Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoprimero del Libro primeroCapítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

*****

LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo primero

De cómo dentro de un templo y junto a la pileta del agua bendita puede un hombre sentirse hechizado


Don César llegó al templo de Jesús María antes de las diez, y se colocó cerca de la entrada, seguro de que todas las damas llegarían allí a tomar el agua bendita.

En efecto, a pocos momentos, Blanca entró a la iglesia.

Comenzaba a tener grande amistad con Sor Inés de la Cruz, porque el plan que Luisa había indicado a don Pedro de Mejía, era tan sabio, que no podía menos de surtir sus efectos; sólo que Luisa no había contado con el amor de Blanca por don César.

Cuando un hombre o una mujer han encontrado por casualidad aunque sea, a una persona por quien conciban una pasión violenta en alguna calle o en algún lugar público, propenden siempre a volver a ese lugar, porque piensan encontrar allí al objeto de su amor.

Esto era lo que pasaba a doña Blanca y por eso volvía al templo de Jesús María, a pesar de que no tenía allí cita con don César. Al verle, palideció y se turbó: estaba ella segura de que la beata le habría llevado ya la respuesta a la carta que suponía haber recibido de él.

Don César, por su parte, creía que la dama con quien había hablado la noche anterior era Blanca.

Los dos creían haberse entendido y, en realidad, no había mediado entre ambos más que el amor adivinado. Don César ofreció a Blanca el agua bendita en la punta de sus dedos, y le dijo muy bajo:

— ¿Me amáis?

— Sí —contestó Blanca con una voz apenas perceptible; pero, que sin embargo, fue oída, lo mismo que la pregunta por otra persona que entraba al templo en aquel momento: por Luisa.

Luisa sintió el fuego tremendo de los celos. Se soñaba tan feliz, había llegado tan llena de ilusiones, que aquel desengaño era para ella terrible.

La pasión la cegó y, acercándose a don César, le dijo con un acento trémulo por la ira, procurando no ser oída por los fieles que estaban entrando al templo:

— Mal caballero sois, don César.

Don César se volvió espantado para mirar quién le dirigía aquel insulto, y vio a Luisa encendida por el furor y más hermosa que nunca.

— ¿Por qué, señora? —preguntó más admirado al ver qué clase de persona era la que le insultaba.

— ¿Cumplís así los juramentos que me hicisteis anoche?

— ¡Anoche! ¿Juramentos a vos, señora?

— Sí, anoche, en las rejas de mi casa.

— No comprendo.

— Lugar es éste en que no podemos explicarnos; salid.

— Pero señora ...

— Os lo ruega una dama ...

— Pues salgamos.

Y don César salió de la Iglesia siguiendo a Luisa, con no poco escándalo de los fieles que lo advirtieron, y que conocían a la dama.

— Afectáis aún no comprenderme —dijo Luisa cuando estuvieron en la calle.

— Por mi fe de caballero que no os comprendo, señora.

— ¡Ah, don César! Mal hace una dama en fiar su honra a persona que no conoce.

— Señora, me insultáis sin yo merecerlo.

— ¿No lo merecéis y os miro requiriendo de amores a una dama, cuando anoche en mi reja me habéis jurado amor y fidelidad?

- ¿Yo?

— Sí, y lo negáis, mal caballero, precisando a una señora como yo a recordaros sus favores que en mala hora se os han concedido. ¿No me habéis dicho anoche que no erais sino mío? ¿No os he puesto en el dedo esa sortija que me jurasteis no apartar de vos nunca? ¿No habéis puesto vuestros labios en mi mano?

— ¿Conque erais vos? —preguntó espantado don César.

— Era ella —dijo detrás de don César una voz—, era ella, ella, que yo mismo os he conducido.

Don César volvióse a ver quién le hablaba, y reconoció al Ahuizote: entonces comenzó a comprender.

— Señora, anoche he creído hablar con esa dama a quien ahora ofrecía el agua en el momento en que vos entrabais al templo.

- ¿Conque es decir que no me amáis? ¿Que he sido un juguete para vos? ¿Un chasco? ¿Conque a quien vos amáis es a esa doña Blanca? Decidme ¿a ella es a quien amáis?

Don César estuvo silencioso.

— Pero yo me vengaré, me vengaré de vos y de ella. ¡Ah! no sabéis lo que habéis hecho, no lo comprendéis todavía: me vengaré, me vengaré de ella, de ella y de vos, que os habéis burlado de mí.

Don César era al fin joven, y Luisa por demás hermosa, y a él no le hubiera pesado que los amores hubieran seguido adelante.

— Pero señora —se atrevió a decir— si vos me amáis, al fin con esa dama aún no tengo nada, y vos podéis perdonarme lo que por mi culpa no ha sido.

— ¡Perdonaros, seguiros amando! Nunca. Ya no os amo: haced cuenta, don César, que no me habéis conocido.

Y diciendo esto se separó de don César y se entró en su carruaje, que la esperaha a poca distancia.

La beata Cleofas que, como de costumbre, estaba en el atrio de la iglesia, había escuchado la despedida de Luisa, y como ella conocía a don César y le estaba agradecida por su limosna, se interesaba ya por él.

— ¡Pobre joven! —pensaba Cleofas—. Qué triste se ha quedado con el enojo de su amada; pero en fin, ella se contentará, que así son las mujeres; y sí no se contenta, mejor, porque es un escándalo que una señora casada como doña Luisa ande en galanteos.

Don César se había quedado pensativo y sin saber qué hacer. Permaneció así inmóvil como un cuarto de hora: le parecía todo un sueño, creía seriamente que estaba hechizado.

La cita con Luisa la comprendía perfectamente; pero la turbación y el rubor de Blanca y aquel tan dulce, tan expresivo, esto era lo que él, por más que hacía, no podía llegar a entender.

Doña Blanca advirtió, como otras varias personas, que don César, después de hablar con Luisa, había salido con ella del templo; pero aunque sintió su salida no malició que se trataba de amores.

La misa terminó. Don César no volvía y Blanca salió de la iglesia.

La primera persona con quien se encontró, fue con la beata, y se dirigió a hablarla.

— Le he visto —le dijo.

— ¿A quién? —preguntó la beata.

— Cómo a quién, a él.

— ¿A él? Si no ha venido.

— Sí, que ha venido y me ha hablado.

— No lo creáis.

— Miradle, allí está —dijo Blanca señalando a don César.

— No lo veo —contestó la beata, creyendo que se trataba de don Alonso de Rivera.

— Allí está parado, miradle, ahora vuelve el rostro.

— Estáis equivocada: ese es don César de Villaclara.

— ¿Pues no es el que os dio para mí el billete ayer? -preguntó espantada Blanca.

— Ni pensarlo, que fue don Alonso de Rivera; este es don César de Villaclara, el amante de doña Luisa, con quien acabo de oirle departir de amores en este momento.

— ¡Jesús me ampare! —exclamó doña Blanca, poniéndose pálida y vacilando.

— ¡Ave María Purísima! —dijo la beata, sosteniéndola— esta niña se pone mala. ¡Doña Mencía, doña Mencía!

La dueña llegó corriendo, los curiosos rodearon a Blanca, que comenzó a volver en sí.

— ¿Qué ha sido eso, qué ha sido eso? —decía la beata.

— Nada, nada —contestó Blanca reventando por llorar.

— Cómo nada y estáis pálida como un difunto.

— Ha sido un desmayo, pero ya pasó; vamos doña Mencía que me siento muy débil.

La beata y la dueña, sosteniendo a Blanca la llevaron hasta su carroza y la ayudaron a subir cuando llegó don César.

— ¿Me permitiréis que os ayude a subir? —dijo.

— Caballero —contestó Blanca con indignación— no sé con qué derecho os atrevéis ...

— Señora, yo creía —murmuró don César.

— Hacedme la gracia de retiraros.

Don César se retiró y el carruaje partió ligero.

El joven tenía aún esperanza de ver asomarse por la portezuela el rostro de Blanca, pero no fue así.

— ¿Qué tiene esa señora? —preguntó a la beata.

— Lo ignoro —contestó Cleofas.

— ¿La conocéis vos?

— Y bien.

— Decidme ¿pudiera yo hablar con vos a solas?

— ¿De qué negocio?

— De uno que pudiera convenirnos.

— Esta tarde a las cuatro, en la casa del Santo Entierro, en la plaza de las Escuelas.

— ¿Cómo os llamáis?

— Cleofas, humilde sierva de nuestro Padre San Francisco.

— Iré, pero esperadme.

— Id, y me veréis.

— Hasta la tarde.

— Que Dios os guarde.
Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoprimero del Libro primeroCapítulo segundoBiblioteca Virtual Antorcha