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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimoprimero

Doña Blanca y Don Pedro de Mejía


Quizá no había en toda la gran extensión de la Nueva España un caudal más rico que el que al morir legara a sus hijos el padre de don Pedro y doña Blanca de Mejía.

Inmensas haciendas en la tierra caliente y la tierra fría, minas, casas, ganados, esclavos, abundantes vajillas de plata y oro, alhajas, incalculables existencias de mercancías y, sobre todo, una fabulosa cantidad de reales.

Por la última disposición del testador, don Pedro su hijo, mayor que doña Blanca en más de quince años, debía manejar toda aquella colosal fortuna, hasta que ella cumpliera veinte años o se casara.

Don Pedro y doña Blanca sólo eran hermanos de padre, porque eran hijos de dos matrimonios: don Pedro había nacido en España y doña Blanca en México. De aquí la gran diferencia de edad entre ellos y el poco cariño que don Pedro había tenido siempre a doña Blanca.

El conocimiento de la voluntad testamentaria de su padre y la idea de tener que entregar a Blanca la mitad del caudal, apagaron en el corazón de don Pedro la última chispa del amor fraternal; el demonio de la codicia sopló en su cerebro, y entonces fue odio lo que concibió por su hermana.

A medida que los años pasaban, don Pedro veía acercarse el día tan temido para él: podía evitar que se casara doña Blanca, pero no que cumpliera veinte años; y en la época a que nos referimos la doncella tenía ya diecisiete.

Entonces comenzó aquella serie de malos tratamientos, de que doña Blanca se quejaba con doña Beatriz de Rivera.

Doña Blanca permanecía esperando en su aposento la llegada de su hermano: presentía una tempestad, porque al encontrarse en las escaleras de la casa de doña Beatriz había visto a don Pedro más severo y más sombrío que de costumbre.

Las horas corrían y don Pedro aún no aparecía por el aposento de doña Blanca; la joven sabía que él y don Alonso de Rivera habían concertado para aquella noche la muerte del oidor Quesada; pero no conocía los pormenores de la trama. Podía ser que su hermano mismo fuese entre los que atacaran a don Fernando, y esta idea la hacía temblar; ella veía a don Pedro como a su hermano, le amaba a pesar de todo y la idea de un combate entre él y don Fernando, el amante de doña Beatriz, de su única amiga, la hacía estremecer por el resultado, cualquiera que éste fuese. No se acostó y se estuvo rezando.

A la media noche oyó tocar en la puerta de la calle, luego rumor en los patios y en los corredores y después todo volvió a quedar en silencio.

Entonces oyó ruido por el pasillo que guiaba a su aposento, llamaron y abrió. Don Pedro, extraordinariamente pálido y sombrío, se presentó.

- Extraño es —la dijo sin saludar— que a esta hora aún no os hayáis recogido.

— Rezaba —contestó doña Blanca tímidamente.

— Horas son estas en que sólo las monjas rezan. ¿Os sentís acaso con la vocación necesaria?

— Yo ...

— Doña Blanca, supongo que no habréis olvidado que os he encontrado fuera de la casa, de donde sin mi permiso habéis osado salir.

— Deseaba ver a mi madrina doña Beatriz.

— Aun cuando así fuese, esto no volverá a repetirse, os lo advierto.

— Lo prometo.

— Podéis prometerlo o no, que de mi cuenta corre el impedirlo. Desde hoy no saldréis de este aposento ¿lo entendéis?

— Sí.

— Aquí os servirán la comida.

— Pero ...

— Así lo he dispuesto, y con eso basta —dijo don Pedro saliendo y cerrando tras sí la puerta.

Doña Blanca, llorando, se arrojó vestida sobre su lecho. ¿Por qué su hermano la trataba así, a ella tan sumisa, tan obediente, tan amorosa? Muy lejos estaba aquella alma virgen de comprender las negras pasiones que agitaban el corazón dañado de Mejía.

Don Pedro se encerró en su aposento y se sentó frente a un inmenso pupitre negro que tenía primorosas incrustaciones de marfil, representando aves, flores, hombres y edificios.

Sacó de la bolsa de los gregüescos un manojito de llaves de plata unidas por una argolla de oro, y abrió uno de los secretos del pupitre, buscó y sacó un papel doblado en forma de carta. Lo desdobló cuidadosamente y se acercó a la bujía de cera que ardía en un candelero de plata.

El pliego tenía un margen blanco como se acostumbra ponerles a los memoriales, y a guisa de sello o de membrete, decía: Unico dueño de mi albedrio, y luego una carta.

Dos días hace que no venís a calmar mis amorosos anhelos, y estos dos días hanme parecido dos siglos. ¿Por qué me desdeñáis? Por vuestra vida que es la mía, venid.

Hánme dicho (lo que no quisiera ni imaginar) que tratáis de vuestra boda con doña Beatriz de Rivera; más quisiera morir que creer en ello. Tan hermosa y rica dama, merece bien que en ella fijéis vuestros ojos ¿pero podrá ella nunca amaros como yo? ¿Podréis vos en un día olvidar mi amor y vuestros juramentos?

Venid, don Pedro, mi ánima está triste sin veros, y me atormentan horribles pensamientos, vuestra esclava soy que nací para amaros y serviros, y si me olvidáis moriré sin remedio. Venid.

Quien besa humildemente vuestra mano y será siempre vuestra.

LUISA.

Don Pedro puso la carta sobre el pupitre, apoyó su frente en las palmas de sus manos, y quedó meditabundo.

— Pobre Luisa ... me ama ... me ama y ¿yo quiero abandonarla ...? Pero mi palabra empeñada con don Alonso ... y que, por otra parte, mi matrimonio no es simplemente un negocio de amor, es el complemento de mi fortuna ... Veremos ... Ante todo, bueno será calmar a la pobre Luisa ... mañana; mañana; lo del matrimonio después.

Dobló la carta y volvió a ponerla en el cajón secreto.

— Ahora es necesario ver qué se hace con este malhadado negocio de don Fernando de Quesada que tan mal salió. ¿Quién sería ese demonio que se apareció en su defensa? ¿Qué habrá sucedido con Tirol? ¿Moriría? ¿Lo habrán dejado abandonado? ¡Y José que no viene!

En ese momento llamaron a la puerta del aposento.

— ¿José? —dijo don Pedro.

— Aquí estoy, señor —contestó un lacayo entrando.

— ¿Qué sucedió?

— Nada hemos encontrado, fuimos hasta frente a la Catedral nueva en donde pasó el lance, ni un vestigio, ni un rastro siquiera de sangre.

— ¿Y Tirol?

— Nada, señor, nada, si murió se ha recogido su cadáver; si no, se lo llevaron herido.

— Pero pues no había sangre, no estaría herido.

— No comprendo eso, yo lo vi caer, cuando el demonio, que sin duda él fue, se apareció en defensa del oidor. Tirol cayó sin mover pie ni mano, pero si estaba herido no dejó ni huella de sangre.

— Está bien, retírate a recoger, mañana tal vez aclararemos este misterio.

Y don Pedro se acostó vestido sobre su cama.

La víctima y el verdugo bajo el mismo techo no podían conciliar el sueño; el dolor y la ambición devoraban aquellos dos corazones tan diferentes entre sí.
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