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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo vigésimo Don César de Villaclara
Un joven como de veinticinco años, pero que representaba indudablemente menos edad, ricamente vestido y seguido de dos escuderos, montado en un soberbio caballo negro de raza andaluza, enjaezado con una silla de corte y con arreos adornados de hebillas y botones de oro, atravesaba por una de las calles de la Alameda.
Al llegar a la puerta de San Hipólito un hombre que venía a pie se dirigió a él cortésmente y con el sombrero en la mano. El joven detuvo su caballo.
— ¿Sois por ventura —dijo el de a pie— don César de Villaclara?
— El mismo —contestó el joven.
— Entonces quisiera deciros algo en secreto.
— ¿A dónde iremos para que me habléis?
— Aquí, que no es asunto largo; mandad sólo alejar a vuestros lacayos.
Don César hizo una seña a los lacayos, y se retiraron.
— Podéis hablar.
— Pues oídme.
Don César se inclinó sobre el arzón, hasta estar cerca del hombre que le hablaba.
— Una dama principal, joven, hermosa y rica, tiene por vos un gran amor, que ella no me ha autorizado para deciros, pero que yo os lo declaro porque creo en esto daros placer.
— ¿Y quién es?
— No me exijáis tanto; id mañana a Jesús María a la misa de diez y podréis allí adivinarla.
— ¿Pero entre tantas?
— No son muchas las que hay tan bellas y tan principales; además, su amor os la denunciará ; poned gran cuidado y mañana en la tarde venid si queréis. En este mismo lugar os espero a las cinco: puedo seros muy
útil, porque tengo entrada libre en su casa.
— Pero ...
— Nada más os puedo decir: id con Dios.
— ¿Cómo os llamáis? Al menos ...
— Mañana si encontráis a la dama, y os place, lo sabréis.
Y el hombre, dejando a don César admirado, se internó en el bosquecillo que formaban los árboles de la Alameda.
Seguiremos a este hombre, que no es ni más ni menos que el Ahuizote, hasta la casa de don Manuel de la Sosa.
Luisa leía y don Manuel dormía profundamente.
— Buenas tardes —dijo el Ahuizote.
— ¿Ah, eres tú ? —contestó Luisa dejando el libro.
— Sí, señora, y tengo una cosa que deciros.
— Ven, pues, por acá, que aunque don Manuel duerme pudiera despertar e interrumpirnos.
— Es negocio breve —dijo el Ahuizote, siguiendo a
Luisa a otra estancia— acabo de hablar a don César.
— ¿A don César? —dijo Luisa poniéndose encendida—. ¿Le hablaste? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te dijo? ¿Cómo estuvo eso?
— En el paseo iba a caballo; yo venía, y pensé para mí: esta es la ocasión, y lo detuve. —¿Sois don César? —le pregunté—. Sí —me contestó—. — Pues una dama tiene amor por vos; id a buscarla mañana en
misa de diez a Jesús María; al verla la conoceréis, y os espero en la tarde aquí a las cinco. — Muy bien —me dijo—. Y nos separamos.
— Pero supongo que ni le dijiste mi nombre, ni que ibas de mi parte.
— ¿Por quién me habéis tomado? Pruebas y bien claras tenéis de mi discreción.
— Es verdad.
— Bueno, ya yo di el primer paso: ahora vos ved cómo os aprovecháis. Id mañana a Jesús María lo más hermosa que podáis y que él os vea; yo me encargo de lo que siga.
— Eres muy hábil —contestó Luisa— y te debo una gala. Toma — y desprendió de su cuello una cadena de oro que el Ahuizote, sin la menor ceremonia, se plantó.
Luisa estaba emocionada en aquel momento, porque había llegado para ella el tiempo de amar, y amaba con toda la fuerza de su alma a don César, con quien no habia logrado, hasta entonces, tener relaciones de ninguna clase.
En toda la noche Luisa no pensó sino en la cita del día siguiente, y apenas durmió.
En otra parte también una mujer velaba: era doña Blanca, que preocupada con la hipócrita relación de la beata, no podía alejar de su imaginación al hombre que Cleofas le había delineado, pero al que ella le daba
el colorido más poético y la figura más romancesca.
En honor de la verdad, ni el nombre de don Alonso de Rivera cruzó por la mente de doña Blanca. Ella conocía a don Alonso, y era en él en quien menos hubiera pensado la joven para fijar su amor.
Al día siguiente muy temprano, don Pedro de Mejía entró en los aposentos de doña Blanca.
— Perdonadme, doña Blanca, que tan temprano os incomode —dijo don Pedro con una amabilidad inusitada en él.
Blanca lo extrañó, pero tuvo mucho gusto con aquel cambio que estaba tan lejos de esperar.
— Podéis mandar —contestó— que bien sabéis que me place obedeceros.
— Pues escuchadme. Días hace que ando pensando cuán mal hice ayudando a don Alonso de Rivera en los obstáculos que puse a la fundación del nuevo convento.
— Gracias a Dios que pensáis así.
— Y esto a pesar de que yo veía el particular empeño que en esa fundación tenía vuestra madrina, mi señora doña Beatriz, con quien sabéis que tengo designio de casarme. ¿Os agradaría?
— Sí, hermano mío.
— Pues bien, hablaremos de eso más adelante; por ahora os acabaré de decir a lo que mi visita viene.
— Decid, que os escucho.
— He pensado, pues tan clara ha sido la voluntad del Señor para que se lleve a efecto la fundación del convento de Santa Teresa, que para descargo de mi conciencia necesito hacer algo por mi parte en auxilio de tan
santo fin.
— Muy cambiado os miro.
— Así es, en efecto, y no creo sino que Dios con su infinita misericordia ha tocado mi corazón; pero necesito que vos seáis mi intercesora, quiero hacer una donación en reales al nuevo monasterio.
— Cuánto placer me dais en eso, y cuánto recibirá mi madrina.
— Pero es necesario que esta donación seáis vos la que la presentéis.
— ¿Y por qué no vos?
— Porque después de lo ocurrido, no me parecería digno hacerlo con el Arzobispo ni con el oidor, y sería más prudente y mejor que lo hicierais vos en mi nombre, a la madre Sor Inés de la Cruz, que es, o al menos
se considera hasta hoy, como la fundadora. Además, que no me conviene, por la amistad que me une con don Alonso y por el deseo natural de que no se oponga
a mis proyectos de enlace con doña Beatriz, que él se entere de que yo protejo al convento de Santa Teresa. ¿Queréis, pues, ayudarme?
— Con mucho placer.
— Entonces, tomad, aquí está una escritura de dos mil pesos, y entregadla en mi nombre a Sor Inés de la Cruz, encargándole la reserva.
— Haré cuanto me decís, y hoy mismo, en esta misma mañana voy a vestirme y a llamar a las dueñas que me acompañen.
— Y yo voy a mandar que enganchen una carroza.
Doña Blanca, alegre por la conversión de su hermano, entró a vestirse para i r al convento, y Mejía, contento por el giro que tomaban las cosas, salió a dar orden de que dispusiesen una carroza.
A las diez de la mañana llegaba a la puerta de la iglesia de Jesús María don César de Villaclara, en busca de su hermosa desconocida. Luisa se había adelantado y estaba ya dentro del templo.
Don César se detuvo en la puerta mirando curiosamente a todas las damas que entraban, pero ninguna se turbaba, ni le parecía capaz de merecer los elogios del hombre de la Alameda. Por fin, se decidió a penetrar
en el templo, pero en los momentos de entrar oyó el ruido de una carroza. Quizá será ella —pensó y se detuvo— pero para no llamar la atención se volvió buscando a alguien para fingir negocio, y junto a sí observó a una beata de hábito de San Francisco, que era nada menos que la Cleofas.
La carroza se acercaba.
— Madre —dijo don César— perdonadme que os detenga, pero si no lo tomáis a mal os preguntaré si podré yo sin ofenderos, ofreceros una limosna que cada mes me he impuesto por devoción dar.
— La humildad que debo imitar de mi Padre San Francisco, me obligaría a aceptar vuestra limosna.
— Entonces tomadla —dijo don César dando a la señora Cleofas un puñado de monedas.
— Dios y mi padre San Francisco os premiarán. ¿Cómo
os llamáis?
En este momento había llegado la carroza y bajaba de ella doña Blanca radiante de hermosura. Don César la vio y su corazón se agitó con violencia. ¿Sería la mujer que esperaba? Esto hubíera sido su mayor felicidad.
Fijó sus ojos ardientes en Blanca, y dijo con marcada intención y en voz alta:
— Me llamo don César de Villaclara.
Doña Blanca miró a don César hablando con Cleofas y pensó inmediatamente que aquel era el hombre que la amaba.
Don César correspondía al ideal que Blanca se había
formado escuchando a la beata.
Había pronunciado su nombre con marcada intención y además, le había simpatizado a primera vista. Luego era él.
Lógica de enamorados.
Con estas reflexiones, Blanca se turbó, se puso encendida
y pisó la orla de su vestido al entrar al templo.
Nada de esto se escapó a la penetración de don César; dejó a la beata, entró al templo detrás de Blanca y se colocó de manera que pudiese verla.
Durante la misa, Blanca levantó dos o tres veces los ojos y don César la miraba siempre: la joven no pudo entender en ese día las oraciones de su devocionario. Estaba enamorada.
Luisa vio entrar a don César y tosió y se movió; y procuró llamar su atención; él la miró, pero como buscaba un lugar para ver a Blanca, se perdió entre la muchedumbre que llenaba el templo.
Al terminarse la misa, los tres se volvieron a ver.
Luisa no se retiró completamente satisfecha.
Doña Blanca subió a su carroza, profundamente preocupada.
Don César, contento, orgulloso, satisfecho, tomó el
camino de su casa, anhelando la llegada de la tarde para hablar con el hombre de la Alameda.
Doña Blanca llegó a su aposento y aunque había dado orden de que no dejaran entrar a la beata, preguntó por tres veces si no había venido, y cada vez que le decían que no, sentía una sensación extraña de disgusto
y de satisfacción, que no sabía cómo explicarse ella misma.
Cuando dieron las cinco de la tarde, el Ahuizote, que
había estado en espera de don César, lo vio aparecer caballero sobre un arrogante alazán y buscando inquieto por todas partes.
— Aquí estoy —le dijo presentándosele.
— Os buscaba con impaciencia.
— ¿Visteis a la dama?
— Sí que la vi, y mi corazón ha quedado prisionero; es tan hermosa, que daría mi vida por besar siquiera la orla de su vestido.
— Pronto os encendéis, pero ¿no la habréis equivocado?
— ¿Puede esa mujer confundirse con otra? ¿Puede equivocarse mi corazón? No, ella era, yo lo siento, lo adivino, apenas me vio se puso encendida como las amapolas de nuestros lagos, se turbó visiblemente y durante
la misa me miró varias veces a pesar de la gente y el respeto del lugar. ¡Oh! decidme su nombre, decídmelo, por Dios; cuanto queráis pedirme, pero ayudadme
a conseguir su amor.
— Os diré sólo que se llama Luisa.
— Luisa, oh, qué nombre tan dulce, Luisa, Luisa mía, ¿Y su condición?
— No, hasta que ella no me lo permita no os lo diré.
— ¿Pero cómo volveré a verla, cuándo?
— Ella os ama, es lo que debe consolaros, le diré que vos la amáis, y quizá muy pronto os lleve adonde verla podáis en vuestros brazos.
— Me haréis el más feliz de los mortales: decidla que
la amo, que la adoro, que desde el punto feliz en que la he visto, no puedo ser más que para ella.
— Mañana venid a este mismo lugar.
— ¿De veras? ¿ Y cómo os llamáis?
— Juan Correa —dijo el Ahuizote.
— Pues bien. Correa, guardad este recuerdo de mi gratitud — y don César desprendió de sus dedos una rica tumbaga.
— Gracias —dijo el Ahuizote— no lo hacía yo por tanto.
— Pues hasta mañana a esta hora aquí.
— Aquí.
Y don César, como todo hombre que va a caballo y recibe una buena noticia, sintió la necesidad de andar aprisa, y comenzó a galopar.
— Yo no entiendo bien esto —decía el Ahuizote—. Doña Luisa me cuenta que el galán apenas le hizo caso,
y él viene tan entusiasmado como nunca me lo hubiera yo figurado; es sin duda que, como las mujeres enamoradas son tan exigentes, ella quería que él hubiera hecho mil locuras; lo cierto de todo es, que ella me ha regalado una cadena y él una tumbaga, y apenas comenzamos ...
— ¿Qué hay? —preguntó.
— La beata —contestó doña Mencía— empeñada en entrar.
— Dejadla que pase —dijo Blanca, poniéndose encendida.
— Santas y buenas tardes —dijo Cleofas entrando.
— Así se las dé Dios —contestó doña Mencía.
— Siéntese usted, madre —agregó Blanca.
Cleofas se sentó y comenzó a platicar de cosas indiferentes, pero la dueña no se salía y doña Blanca tenía miedo de quedarse sola con la beata. Por fin, la beata arriesgó una indirecta.
— Hoy vi al enfermo de que os hablé ayer.
Entonces Blanca se puso pálida y se agachó para ocultar su turbación.
— ¿Y qué dice? —preguntó tímidamente.
— Cada día peor.
— ¡Pobrecito!
— ¿Quién es? —preguntó doña Mencía.
— Un viejecito ciego —contestó doña Blanca.
La beata pensó esto va muy bien y luego agregó recio:
— ¿Hija mía, no os da lástima?
— Y tanto que ya deseo que sane.
— Se lo diré así.
— No ¿para qué?
— Siempre es un consuelo.
— Entonces, si creéis que es un consuelo, decídselo.
— Qué contento se va a poner.
— Pero no dejéis de venir a darme razón de cómo se
encuentra.
— No faltaré.
La beata, impaciente por referir sus adelantos a don Alonso, se despidió pronto, y doña Blanca quedó como
arrepentida de lo que había dicho; pero el recuerdo del joven que había visto con la señora Cleofas y que era para ella su amante, le volvía el valor.
— Pronto cambiasteis, señora, de resolución con la beata —dijo doña Mencía.
— Es que toda la noche pensé en el pobre hombre enfermo de que me habló ayer, y tanto me condolió su situación como me cayó en gracia la caridad de la señora Cleofas.
— Es una mujer muy virtuosa ¡quién como ella! —exclamó
hipócritamente doña Mencía.
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