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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO PRIMERO El convento de Santa Teresa la antigua Capítulo sexto En donde el lector conocerá a la verdadera heroína de esta no menos verdadera historia
Serían las cinco de la tarde cuando una modesta carroza se detuvo en la gran puerta de la casa de la calle de la Celada. Un escudero puso el estribo y una dama, seguida de dos dueñas, descendió del coche y se dirigió
a la escalera principal.
Los lacayos y los palafreneros que andaban por el
patio, se descubrieron respetuosamente; la dama subió las escaleras y penetró en las habitaciones que estaban al extremo de un corredor sombreado por naranjos ylimoneros plantados en magníficos tibores de China.
Un lacayo abrió una mampara de terciopelo, y la dama
se encontró en un elegante retrete amueblado con sitiales y mesas de ébano, y tapizado de damasco color de fuego.
Doña Beatriz salió a su encuentro tendiéndole los brazos y la dama se arrojó en ellos llena de placer.
— Blanca, hija mía —dijo doña Beatriz— hace tanto tiempo que no te veo, que temiendo por tu salud estaba.
— ¡Ah! madrina, sois tan buena conmigo que no sé ni cómo demostraros mi gratitud.
— Ven, hija mía, siéntate, estás algo desmejorada, acaso habrás estado enferma.
— No, madrina, pero ya sabéis, sufro tanto, tanto, soy
tan desgraciada ...
— Don Pedro de Mejía, tu hermano ¿sigue siendo
tan indiferente contigo?
— Pluguiese al cielo, señora, que así fuese, ahora
¿pero estamos completamente solas?
— Solas, Blanca; háblame sin temor, ábreme tu corazón.
— ¡Ay! hace tanto tiempo que no confío a nadie mis
pensamientos, que tiemblo como si alguien nos escuchara.
— Habla, hija mía, nadie te escuchará.
- Ya sabéis cuán grande ha sido la indiferencia de
don Pedro, mi hermano, para conmigo desde nuestros más tiernos años; huérfana de padre y madre, sólo en vos encontré cariño y amparo, y he pasado mi vida sola, siempre sola, sin una ilusión, sin un cariño, sin
una esperanza; mi hermano, procurando siempre alejarme del mundo, impidiéndome siempre que vea a nadie, que hable con nadie, sin consentirme más amistad que la vuestra. Siempre seguida, siempre cuidada, siempre vigilada por dueñas de su confianza, mi existencia
era triste, muy triste, pero tranquila. Cuanto deseaba comprar o tener, tanto se me daba inmediatamente, con tal de que continuara viviendo en el encierro y en el retraimiento, pero ahora ...
Blanca limpió dos lágrimas que se desprendieron de sus hermosos ojos. Doña Beatriz la abrazó con la ternura de una madre, y besó su frente.
— ¿Qué sucede ahora? ¿Eres más desgraciada? ¿Te pasa algo nuevo? Dimelo, hija mía, sabes cuánto te
quiero.
— ¡Ah! sí, señora; de algún tiempo a esta parte, don
Pedro usa conmigo de los más crueles e indignos tratamientos; me obliga ya a no salir de una sola pieza, no me permite ya que me sirvan más que las dos dueñas, me niega cuanto le pido, mis alimentos son ya
escasos y malos, y ha llegado ... a levantar la mano contra mí.
— ¿A levantar su mano contra ti?
— Sí señora, porque insistía yo en venir a veros.
— ¡Pobre Blanca ...! ¿Pero cómo es que viniste?
— Aproveché el momento en que no estaba, y exponiéndome a todo he querido hablaros, porque se trata de una persona para vos muy cara.
— ¿De quién, hija mía, de quién?
— De don Fernando de Quesada.
— ¿De don Fernando? ¿Le amenaza algún peligro?
— Sí, señora, oíd y haced de mi noticia el uso que
queráis: nada me importa que sepan que yo os la he traído. Vos habéis sido la única persona que por mí se ha interesado sobre la tierra, a vos debo, señora, el sacrificio de mi vida, si es necesario. Oidme: hoy al mediodía mi hermano don Pedro y don Alonso de Rivera, vuestro hermano, han concertado para esta noche la muerte de don Fernando de Quesada.
— ¿Su muerte? ¡Dios mío! ¿Su muerte? ¿Y cómo, cómo?
— No podré daros más pormenores, que sólo alcancé
a escuchar que mi hermano decía al vuestro: ¿Está convenido?, y don Alonso contestaba: Don Fernando morirá esta noche, y vos seréis el esposo de doña Beatriz.
— ¡El muerto ...! ¡Yo su esposa ...! ¡Sangre del Redentor ...!
— No os aflijáis así, madrina. Ante todo recordad
que la noche avanza, enviad a avisar a don Fernando que se precava, en tanto que yo vuelvo a mi casa y, si algo supiere, os doy mi palabra que lo sabréis, aun cuando entendiese perder la vida.
— ¡Ah, gracias, gracias! Voy a enviarle un aviso. ¿Pero a dónde, a dónde?
— Os dejo, señora, porque en este momento necesitáis
de todo vuestro tiempo y de toda vuestra libertad. Adiós, adiós, señora.
— Adiós, Blanca, hija mía, que Dios te guarde.
Blanca descendió las escaleras y a la mitad de ellas se encontró con dos hombres que subían. Blanca vaciló
y se puso pálida: aquellos dos hombres eran don Alonso de Rivera y don Pedro de Mejía.
— Por la carroza he conocido que mi hermana estaba de visita en esta casa —le dijo don Pedro— y deseaba
preguntarle si se acostumbra que una joven salga sin licencia de su casa.
— Deseaba visitar a mi madrina ... —contestó la joven.
— Retírese a su casa la doncella inmediatamente, y espere que sabré reprimirla.
Y diciendo esto don Pedro se subió acompañado de don Alonso, y Blanca, encendida de vergüenza y con
el llanto en las mejillas, subió a la carroza.
No hemos cuidado de describir a doña Blanca, y es
fuerza que el lector la conozca.
Dieciséis años tenía y era esbelta como el tallo de
una azucena, con esas formas que la imaginación conciba en la Venus del Olimpo, con esa gracia de la mujer que amamos; el óvalo de su rostro formaba en su barba uno de esos hoyos que son siempre un hechizo, su
pelo y sus ojos negros, como las mujeres del Mediodía, y su cutis sonrosado y fresco.
Doña Blanca era un ensueño, una ilusión vaporosa,
espiritual; parecía deslizarse al andar, como las náyades en la superficie de los lagos; era de esas mujeres que la imaginación concibe, pero que ni el pincel ni la pluma pueden retratar.
Si amáis a una mujer con todo el fuego de vuestro
corazón, procurad describírsela a un amigo, y os desafío a que quedéis contentos de esa descripción y a que no os parezca el retrato pálido y triste.
De doña Blanca casi no podía decirse cómo vestía,
porque las mujeres que impresionan parece que van cubiertas con un velo de nubes, y ante una belleza semejante no se piensa en detalles; deslumbra, ciega, preocupa.
— Mal la pasaremos —decía a doña Blanca una de las dueñas—. Don Pedro está asaz mohíno, y vos, doña
Blanca, nos habéis comprometido.
— Callad, doña Mencía —contestó doña Blanca— que
muchas son ya mis penas para que yo os consienta que os toméis la libertad de reconvenirme; dejad a don Pedro mi hermano ese trabajo, y cuidad de no meteros sino en lo que a vos atañe.
La vieja no contestó y la carroza siguió caminando hasta la calle de Ixtapalapa; allí entró en una de esas soberbias casas que tenían y aún conservan todo el aspecto
de palacios.
La calle de Ixtapalapa era esa larga y recta calle que
hoy tiene en sus cuadras muy distintos nombres, y comprendía todas las que se extienden desde la garita de la Villa hasta la de San Antonio Abad.
En aquellos tiempos no había calles del Reloj, ni calles del Rastro, todas se conocían con el solo nombre de
calle de Ixtapalapa.
Las calles que ahora se llaman Reales del Rastro, fueron las primeras en donde comenzaron a fabricar sus habitaciones los principales conquistadores, y por eso las casas de esa calle, en lo general, tienen ese aire de antigüedad y de fortaleza.
Muchos años después, cuando se colocó el reloj de
Palacio, se les dio el nombré de calles del Reloj, a las que se dirigen al Norte de la ciudad.
Pero volvamos a nuestra historia.
La carroza que conducía a Blanca entró en el patio de
una de esas grandes casas de la calle Real de Ixtapalapa; el escudero volvió allí a poner el estribo y doña Blanca, seguida siempre de sus dueñas, subió y se encerró en su habitación, a esperar llorando la vuelta de su hermano don Pedro de Mejía.
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