Presentación de Omar CortésCapítulo décimoterceroCapítulo primero del Libro TerceroBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo décimotercero

Lo que pasó en las bodas de Luisa y de lo que le aconteció a la Sarmiento


A la mañana siguiente Sor Beatriz recibía en el convento de Santa Teresa a su ahijada doña Blanca de Mejía, que entraba de novicia.

Doña Blanca, deshecha en lágrimas, contaba sus desgracias a Sor Beatriz, que procuraba consolarla, pero que comprendía que en realidad sólo el tiempo podía curar aquel pobre corazón.

Al mismo tiempo se celebraban las bodas de Luisa con don Pedro; no se habían hecho grandes preparativos ni se habia convidado mucha gente, pero la casa de Mejia estaba sin embargo muy concurrida.

Eran aquellos días las fiestas del Carnaval, y hombres y mujeres andaban en las calles con máscaras y antifaces, haciendo lujosas y elegantes comparsas.

En aquellos tiempos el lujo de los vestidos, en los carruajes y en las casas era tal, que a decir de los historiadores y viajeros que concurrieron a México en aquella época, no habia ciudad que no pudiera envidiar en esto a la naciente capital de la Nueva España. Una inmensa cantidad de carrozas invadia las calles y los paseos en los días de fiesta, y con tanta magnificencia que los caballos tenían las herraduras de plata, y en sus guarniciones se usaba el oro, la plata y hasta las piedras más preciosas.

La clase baja del pueblo vestía con tanto lujo que un artesano no se distinguía en un día de fiesta de uno de los oficiales reales o de un hidalgo rico.

Las fiestas del Carnaval eran libres y espléndidas, y en los días en que pasa nuestra historia, si bien no había bailes públicos, las calles, los paseos y las casas particulares, estaban alegres y animadas.

La noticia del casamiento de la bella Luisa y de don Pedro se esparció por la ciudad, y en la noche varias damas de todas clases comenzaron a llegar a la casa a felicitar a los nuevos esposos.

Don Pedro aparentaba una alegría que estaba muy lejos de sentir, y recibía a todos con muestras de cariño y de delicadeza, sentado al lado de Luisa, que brillaba como un sol, cubierta de diamantes.

A la media noche se oyó un gran rumor en los patios y se precipitó por las escaleras arriba una comparsa de estudiantes, con sus panderos y sus guitarras, y con todos sus medios de hacer ruido y meter bulla.

Bailaban, cantaban, se entraban por todas las piezas riendo y enamorando a todas las criadas, y chanceando con todos los hombres y alborotándolo todo.

Uno de los estudiantes, de elevada talla, se entró hasta una de las últimas piezas.

La Sarmiento dormitaba en un sitial porque habia querido concurrir también a la boda de Luisa; en el gran desorden que reinaba en la casa de Mejia aquella noche, ninguno cuidaba sino de si mismo, y la bruja, cansada, se retiró a descansar un momento.

El estudiante la vio y comenzó a acercársele por detrás con precaución, volviendo a todos lados la cara para ver si estaba solo. Nadie lo observaba.

Llegó hasta el lado de la Sarmiento que seguia durmiendo tranquilamente.

El estudiante tapó con su mano derecha herméticamente la boca y las narices de la bruja, y con la izquierda le sujetó la cabeza para que no pudiera moverse.

La bruja quiso levantarse y abrió los ojos espantados, sentia que le faltaba la vida; metió con angustia sus manos para apartar las del estudiante que la ahogaba, pero era imposible: aquellas manos y aquellos brazos parecían de acero.

La bruja se retorcía haciendo esfuerzos inauditos para desprenderse, sus ojos querían salirse de sus órbitas. La bruja se moría.

El estudiante acercó su boca al oído de la Sarmiento.

— Bruja infernal, tú mataste a mi amo don Fernando y has hecho la desgracia de mi ama doña Beatriz, me quisiste matar y yo te castigo.

Poco a poco fueron cesando la resistencia y los esfuerzos de la bruja hasta que se quedó inmóvil. Todavía Teodoro conservó su mano sobre la boca de la Sarmiento, hasta que al fin la retiró. La bruja había muerto y el cadáver quedó en el sitial como si estuviera durmiendo.

Teodoro salió y se mezcló entre la turba de los bailadores.

Uno de los otros estudiantes se acercó a él y le dijo muy quedo:

— ¿Ya nos vamos?

— Ya —contestó Teodoro.

El estudiante que le habia hablado dio un silbido con un pito de oro que colgaba de su cuello y luego toda la estudiantina se rodeó de él y se organizó como una tropa a cuya cabeza iba el que habia silbado.

Asi se dirigieron hasta el estrado principal en que estaba don Pedro con su esposa, rodeado de las principales damas y caballeros de la reunión.

Los estudiantes se colocaron frente a los nuevos esposos, tocando y cantando alegres endechas. Todo el mundo reia y palmeteaba.

De repente pitos, panderos y cantos cesaron como por encanto, y el estudiante que hacia de jefe se dirigió costésmente a don Pedro para dirigirle, a lo que parecía, una arenga.

Como todo lo gracioso se esperaba de aquella comparsa, aun de los otros salones llegó gente para escuchar.

El aposento estaba lleno. Todos los estudiantes tenian la mano derecha metida en la abertura del pecho de su ropilla.

— Señor don Pedro de Mejia, muy señor nuestro —dijo el estudiante haciendo una ridicula caravana que hizo reir a todo el mundo—. Esta estudiantil comparsa que con mano firme dirijo y guio, me comisiona para felicitaros por la elección de una esposa que llamarse puede bella entre las bellas, y se huelga de ver elevada a vuestro tálamo a la hermosísima Luisa, esclava de don José de Abalabide, que, confiscada por el Santo Oficio con todos los bienes de su amo, huyó a pasar como mujer de don Manuel de la Sosa, a quien envenenó; a la preciosa querida de don Carlos de Arellano, de cuyo lecho ha huido para venir a daros su mano; a la compañera de la bruja Sarmiento por muchos años.

— Por muchos años —repitió la comparsa.

La concurrencia estaba atónita y nadie se atrevia a hablar. Don Pedro hizo un impulso para lanzarse sobre el estudiante, pero en aquel momento todos ellos sacaron de dentro de sus ropillas un puñal, y aquella falanje de cuarenta hombres, todos decididos, atravesó poco a poco en medio de la concurrencia, llevando todos en la mano el puñal desnudo.

El que cubria la retaguardia era Teodoro. El que habia hablado era Martin. Nadie les habia conocido. Luisa habia quedado desmayada de rabia y de vergüenza en el estrado.

La comparsa de los estudiantes, seguida al principio por algunos curiosos, se perdió por fin en las calles oscuras y tortuosas de los barrios fuera de la traza.

Don Pedro de Mejia hubiera dado cualquier dinero por enmudecer las cien lenguas que salieron por todas partes a predicar el acontecimiento de la casa; pero era más fácil aprisionar el viento y guardar en sus cofres un rayo de la luz del sol, que cortar el escándalo.

La concurrencia fue desapareciendo poco a poco, como por encanto, y a poco tiempo no quedaban en los salones más que Luisa, sentada en un sitial, con la cara oculta entre sus manos, y don Pedro, paseándose en el mismo aposento con aire triste y meditabundo.

Las bujías alumbraban aún con todo su esplendor los desiertos salones, y los lacayos y los esclavos, temerosos, no se atrevían a apagar aquellas luces por miedo de que estallase la tempestad que presentían. Nadie ignoraba lo que acababa allí de acontecer, y por eso reinaba en la casa el más profundo silencio; nadie osaba decir una palabra ni atravesar siquiera por un salón; parecía como que el dueño de aquella casa habia muerto repentinamente, y se hacia el duelo a su honor, a su reputación y a su felicidad.

Don Pedro comprendía que iba a ser en lo de adelante el ludibrio de la ciudad y a verse expuesto a la vergüenza de que le reclamara el Santo Oficio a su esposa como esclava fugitiva.

Luisa conocía que su secreto estaba ya a la merced del vulgo: temblaba al considerar que la Inquisición la arrebataría del lugar a que habia llegado, a fuerza de constancia y de trabajo, y sentia contra Teodoro un odio tan grande, que no es para describirlo.

Por otra parte, no era ya la mujer ni la viuda del débil don Manuel de la Sosa; pertenecía al terrible don Pedro de Mejia, y su enojo la espantaba. Una vez dado el escándalo ¿que podía contener a su marido? Nada.

Don Pedro, sombrío, seguía paseándose, y Luisa permanecía con la cabeza reclinada en sus manos; sus collares, sus pendientes y sus tembeleques de brillantes, formaban como una cascada de luz entre sus negros cabellos, sobre su bellísimo y torneado cuello.

De repente Luisa se paró, sin hacer el menor ruido y se arrojó a los pies de don Pedro, exclamando:

— ¡Perdón!

Don Pedro se detuvo, la miró con los ojos encendidos y como despidiendo llamas de furor, hizo intención de hablar, llevó la mano al puño de oro guarnecido de piedras preciosas de su espadín, y luego, sacudiendo la cabeza, siguió con sus meditabundos paseos, procurando evitar el contacto con Luisa, que se habia quedado arrodillada en el mismo lugar.

— ¡Perdón, esposo mío! —volvió a exclamar aquella mujer a poco rato, abrazando una de las piernas de su marido.

— ¿Vuestro esposo? —rugió, por decirlo asi, don Pedro—. Que el cielo me contenga, porque al oiros decir esa palabra, con ánimo me siento de atravesaros con mi estoque el corazón.

— ¡Perdonadme! ¡Perdonadme!

— Soltad, señora, soltad, que me ahoga la indignación.

— No, no, perdonadme.

— ¡Suéltame, esclava vil! Sal de esta casa ...

— ¡Don Pedro, por Dios!

— Suéltame ...

— ¡Por Dios! —repetía Luisa arrastrándose de rodillas por el pavimento y siguiendo a don Pedro que hacia esfuerzos terribles para deshacerse de ella.

— ¡No me sueltas! Pues bien, morirás, que harto escándalo somos ya los dos en esta tierra.

Don Pedro tiró de su espadín, pero Luisa le asió la mano y comenzaron entre los dos una lucha horrorosa.

Mejia habia perdido ya enteramente la cabeza con el furor y la excitación que le causaba la resistencia de aquella mujer.

— ¡Piedad! ¡Ah, piedad! Don Pedro, no me matéis, no por Dios, me iré, me iré.

— No, no; ya no quiero que te vayas, ya no; quiero que mueras, y morirás.

El espadín salió por fin de la vaina y Luisa lanzó un grito de angustia al verlo brillar a la luz de las bujías.

En aquel momento una multitud de lacayos y esclavos invadió el salón, gritando:

— Señor, señor.

— ¿Qué hay? —dijo don Pedro reportándose y procurando impedir que los criados viesen el estoque desnudo—. ¿Por qué entráis todos aquí sin mi permiso?

— Señor —dijo uno de los lacayos— hemos encontrado en uno de los aposentos interiores a una mujer muerta.

— ¡Cómo! —exclamó don Pedro— ¿quién es ella?

— Una anciana.

— ¡Ah! la maldición de Dios ha venido a mi casa con esta mujer —dijo don Pedro, y luego dirigiéndose a su mayordomo, agregó:

— Tirol, a esa señora la echas en este momento a la calle ¿lo oyes? En este momento, porque si no, no seré capaz de contenerme y la mataré.

— ¡Señor! —dijo el mayordomo.

— Obedece —exclamó fieramente don Pedro.

Luisa se levantó y comenzó a seguir humilde y resignada a Tirol, pensando que no tenia más recurso que la casa de la Sarmiento.

En el instante en que salía, oyó a un lacayo decir a don Pedro:

— Aquí está la muerta.

Luisa volvió la cara y reconoció el cadáver de la bruja.

— ¡Jesús, hijo de David! —exclamó vacilando y apoyándose en el hombro de Tirol.

— Vamos pronto, señora —dijo con altivez el mayordomo, retirándose un poco para que Luisa no se apoyase en él.

Llegaron al zaguán de la calle, que abrió el mismo Tirol. Luisa se detuvo un momento, pero el mayordomo la empujó hasta afuera con tal violencia, que fue tropezando hasta la mitad de la calle.

Desde allí se descubrían los balcones de la que estaba dispuesta recámara nupcial, profusamente iluminada.

Luisa estaba sola en medio de la noche, en una calle desierta, vestida de baile y cubierta de joyas.

Entonces le volvió su antigua resolución, miró a los balcones por última vez y echó a andar, exclamando con una voz ronca:

— Yo me vengaré ...

A los dos días de este acontecimiento tomaba solemnemente el hábito de novicia en el convento de Santa Teresa, doña Blanca de Mejia.
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