, sin que pudiesen ellos ver ni comprender lo que les sucedía, ni a qué obedecía tan rápido cambio de domicilio. Y a fe que era lo mejor que podí a ocurrirles, porque la
sola vista del espantoso efrit servidor de la lámpara, sin duda alguna les habría asustado hasta morir.
Y he aquí que, apenas el efrit transportó a los dos recién casados a la habitación del palacio, el sultán y su esposa hicieron su entrada matinal, impacientes por saber cómo había pasado su hija aquella primera noche de bodas y deseosos de felicitarla y de ser los primeros en verla para desearle dicha y delicias prolongadas. Y muy emocionados se acercaron al lecho de su hija, y la besaron con ternura entre ambos ojos, diciéndole: ¡Bendita sea tu unión, oh hija de nuestro corazón! ¡Y ojalá veas germinar de tu fecundidad una larga sucesión de descendientes hermosos e ilustres que perpetúen la gloria y la nobleza de tu
raza! ¡Ah! ¡Dinos cómo has pasado esta primera noche, y de qué manera
se ha portado contigo tu esposo!
¡Y tras de hablar así, se callaron, aguardando su respuesta! Y he aquí que de pronto vieron que, en lugar de mostrar un rostro fresco y sonriente, estallaba ella en sollozos y les miraba con ojos muy abiertos, tristes y preñados de lágrimas.
Entonces quisieron interrogar al esposo, y miraron hacia el lado del lecho en que creían que aún estaría acostado; pero, precisamente
en el mismo momento en que entraron ellos, había salido él de la habitación
para lavarse todas las inmundicias con que tenía embadurnada
la cara. Y creyeron que había ido al hammam del palacio para tomar el
baño, como es costumbre después de la consumación del acto. Y de
nuevo se volvieron hacia su hija y le interrogaron ansiosamente, con el
gesto, con la mirada y con la voz, acerca del motivo de sus lágrimas y
su tristeza. Y como continuara ella callada, creyeron que sólo era el
pudor propio de la primera noche de bodas lo que le impedía hablar, y
que sus lágrimas eran lágrimas propias de las circunstancias, y esperaron
un momento. Pero como la situación amenazaba con durar mucho
tiempo y el llanto de la princesa aumentaba, a la reina le faltó paciencia
y acabó por decir a la princesa, con tono malhumorado: Vaya, hija
mía, ¿quieres contestarme y contestar a tu padre ya? ¿Y vas a seguir así
por mucho rato todavía? También yo, hija mía, estuve recién casada
como tú y antes que tú; pero supe tener tacto para no prolongar con
exceso esas actitudes de gallina asustada. ¡Y además, te olvidas de que
al presente nos estás faltando al respeto que nos debes con no contestar
a nuestras preguntas!
Al oír estas palabras de su madre, que se había puesto seria, la pobre princesa, abrumada en todos sentidos a la vez, se vio obligada
a salir del silencio que guardaba, y lanzando un suspiro prolongado y
muy triste, contestó: ¡Alá me perdone si falté al respeto que debo a mi
padre y mi madre; pero me disculpa el hecho de estar en extremo turbada
y muy emocionada y muy triste y muy estupefacta de todo lo que
me ha ocurrido esta noche!
Y contó todo lo que le había sucedido la noche anterior, no como las cosas habían pasado realmente, sino sólo como pudo juzgar acerca de ellas con sus ojos. Dijo que apenas se acostó en el lecho al lado de su esposo, el hijo del visir, había sentido moverse el lecho debajo de ella; que se había visto transportada en un abrir y cerrar de ojos desde la cámara nupcial a una casa que jamás había visitado antes; que la habían separado de su esposo, sin que pudiese ella saber de qué manera le habían sacado y reintegrado luego; que le había reemplazado, durante toda la noche, un joven hermoso, muy respetuoso, desde luego, y en extremo atento, el cual, para no
verse expuesto a abusar de ella, había dejado su sable desenvainado
entre ambos y se había dormido con la cara vuelta a la pared; y por
último, que a la mañana, vuelto ya al lecho su esposo, de nuevo se la
había transportado con él a su cámara nupcial del palacio, apresurándose
él a levantarse para correr al hammam con objeto de limpiarse un cúmulo de cosas horribles que le cubrían la cara. Y añadió: ¡Y en ese momento vi entrar a ambos para darme los buenos días y pedirme noticias!
¡Ay de mí! ¡Ya sólo me resta morir!
Y tras de hablar así, escondió la cabeza en las almohadas, sacudida por sollozos dolorosos.
Cuando el sultán y su esposa oyeron estas palabras de su hija
Badrút-Budur, se quedaron estupefactos, y mirándose con los ojos en
blanco y las caras alargadas, sin dudar ya de que hubiese ella perdido
la razón aquella noche en que su virginidad fue herida por primera vez.
Y no quisieron dar fe a ninguna de sus palabras; y su madre le dijo con
voz confidencial: ¡Así ocurren siempre estas cosas, hija mía! ¡Pero
guárdate bien de decírselo a nadie, porque estas cosas no se cuentan
nunca! ¡Y las personas que te oyeran te tomarían por loca! Levántate,
pues, y no te preocupes por eso, y procura no turbar con tu mala cara
los festejos que se dan hoy en palacio en honor tuyo, y que van a durar
cuarenta días y cuarenta noehes, no solamente en nuestra ciudad, sino
en todo el reino. ¡Vamos, hija mía, alégrate y olvida ya los diversos
incidentes de esta noche!
Luego la reina llamó a sus mujeres y les encargó que cuidaran del tocado de la princesa; y con el sultán, que estaba muy perplejo, salió en busca de su yerno, el hijo del visir. Y acabaron por encontrarle cuando volvía del hammam. Y para saber a qué atenerse con respecto a lo que decía su hija, la reina empezó a interrogar al asustado joven acerca de lo que había pasado. Pero no quiso él declarar nada de lo que hubo de sufrir, y ocultando toda la aventura por miedo de que le tomaran a broma y le rechazaran otra vez los padres de su esposa, se limitó a contestar: ¡Por Alá! ¿Y qué ha pasado para que me interroguen con ese aspecto tan singular?
Y entonces, cada vez más persuadida la sultana de que
todo lo que le había contado su hija era efecto de alguna pesadilla,
creyó lo más oportuno no insistir con su yerno, y le dijo: ¡Glorificado
sea Alá por todo lo que pasó sin daño ni dolor! ¡Te recomiendo, hijo
mío, mucha suavidad con tu esposa, porque está delicada!
Y después de estas palabras le dejó y fue a sus aposentos para ocuparse de los regocijos y diversiones del día. ¡Y he aquí lo referente
a ella y a los recién casados!
En cuanto a Aladino, que sospechaba lo que ocurría en palacio, pasó el día deleitándose al pensar en la excelente broma de que acababa de hacer víctima al hijo del visir. Pero no se dio por satisfecho, y
quiso saborear hasta el fín la humillación de su rival. Así es que le
pareció lo más acertado no dejarle un momento de tranquilidad; y en
cuanto llegó la noche cogió la lámpara y la frotó. Y se le apareció el
efrit, pronunciando la misma fórmula que las otras veces. Y le dijo Aladino: ¡Oh servidor de la lámpara, ve al palacio del sultán! Y en cuanta veas acostados juntos a los recién casados, cárgalos con lecho y todo, y tráemelos aquí como hiciste la noche anterior.
Y el efrit se apresuró a ejecutar la orden, y no tardó en volver con su carga, depositándola en el cuarto de Aladino para coger en seguida al hijo del visir y meterle de cabeza en el retrete. Y no dejó Aladino de ocupar el sitio vacío y de acostarse al lado de la princesa, pero con tanta decencia como la vez primera. Y tras de colocar el sable entre ambos, se volvió de cara a la pared y se durmió tranquilamente. Y al siguiente día todo ocurrió exactamente igual que la víspera, pues el efrit, siguiendo las
órdenes de Aladino, volvió a dejar al joven junto a Badrút-Budur, y
les transportó a ambos con el lecho a la cámara nupcial del palacio del
sultán.
Pero el sultán, más impaciente que nunca por saber de su hija
después de la segunda noche, llegó a la cámara nupcial en aquel mismo
momento completamente solo, porque temía el malhumor de su esposa la sultana y prefería interrogar por sí mismo a la princesa. Y no bien el hijo del visir, en el límite de la mortificación, oyó los pasos del sultán, saltó del lecho y huyó fuera de la habitación para correr a limpiarse en el hammam. Y entró el sultán y se acercó al lecho de su hija; y levantó las cortinas; y después de besar a la princesa, le dijo: ¡Supongo, hija mía, que esta noche no habrás tenido una pesadilla tan horrible como la que ayer nos contaste con sus extravagantes peripecias! ¡Vaya! ¿Quieres decirme cómo has pasado esta noche?
Pero en vez de contestar, la princesa rompió en sollozos, y se tapó la cara con las manos para no ver los ojos irritados de su padre, que no comprendía nada de todo aquello. Y estuvo esperando él un buen rato para
darle tiempo a que se calmase; pero como ella continuara llorando y
suspirando, acabó por enfurecerse y sacó su sable, y exclamó: ¡Por mi
vida, que si no quieres decirme enseguida la verdad, te separo de los
hombros la cabeza!
Entonces, doblemente espantada, la pobre princesa se vio en la precisión de interrumpir sus lágrimas, y dijo con voz entrecortada: ¡Oh
padre mío bienamado! ¡Por favor, no te enfades conmigo! ¡Porque si quieres escucharme ahora que no está mi madre para excitarte contra mi, sin duda alguna me disculparás y me compadecerás y tomarás las precauciones necesarias para impedir que me muera de confusión y espanto! ¡Pues si vuelvo a soportar las cosas terribles que he soportado esta noche, al día siguiente me encontrarás muerta en mi lecho! ¡Ten piedad de mí, pues, oh padre mío, y deja que tu oído y tu corazón se compadezcan de mis penas y de mi emoción!
Y como entonces no sentía la presencia de su esposa, el sultán, que tenía un corazón compasivo, se inclinó hacia su hija, y la besó y la acarició y apaciguó su inquieta alma. Luego le dijo: ¡Y ahora, hija mía, calma tu espíritu y refresca tus ojos! ¡Y con toda confianza cuéntale a tu padre detalladamente los incidentes que esta noche te han puesto en tal estado de emoción y terror!
Y apoyando la cabeza en el pecho de su padre, la princesa le contó, sin olvidar nada, todas las molestias que había sufrido las dos noches que acababa de pasar, y terminó su relato, añadiendo: ¡Mejor será, oh padre mío bienamado, que interrogues también al hijo del visir, a fin de que te confirme mis palabras!
Y el sultán, al oír el relato de aquella extraña aventura, llegó al límite de la perplejidad, y compartió la pena de su hija, y como la
amaba tanto, sintió humedecerse de lágrimas sus ojos. Y le dijo él: La
verdad, hija mía, es que yo solo soy el causante de todo eso tan terrible
que te sucede, pues te casé con un pasmado que no sabe defenderte y
resguardarte de esas aventuras singulares. ¡Por que lo cierto es que
quise labrar tu dicha con ese matrimonio, y no tu desdicha y tu muerte! ¡Por Alá, que enseguida voy a hacer que vengan el visir y el cretino de su hijo, y les voy a pedir explicaciones de todo esto! ¡Pero, de todos modos, puedes estar tranquila en absoluto, hija mía, porque no se repetirán esos sucesos!
¡Te lo juro por vida de mi cabeza!
Luego se separó de ella, dejándola al cuidado de sus mujeres, y regresó a sus aposentos hirviendo en cólera.
Y al punto hizo ir a su gran visir, y en cuanto se presentó entre sus manos, le gritó: ¿Dónde está el entrometido de tu hijo? ¿Y qué te ha dicho de los sucesos ocurridos estas dos últimas noches?
El gran visir contestó estupefacto: No sé a qué te refieres, ¡oh rey del tiempo! ¡Nada me ha dicho mi hijo que pueda explicarme la cólera de nuestro rey! ¡Pero, si me lo permites, ahora mismo iré a buscarle y a interrogarle!
Y dijo el sultán: ¡Ve! ¡Y vuelve pronto a traerme la respuesta!
Y el gran visir, con la nariz muy alargada, salió doblando la espalda, y fue en busca de su hijo, a quien encontró en el hammam dedicado a
lavarse las inmundicias que le cubrían. Y le gritó: ¡Oh hijo de perro!
¿Por qué me has ocultado la verdad? ¡Si no me pones enseguida al corriente de los sucesos de estas dos últimas noches, será éste tu último día!
Y el hijo bajó la cabeza y contestó: ¡Ay! ¡Oh padre mió!
¡Sólo la vergüenza me impidió hasta el presente, revelarte las enfadosas
aventuras de estas dos últimas noches y los incalificables tratos
que sufrí sin tener posibilidad de defenderme, ni siquiera de saber
cómo y en virtud de qué poderes enemigos nos ha sucedido todo eso a
ambos en nuestro lecho!
Y contó a su padre la historia con todos sus
detalles, sin olvidar nada. Pero no hay utilidad en repetirla. Y añadió: ¡En cuanto a mí, oh padre mío, prefiero la muerte a semejante vida!
¡Y hago ante ti el triple juramento del divorcio definitivo con la hija
del sultán! ¡Te suplico, pues, que vayas en busca del sultán y le hagas
admitir la declaración de nulidad de mi matrimonio con su hija Badrut-
Budur! ¡Porque es el único medio de que cesen esos malos tratos y de
tener tranquilidad! ¡Y entonces podré dormir en mi lecho en lugar
de pasarme las noches en los retretes!
Al oír estas palabras de su hijo, el gran visir quedó muy apenado, porque la aspiración de su vida había sido ver casado a su hijo con la hija del sultán, y le costaba mucho trabajo renunciar a tan gran honor.
Así que, aunque convencido de la necesidad del divorcio en tales circunstancias, dijo a su hijo: Claro ¡oh hijo mío!, que no es posible soportar por más tiempo semejantes tratos. ¡Pero piensa en lo que pierdes con
ese divorcio! ¿No será mejor tener paciencia todavía una noche, durante
la cual vigilaremos todos junto a la cámara nupcial, con los eunucos armados de sables y de palos? ¿Qué te parece?
El hijo contestó: Haz lo que gustes, ¡oh gran visir, padre mío! ¡En cuanto a mí, estoy resuelto a no entrar ya en esa habitación de brea!
Entonces el visir se separó de su hijo, y fue en busca del rey. Y se mantuvo de pie entre sus manos, bajando la cabeza. Y el rey le preguntó: ¿Qué tienes que decirme?
El visir contestó: ¡Por vida de nuestro amo, que es muy cierto lo que ha contado la princesa Badrút-Budur! ¡Pero la culpa no la tiene mi hijo! De todos modos, no conviene que la princesa siga expuesta a nuevas molestias por causa de mi hijo. ¡Y si lo permites, mejor será que ambos esposos vivan en adelante separados por el divorcio!
Y dijo el rey: ¡Por Alá, que tienes razón! ¡Pero,
a no ser hijo tuyo el esposo de mi hija, la hubiese dejado libre a ella con
la muerte de él! ¡Que se divorcien, pues!
Y al punto dio el sultán las órdenes oportunas para que cesaran los regocijos públicos, tanto en el palacio como en la ciudad y en todo el reino de la China, e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrút-Budur con el hijo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada.
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrút-Budur con el hijo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada.
En cuanto al hijo del gran visir, el sultán, por consideración a su padre,
le nombró gobernador de una provincia lejana de China, le dio orden
de partir sin demora. Lo cual fue ejecutado.
Cuando Aladino, al mismo tiempo que los habitantes de la ciudad, se enteró por la proclama de los pregoneros públicos, del divorcio
de Badrút-Budur sin haberse consumado el matrimonio y de la partida
del burlado, se dilató hasta el límite de la dilatación, y se dijo: ¡Bendita sea esta lámpara maravillosa, causa inicial de todas mis prosperidades! ¡Preferible es que haya tenido lugar el divorcio sin una
intervención más directa del efrit de la lámpara, el cual, sin duda, habría acabado con ese cretino!
Y también se alegró de que hubiese tenido éxito su venganza sin que nadie, ni el rey, ni el gran visir, ni su misma madre sospecharan la parte que había tenido él en todo aquel asunto. Y sin preocuparse ya, como si no hubiese ocurrido nada anómalo desde su petición de matrimonio, esperó con toda tranquilidad a que transcurriesen los tres meses del plazo exigido, enviando a palacio, en la mañana que siguió al último día del plazo consabido, a su madre, vestida con sus mejores trajes, para que recordase al sultán
su promesa.
Y he aquí que, en cuanto entró en el diván la madre de Aladino, el sultán, que estaba dedicado a despachar los asuntos del reino, como de costumbre, dirigió la vista hacia ella y la reconoció enseguida. Y no
tuvo ella necesidad de hablar, porque el sultán recordó por sí mismo la
promesa que le había dado y el plazo que había fijado. Y se encaró con
su gran visir, y le dijo: ¡Aquí está, oh visir, la madre de Aladino! Ella
fue quien nos trajo, hace tres meses, la maravillosa porcelana llena de
pedrerías. ¡Y me parece que, con motivo de expirar el plazo, viene a
pedirme el cumplimiento de la promesa que le hice concerniente a mi
hija! ¡Bendito sea Alá, que no ha permitido el matrimonio de tu hijo,
para que así haga honor a la palabra dada cuando olvidé mis compromisos por ti!
Y el visir, que en su fuero interno seguía estando muy
despechado por todo lo ocurrido, contestó: ¡Claro, oh mi señor,
que jamás los reyes deben olvidar sus promesas! ¡Pero el caso es que,
cuando se casa a la hija, debe uno informarse acerca del esposo, y
nuestro amo el rey no ha tomado informes de este Aladino y de su
familia! ¡Pero yo sé que es hijo de un pobre sastre muerto en la miseria,
y de baja condición! ¿De dónd e puede venirle la riqueza al hijo de
un sastre?
El rey dijo: La riqueza viene de Alá, ¡oh visir!
El visir dijo: Así es, ¡oh rey! ¡Pero no sabemos si ese Aladino es tan rico realmente como su presente dio a entender! Para estar seguros no tendrá el rey más que pedir por la princesa una dote tan considerable que sólo pueda pagarle un hijo de rey o de sultán. ¡Y de tal suerte el rey casará a su hija sobre seguro, sin correr el riesgo de darle otra vez un esposo indigno de sus méritos!
Y dijo el rey: De tu lengua brota elocuencia, ¡oh visir! ¡Di que se acerque esa mujer para que yo le hable!
Y el visir hizo una seña al jefe de los guardias, que mandó avanzar hasta el pie del trono a la madre de Aladino.
Entonces la madre de Aladino se prosternó, y besó la tierra por tres veces entre las manos del rey, quien le dijo: ¡Has de saber, oh tía, que no he olvidado mi promesa! ¡Pero hasta el presente no hablé aún
de la dote exigida por mi hija, cuyos méritos son muy grandes! Dirás,
pues, a tu hijo, que se efectuará su matrimonio con mi hija El Sett
Badrút-Budur cuando me haya enviado lo que exijo como dote para mi hija, a saber: cuarenta fuentes de oro macizo llenas hasta los bordes de las mismas especies de pedrerías en forma de frutas de todos colores y todos tamaños, como las que me envió en la fuente de porcelana; y estas fuentes las traerán a palacio cuarenta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que serán conducidas por cuarenta esclavos negros, jóvenes y robustos; e irán todos formados en cortejo, vestidos con mucha magnificencia, y vendrán a depositar en mis manos las cuarenta fuentes de pedrerías. ¡Y eso es todo lo que pido, mi buena tía! ¡Pues no quiero exigir más a tu hijo, en consideración al presente que me ha
enviado ya!
Y la madre de Aladino, muy aterrada por aquella petición exorbitante, se limitó a prosternarse por segunda vez ante el trono, y se retiró para ir a dar cuenta de sumisión a su hijo. Y le dijo: ¡Oh!, ¡hijo mío, yo te aconsejé desde un principio que no pensaras en el matrimonio
con la princesa Badrút-Budur!
Y suspirando mucho, contó a su hijo la manera muy afable, desde luego, que tuvo al recibirla el sultán, y las condiciones que ponía antes de consentir definitivamente en el matrimonio.
Y añadió: ¡Qué locura la tuya, oh hijo mío! ¡Admito lo de las fuentes de oro, y las pedrerías exigidas, porque imagino que serás lo
bastante insensato para ir al subterráneo a despojar a los árboles de sus
frutas encantadas! Pero, ¿quieres decirme cómo vas a arreglarte para
disponer de las cuarenta esclavas jóvenes y de los cuarenta jóvenes
negros? ¡Ah! ¡Hijo mío, la culpa de esta pretensión tan exorbitante la
tiene también ese maldito visir, porque le vi inclinarse al oído del rey,
cuando yo entraba, y hablarle en secreto! ¡Créeme. Aladino, renuncia a
ese proyecto que te llevará a la perdición sin remedio!
Pero Aladino se limitó a sonreír, y contestó a su madre: ¡Por Alá, oh madre, que al verte entrar con esa cara tan triste creí que ibas a darme una mala noticia! ¡Pero ya veo que te preocupas siempre por cosas que verdaderamente no valen la pena! ¡Porque has de saber que todo lo que acaba
de pedirme el rey como precio de su hija, no es nada en comparación
con lo que realmente podría darle! Refresca pues, tus ojos y tranquiliza
tu espíritu. Y por tu parte, no pienses más que en preparar la comida, pues tengo hambre. ¡Y deja para mí el cuidado de complacer al rey!
Y he aquí que, en cuanto la madre salió para ir al zoco a comprar las provisiones necesarias, Aladino se apresuró a encerrarse en su cuarto. Y cogió la lámpara y la frotó en el sitio que sabía. Y al punto apareció el efrit, quien después de inclinarse ante él dijo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!
Y Aladino le dijo: Sabe ¡oh efrit!, que el sultán consiente en darme a su hija, la maravillosa Badrút-Budur, a quien ya conoces; pero lo hace a condición de que le envíe lo más pronto posible cuarenta bandejas de oro macizo, de pura calidad, llenas hasta los bordes de frutas de pedrerías semejantes a las de la fuente de porcelana, que las cogí en los árboles del jardín que hay en el sido donde encontré la lámpara de que eres servidor. ¡Pero no es eso todo! Para llevar esas bandejas de oro llenas de pedrerías, me pide, además, cuarenta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que han de ser conducidas por cuarenta negros jóvenes, hermosos, fuertes y vestidos con mucha magnificencia. ¡Eso es lo que,
a mi vez, exijo de ti! ¡Date prisa a complacerme, en virtud del poder
que tengo sobre ti como dueño de la lámpara!
Y el efrit contestó:
¡Escucho y obedezco!
Y desapareció, pero para volver al cabo de un momento.
Y le acompañaban los ochenta esclavos consabidos, hombres y
mujeres, a los que puso en fila en el patio, a lo largo del muro de la
casa. Y cada una de las esclavas llevaba a la cabeza una bandeja de oro
macizo lleno hasta el borde de perlas, diamantes, rubíes, esmeraldas,
turquesas y otras mil especies de pedrerías en forma de frutas de todos
colores y de todos tamaños. Y cada bandeja estaba cubierta con una
gasa de seda con florones de oro en el tejido. Y verdaderamente
eran las pedrerías mucho más maravillosas que las presentadas al sultán
en la porcelana.
Y una vez alineados contra el muro los cuarenta
esclavos, el efrit fue a inclinarse ante Aladino, y le preguntó: ¿Tienes todavía ¡oh mi señor!, que exigir alguna cosa al servidor de la lámpara?
Y Aladino le dijo: ¡No, por el momento nada más!
Y al punto desapareció el efrit.
En aquel instante entró la madre de Aladino cargada con las provisiones que había comprado en el zoco. Y se sorprendió mucho al ver
su casa invadida por tanta gente; y al pronto creyó que el sultán mandaba
detener a Aladino para castigarle por la insolencia de su petición.
Pero no tardó Aladino en disuadirla de ello, pues sin darle lugar a quitarse
el velo del rostro, le dijo: ¡No pierdas el tiempo en levantarte el
velo, oh madre, porque vas a verte obligada a salir sin tardanza para
acompañar al palacio a estos esclavos que ves formados en el patio!
¡Como puedes observar, las cuarenta esclavas llevan la dote reclamada
por el sultán como precio de su hija! ¡Te ruego, pues, que antes
de preparar la comida, me prestes el servicio de acompañar al cortejo
para presentárselo al sultán!
Inmediatamente la madre de Aladino hizo salir de la casa por
orden a los ochenta esclavos, formándolos en hilera por parejas: una
esclava joven precedida de un negro, y así sucesivamente hasta la
última pareja. Y cada pareja estaba separada de la anterior por un espacio
de diez pies. Y cuando traspuso la puerta la última pareja, la madre
de Aladino echó a andar detrás del cortejo. Y Aladino cerró la puerta,
seguro del resultado, y fue a su cuarto a esperar tranquilamente el regreso
de su madre.
En cuanto salió a la calle la primera pareja, comenzaron a aglomerarse los transeúntes; y cuando estuvo completo el cortejo, la calle
se había llenado de una muchedumbre inmensa, que prorrumpía en
murmullos y exclamaciones. Y acudió todo el zoco para ver el cortejo
y admirar un espectáculo tan magnífico y tan extraordinario. Porque
cada pareja era por sí sola una cumplida maravilla, pues su atavío,
admirable de gusto y esplendor, su hermosura, compuesta de una belleza
blanca de mujer y una belleza negra de negro, un buen aspecto,
su continente aventajado, su marcha reposada y cadenciosa, a igual
distancia, el resplandor de la bandeja de pedrerías que llevaba a la
cabeza cada joven, los destellos lanzados por las joyas engastadas en
los cinturones de oro de los negros, las chispas que brotaban de sus
gorros de brocado en que se balanceaban airosos, todo aquello constituía
un espectáculo arrebatador, a ninguno otro parecido, que hacía
que ni por un instante dudase el pueblo de que se trataba de la llegada
a palacio de algún asombroso hijo de rey o de sultán.
Y en medio de la estupefacción de todo un pueblo, acabó el cortejo por llegar a palacio. Y no bien los guardias y porteros divisaron a
la primer pareja, llegaron a tal estado de maravilla que, poseídos de
respeto y admiración, se formaron espontáneamente en dos filas para
que pasaran.
Y su jefe, al ver al primer negro, convencido de que iba a visitar al rey el sultán de los negros en persona, avanzó hacia él y se posternó y quiso besarle la mano; pero entonces vio la hilera maravillosa que le seguía. Y al mismo tiempo le dijo el primer negro, sonriendo, porque
había recibido del efrit las instrucciones necesarias: ¡Yo y todos nosotros no somos más que esclavos del que vendrá cuando llegue el momento oportuno!
Y tras de hablar así, franqueó la puerta seguido
de la joven que llevaba la bandeja de oro y toda la hilera de parejas
armoniosas. Y los ochenta esclavos franquearon el primer patio y
fueron a ponerse en fila por orden en el segundo patio, al cual daba el
diván de recepción.
En cuanto al sultán, que en aquel momento despachaba los asuntos del reino, vio en el patio aquel cortejo magnífico que borraba con
su esplendor el brillo de todo lo que él poseía en el palacio, hizo desalojar
el diván inmediatamente, y dio orden de recibir a los recién
llegados. Y entraron éstos gravemente, de dos en dos, y se alinearon
con lentitud, formando una gran media luna ante el trono del sultán. Y
cada una de las esclavas jóvenes, ayudada por su compañero negro,
depositó en la alfombra la bandeja que llevaba. Luego se posternaron
a la vez los ochenta y besaron la tierra entre las manos del sultán, levantándose en seguida, y todos a una, descubrieron con igual diestro
ademán las bandejas rebosantes de frutas maravillosas. Y con los brazos
cruzados sobre el pecho permanecieron de pie, en actitud del más
profundo respeto.
Sólo entonces fue cuando la madre de Aladino, que iba la última, se destacó de la media luna que formaban las parejas alternadas, y
después de las posternaciones y las zalemas de rigor, dijo al rey, que
había enmudecido por completo ante aquel espectáculo sin par: ¡Oh
rey del tiempo, ¡mi hijo Aladino, esclavo tuyo, me envía con la dote
que has pedido como precio de Sett Badrút-Budur, tu hija honorable!
¡Y me encarga te diga que te equivocaste al apreciar la valía de la
princesa, y que todo esto está muy por debajo de sus méritos! ¡Pero
cree que le disculparás por ofrecerte tan poco, y que admitirás este
insignificante tributo en espera de lo que piensa hacer en lo sucesivo!
Así habló la madre de Aladino. Pero el rey, que no estaba en
estado de escuchar lo que ella le decía, seguía absorto y con los ojos
muy abiertos ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Y miraba
alternativamente las cuarenta bandejas, el contenido de las cuarenta
bandejas, las esclavas jóvenes que habían llevado las cuarenta bandejas
y los jóvenes negros que habían acompañado a las portadoras de las
bandejas. ¡Y no sabía qué debía admirar más, si aquellas joyas, que
eran las más extraordinarias que vio nunca en el mundo, o aquellas
esclavas jóvenes, que eran como lunas, o aquellos esclavos negros,
que se dirían otros tantos reyes!
Y así se estuvo una hora de tiempo, sin poder pronunciar una palabra ni separar sus miradas de las maravillas que tenía ante sí. Y en lugar de dirigirse a la madre de Aladino para manifestarle su opinión acerca de lo que le llevaba, acabó por encararse con su gran visir y decirle: ¡Por mi vida!, ¿qué suponen las riquezas que poseemos y que supone mi palacio ante tal magnificencia? ¿Y qué debemos pensar del hombre que, en menos tiempo del
preciso para desearlos, realiza tales esplendores y nos los envía? ¿Y
qué son los méritos de mi hija comparados con semejante profusión de
hermosura?
Y no obstante el despecho y el rencor que experimentaba
por cuanto le había sucedido a su hijo, el visir no pudo menos de decir:
¡Sí, por Alá, hermoso es todo esto; pero, aún así, no vale lo que un
tesoro único como la princesa Badrút-Budur!
Y dijo el rey: ¡Por Alá, ya lo creo que vale tanto como ella y la supera con mucho en valor! ¡Por eso no me parece mal negocio concedérsela en matrimonio a un hombre tan rico, tan generoso y tan magnífico como el gran Aladino, nuestro hijo!
Y se encaró con los demás visires y emires y notables que le rodeaban, y les interrogó con la mirada. Y todos contestaron inclinándose profundamente hasta el suelo por tres veces para indicar bien su aprobación a las palabras de su rey.
Entonces no vaciló más el rey. Y sin preocuparse ya de saber si Aladino reunía todas las cualidades requeridas para ser esposo de una
hija de rey, se encaró con la madre de Aladino, y le dijo: ¡Oh venerable
madre de Aladino!, ¡te ruego que vayas a decir a tu hijo que desde
este instante ha entrado en mi raza y en mi descendencia, y que ya no
aguardo más que a verle para besarle como un padre besaría a su hijo,
y para unirle a m hija Badrút-Budur por el Libro y la Sunnah!
Y después de las zalemas, por una y otra parte, la madre de Aladino se apresuró a retirarse para volar en seguida a su casa, desafiando a la rapidez del viento, y poner a su hijo Aladino al corriente de lo que
acababa de pasar. Y le apremió para que se diera prisa a presentarse al
rey, que tenía la más viva impaciencia por verle. Y Aladino, que con
aquella noticia veía satisfechos sus anhelos después de tan larga espera,
no quiso dejar ver cuán embriagado de alegría estaba. Y contestó
con aire muy tranquilo y acento mesurado: Toda esta dicha me viene
de Alá y de tu bendición ¡oh madre!, y de tu celo infatigable.
Y le besó las manos y le dio muchas gracias y le pidió permiso para retirarse a su cuarto, a fin de prepararse para ir a ver al sultán.
No bien estuvo solo, Aladino cogió la lámpara mágica, que hasta entonces había sido de tanta utilidad para él, y la frotó como de ordinario. Y al instante apareció el efrit quien, después de inclinarse ante él, le preguntó con la fórmula habitual qué servicio podía prestarle. Y Aladino contestó: ¡Oh efrit de la lámpara! ¡Deseo tomar un baño! ¡Y para después del bañ o quiero que me traigas un traje que no tenga
igual en magnificencia entre los sultanes más grandes de la tierra, y tan
bueno, que los inteligentes puedan estimarlo en más de mil millares de
dinares de oro, por lo menos! ¡Y basta por el momento!
Entonces, tras inclinarse en prueba de obediencia, el efrit de la lámpara dobló completamente el espinazo, y dijo a Aladino: Móntate en mis hombros, ¡oh dueño de la lámpara!
Y Aladino se montó en los hombros del efrit, dejando colgar sus piernas sobre el pecho del efrit; y el efrit se elevó por los aires, haciéndole invisible como él lo era, y le transportó a un hammam tan hermoso que no podría encontrársele hermano en casa de los reyes y kaissares. Y el hammam era todo de jade y alabastro transparente, con piscinas de coralina rosa y coral blanco y con ornamentos de piedra de esmeralda de una delicadeza encantadora.
¡Y verdaderamente podían deleitarse allá los ojos y los sentidos,
porque en aquel recinto nada molestaba a la vista en el conjunto ni en
los detalles! Y era deliciosa la frescura que se sentía allí y el calor
estaba graduado y proporcionado. Y no había ni un bañista que turbara
con su presencia o con su voz la paz de las bóvedas blancas. Cuando el
efrit dejó a Aladino en el estrado de la sala de entrada, apareció ante él un joven efrit de lo más hennoso, semejante a una muchacha, aunque
más seductor, y le ayudó a desnudarse, y le echó por los hombros
una toalla grande perfumada, y le cargó con mucha precaución y dulzura
y le condujo a la más hermosa de las salas, que estaba toda
pavimentada de pedrerías de colores diversos. Y al punto, fueron a
recibirle de manos de su compañero otros jóvenes efrits, no menos bellos y no menos seductores, y le sentaron cómodamente en un banco de mármol, y se dedicaron a frotarle y a lavarle con varias clases de aguas de olor; le dieron masaje con un arte admirable, y volvieron a lavarle con agua de rosas almizclada. Y sus sabios cuidados le pusieron la tez tan fresca como un pétalo de rosa y blanca y encarnada, a
medida de los deseos. Y se sintió ligero hasta el punto de poder volar
eomo los pájaros. Y el joven y hermoso efrit que le había conducido se presentó para volver a cargarlo y llevarlo al estrado, donde le ofreció, como refresco, un delicioso sorbete de ámbar gris. Y se encontró con el efrit de la lámpara, que tenía entre sus manos un traje de suntuosidad incomparable. Y ayudado por el joven efrit de manos suaves, se puso aquella magnifícencia, y estaba semejante a cualquier rey entre los grandes reyes, aunque tenía mejor aspecto aún. Y de nuevo le tomo
el efrit sobre sus hombros y se le llevó, sin sacudidas, a la habitación de su casa.
Entonces Aladino se encaró con el efrit de la lámpara, y le dijo: Y ahora ¿sabes lo que tienes que hacer?
El efrit contestó: No, ¡oh dueño de la lámpara! ¡Pero ordena y obedeceré en los aires por donde vuelo o en la tierra por donde me arrastro!
Y dijo Aladino: Deseo que me traigas un caballo de pura raza, que no tenga hermano en hermosura ni en las caballerizas del sultán ni en las de los monarcas más poderosos del mundo. Y es preciso que sus arreos valgan por sí solos mil millares de dinares de oro, por lo menos. Al mismo tiempo me traerás cuarenta y ocho esclavos jóvenes, bien formados, de talla aventajada y llenos de gracia, vestidos con mucha limpieza, elegancia y
riqueza, para que abran marcha delante de mi caballo veinticuatro de
ellos puestos en dos hileras de a doce, mientras los otros veinticuatro
irán detrás de mí en dos hileras de a doce también. Tampoco has de
olvidarte, sobre todo, de buscar para el servicio de mi madre doce jóvenes
como lunas, únicas en su especie, vestidas con mucho gusto y magnificencia y llevando en los brazos cada una un traje de tela y color diferentes y con el cual pueda vestirse con toda confianza una hija de rey. Por último, a cada uno de mis cuarenta y ocho esclavos le darás, para que se lo cuelgue al cuello, un saco con cinco mil dinares de oro, a fin de que haga yo de ello el uso que me parezca. ¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana , y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... ¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy!
Apenas acabó de hablar Aladino, cuando el efrit, después de la respuesta con el oído y la obediencia, se apresuró a desaparecer pero para volver al cabo de un momento con el caballo, los cuarenta y ocho esclavos jóvenes, las doce jóvenes, los cuarenta y ocho sacos con cinco mil dinares cada uno, y los doce trajes de tela y color diferentes. Y todo era absolutamente de la calidad pedida, aunque más hermoso aún.
Y Aladino se posesionó de todo y despidió al efrit, diciéndole: ¡Te llamaré cuando tenga necesidad de ti!
Y sin pérdida de tiempo se despidió de su madre, besándole una vez más las manos, y puso a su servicio a las doce esclavas jóvenes, recomendándoles que no dejaran de hacer todo lo posible por tener contenta a su ama y que le enseñaran la manera de ponerse los hermosos trajes que habían llevado.
Tras todo lo cual Aladino se apresuró a montar a caballo y a salir al patio de la casa. Y aunque subía entonces por primera vez a lomos
de un caballo, supo sostenerse con una elegancia y una firmeza que le
hubieran envidiado los más consumados jinetes. Y se puso en marcha,
con arreglo al plan que había imaginado para el cortejo, precedido por
veinticuatro esclavos formados en dos hileras de a doce, acompañado
por cuatro esclavos que iban a ambos lados llevando los cordones de la
gualdrapa del caballo, y seguido por los demás que cerraban la marcha.
Cuando el cortejo echó a andar por las calles se aglomeró en
todas partes, lo mismo en zocos que en ventanas y terrazas, una inmensa
muchedumbre mucho más considerable que la que había acudido a
ver el primer cortejo. Y siguiendo las órdenes que les había dado
Aladino, los cuarenta y ocho esclavos empezaron entonces a coger oro
de sus sacos y a arrojárselo a puñados a derecha y a izquierda al pueblo
que se aglomeraba a su paso. Y resonaban por toda la ciudad las aclamaciones,
no sólo a causa de la generosidad del magnífico donador,
sino también a causa de la belleza del jinete y de sus espléndidos
esclavos. Porque en su caballo, Aladino estaba verdaderamente muy
arrogante, con su rostro al que la virtud de la lámpara mágica hacía aún
más encantador, con su aspecto real y el airón de diamantes que se
balanceaba sobre su turbante. Y así fue como, en medio de las aclamaciones
y la admiración de todo un pueblo, Aladino llegó a palacio
precedido por el rumor de su llegada; y todo estaba preparado allí para
recibirle con todos los honores debidos al esposo de la princesa Badrút-
Budur.
Y he aquí que el sultán le esperaba precisamente en la parte alta de la escalera de honor, que empezaba en el segundo patio. Y no bien
Aladino echó pie a tierra, ayudado por el propio gran visir, que le detenía
el estribo, el sultán descendió en honor suyo dos o tres escalones.
Y Aladino subió en dirección a él y quiso posternarse entre sus manos
pero se lo impidió el sultán, que le recibió en sus brazos y le besó como
si de su propio hijo se tratara, maravillado de su arrogancia, de su buen
aspecto y de la riqueza de sus atavíos. Y en el mismo momento retembló
el aire con las aclamaciones lanzadas por todos los emires, visires
y guardias, y con el sonido de trompetas, clarinetes, oboes y tambores. Y
pasando el brazo por el hombro de Aladino, el sultán le condujo al
salón de recepciones, y le hizo sentarse a su lado en el lecho del trono,
y le besó por segunda vez, y le dijo: ¡Por Alá, oh hijo mío Aladino!,
que siento mucho que mi destino no me haya hecho encontrarte antes
de este día, y haber diferido así tres meses tu matrimonio con mi hija
Badrút-Budur, esclava tuya!
Y le contestó Aladino de una manera tan encantadora, que el sultán sintió aumentar el cariño que le tenía, y le dijo: ¡En verdad, oh Aladino!, ¿qué rey no anhelaría que fueras el esposo de su hija?
Y se puso a hablar con él y a interrogarle con
mucho afecto, admirándose de la prudencia de sus respuestas y de la
elocuencia y sutileza de sus discursos. Y mandó preparar, en la misma
sala del trono, un festín magnífico, y comió solo con Aladino, haciéndose
servir por el gran visir, a quien se le había alargado con el despecho
la nariz hasta el límite del alargamiento, y por los emires y los demás
altos dignatarios.
Cuando terminó la comida, el sultán, que no quería prolongar por más tiempo la realización de su promesa, mandó llamar al kadí y a los
testigos, y les ordenó que redactaran inmediatamente el contrato de
matrimonio de Aladino y su hija la princesa Badrút-Budur.
Y en presencia de los testigos el kadí se apresuró a ejecutar la orden y a extender el contrato con todas las fórmulas requeridas por el Libro y la Sunnah.
Y cuando el kadí hubo acabado, el sultán besó a Aladino, y le dijo: ¡Oh hijo mío! ¿Penetrarás en la cámara nupcial para que tenga efecto
la consumación esta misma noche?
Y contestó Aladino: ¡Oh rey del tiempo!, sin duda que penetraría esta misma noche para que tuviese efecto la consumación, si no escuchase otra voz que la del gran amor que experimento por mi esposa. Pero deseo que la cosa se haga en un palacio digno de la princesa y que le pertenezca en propiedad. Permíteme, pues, que aplace la plena realización de mi dicha hasta que haga construir el palacio que le destino. ¡Y a este efecto, te ruego que me otorgues la concesión de un vasto terreno situado frente por frente de tu palacio, a fín de que mi esposa no esté muy alejada de su padre, y yo mismo esté siempre cerca de ti para servirte! ¡Y por mi parte, me comprometo a hacer construir este palacio en el plazo más breve posible!
Y el sultán contestó: ¡Ah! ¡Hijo mío, no tienes necesidad de pedirme permiso para eso! ¡Dispón de todo el terreno que te haga falta enfrente de mi palacio! ¡Pero te ruego que procures se acabe ese palacio lo más pronto posible, pues quisiera gozar de la posteridad de mi descendencia
antes de morir!
Y Aladino sonrió, y dijo: Tranquilice su espíritu
el rey respecto a esto. ¡Se construirá el palacio con más diligencia de
la que pudiera esperarse!
Y se despidió del sultán, que le besó con ternura, y regresó a su casa con el mismo cortejo que le había acompañado y seguido por las aclamaciones del pueblo y por votos de dicha y prosperidad.
En cuanto entró en su casa puso a su madre al corriente de lo
que había pasado, y se apresuró a retirarse a su cuarto completamente
solo. Y cogió la lámpara mágica y la frotó como de ordinario. Y no
dejó el efrit de aparecer y de ponerse a sus órdenes. Y le dijo Aladino: ¡Oh efrit de la lámpara!, ante todo, te felicito por el celo que desplegaste en servicio mío. Y después tengo que pedirte otra cosa según
creo, más difícil de realizar que cuanto hiciste por mí hasta hoy, a causa
del poder que ejercen sobre ti las virtudes de tu señora, que es esta
lámpara de mi pertenencia. ¡Escucha! ¡Quiero que en el plazo más
corto posible me construyas, frente por frente del palacio del sultán, un
palacio que sea digno de mi esposa El Sett Badrút-Budur! ¡Y a tal fin, dejo a tu buen gusto y a tus conocimientos ya acreditados, el cuidado de todos los detalles de ornamentación y la elección de materiales preciosos, tales como piedras de jade, pórfido, alabastro, ágata, lazulita, jaspe, mármol y granito! Solamente te recomiendo que en medio de ese palacio eleves una gran cúpula de cristal, construida sobre columnas de oro macizo y de plata, alternadas, y agujereada con noventa y nueve ventanas enriquecidas con diamantes, rubíes, esmeraldas y otras pedrerías, pero procurando que la ventana número noventa y nueve quede imperfecta, no de arquitectura, sino de ornamentación. Porque
tengo un proyecto sobre el particular. Y no te olvides de trazar un jardín
hermoso, con estanques y saltos de agua y plazoletas espaciosas. Y
sobre todo, ¡oh efrit!, pon un tesoro enorme lleno de dinares de oro en cierto subterráneo, cuyo emplazamiento has de indicarme: ¡Y en cuanto a lo demás, así como en lo referente a cocinas, caballerizas y servidores, te dejo en completa libertad, confiando en tu sagacidad y en tu buena voluntad!
Y añadió: ¡En seguida que esté dispuesto todo, vendrás a avisarme!
Y contestó el efrit: ¡Escucho y obedezco! Y desapareció.
Y he aquí que al despuntar del día siguiente estaba todavía en su lecho Aladino, cuando vio aparecerse ante él al efrit de la lámpara, quien, después de las zalemas de rigor, le dijo: ¡Oh dueño de la lámpara!, se han ejecutado tus órdenes. ¡Y te ruego que vengas a revisar su realización!
Y Aladino se prestó a ello, y el efrit le transportó inmediatamente al sitio designado, y le mostró, frente por frente el palacio del sultán, en medio de un magnífico jardín, y precedido de dos inmensos patios de mármol, un palacio mucho más hermoso de lo que el joven esperaba. Y tras de haberle hecho admirar la arquitectura y el
aspecto general, el efrit le hizo visitar una por una, todas las habitaciones y dependencias. Y le pareció a Aladino que se habían hecho las cosas con un fasto, un esplendor y una magnificencia inconcebibles; y en un inmenso subterráneo encontró un tesoro formado por sacos superpuestos y llenos de dinares de oro, que se apilaban hasta la bóveda.
Y también visitó las cocinas, las reposterías, las despensas y las caballerizas, encontrándolas muy de su gusto y perfectamente limpias; y se admiró de los caballos, y yeguas, que comían en pesebres de plata,
mientras los palafreneros los cuidaban y les echaban el pienso. Y pasó
revista a los esclavos de ambos sexos y a los eunucos, formados por
orden, según la importancia de sus funciones. Y cuando lo hubo visto
todo y examinado todo, se encaró con el efrit de la lámpara, el cual sólo para él era visible y le acompañaba por todas partes, y hubo de felicitarle por la presteza, el buen gusto y la inteligencia de que había dado prueba en aquella obra perfecta. Luego añadió: ¡Pero te has olvidado, oh efrit, de extender desde la puerta de mi palacio a la del sultán una gran alfombra que permita que mi esposa no se canse los pies al atravesar esa distancia!
Y contestó el efrit: ¡Oh dueñ o de la lámpara!, tienes razón. ¡Pero eso se hace en un instante!
Y efectivamente, en un abrir y cerrar de ojos, se extendió en el espacio que separaba ambos palacios una magnífica alfombra de terciopelo con colores que armonizaban a maravilla con los tonos del césped y de los macizos.
Entonces Aladino, en el límite de la satisfacción, dijo al efrit: ¡Todo está perfectamente ahora! ¡Llévame a casa!
Y el efrit lo cargó
y lo transportó a su cuarto cuando en el palacio del sultán los miembros
de la servidumbre comenzaban a abrir las puertas para dedicarse a sus ocupaciones.
Y he aquí que, en cuanto abrieron las puertas, los esclavos y los porteros llegaron al límite de la estupefacción al notar que algo se oponía a su vista en el sitio donde la víspera se veía un inmenso meidán
para torneos y cabalgatas. Y lo primero que vieron fue la magnífica
alfombra de terciopelo que se extendía entre el césped lozano y sacaba
sus colores con los matices naturales de flores y arbustos. Y siguiendo
con la mirada aquella alfombra entre las hierbas del jardín milagroso,
divisaron entonces, el soberbio palacio construido con piedras preciosas
y cuya cúpula de cristal brillaba como el sol. Y sin saber ya qué
pensar, prefirieron ir a contar la cosa al gran visir quien, después de
mirar el nuevo palacio, fue a su vez a prevenir de la cosa al sultán,
diciéndole: No cabe duda, ¡oh rey del tiempo! ¡El esposo de Sett
Badrút-Budur es un insigne mago!
Pero el sultán le contestó: ¡Mucho me asombra, oh visir, que quieras insinuarme que el palacio de que me hablas es obra de magia! ¡Bien sabes, sin embargo, que el hombre que me hizo don de tan maravillosos presentes es muy capaz de hacer construir todo un palacio en una sola noche, teniendo en cuenta las riquezas que debe poseer y el número considerable de obreros de que se habrá servido, merced a su fortuna. ¿Por qué, pues, vacilas en creer que ha obtenido ese resultado por medio de fuerzas naturales?
¿No te cegará n los celos, haciéndote juzgar mal de los hechos e
impulsándote a murmurar de mi yerno Aladino?
Y comprendiendo, por aquellas palabras, que el sultán quería a Aladino, el visir no se atrevió a insistir por miedo a perjudicarse a sí mismo, y enmudeció por prudencia. ¡Y he aquí lo referente a él!
En cuanto a Aladino, una vez que el efrit de la lámpara le transportó
a su antigua casa, dijo a una de las doce esclavas jóvenes que fuera a despertar a su madre, y les dio a todas orden de ponerle uno de los hermosos trajes que habían llevado y de ataviarla lo mejor que pudieran. Y cuando estuvo vestida su madre conforme el joven deseaba, le dijo él que había llegado el momento de ir al palacio del sultán para llevarse a la recién casada y conducirla al palacio que había hecho construir para ella. Y tras de recibir acerca del particular todas las instrucciones necesarias, la madre de Aladino salió de su casa acompañada por sus doce esclavas, y no tardó Aladino en seguirla a caballo en medio de su cortejo. Pero, al llegar a cierta distancia de palacio, se separaron, Aladino para ir a su nuevo palacio, y su madre para ver al sultán.
No bien los guardias del sultán divisaron a la madre de Aladino en medio de las doce jóvenes que le servían de cortejo, corrieron a
prevenir al sultán, que se apresuró a ir a su encuentro. Y la recibió con
las señales del respeto y los miramientos debidos a su nuevo rango. Y
dio orden al jefe de los eunucos para que la introdujeran en el harem, a
presencia de Sett Badrút-Budur. Y en cuanto la princesa la vio y supo
que era la madre de su esposo Aladino, se levantó en honor suyo y fue
a besarla. Luego la hizo sentarse a su lado, y la regaló con diversas
confituras y golosinas, y acabó de hacerse vestir por sus mujeres y de
adornarse con las más preciosas joyas con que le obsequió su esposo
Aladino. Y poco después entró el sultán, y pudo ver al descubierto
entonces por primera vez, gracias al nuevo parentesco, el rostro de la
madre de Aladino. Y en la delicadeza de sus facciones notó que debía
haber sido muy agraciada en su juventud, y que aun entonces, vestida
como estaba con un buen traje y arreglada con lo que más le favorecía,
tenía mejor aspecto que muchas princesas y esposas de visires y de
emires. Y la cumplimentó mucho por ello, lo cual conmovió y enterneció
profundamente el corazón de la pobre mujer del difunto sastre
Mustafá, que fue tan desdichada, y hubo de llenarle de lágrimas los
ojos.
Tras de lo cual se pusieron a departir los tres con toda cordialidad, haciendo así más amplio conocimiento hasta la llegada de la
sultana, madre de Badrút-Budur. Pero la vieja sultana estaba lejos de
ver con buenos ojos aquel matrimonio de su hija con el hijo de gentes
desconocidas; y era del bando del gran visir, que seguía estando muy
mortificado en secreto por el buen cariz que el asunto tomaba en detrimento
suyo. Sin embargo, no se atrevió a poner demasiado mala cara a
la madre de Aladino, a pesar de las ganas que tenía de hacerlo; y tras
de las zalemas por una y otra parte, se sentó con los demás, aunque sin
interesarse en la conversación.
Y he aquí que cuando llegó el momento de las despedidas para
marcharse al nuevo palacio, la princesa Badrút-Budur se levantó y
besó con mucha ternura a su padre y a su madre, mezclando a los besos
muchas lágrimas, apropiadas a las circunstancias. Luego, apoyándose
en la madre de Aladino, que iba a su izquierda, y precedida de diez
eunucos vestidos con ropa de ceremonia y seguida de cien jóvenes
esclavas ataviadas con una magnificencia de libélulas, se puso en marcha
hacia el nuevo palacio, entre dos filas de cuatrocientos jóvenes
esclavos blancos y negros alternados, formados entre los dos palacios,
y tenían cada cual una antorcha de oro en que ardía una bujía grande de
ámbar y de alcanfor blanco. Y la princesa avanzó lentamente en medio
de aquel cortejo, pasando por la alfombra de terciopelo, mientras que a
su paso se dejaba oír un concierto admirable de instrumentos en las
avenidas del jardín y en lo alto de las terrazas del palacio de Aladino.
Y a lo lejos resonaban las aclamaciones lanzadas por todo el pueblo,
que había acudido a las inmediaciones de ambos palacios, y unía el
rumor de su alegría a toda aquella gloria. Y acabó la princesa por llegar
a la puerta del nuevo palacio, en donde la esperaba Aladino. Y
salió él a su encuentro sonriendo; y ella quedó encantada de verle tan
hermoso y tan brillante. Y entró con él en la sala del festín, bajo la
cúpula grande con ventanas de pedrerías. Y se sentaron los tres ante
las bandejas de oro debidas a los cuidados del efrit de la lámpara; y Aladino estaba sentado en medio, con su esposa a la derecha y su madre a la izquierda. Y empezaron a comer al son de una música que no se veía y que era ejecutada por un coro de efrits de ambos sexos. Y Badrút-Budur, encantada de cuanto veía y oía, decía para sí: ¡En mi vida me imaginé cosas tan maravillosas!
Hasta dejó de comer para escuchar mejor los cánticos y el concierto de los efrits. Y Aladino y
su madre no cesaban de servirla y de proporcionarle bebidas que no
necesitaba, pues ya estaba ebria de admiración. Y para ellos fue una
jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de Iskandar y de
Soleimán ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
¡A las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!
¡Y su cabellera es una noche tenebrosa iluminada por la irradiación de su frente!