Presentación de Omar CortésCapítulo décimoquintoCapítulo decimoséptimoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimosexto

De lo que se decía en la ciudad de la mujer de Don Manuel de la Sosa, y de lo que pasaba en la casa de éste


Doña Luisa, la mujer del comerciante don Manuel de la Sosa, era sin disputa una de las más bellas y elegantes damas de la ciudad.

Nadie había conocido a sus padres, y de la noche a la mañana, como decía el vulgo, don Manuel apareció casado con ella, celebrando con gran suntuosidad sus bodas. El marido contaba a sus amigos que Luisa era española y que al llegar a Veracruz la enfermedad le había arrebatado en una semana a sus padres, grandes amigos de don Manuel; que ella le había escrito, él la había mandado traer para que no quedase abandonada y que luego, mirándola tan bella y tan buena, la había hecho su esposa. Luisa, además, era, al decir de don Manuel, perteneciente a una familia noble de Extremadura.

Aunque todo esto tenía mucho aire de novela, el público lo creyó por lo mismo que el público es más afecto a creer lo maravilloso que lo natural, y, además, porque a los ricos se les cree muy fácilmente lo que dicen, y don Manuel, si no lo era, pasaba la plaza de tal.

Vivieron así algunos años sin tener hijos, y Luisa ostentando un lujo asiático. Apenas los ricos cargamentos que llegaban por Acapulco en la nao de China se anunciaban en México, Luisa se apresuraba a comprar.

Soberbios pañolones bordados, telas finísimas de nipis, tibores y jarrones fantásticos, vajillas de porcelana, adornos y juguetes de plata y de marfil, todo lo más valioso y lo más escogido iba con seguridad a parar a la casa de don Manuel de la Sosa.

Los comerciantes hacían entre sí el balance de los capitales de Sosa, que ellos poco más o menos conocían, y aquellos capitales no alcanzaban para el lujo de su mujer; pero ella pagaba cada día mejor, y en atención a esto, los comerciantes acababan por convencerse de que no es bueno formar juicios temerarios.

El pueblo, menos escrupuloso, comenzaba a murmurar de la honestidad de las relaciones de Luisa con don Carlos de Arellano, a quien todos llamaban el mariscal, y con el rico propietario don Pedro de Mejía.

En este estado iban las cosas en el punto en que volvemos a tomar el hilo de nuestra historia.

En una soberbia cámara, Luisa, sentada en un sitial cerca de una ventana, dirigía de cuando en cuando indolentes miradas a la calle. Esperaba; pero sin empeño, sin deseo, sin impaciencia.

Serían las once de la mañana y un lacayo anunció al señor don Pedro de Mejía.

— Que pase luego —dijo Luisa, procurando tomar inmediatamente un aire lánguido y triste.

Don Pedro entró en la cámara y puso sobre un sitial su sombrero adornado con una pluma blanca prendida con una deslumbradora joya de diamantes.

Don Pedro estaba muy lejos de ser un hombre simpático y bien formado. Su estatura menos que regular, su barba fuerte y espesa, sus cejas juntas, su mirada torva y sus espaldas anchas y levantadas, le daban el aspecto de un hombre de la clase más baja del pueblo; parecía más bien un verdugo que un caballero.

Vestía siempre con ostentación repugnante, cargado de cadenas y de joyas.

— Querida Luisa —dijo sentándose al lado de ella sin ceremonia y tomándole una mano— ¿qué tenéis que os encuentro tan triste? ¿Estáis enferma?

— Pluguiese a Dios —contestó Luisa afectando una conmoción profunda, y pasando su pañuelo como para limpiar una lágrima por sus ojos, más secos que una mañana de mayo.

— ¡Cómo pluguiese a Dios! ¿Es decir, Luisa, que deseáis enfermaros?

— ¡Morirme!

— ¡Moriros! ¿Y por qué? ¿No sois feliz?

— Sí, muy feliz, y vos decis eso, vos que habéis encendido en mi alma esta pasión, que me habéis hecho faltar a mis deberes y que ahora me abandonáis quizá cuando más os amo ...

— ¡Abandonaros, Luisa! ¿Y quién puede decir que os abandono?

— ¿Quién? ¿Quién? Yo que lo conozco, don Pedro; yo misma, yo ¡ah Dios mío! ¡Dios mío, qué desgraciada soy! ¡Tú me castigas por mis faltas!

Luisa se cubría el rostro, fingiendo la más profunda desesperación.

— Calmaos, señora, calmaos —decía don Pedro—, calmaos y oídme en nombre del cielo, que nunca pensé en abandonaros; y os juro que mi amor por vos es mayor cada día.

— ¿Me amáis? —dijo Luisa, calmándose repentinamente y sintiendo una alegría infantil e inocente—. ¿Me amáis? ¡Ah, sí! Ya lo decía yo que no podíais haberme engañado, jugando con un corazón virgen como el mío; porque yo os lo he dicho, don Pedro, vos habéis sido mi primer amor; yo, casada con Sosa por compromiso casi, sin saber lo que hacía, porque era yo casi una niña, no conocía lo que era una pasión, os vi, me hablasteis de amor y un sentimiento nuevo brotó en mi corazón y amé, amé por la primera vez de mi vida, y por vos he sacrificado todo, honor, virtud, religión y tranquilidad ...

— ¡Luisa! ¡Luisa! Yo también os adoro.

— ¿Me adoráis? —dijo Luisa como volviendo a caer en otra duda—. Me adoráis, y sin embargo todo el mundo habla ya de que antier habéis pedido formalmente la mano de doña Beatriz de Rivera.

— Dejad a todo el mundo que diga lo que le plazca, mientras estéis vos segura de mi amor. ¿Lo estáis?

— Sí, a pesar de todo; pero decidme la verdad. ¿Por qué se habla de ese casamiento?

— La verdad, Luisa, porque he tenido necesidad de atraerme así la amistad de don Alonso de Rivera, su hermano, para ciertos negocios de interés; pero os aseguro que nunca se efectuará esa boda.

— ¿Y eso es de veras, no me engañáis?

— No os engaño.

— Jurádmelo.

— Os lo juro.

— Ahora sí estoy contenta —dijo Luisa alegremente, y tomando una de las toscas y mal formadas manos de don Pedro entre las suyas—, ahora sí estoy contenta. Ya lo veis, don Pedro, jugáis con mi corazón, con mis sentimientos, a vuestro arbitrio; me ponéis triste o contenta a vuestro antojo. ¿Pero, decidme, vos para qué tenéis necesidad de halagar a nadie por vuestros negocios? ¿No sois inmensamente rico?

— Por ahora sí.

— ¿Por ahora sí? Y decís eso con un aire tan triste, como si no dependiera de vuestra voluntad ...

— No depende ...

— No depende, porque no hacéis caso de mis consejos. Don Pedro, como en todo el día no pienso ni me ocupo sino de vos, creedme, mis consejos son el fruto de profundas meditaciones.

— No es posible ...

— Oídme ¿qué tiempo le falta a vuestra hermana para entrar en el goce de su caudal?

— Cosa de tres años, si no se casa antes.

— ¿Creéis que se casará?

— Ah, eso no, porque yo lograré impedirlo.

— ¿Pues entonces ...?

— Entonces, yo no veo más medio sino que ella muriera antes, y goza de una solud admirable.

— ¿Y si tomara los hábitos?

— ¡Monja! Sería magnífico eso, porque desaparecería del mundo como si hubiera muerto.

— No hay más que obligarla ...

— ¿Y cómo, no queriendo ella?

— Querrá, querrá; aun os quedan tres años ¿queréis seguir mis consejos?

— Dádmelos.

— ¿Tiene novio? ¿Amores?

— No, que yo sepa.

— Pues bien, en primer lugar, debéis saber que las mujeres, y sobre todo las jóvenes, necesitamos tener el corazón lleno con un gran afecto, con una pasión grande; la religión, el amor, la ternura de un hijo, algo, y la que no lo tiene lo busca, si no, mirad la prueba, yo que no amaba a mi marido, he necesitado de vuestro amor para ser feliz.

Don Pedro besó con deleite la mano de Luisa, que le dirigió una mirada ardiente y provocativa.

— Sentado este principio —continuó Luisa— lo que importa es que vuestra hermana odie el mundo y conciba ese ardiente deseo de profesar, que es a lo que las devotas llaman vocación.

— ¿Y cómo alcanzar eso?

— Muy fácilmente; para que aborrezca el mundo, hacedle insoportable la vida en vuestra casa, para eso vos os daréis modo.

— Comprendo.

— Y luego prevenidle que visite monjas, que estreche relaciones con ellas, dadle gusto siempre que pretenda ir a verlas u os pida algo para ellas, que las monjas harán lo demás.

— Es decir, que yo ganaré a las monjas para que le aconsejen que tome el velo.

— No, no me entendéis; con hablarles a las monjas nada conseguiríais, porque esas pobres mujeres no se prestarían si comprendiesen alguna maquinación; pero no hay necesidad, las personas que por impulso de su corazón siguen una carrera en el mundo, sea la del vicio y la prostitución, sea la de la gloria o la virtud, tienen siempre como principio atraer a sí y a su círculo a cuantos pueden; por eso las monjas procurarán convencer espontáneamente a Blanca a tomar el velo, y con más razón y mejor éxito si ella, como es natural, les cuenta sus penas y se queja con ellas.

— Es verdad, Luisa, tenéis un talento admirable.

— No tengo sino mucho amor por vos y mucho empeño por todo lo que os concierne.

— ¿Y a qué convento creéis mejor dirigirse?

— Mirad, se trata de fundar uno de Carmelitas descalzas, bajo la advocación de Santa Teresa. Sé, a no dudarlo, que doña Beatriz de Rivera, alucinada por la Madre Sor Inés de la Cruz, profesa del de Jesús María, apoya la fundación. Esta madre Sor Inés tiene fama de ser inspirada, ha llegado a dominar a doña Beatriz ¿por qué no dominaría también a vuestra hermana, más débil que doña Beatriz, hasta obligarla a tomar el velo?

— Pero ni yo, ni Blanca conocemos a Sor Inés.

— No importa, haced una donación de reales para la fundación, que podéis enviar por medio de Blanca a Sor Inés para que la presente al Arzobispo, y es un medio muy gracioso para que comiencen las relaciones; tanto más que Sor Inés es muy protegida de doña Beatriz, amiga de vuestra hermana.

— Pero eso me costará la amistad de don Alonso y pierdo algunos negocios que con él tengo pendientes.

— ¿Y esos negocios os producirán lo que perdéis en caso de que doña Blanca no profese?

— Ni la décima parte.

— Entonces no hay que vacilar.

— Cada día os encuentro más digna de ser adorada —dijo don Pedro besando a Luisa en la boca.

Si pierdo con don Alonso —pensó Mejía-, ganaré tal vez con doña Beatriz, que tiene una rica dote.

Si doña Blanca profesara o muriera —pensó Luisa-, don Pedro sería sumamente rico, y como me ama y mi marido puede morir en el día menos pensado, y don Carlos no se opondría, yo sería la mujer de este hombre.

Los dos habían quedado meditabundos.

- ¿En qué pensáis? —dijo de repente Luisa.

— ¿Y vos? —preguntó Mejía.

— Yo, en que os amo.

— Y yo también.

Sonaron las doce del día y Mejía se levantó.

— ¿Os marcháis, don Pedro?

— Sí, que son las doce. ¿Podréis recibirme esta noche?

— ¿A qué horas queréis venir?

— A las doce, como siempre.

— Perdonadme, don Pedro; pero esta noche es imposible. Mi marido ha convidado a cenar al alcalde mayor de Xochimilco, don Carlos de Arellano, y estarán de sobremesa hasta muy avanzada la noche y querrán que les haga yo compañía.

- ¡Ay!

— Qué.

— Que ese alcalde mayor me va dando en qué pensar.

— ¡Ingrato! ¿Y creéis ...?

— No creo nada; pero todo el mundo dice ...

— Don Pedro, os diré como vos a mí hace un momento: dejad al mundo que diga lo que le plazca, mientras vos estéis seguro de mi amor. ¿Lo estáis?

— Tenéis mucho talento y mucha gracia —dijo riéndose don Pedro y abrazando la delgada y flexible cintura de Luisa, que se había parado para despedirse.

Luisa pagó su galantería con un beso lleno de pasión.

Don Pedro salía.

— ¡Ah! —dijo Luisa— ¿sabéis que llegó ya la carga de la nao de China?

— No.

— Pues ya me avisaron, y dicen que vienen primores, esta tarde iré a ver antes de que vayan a ganarme.

— Enviad a vuestro mayordomo antes a mi casa.

— ¿Pero para qué ?

— Hacedme ese favor.

— No.

— Os lo suplico.

— ¿Pero para qué?

— No me amáis, puesto que no me dais gusto.

— Si os empeñáis, irá.

— Me empeño.

— ¿A qué hora?

— A las dos.

— Irá ¡caprichoso! —dijo Luisa, corriendo adonde estaba don Pedro detenido cerca de la puerta, y dándole un beso—. No olvidéis mis consejos.

— De ninguna manera —contestó saliendo don Pedro.

Luisa se quedó parada y con la cabeza inclinada, hasta que se perdió el eco de los pasos de Mejía, y entonces se enderezó ligeramente y lanzó una alegre carcajada.

— A pedir de boca —exclamó.

En este momento una puerta que estaba en el lado opuesto a la que acababa de cerrar don Pedro, se abrió ... y un hombre alto, grueso y con el vientre muy voluminoso, se presentó.

— Esposa mía, te veo muy alegre.

— Con razón, se acaba de ir don Pedro de Mejía.

— Sí, he oído todo; pero vamos a comer que la mesa está puesta.

— Vamos, que como habrás oído, es necesario enviar a las dos al mayordomo a la casa.

Luisa tomó del brazo a su marido y entraron al comedor.

Al derredor de una gran mesa cargada con una riquísima vajilla de porcelana de China, con grandes y brillantes botellones de cristal de Bohemia, llenos de vino; con hermosos fruteros y canastos, y saleros y cubiertos de plata primorosamente cincelados; había algunos sitiales de ébano tapizados de cuero carmesí, con figuras de oro estampadas, representando aves y monstruos, árboles y flores, así tan fantásticos y tan extraños, como los conciben sólo en su imaginación los habitantes del Celeste Imperio.

Los manteles y las servilletas eran de damasco, y encima de la mesa pendía del dorado artesón del techo una hermosa lámpara de plata, adornada con festones de flores sobredorados.

El gordo marido de Luisa, que seria un hombre de cincuenta y cuatro años, se sentó en la cabecera frotándose alegremente las manos y lamiéndose los labios, como un perro hambriento que olfatea la comida.

— ¡Bendito sea Dios! —dijo, acomodando bien su plato— que nos ha dado de comer con abundancia y descansadamente, sin merecerlo.

— ¿No vendrá hoy el señor Arellano? —dijo Luisa.

— Creo que sí; pero no me parece prudencia aguardarle más porque son ya las doce y cuarto.

— Ahí está —dijo Luisa mirando entrar al comedor a un joven como de treinta años, rubio, apuesto y elegantemente vestido.

— Dios sea en esta dichosa morada —dijo el recién venido, con ese despejo propio de los hombres de buena sociedad.

— El traiga a vuestra merced, señor alcalde mayor; que sólo eso esperábamos para comenzar a comer.

— Siento haberos hecho aguardar; pero la señora sabrá disculparme porque de ella me ocupaba.

— ¡Cómo! —dijo Luisa.

— Separando algunos objetos para ella en la tienda de un comerciante amigo mío.

— ¿Y qué objetos? —preguntó don Manuel llevando a la boca una inmensa cucharada de sopa.

— Unos brocados, un tisú de plata y otras frioleras de las que han llegado en la nao de la China.

— ¡Gracias, señor don Carlos! —dijo Luisa dirigiéndole una mirada dulcísima.

— Poca cosa vino; pero en fin, como es necesario, aprovechamos lo que ha llegado.

— Vamos, sentaos pues, y comamos que el hambre apura.

Don Carlos se sentó al lado de Luisa y los pies de ambos se buscaron y se tocaron, porque aunque se rían nuestras lectoras, ya en el año del Señor de 1615 estaba en uso esa clase de telégrafo, que no ha dejado hasta nuestros días de aprovecharse por los enamorados.

El amor es como los chinos, no varía de modas, y no se divierte ni se ríe como nosotros los que nos llamamos hombres civilizados, de los trajes de nuestros abuelos.

No hay más que un amor: ciego y niño lo pintaron los griegos hace más de veinte siglos, y después de dos mil años, ni el niño tiene siquiera bigote ni hace la menor diligencia por quitarse la venda, y a tientas camina en el siglo del telégrafo, del vapor y del daguerréotipo, como en los Ayax y de Telemón. o de Homero o de Temístocles.

Los hombres han inventado cruzar por el viento y sobre los mares, medir las distancias de los astros y sus revoluciones; pero ni han descubierto otro modo de amar, ni han pensado en representar nunca al amor con ropilla y calzas, o con frac y bota de charol, como un dandy de nuestra época.

— Acabo de encontrar en la calle al caballero don Pedro de Mejía —dijo Arellano.

— De acá salía —dijo Sosa.

— ¿Vino a veros? —le preguntó Arellano.

— No —contestó Sosa sonriéndose—, ha dado en ser, como sabéis, el galán de mi mujer.

— ¿Sigue, acaso, en sus necias pretensiones?

— Sí —dijo riéndose Luisa— y, más amartelado cada día, ha creído que puedo alucinarme por un hombre que de cerca me parece un oso y de lejos un Huitzilopochtli, el dios de los indios.

Todo se pusieron a reir alegremente.

Y la comida se prolongó hasta muy cerca de las oraciones de la noche.

Entonces Arellano se despidió, más enamorado que nunca de la gracia de Luisa; pero sin haber notado que ésta había estado con mucho empeño mirando las horas en una rica muestra de oro guarnecida de brillantes, y a las dos de la tarde había salido del comedor con cualquier pretexto.

Era que a esa hora había enviado a su mayordomo a la casa de Mejía.

Una hora después, Arellano no había hecho alto en esto tampoco, un lacayo habló en secreto a Luisa, y ésta volvió a salir del comedor.

El mayordomo había vuelto de la casa de don Pedro, trayendo dos mil pesos fuertes. Luisa mandó guardar el dinero y volvió a entrar al comedor, sin mostrar alteración ninguna.

Cuando Arellano se retiró, Luisa salió a despedirlo, y la despedida duró, por lo menos, una hora: entre amantes no es mucho.

Don Manuel de la Sosa se había quedado desde cosa de las cuatro de la tarde, en un estado de somnolencia y de embrutecimiento, que ni hablaba, ni entendía nada.

Hacía como dos años que don Manuel se iba volviendo cada día más estúpido, y sólo pensaba en comer; desde las cuatro de la tarde se sentia como amodorrado; sólo salía de su estado a las ocho de la noche para cenar, y se acostaba y dormía de un hilo hasta el día siguiente.

Luisa, su mujer, disponía y mandaba sin obstáculo en la casa. Don Manuel era como un niño: comiendo bien era feliz. Y nada turbaba la inmensa tranquilidad de aquella dichosa pareja.
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