Presentación de Omar Cortés | El inconveniente de la insistencia | La tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
LAS MIL Y UNA NOCHES
Y cuando Schehrazada acabó de contar esta larga serie de historias admirables, se calló. Y el rey Schahriar le dijo: ¡Oh Schehrazada, cuánto me has instruido! Pero sin duda te has olvidado de hablarme del visir Giafar. Y hace ya mucho tiempo que anhelo oírte contarme cuanto sepas respecto a él. Porque en verdad que ese visir se parece extraordinariamente en sus cualidades a mi gran visir, padre tuyo. Y por eso quiero con tanto ahínco saber por ti la verdad de su historia, con todos sus detalles, ya que debe ser admirable.
Pero Schehrazada bajó la cabeza y contestó: ¡Alá aleje de nosotros la desgracia y la calamidad, oh rey del tiempo, y tenga en Su compasión a Giafar el Barmakida y a toda su familia! ¡Por favor, dispénsame de contarte su historia, porque está llena de lágrimas! ¡Ay! ¿Quién no llorará el relato del fin de Giafar, de su padre Yahía, de su hermano El-Fadl y de todos los Barmakidas? ¡En verdad que su fin es lamentable y al mismo granito enternecería!
Y dijo el rey Schahriar: ¡Oh Schehrazada!, cuéntamelo, a pesar de todo.
¡Y Alá aleje de nosotros al Maligno y la desgracia!
He aquí, pues, ¡oh rey afortunado!, esa historia llena de lágrimas, que señala el reinado del califa Harún Al-Rashid con una mancha de
sangre que no podrían lavar los cuatro ríos.
Ya sabes ¡oh mi señor!, que el visir Giafar era uno de los cuatro hijos de Yahía ben Khaled ben Barmak. Y su hermano mayor era El-Fadl, hermano de leche de Al-Rashid. Porque, a causa de la gran amistad y del afecto sin límites que unía a la familia de Yahía con la de los Abbassidas, la madre de Al-Rashid, la princesa Khaizarán, y la madre de El-Fadl, la noble Itabah, unidas entre sí también por el más vivo cariño, habían cambiado sus pequeñuelos, que eran poco más o menos de la misma edad, dando cada una al hijo de su amiga la leche que Alá había destinado a su propio hijo. Y por eso Al-Rashid llamaba siempre a Yahía padre mío, y a El-Fadl hermano mío ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Y por eso Al-Rashid llamaba siempre a Yahía padre mío , y a El-Fadl hermano mío.
En cuanto al origen de los Barmakidas, las crónicas más reputadas y más dignas de fe lo sitúan en la ciudad de Balkh, en el Khorassán,
donde ya tenía esta familia una categoría distinguida. Y unos cien años
después de la hégira de nuestro Profeta bendito (¡con Él la plegaria y la
paz!) esta ilustre familia vino a fijar su residencia en Damasco, bajo el
reinado de los califas ommiadas. Y entonces fue cuando el jefe de la
tal familia, que era el sectario de la religión de los magos, se convirtió
a la verdadera fe y se purificó y se ennobleció con el Islam. Ya esto
sucedió exactamente bajo el reino de Hescham el Ommiada.
Pero sólo después del advenimiento de los descendientes de Abbas al trono de los califas fue cuando se admitió a la familia de los
Barmakidas en el consejo de los visires, e iluminó la tierra con su brillo.
Porque el primer visir que salió de su seno fue Khaled ben Barmak,
a quien eligió por gran visir el primero de los Abbassidas: Abú'l Abbas
El-Saffah.
Y bajo el reinado de Al-Mahdi, tercer Abbassida, Yahía ben
Khaled quedó encargado de la educación de Harún Al-Rashid, el hijo
preferido del califa, aquel mismo Harún que había nacido solamente
siete días después que El-Fadl, hijo de Yahía.
Así es que cuando, después de la muerte inopinada de su hermano mayor Al-Hadi, Harún Al-Rashid se revistió de las insignias de la
omnipotencia califal, no tuvo necesidad de evocar los recuerdos de su
primera infancia, pasada al lado de los niños barmakidas, para llamar a
Yahía y a sus dos hijos a compartir el poder soberano; no tenía más que
recordar los cuidados prestados a su infancia por Yahía, y la educación
que le debía, y la abnegación de que aquel servidor de todas las fidelidades
acababa de darle prueba desafiando, por asegurarle la herencia
al trono, las amenazas terribles de Al-Hadi, muerto la misma noche en
que quería que cercenaran la cabeza a Yahía y a sus hijos.
Así que, cuando Yahía fue a medianoche en compañía de Massrur
a despertar a Harún para notificarle que era dueño del Imperio y califa
de Alá sobre la tierra, Harún le dio inmediatamente el título de gran
visir y nombró visires a sus dos hijos El-Fadl y Giafar. Y así empezó su
reinado bajo los auspicios más dichosos.
Y desde entonces, la familia de los Barmakidas fue en su siglo lo que un adorno en la frente y una corona en la cabeza. Y el Destino les prodigó cuanto de más seductor tienen sus favores, y los colmó de sus
dones más escogidos. Y Yahía y sus hijos se tornaron astros brillantes,
vastos océanos de generosidad, torrentes impetuosos de gracias, lluvias
bienhechoras. El mundo se vivificó con su soplo, y el Imperio llegó a la cima más alta del esplendor. Y eran ellos refugio de afligidos y recurso de desdichados. Y de ellos ha dicho, entre mil, el poeta Abu:
¡Desde que el mundo los ha perdido, ¡oh hijos de Barmak!, no están cubiertos ya de viajeros los caminos en el crepúsculo de la mañana y en el crepúscul o de la tarde!
Eran, en efecto, visires prudentes, administradores admirables, que aumentaban el tesoro público, elocuentes, instruidos, firmes, de buen consejo, y generosos al igual de Hatim-Tai. Eran fuentes de felicidad, vientos bienhechores que atraen los nublados fecundantes. Y sobre todo, merced a su prestigio, el nombre y la gloria de Harún Al-Rashid repercutieron desde las mesetas del Asia Central hasta el fondo de las selvas norteñas, y desde el Magreb y la Andalucía hasta las fronteras extremas de China y de Tartaria.
Y he aquí que de repente los hijos de Barmak, que tuvieron la
más alta fortuna que a los hijos de Adán es dable alcanzar, fueron
precipitados en el seno de los más terribles reveses y bebieron en la
copa de la Distribuidora de calamidades. Porque ¡oh rey del tiempo!,
los nobles hijos de Barmak no solamente eran los visires que administraban
el vasto imperio de los califas, sino que eran los amigos más queridos, los compañeros inseparables de su rey. Y Giafar, particularmente, era el caro comensal cuya presencia se hacía más necesaria a Al-Rashid que la luz de sus ojos. Y tanto espacio había llegado a ocupar en el corazón de Al-Rashid, que llegó hasta el punto de mandarse hacer un manto doble, y se envolvió en él con su amigo Giafar, como si ambos no fueran más que un solo hombre. Y así se portó con Giafar hasta la terrible catástrofe final.
Pero —¡qué pena tengo en el alma!— he aquí cómo ocurrió aquel
acontecimiento lúgubre que oscureció el cielo del Islam, y arrojó la desolación en todos los corazones, como rayo del cielo destructor.
Un día —¡lejos de nosotros los días parecidos a aquél!— , de regreso de una peregrinación a La Meca, iba Al-Rashid por agua de Hira
a la ciudad de Anbar, y se detuvo en un convento llamado Al-Umr, a orillas del Eúfrates. Y llegó para él la noche, como las demás noches, en medio de festines y placeres. Pero aquella vez no le hacía compañía su comensal Giafar. Porque Giafar estaba de caza, desde días atrás, en las llanuras próximas al
río. Sin embargo, los dones y regalos de Al-Rashid le seguían por doquiera.
Y a todas horas del día veía llegar a su tienda algún mensajero del califa que le llevaba, en prueba de afecto, algún precioso presente más hermoso que el anterior.
Aquella noche —¡Alá nos haga ignorar noches análogas!— Giafar
estaba sentado en su tienda en compañía del médico Gibrail Bakhtiassú,
que era el médico particular de Al-Rashid, y del que se había privado
Al-Rashid para que acompañase a su querido Giafar. Y también estaba
en la tienda el poeta favorito de Al-Rashid, Abu-Zaccar el ciego, del
que también se había privado Al-Rashid para que con sus improvisaciones
alegrara a su querido Giafar al volver de la caza.
Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose
en la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de
la suerte ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose en la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de la suerte. Y he aquí que de improviso apareció en la entrada de la tienda Massrur, el porta-alfanje del califa y ejecutor de su cólera. Y al verle entrar así, en contra de toda etiqueta, sin pedir audiencia y sin
anunciar siquiera su llegada, Giafar se puso muy amarillo de color, y
dijo al eunuco: ¡Oh Massrur!, bienvenido seas, pues cada vez te veo
con más gusto. Pero me asombra, ¡oh hermano mío! que, por primera
vez en nuestras vidas, no te hayas hecho preceder por algún servidor
para anunciarme tu visita.
Y Massrur, sin dirigir siquiera la zalema a Giafar, contestó: El motivo que me trae es demasiado grave para permitirse esas fútiles formalidades. Levántate ¡oh Giafar!, y pronuncia la scheada por última vez. Porque el Emir de los Creyentes pide tu cabeza.
Al oír estas palabras, Giafar se irguió sobre sus pies, y dijo: ¡No hay más Dios que Alá, y Mohammed es el Enviado de Alá! ¡De las
manos de Alá salimos, y tarde o temprano volveremos entre Sus manos!
Luego se encaró con el jefe de los eunucos, su antiguo compañero, su amigo de tantos años y de todos los instantes, y le dijo: ¡Oh Massrur!, no es posible semejante orden. Nuestro amo el Emir de los Creyentes
ha debido dártela en un momento de embriaguez. Te suplico, pues, ¡oh
amigo mío de siempre!, en recuerdo de los paseos que hemos dado juntos y de nuestra vida común de día y de noche, que vuelvas a presencia del califa para ver si me equivoco. Y te convencerás de que ha olvidado ya tales palabras!
Pero Massrur dijo: Mi cabeza responde por la tuya. No podré reaparecer ante el califa si no llevo tu cabeza en la mano. Escribe, pues, tus últimas voluntades, única gracia que me es posible otorgarte en vista de nuestra antigua amistad.
Entonces dijo Giafar: ¡A Alá pertenecemos todos! No tengo
últimas voluntades que escribir. ¡Alá alargue la vida del Emir de los
Creyentes con los días que se me quitan!
Salió luego de su tienda, se arrodilló en el cuero de la sangre, que acababa de extender en el suelo el porta-alfanje Massrur, y se vendó los ojos con sus propias manos. Y fue decapitado. ¡Alá le tenga en Su
compasión!
Tras de lo cual, Massrur se volvió al paraje donde acampaba el califa, y fue a su presencia, llevando en un escudo la cabeza de Giafar.
Y Al-Rashid miró la cabeza de su antiguo amigo, y de repente
escupió sobre ella.
Pero no pararon en eso su resentimiento y su venganza. Dio orden de que en un extremo del puente de Bagdad se crucificase el cuerpo
decapitado de Giafar y de que se expusiera la cabeza en el otro extremo:
suplicio que superaba en degradación y en ignominia al de los más
viles malhechores. Y también ordenó que al cabo de seis meses se
quemasen los restos de Giafar sobre estiércol de ganado y se arrojasen
a las letrinas. Y se ejecutó todo.
Así es que ¡oh piedad y miseria!, el escriba Amrani pudo escribir en la misma página del registro de cuentas del tesoro: Por un ropón de gala, dado por el Emir de los Creyentes a Giafar, hijo de Yahía Al-Barmaki, cuatrocientos mil dinares de oro.
Y poco tiempo después, sin ninguna adición, en la misma página: Nafta, cañas y estiércol para quemar el cuerpo de Giafar ben Yahía, diez dracmas de plata.
Este fue el fin de Giafar. En cuanto a Yahía, su padre, esposo de la nodriza de Al-Rashid, y a El-Fadl, su hermano, hermano de leche
de Al-Rashid, se les detuvo al día siguiente, con todos los Barmakidas,
que, en número de unos mil, ocupaban cargos y empleos. Y se les
arrojó, revueltos, al fondo de infectos calabozos, mientras sus inmensos
bienes eran confiscados y sus mujeres y sus hijos erraban sin asilo
y sin que nadie osara mirarlos. Y unos murieron de inanición, y otros
por estrangulación, excepto Yahía, su hijo El-Fadl y el hermano de
Yahía, Mohammad, que murieron en las torturas. ¡Alá los tenga a todos
en Su Compasión! ¡Terrible fue su desgracia!
Y ahora, ¡oh rey del tiempo!, si deseas conocer el motivo de esta desgracia de los Barmakidas y de su fin lamentable, helo aquí.
Un día, la hermana pequeña de Al-Rashid, Aliyah, años después
del fin de los Barmakidas, se puso a decir al califa, que la acariciaba:
¡Oh mi señor!, ya no te veo ni un día con calma y tranquilidad real
desde la muerte de Giafar y la desaparición de su familia. ¿Por qué
motivo probado incurrieron en tu desgracia?
Y Al-Rashid, ensombrecido de repente, rechazó a la tierna princesa, y le dijo: ¡Oh niña mía, vida mía, única dicha que me resta! ¿De qué te serviría conocer ese motivo? ¡Si yo supiera que lo conocía mi camisa, la desgarraría en tiras!
Pero los historiadores y recopiladores de anales se hallan lejos de ponerse de acuerdo respecto a las causas de aquella catástrofe. Esto
aparte, he aquí las versiones que han llegado a nosotros en sus escritos.
Según unos fueron los manejos sin nombre de Giafar y de los
Barmakidas, cuyo relato cansaba incluso los oídos de quienes las habían
aceptado, las que, creándoles todavía más envidiosos y enemigos
que amigos y agradecidos, habían acabado por hacer sombra a Al-Rashid. En efecto, no se hablaba más que de la gloria de su casa; no se podían conseguir favores más que interviniendo ellos directa o indirectamente; los individuos de su familia ocupaban en la corte de Bagdad, en el ejército, en la magistratura y en las provincias los puestos más elevados; los más hermosos dominios cercanos a la ciudad les pertenecían; el acceso a su palacio estaba más interrumpido por la multitud de cortesanos y pedigüeños que el de la morada del califa.
Por lo demás, he aquí en qué términos se expresa sobre el particular el médico de Al-Rashid, que habitaba entonces en el palacio llamado Kasr el Khuld, en Bagdad:
Los Barmakidas vivían al otro lado del Tigris, y entre ellos y el palacio del califa sólo había la anchura del río. Y aquel día, mirando Al-Rashid la multitud de caballos parados delante de la morada de sus favoritos y la muchedumbre que se aglomeraba a su puerta, dijo delante de mí, como hablando consigo mismo: ¡Alá recompense a Yahía y a sus hijos El-Fadl y Giafar! Ellos solos se han encargado de todo el ajetreo de los asuntos, aliviándome de ese cuidado y dejándome tiempo para mirar a mi alrededor y vivir a mi antojo ...
Esto fue lo que dijo aquel día. Pero en otra ocasión que fui llamado junto a él, noté que ya empezaba a no ver con los mismos ojos a
sus favoritos. En efecto, después de mirar por las ventanas de su palacio
y observar la misma afluencia de gente y de caballos que la primera
vez, dijo: Yahía y sus hijos se han apoderado de todos los asuntos, me
los han quitado todos. Verdaderamente, son ellos quienes ejercen el
poder califal, mientras que yo no tengo más que una apariencia de
él apenas. Esto le oí. Y desde entonces comprendí que caerían en
desgracia, como así sucedió, efectivamente.
Según otros analistas, al descontento disimulado, a la envidia siempre en aumento de Al-Rashid, a las magníficas maneras de los Barmakidas, que les creaban formidables enemigos y detractores anónimos que los desprestigiaban ante el califa por medio de poesías
acerbas no firmadas o de prosa pérfida; a todo el ornato, a todo el
aparato y a todas las cosas cuya competencia, por lo general, no quieren
soportar los reyes, fue a unirse una gran imprudencia cometida por
Giafar.
Un día, Al-Rashid le había encargado que hiciese perecer en secreto a un descendiente de Alí y de Fátimah, la hija del Profeta, que
se llamaba El-Sayed Yahía ben Abdalá El-Hossaini. Pero Giafar, obrando
con piedad y mansedumbre, facilitó la evasión de aquel Alida, cuya
influencia tenía Al-Rashid por peligrosa para el porvenir de la dinastía
abbassida. Pero esta acción generosa de Giafar no tardó en divulgarse
y comunicarse al califa con todos los comentarios a propósito para
agravar sus consecuencias. Y el rencor que sintió Al-Rashid en aquella
ocasión fue la gota de hiél que hace desbordarse la copa de la cólera.
E interrogó sobre el particular a Giafar, quien declaró con gran franqueza
su acción, añadiendo: ¡L o he hecho para gloria y buen nombre
de mi señor el Emir de los Creyentes!
Y Al-Rashid, muy pálido, dijo: ¡Has hecho bien!
Pero se le oyó que murmuraba: ¡Que Alá me haga
perecer si no te hago perecer a ti, oh Giafar!
Según otros historiadores, convendría buscar la causa de la desgracia de los Barmakidas en sus opiniones heréticas contrarias a la
ortodoxia musulmana. No hay que olvidar, en efecto, que su familia,
antes de convertirse al Islam, profesaba en Balkh la religión de los
magos. Y se dice que en la expedición al Khorassán, cuna primitiva de
sus favoritos, Al-Rashid había notado que Yahía y sus hijos hacían
todo lo posible por impedir la destrucción de los templos y monumentos
de los magos. Y desde entonces tuvo sus sospechas, que se agravaron, por consiguiente, cuando vio a los Barmakidas tratar con dulzura, en cualquier circunstancia, a los herejes de todas clases, sobre todo a sus enemigos personales los gauros y los zanadikah, y a otros disidentes y réprobos. Y lo que hace sustentar esta opinión, además de los otros motivos ya enunciados, es que, inmediatamente después de la muerte de Al-Rashid, estallaron en Bagdad trastornos religiosos de una gravedad sin precedente, y estuvieron a punto de dar un golpe fatal a la ortodoxia musulmana.
Pero, aparte de todos los motivos, la causa más probable del fin de los Barmakidas es la que nos expone el cronista Ibn-Khillikán e Ibn
El-Athir. Dicen:
Era en los tiempos en que Giafar, hijo de Yahía el Barmakida, estaba tan apegado al corazón del Emir de los Creyentes, que el califa había hecho confeccionar aquel manto doble, en el que se envolvía con Giafar como si ambos no fuesen más que un solo hombre. Y tan
grande era aquella intimidad, que el ealifa ya no podía separarse de su
favorito, y sin cesar quería verle junto a él.
Pero Al-Rashid quería de una manera extraordinaria a su propia hermana Abbassah, joven princesa adornada de todos los dones, la
mujer más notable de su época. Y entre todas las mujeres de su familia
y de su harén, era ella la más cara al corazón de Al-Rashid, que no
podía vivir sino junto a ella, como si fuese un Giafar mujer. Y estas
dos amistades hacían su dicha; pero las necesitaba reunidas, gozando
de ellas simultáneamente: porque la ausencia de una destruía el encanto
que experimentara con la otra. Y si Giafar o Abbassah no estaban
con él, no tenía más que una alegría incompleta, y sufría. Por eso necesitaba
a la vez a sus dos amigos. Pero nuestras leyes santas prohiben al
hombre, cuando no es pariente cercano, mirar a la mujer de quien no es
marido: y prohiben a la mujer que deje ver su rostro a un hombre que le
sea extraño. Quebrantar estas prescripciones es un gran deshonor, una
vergüenza, una ofensa al pudor de la mujer. Así es que Al-Rashid, que
era un riguroso observante de la ley encargada a su custodia, no podía
tener junto así a sus dos amigos sin forzarles a un azoramiento fatigoso
y a una posición difícil e inconveniente.
Por eso, queriendo transformar una situación que le coartaba y le disgustaba, se decidió un día a decir a Giafar: ¡Oh Giafar, amigo
mío!, no tengo alegría verdadera, sincera y completa más que en tu
compañía y en la de mi bienamada hermana Abbassah. Pero como su
respectiva posición me azora y les azora, quiero casarte con Abbassah,
a fin de que en lo sucesivo puedan hablarse ambos junto a mí sin inconveniente, sin motivo de escándalo y sin pecar. Pero les pido encarecidamente que no se vean jamás, ni siquiera por un instante,
fuera de mi presencia. Porque no quiero que haya entre ustedes más
que la formalidad y la apariencia del matrimonio legal; pero no quiero
que el matrimonio tenga consecuencias que puedan lesionar en su
herencia califal a los nobles hijos de Abbas.
Y Giafar se inclinó ante este deseo de su señor, y contestó con el oído y la obediencia. Y fue preciso aceptar aquella condición singular. Y se pronunció y sancionó legalmente el matrimonio. Así, pues, según las condiciones impuestas, ambos jóvenes esposos sólo se veían en presencia del califa, y nada más. Y aun entonces, apenas se cruzaban sus miradas a veces. En cuanto a Al-Rashid, disfrutaba plenamente de la doble amistad tan viva que
sentía por aquella pareja, a quien torturaría en lo sucesivo, sin sospecharlo
siquiera. Porque ¿desde cuándo ha podido el amor obedecer a las exigencias de los censores ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... Porque ¿desde cuándo ha podido el amor obedecer a las exigencias de los censores? ¿Y no despierta y azuza las emociones del amor semejante prohibición entre dos seres jóvenes y hermosos?
Y he aquí, en efecto, que aquellos dos esposos, que tenían derecho a amarse y a dejarse llevar de los transportes de su mutuo amor tan legítimo, reducidos a la sazón al estado de suspirantes, se embriagaban más cada día con esa embriaguez oculta que reconcentra en el corazón la fiebre. Y he aquí que Abbassah, atormentada por aquel estado de
esposa secuestrada, se volvió loca por su marido. Y acabó por informar
a Giafar del amor que sentía. Y le llamó así, y le solicitó a escondidas, de todas las maneras. Pero Giafar, como hombre leal y prudente, resistió a todas las instancias y no fue a casa de Abbassah, porque le retenía el juramento prestado a Al-Rashid. Y por otra parte, mejor que ninguno sabía cuánta prisa ponía el califa en la ejecución de sus venganzas.
Así, pues, cuando la princesa Abbassah vio que sus instancias y ruegos no obtenía n éxito, recurrió a otros procedimientos. De ese
modo se conducen las mujeres por lo general, ¡oh rey del tiempo! Valiéndose,
en efecto, de una estratagema, envió a decir a la noble Itabah, madre de Giafar: ¡Oh madre nuestra!, es preciso que me introduzcas sin tardanza en casa de tu hijo Giafar, mi esposo legal, lo mismo que si fuese yo una de esas esclavas que le procuras a diario.
Porque he aquí que la noble Itabah tenía la costumbre de enviar cada viernes a su bienamado hijo Giafar una joven esclava virgen, escogida entre mil, intacta y perfectamente hermosa. Y Giafar no se acercaba a la joven mientras no se había regalado y saturado de vinos generosos.
Pero la noble Itabah, al recibir aquel mensaje, se negó enérgicamente a prestarse a aquella traición que quería Abbassah, y dio a
entender a la princesa los peligros que para todos tenía aquello. Pero la
joven esposa enamorada insistió, apremiante hasta la amenaza, y añadió: Reflexiona ¡oh madre nuestra!, en las consecuencias de tu negativa. Por mi parte, mi resolución es irrevocable, y la llevaré a cabo a pesar tuyo, cueste lo que cueste. Prefiero perder la vida a renunciar a Giafar y a mis derechos sobre él.
La desconsolada Itabah tuvo, pues, que ceder ante tales extremos, pensando que, después de todo, era preferible que la cosa se llevase
a cabo por mediación suya en las mejores condiciones de seguridad.
Prometió, por tanto, su concurso a Abbassah para ver si obtenía éxito aquel complot tan inocente y tan peligroso. Y fue a anunciar sin tardanza a su hijo Giafar que pronto le mandaría una esclava que no tenía
igual en gracia, en elegancia y en belleza. Y le hizo una descripción
tan entusiasta de la joven, que solicitó él calurosamente para cuanto
antes el don que le había prometido. Y tan bien se ingenió Itabah, que
Giafar, enloquecido de deseo, se dedicó a esperar la noche con una
impaciencia sin precedente. Y su madre, al verle en sazón, envió a
decir a Abbassah: Prepárate para esta noche.
Y Abbassah se preparó, y se adornó con atavíos y alhajas a la
manera de las esclavas, y fue a casa de la madre de Giafar, quien, a
la caída de la noche la introdujo en el aposento de su hijo.
Y he aquí que, un poco aturdido por la fermentación de los vinos, Giafar no advirtió que la joven esclava que estaba de pie entre sus
manos era su esposa Abbassah. Y además, tampoco tenía muy fijos en su memoria los rasgos de Abbassah. Porque hasta entonces, no había hecho más que entreverla en sus conversaciones comunes con el califa; y por temor a desagradar a Al-Rashid, no se había atrevido nunca a posar su mirada en su esposa Abbassah, quien, por su parte, volvía siempre la cabeza, por pudor, a cada ojeada furtiva de Giafar.
Y ocurrió que, cuando se consumó de hecho el matrimonio, y
después de una noche pasada en los transportes de un amor compartido,
Abbassah se levantó para marcharse, y antes de retirarse dijo a
Giafar: ¿Qué te parecen las hijas de los reyes, ¡oh mi señor!? ¿Son
diferentes en sus maneras a las esclavas que se venden y se compran?
¿Qué opinas? Di.
Y Giafar preguntó, asombrado: ¿A qué hijas de
reyes se refieren tus palabras? ¿Acaso eres tú misma una de ellas?
¿Eres una cautiva hecha en nuestras guerras victoriosas?
Ella contestó: ¡Oh Giafar!, soy tu cautiva, tu servidora, ¡soy Abbassah, hermana de Al-Rashid, hija de Al-Mahdi, de la sangre de Abbas, tío del Profeta bendito!
Al oír estas palabras, Giafar llegó al límite del asombro, y repuesto repentinamente del deslumbramiento de la embriaguez, exclamó:
Estás perdida y nos has perdido, ¡oh hija de mis amos!
Y a toda prisa entró en las habitaciones de su madre Itabah y le dijo: ¡Oh madre mía, madre mía!, ¡qué barato me has vendido!
Y la entristecida esposa de Yahía contó a su hijo cómo se había visto forzada a recurrir a aquella superchería para no atraer sobre su casa desdichas mayores. Y esto es lo que la concierne.
En cuanto a Abbassah, fue madre, y dio a luz un hijo. Y confió el niño a la vigilancia de un abnegado servidor llamado Ryasch y a los
cuidados maternales de una mujer llamada Barrah. Luego, temiendo sin duda que la cosa se divulgase a pesar de todas las precauciones, y llegase a conocimiento de Al-Rashid, envió a La Meca al hijo de Giafar en compañía de dos servidores.
Y he aquí que Yahía, padre de Giafar, entre sus prerrogativas
tenía la guardia y la intendencia del palacio y del harén de Al-Rashid.
Y tenía costumbre de cerrar a cierta hora de la noche las puertas de comunicación del palacio, llevándose las llaves. Pero esta severidad acabó por convertirse en una molestia para el harén del califa, y sobre todo para Sett Zobeida, que fue a quejarse amargamente a su primo y esposo Al-Rashid, maldiciendo al venerable Yahía y sus rigores intempestivos.
Y cuando se presentó Yahía, le dijo Al-Rashid: Padre, ¿por
qué se queja de ti Zobeida?
Y Yahía preguntó a su vez: ¿Es que me acusan de tu harén, ¡oh Emir de los Creyentes!?
Al-Rashid sonrió y dijo: No, ¡oh padre!
Y Yahía dijo: En ese caso, no tomes en cuenta lo que te digan de mí ¡oh Emir de los Creyentes!
Y desde entonces redobló aún más su severidad, de modo que
Sett Zobeida se quejó otra vez con acritud y enfado a Al-Rashid, que le
dijo: ¡Oh hija del tío!, verdaderamente, no hay motivo para acusar a
mi padre Yahía por nada concerniente al harén. Porque Yahía no hace más que ejecutar mis órdenes y cumplir con su deber.
Y Zobeida replicó con vehemencia: Pues, ¡por Alá!, podía preocuparse un poco más de su deber impidiendo las imprudencias de su hijo Giafar.
Y Al-Rashid preguntó: ¿Qué imprudencias? ¿Qué ocurre?
Entonces Zobeida contó lo de Abbassah, sin darle, por cierto, excesiva importancia. Y Al-Rashid preguntó, poniéndose sombrío: ¿Hay pruebas de eso?
Ella contestó: ¿Y qué prueba mejor que el niño que ha
tenido con Giafar?
Él preguntó: ¿Dónde está ese niño?
Ella contestó: En la ciudad santa, cuna de nuestros abuelos.
Él preguntó: ¿Tiene conocimiento de eso alguien más que tú?
Ella contestó: No hay en tu harén ni en tu palacio una sola mujer, aunque sea la última esclava, que no lo sepa.
Y Al-Rashid no añadió una palabra más. Pero, poco tiempo después, anunció su propósito de ir en peregrinación a La Meca. Y partió,
llevándose a Giafar consigo.
Por su parte, Abbassah expidió al punto una carta a Ryasch y a la nodriza, ordenándole que abandonaran inmediatamente La Meca y pasaran
con el niño al Yemen. Y se alejaran a toda prisa.
Y llegó el califa a La Meca. Y enseguida encargó a unos confidentes íntimos suyos que se pusieran en busca del niño. Y obtuvo la
comprobación del hecho, y supo que existía y se hallaba en perfecto
estado de salud. Y consiguió apoderarse de él en el Yemen y enviarlo a
Bagdad.
Y entonces fue cuando, a su regreso de la peregrinación, mientras acampaba en el monasterio de Al-Umr, cerca de Anbar, junto al
Eúfrates, dio la terrible orden consabida respecto a Giafar y a los
Barmakidas. Y sucedió lo que sucedió.
En cuanto a la infortunada Abbassah y a su hijo, ambos fueron
enterrados vivos en una fosa abierta debajo del mismo aposento habitado
por la princesa.
¡Alá los tenga a todos en Su compasión!
Por último, me queda por decirte ¡oh rey afortunado!, que otros cronistas dignos de fe cuentan que Giafar y los Barmakidas nada habían
hecho por merecer semejante desgracia, y que tuvieron aquel fin
lamentable sencillamente porque estaba escrito en su destino y había
transcurrido el tiempo de su poderío.
¡Pero Alá es más sabio!
Y para terminar, he aquí un rasgo que nos ha transmitido el célebre poeta Mohammed, de Damasco. Dice:
Entré un día en un lugarejo para tomar un baño. Y el maestro bañero encargó de servirme a un mozalbete muy bien formado. Y yo, mientras cuidaba de mí el mancebo, no sé por qué, me puse a cantar
para mí mismo, a media voz, versos que en otro tiempo había compuesto
para celebrar el nacimiento del hijo de mi bienhechor El-Fadl ben Yahía El-Barmaki. Y he aquí que, de repente, el mocito que me servía cayó al suelo sin conocimiento. Unos instantes después se levantó, y con el rostro bañado en lágrimas emprendió al punto la fuga, dejándome solo en medio del agua ...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Cuando llegó la noche siguiente ...
Ella dijo:
... se levantó, y con el rostro bañado en lágrimas emprendió al punto la fuga, dejándome en medio del agua.
Y salí del baño, asombrado, y reñí vivamente al maestro bañero por haber puesto a mi servicio de baño a un epiléptico. Pero el maestro
bañero me juró que jamás había notado esta enfermedad en su joven
servidor. Y para probarme su aserto, hizo ir al joven a mi presencia. Y
le preguntó: ¿Qué ha ocurrido que tan descontento está de tu servicio
este señor?
Y el mozalbete, que me pareció que se había repuesto de
su turbación, bajó la cabeza; luego, encarándose conmigo, me dijo: Entonces eres el poeta Mohammad El-Dameschvy. Y compusiste esos versos para celebrar el nacimiento del hijo de El-Fadl E l Barmakida.
Y añadió, mientras yo me quedaba asombrado: ¡Dispénsame mi señor!, si al escucharte, se me ha encogido el corazón súbitamente y he
caído, abrumado por la emoción. Yo mismo soy ese hijo de El-Fadl cuyo nacimiento has cantado tan magníficamente.
Y de nuevo cayó desmayado a mis pies.
Entonces, movido de compasión ante tal infortunio, y viendo reducido a aquel grado de miseria al hijo del generoso bienhechor, a quien debía yo cuanto poseía, incluso mi renombre de poeta, levanté al niño y le estreché contra mi pecho, y le dije: ¡Oh hijo de la más generosa de las criaturas de Alá!, soy viejo y no tengo herederos. Ven conmigo ante el kadí, ¡oh hijo mío!, pues quiero formalizar un acta adoptándote. Y así te dejaré todos mis bienes después de mi muerte.
Pero el niño Barmakida me contestó, llorando: Alá extienda sobre ti Sus bendiciones, ¡oh hijo de hombres de bien! Pero no place a
Alá que yo recobre, de una manera o de otra, un solo óbolo de lo que
mi padre El-Fadl te ha dado.
Y fueron inútiles todas mis instancias y súplicas. Y no pude hacer que aceptara la menor prueba de mi agradecimiento a su padre.
¡Verdaderamente era de sangre pura aquel hijo de nobles Barmakidas!
¡Ojalá los retribuya Alá a todos con arreglo a sus méritos, que eran muy grandes!
En cuanto al califa Al-Rashid, tras de vengarse tan cruelmente de una injuria que, después de Alá, era el único en conocer, y que debía ser muy atroz, volvió a Bagdad, pero sólo de paso. En efecto, no pudiendo ya habitar en lo sucesivo aquella ciudad, que durante tantos años se había complacido en hermosear, fue a fijar su residencia en
Raccah, y no volvió má s a la ciudad de la paz. Y precisamente aquel
súbito abandono de Bagdad, después de la desgracia de los Barmakidas,
lo deploró el poeta Abbas ben El-Ahnaf, que pertenecía al séquito del
califa, en los versos siguientes:
¡Apenas habíamos obligado a los camellos a doblar la rodilla, fue preciso reanudar el camino, sin que nuestros amigos pudiesen distinguir nuestra llegada de nuestra marcha!
Por cierto que desde la desaparición de sus amigos nunca más Al-Rashid disfrutó el descanso del sueño. Su arrepentimiento se tornó insoportable; y hubiera él dado todo su reino por hacer volver a Giafar a la vida. Y si por casualidad, los cortesanos tenían la desgracia de
evocar de modo poco respetuoso la memoria de los Barmakidas, Al-Rashid les gritaba con desprecio y cólera: ¡Alá condene a sus padres!
¡Cesad de censurar a los que censuráis, o tratad de llenar el vacío que
han dejado!
Y aunque fue todopoderoso hasta su muerte, Al-Rashid se sentía rodeado para en lo sucesivo de gente poco segura. A cada instante
temía que le envenenaran a sus hijos, de los que no podía alabarse. Y
al emprender una expedición al Khorassán, donde acababan de producirse
trastornos, y de donde ya no había de volver, confió dolorosamente sus dudas y sus cuitas a uno de sus cortesanos, El-Tabari el cronista, a quien había tomado por confidente de sus tristes pensamientos. Porque, como El-Tabari tratara de tranquilizarle respecto a los presagios de muerte que acababan de asaltarle, se lo llevó aparte, y cuando se vio alejado de los hombres de su séquito y la sombra espesa de un árbol lo hubo ocultado a las miradas indiscretas, abrió su ropón, y haciéndole observar una faja de seda que le envolvía el vientre, le dijo: ¡Tengo aquí un mal profundo, sin remedio posible! Verdad es que ignora todo el mundo este mal; pero ¡mira! Hay a mi alrededor espías encargados por mis hijos El-Amín y El-Mamún de acechar lo que me queda de vida. ¡Porque les parece que la vida de su padre es demasiado larga! Y mis hijos han escogido esos espías precisamente entre los que yo creía más fieles y con cuya abnegación pensaba que podía contar. ¡El primero,
Massrur! Pues bien: es el espía de mi hijo preferido El-Mamún. Mi médico Gibrail Bakhtiassú es el espía de mi hijo El-Amín. Y así sucesivamente
ocurre con todos los demás.
Y añadió: ¿Quieres saber ahora hasta dónde llega la sed de reinar que tienen mis hijos? Voy a dar orden de que me traigan una cabalgadura, y ya verás cómo, en lugar de presentarme un caballo dulce y vigoroso a la vez, me traen un animal agotado, de trote desigual, a propósito para aumentar mi sufrimiento.
Y en efecto, cuando pidió un caballo Al-Rashid, se lo llevaron tal y como se lo había descrito a su confidente. Y lanzó una triste mirada a El-Tabari, y aceptó con resignación la cabalgadura que le presentaban.
Y algunas semanas después de este incidente, vio Al-Rashid, durante su sueño, una mano extendida encima de su cabeza; y aquella
mano tenía un puñado de tierra roja; y gritó una voz: ¡Ésta es la tierra
que debe servir de sepultura a Harún!
Y preguntó otra voz: ¿Cuál es el lugar de su sepultura?
Y la primera voz contestó: ¡La ciudad de Tus!
Al cabo de unos días, los progresos de su dolencia obligaron a Al-Rashid a detenerse en Tus. Y dio muestras de viva inquietud, y envió a Massrur a buscar un puñado de tierra de los alrededores de la ciudad. Y transcurrida una hora de tiempo, volvió el jefe de los eunucos llevando un puñado de tierra de color rojo. Y Al-Rashid exclamó: ¡No hay más Dios que Alá, y Mohammed es el Enviado de Alá! He aquí que se cumple mi visión. No está lejos de mí la muerte.
Y el hecho es que nunca más volvió al Irak. Porque, sintiéndose desfallecer al día siguiente, dijo a los que le rodeaban: Ya se acerca el instante temible. Para todos los humanos fui objeto de envidia, y ahora, ¿para quién no seré objeto de lástima?
Y murió en Tus mismo. Y a la sazón era el tercer día de djomadi, segundo del año 193 de la hégira. Y Harún tenía entonces cuarenta y
siete años de edad, con cinco meses y cinco días, según nos comunica
Abulfeda. ¡Alá le perdone sus errores y le tenga en Su piedad! Porque
era un califa ortodoxo.
Luego, como Schehrazada viera al rey Schahriar profundamente entristecido con este relato, se apresuró a contar la tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra.
¡Oh Bagdad! ¡Nuestros amigos venían a saber de nosotros y a darnos la bienvenida del regreso; pero hubimos de responderles con adioses!
¡Oh ciudad de paz!, ¡en verdad que de Oriente a Occidente no
conozco ciudad más feliz y más rica y más hermosa que tú!
Presentación de Omar Cortés El inconveniente de la insistencia La tierna historia del príncipe Jazmín y de la princesa Almendra Biblioteca Virtual Antorcha