Presentación de Omar CortésCapítulo decimoctavoCapítulo vigésimoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO PRIMERO

El convento de Santa Teresa la antigua

Capítulo decimonono

De la conversación que tuvieron Don Pedro de Mejía y Don Alonso de Rivera, y de lo que resultó de ella


— Sabéis, señor don Pedro, que el Arzobispo se ha burlado grandemente de nosotros —decía don Alonso de Rivera a su amigo don Pedro de Mejía, paseándose con él en uno de los salones de la casa de la calle de Ixtapalapa.

— Por mi vida, que no hubiera sido así, si no contara con el auxilio de don Fernando de Quesada.

— Tirol fue asaz desgraciado, pero supongo que no habréis echado en olvido nuestros planes.

— Empeñado más que antes estoy en ellos, que don Fernando es sin duda el mayor obstáculo que se opone a mi proyectada boda con mi señora doña Beatriz, vuestra hermana.

— De grado o por fuerza, preciso será quitárnosle de en medio, que aun cuando vos no pretendieseis la mano de doña Beatriz, mal pudiera yo querer en mi familia hombre que tanto mal me ha hecho.

— Sin él en esta tierra y con mi hermana doña Blanca en un convento, os aseguro que sería yo el más feliz de los hombres.

— Quitar de en medio a don Fernando, paréceme más fácil que conseguir la profesión de vuestra hermana.

— Si vos me respondieriais de lo primero, me encargaría yo de lo segundo.

— ¿Y es cierto, perdonad mi indiscreción, que si vuestra hermana se casara, llevaría la mitad de vuestro caudal?

— Cierto es, don Alonso, que a vos, que tan cercano pariente mío debéis ser, no quiero ocultar nada, por más que, para evitar tentaciones, lo haya tenido esto siempre como un secreto, asegurando que doña Blanca no tiene sino el necesario dote para profesar.

— Entonces el peligro es mayor de lo que yo creía.

— ¿No os lo dije? La cosa es grave.

— Bien, en todo caso, contad conmigo —dijo don Alonso tomando su sombrero—. Os dejo, que es hora en que tengo un negocio de importancia.

Don Alonso salió preocupado.

Yo soy soltero —pensaba—, Doña Blanca tiene una herencia colosal ... pedírsela a don Pedro sería locura. Este negocio me conviene ... pero cómo hacerlo ... Visitar a la muchacha, además de que sería difícil, don Pedro maliciaría ¿Cómo? ¿Cómo?

Y caminaba pensativo.

De repente se dio una palmada en la frente.

— Ya tengo el hilo —dijo— , ya tengo el hilo. Y se puso en precipitada marcha hasta llegar a una gran casa de vecindad que había en la plaza de las Escuelas, que era adonde está hoy el Mercado principal.

Aquellos rumbos eran muy concurridos de estudiantes troneras y de mozas alegres, y éstos formaban la mayor parte de la vecindad de la plaza.

Don Alonso se dirigió a un hombre sumamente viejo, encorvado, cojo y cubierto de harapos, que sentado en el suelo, comía unos pedazos de tortilla de maíz, duros y secos.

— ¿Sabes si vive aquí Cleofas, la beata? —le dijo.

— Entre su señoría, que debe encontrarla en el cuarto de enfrente.

Don Alonso entró, y en efecto, a poco andar, descubrió dentro de uno de los cuartos a la beata que conocen ya nuestros lectores, desde las primeras escenas de esta historia.

— ¡Ave María Purísima! —dijo la beata al ver entrar a don Alonso.

— En gracia concebida —contestó Rivera quitándose el sombrero.

— Qué milagro, señorito, que andáis por esta pobre casa ...

— Milagro debiera ser, y vos, doña Cleofas, debíais agradecerlo más a la Providencia que a nadie, si recordáis lo que conmigo habéis hecho.

— ¿Y qué os he hecho, señorito?

— Una de las mayores y más grandes traiciones de la vida.

— ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento!

— Amén —contestó Rivera tocándose el sombrero—. Dejaos, señora Cleofas, de hipocresías, que mal sientan palabras de alabanza a su Divina Majestad, en bocas que usan del engaño.

— ¿Del engaño? ¿Qué queréis decir, señorito?

— Oídme, señora Cleofas, y no os hagáis de las nuevas, que más agraváis vuestro delito. Contestadme ¿no os habéis criado en casa de mi tío don Juan Luis de Rivera?

— Sí, señorito.

— ¿Y no le habéis comido su pan antes y después de que hicisteis voto de ser beata descubierta de nuestro Padre San Francisco, viviendo hasta hoy con la limosna que yo os envío cada mes?

— Fuera ingratitud el negarlo.

— Entonces ¿cómo llamaréis a esa conducta que habéis conmigo observado, uniéndoos con mis enemigos y facilitando a media noche la entrada a los criados y familiares del Arzobispo que pusieron el altar en mis casas, en donde se celebró la misa que sabéis ...?

— ¡Señorito! —dijo la vieja completamente turbada.

— Negad vos que me habéis traicionado, que me habéis vendido, que sin vuestro auxilio aún no tomaría el Arzobispo posesión de mis casas.

— Por el Sagrado nombre de Jesús ...

— ¡Eh! callad, que no vengo ahora ni a reconveniros ni a escuchar vuestras disculpas. Necesito que me ayudéis en un negocio.

La beata respiró con el nuevo giro de la conversación.

— Mandadme, señorito.

— ¿Conocéis a doña Blanca de Mejía, hermana de don Pedro?

— La conozco, que muchas veces me ha dado mi caridad.

— ¿Entráis a menudo en su casa?

— Tanto de a menudo no, pero sí algunas veces.

— Bien; necesito que vayáis a ver a doña Blanca lo más pronto posible.

— ¿Y cuándo queréis que vaya?

— Esta misma tarde, si se puede.

— Iré, señorito.

— Y le hablaréis.

- ¿Y qué le diré ?

— Toma, eso lo sabéis vos, que las viejas saben más de esos asuntos que el diablo.

— ¡Jesús, y qué cosas me decís! Pero indicadme siquiera ...

— Pues qué más claro: decidla que un caballero joven, acaudalado, español, en fin, como yo, pena por ella y desea con ansia saber si podrá alentar esperanza de ser correspondido.

— ¿Y si preguntare vuestro nombre?

— Segura vos de su prudencia, dádselo.

— Convengo, sólo por serviros, que bien conocéis que yo no me mezclo en estos negocios; pero supongo que vuestros fines ...

— Son tan honestos como cristianos.

— Bien, iré; pero no os respondo del buen resultado.

— Id, que es lo que importa. ¿Cuándo tendré razón?

— Pues yo os avisaré.

— No me atengo a que vos me aviséis, esta noche estaré aquí, cuidad de que me abran la puerta.

— ¿Tan pronto?

— Sí, que por mí, ya quisiera estar en gracia con doña Blanca; conque despachad y hasta la noche.

Salió don Alonso sin esperar respuesta y la vieja beata se colocó sobre los hombros un manto de lana negro, se cubrió la cabeza y, cerrando su puerta con una llave de madera, se dirigió a la casa de doña Blanca a cumplir su comisión.

La buena Cleofas sabía que el arreglo de aquel matrimonio podía producirle un resultado maravilloso; ella no tenía voto perfecto de pobreza y calculaba cristianamente que no ofendía ni a Dios ni al Seráfico Padre San Francisco, ayudando a don Alonso; además, ella había oído algo de que el matrimonio podía considerarse como un estado perfecto para servir a Dios en el mundo.

Pensando en esto, llegó hasta la puerta del aposento de Blanca; los criados la habían visto allí otras veces ocurrir por su limosna y no le pusieron obstáculo.

Llamó y entró en la cámara de Blanca, sin esperar respuesta.

Doña Blanca y una de las dueñas cosían cerca de una ventana que caía a un patio.

— Que la paz de Dios sea en esta casa —dijo la beata.

— Amén —contestó la dueña.

— Madre Cleofas —dijo doña Blanca— ¡qué dichosos ojos los que os miran por acá, después de tantos días de ausencia!

— ¡Ay hija! no sabéis cuántos trabajos he pasado para mudarme ahora que su Ilustrísima nos pidió que desocupásemos las casas ...

— ¡Ah, es verdad, que vos vivíais en las casas que se han derribado!

— Sí; y que no sabía adónde mudarme; pero gracias a su Divina Majestad, ya estoy muy tranquila en mi casita, a lo pobre, pero Dios no me abandona.

— Vaya, cuánto me place.

— ¡Gracias a Dios!

— ¿Queréis tomar algo?

— Si me hacéis ese favor, chocolatito.

— Doña Mencía —dijo Blanca dirigiéndose a la dueña— ¿queréis mandar que sirvan chocolate a la madre Cleofas?

— Sí, señora. ¿Aquí o en el comedor le queréis?

— Aquí, si me hacéis esa merced.

Doña Mencía salió y la beata quiso aprovechar el tiempo para su negocio.

— ¡Ay, hija mía, qué cansada estoy! —dijo.

— ¿Pues qué andáis haciendo?

— Qué he de andar haciendo, este corazón que Dios me ha dado, que no puedo ver lástimas sin condolerme y tengo ahora el alma en un puño, hija mía, en un puño.

— ¿Qué es lo que tanto os afecta, madre Cleofas?

— ¡Ay! la desgracia de un pobre hombre, que sólo vos podéis remediar.

- ¡Yo!

— Sí, sólo vos, y nadie más en el mundo.

— ¿Y cómo es ello? —preguntó inocentemente Blanca.

— Este es el secreto —contestó la beata, para excitar la curiosidad de la joven.

Pero Blanca aún no despertaba a la malicia y no se movió a la curiosidad. Calló y se puso a coser. A Cleofas no le convenía esto y volvió a la carga.

— ¡Pobrecito! —dijo—. Causa de veras compasión, tan joven, tan bien presentado, y luego tan triste que ni come ni duerme.

— ¿Está enfermo?

— ¡Ay! peor que eso, hija mía, peor que eso.

— ¿Pues qué tiene?

— Si me guardarais secreto os lo diría.

— ¿Cosa tan grave es?

— Muy grave ¿me prometéis el secreto?

— Sí, decidlo, que nada cuento yo, y aunque quisiera no lo diría, que a nadie veo.

- Pues bien, ese pobre joven está enamorado, apasionado.

— ¡Jesús! Pues el remedio es muy fácil ¿por qué no se casa?

— ¡Alma mía de él! Que bien quisiera; pero hay un gran obstáculo.

— ¿Es pobre? ¿Se opone alguien a su boda?

— Mejor fuera: ni es pobre, ni se opone nadie a su boda, que es rico y libre, lo mismo que la dama a quien sirve.

— ¿Entonces?

— Es que él no sabe si ella lo amará.

— ¿Ya se lo dijo?

— No.

— ¿Pues qué aguarda?

— Que ella le dé permiso, que tan enamorado es, como respetuoso.

— Si tan delicado se muestra, que pida el permiso a la dama.

— ¿Creéis vos que se lo dará ella?

— No la conozco.

— ¿Pero a juzgar por vos?

— De concederlo tiene, siendo él tan respetuoso como galán.

— ¿Esa es vuestra opinión?

— Sí ¿pero esa opinión de qué os sirve?

— De mucho, que la dama sois vos.

- ¿Yo...?

— Sí, vos, hija mía ¿de qué os espantáis ? ¿No sois joven y hermosa?

— ¡Madre Cleofas!

— Hija mía, no os enojéis, que no os digo un pecado. Yo sé y sabe Dios que sus fines son lícitos y honestos, que es un caballero principal, y que os quiere de veras. ¡Pobrecito! si lo vierais beberse sus lágrimas, triste, pálido, que no come, que no duerme, pensando en vos, y luego tan apuesto, tan garboso, tan buena presencia. ¡Ay hija mía! creedme, por Dios que nos oye, que parece que nació para ser vuestro esposo.

— Pero si yo no pienso en eso —dijo Blanca temblando y emocionada como si hubiera visto un espectro.

— Vos no pensáis, pero él sí, a fe que si no alcanzara de vos una esperanza, se moriría; sí, se moriría, que yo le he visto, con estos ojos que se ha de comer la tierra, quedarse así como estático, pensando en vos y diciendo vuestro nombre. ¡Criatura del Señor! Quiere enviaros una esquela.

— ¡Ay, no! ¡Jesús! No, madre Cleofas, no, que ni lo conozco ni pienso en él, ni está bien en una doncella recatada recibir recados y esquelas de amor.

En este momento entraron a servir el chocolate.

Doña Mencía no volvió a separarse ya de Blanca, y a la oración se despidió de Cleofas sin haber podido hablar más con ella.

— Doña Mencía —dijo doña Blanca cuando salió la beata.

— Señora.

— Si vuelve la Madre Cleofas, no la consintáis entrar hasta mi aposento.

— ¿Os ha disgustado?

— No, pobrecilla; pero hace unas visitas tan largas y quita tanto el tiempo ...

— Avisaré a los criados.

— Sí, pero que no le vayan a faltar en nada ¿lo oís?

— Sí, señora.

Y doña Mencía salió a dar la orden.

— ¿Quién podrá ser ese joven? —pensaba Blanca.

Y sin querer, quedó profundamente preocupada; sentía ya su corazón la necesidad de amar y era la primera vez que sabía que ella inspiraba amor. Luisa había tenido razón en lo que había dicho a don Pedro de Mejía: el corazón joven necesita amar.
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