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Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO SEGUNDO

Las dos profesiones

Capítulo cuarto

En que se ve que la Sarmiento sabía lo que entre manos traía


Al día siguiente don Pedro de Mejía recibió un recado de la Sarmiento, suplicándole que en esa noche no faltase a su casa a las oraciones; y en efecto, al cerrar la noche, Mejía llegó a la casa de la bruja.

— Habeisme enviado a llamar —dijo Mejía.

— Sí —contestó la bruja—, porque para cumplir con lo que su señoría me ha encargado, fuerza será que su señoría me ayude.

— ¿Qué es lo que queréis de mí?

— Sencilla cosa: que esta noche a las once estéis aquí y me consultéis el modo de deshaceros de don Fernando, bajo el supuesto de que doña Beatriz os ha correspondido vuestro amor.

— Pero eso no es cierto.

— Lo conozco, por desgracia vuestra; pero supuesto que tratáis de robar a doña Beatriz y, por consiguiente, de deshaceros de los dos, no supongo que os paréis en tan poco como en representar una comedia.

— Lo que puede producirme grandes compromisos.

— Si tenéis fe en mí, dejadme hacer y nada temáis.

— Quiere decir que debo consultaros el modo de deshacerme del oidor, supuesto que doña Beatriz no tiene más impedimento para ser mía que su compromiso con don Fernando.

— Exactamente; pero sin dar a entender que hemos hablado nada de este negocio.

— Ya se deja entender.

— Entonces retiraos, y venid a las once.

Mejía se alejó y la vieja se quedó en espera de Martín, a quien había citado para aquella noche. A las diez se presentó el bachiller.

— Creí que no veníais —dijo la vieja.

— ¿Falto yo acaso a mi palabra nunca? —contestó Garatuza.

— ¿Me habéis traído lo que os encargué?

— Sí, precisamente es una sortija que don Fernando recibió de doña Beatriz.

— ¿El os la dio?

— No, yo logré extraerla sin que él lo conociera, al fin pronto volveré a ponerla en su lugar.

— Dadme acá.

— Tomadla, y no vayáis a perderla.

La Sarmiento tomó la sortija y la guardó en su seno.

— Ahora —dijo— lo primero que me queda que hacer es probaros que doña Beatriz ama a otro, que engaña al oidor y que éste es ya un obstáculo, una carga para ella y para su nuevo amante; que tratan de deshacerse de él como de don Manuel de la Sosa ¿os acordáis? Bien, venid y poneos en acecho como lo habéis hecho otra vez, pero cuidad de no ir a cometer alguna imprudencia.

— No.

La Sarmiento bajó con Martín al subterráneo y lo colocó en donde mismo le había ocultado para escuchar la consulta de Luisa.

A las once en punto don Pedro de Mejía, embozado en una ancha capa negra, llamaba a la puerta de la casa de la Sarmiento.

Condújole la bruja al subterráneo y lo hizo sentar en un sillón de manera que nada perdiese Martín de la conversación que iba a tener lugar allí.

— ¿Conque podría su señoría —dijo la Sarmiento— decirme a qué debo tan alto honor?

— Trátase —contestó don Pedro— de que me deis algo para deshacerme de un hombre.

— ¿Enemigo de usía?

— Así es en efecto, pero más que enemigo es un estorbo para mi felicidad.

— Puede hablar usía con confianza y con franqueza, pues en estos casos es necesario.

— Bien, os diré todo con sus nombres y señales.

Podían oírse en esos momentos los latidos del corazón de Martín.

— Es el caso —dijo don Pedro— que amo y soy correspondido de una hermosa y principal señora que se llama doña Beatriz de Rivera.

— ¿Qué, no es libre? —preguntó hipócritamente la bruja.

— Sí y no, porque no es casada, pero tiene contraído compromiso de dar su mano a un hombre a quien no ama: es el oidor don Fernando de Quesada, el cual ha llegado al extremo de llevar depositada a mi señora doña Beatriz a la casa de la virreina.

— Pues si no ama al hombre a quien prometió su mano ¿por qué se la prometió?

— ¿Es preciso decíroslo?

— Sí.

— Entonces os diré que se la prometió ... por ...

Mejía no encontraba qué decir, porque no venía preparado para esta respuesta, pero de repente se sintió como iluminado y agregó:

— Se la prometió por hacerle su aliado en cierto negocio de la fundación de un convento en que doña Beatriz tenía un capricho de esos que sólo las mujeres suelen tener.

— ¿Pero ella no le ama ya?

— Bah, nunca le ha amado.

— ¿Y a usía?

— Como a su vida.

— ¿Y queréis ambos ...?

— Apartar el obstáculo a cualquier precio.

— ¿Estáis decididos?

— A todo.

— Bien, tome usía estos polvos, compre a un criado de la casa de don Fernando que los haga tomar a su amo, y estaréis libre de él.

— ¿De veras? —dijo con alegría don Pedro, que se había poseído de su papel hasta olvidar que todo era una comedia preparada por la bruja.

— Como estar aquí usía.

Mejía recibió los polvos de la bruja y salió del subterráneo alumbrado por ella.

Al llegar a la puerta de la calle, la Sarmiento dijo a don Pedro:

— Tira desos, y no hagáis uso de ellos.

— Es decir ...

— Es decir que habéis prometido dejarme obrar ...

— Pero ...

— Tened un poco de paciencia, tirad los polvos y guardad el más profundo silencio de cuanto aquí ha pasado.

— Bien ¿pero hasta cuándo?

— Cuatro días os puse de plazo, y va uno.

La Sarmiento cerró la puerta, y volvió a buscar al bachiller. Martín estaba horriblemente pálido.

— ¿Qué diréis ahora? —preguntó sonriéndose la bruja.

— Digo que sois una mujer infame.

— ¿Porque os he descubierto este secreto?

— No, sino porque habéis dado un veneno para don Fernando, que es mi amigo.

— Si ese es vuestro cuidado, podéis estar tranquilo, que soy mejor amiga vuestra que lo que parece: los polvos que le he dado a don Pedro no harán más daño al amigo vuestro, si a tomarlos llega, que a vos que no los probaréis: son polvos de pan.

— ¿Es verdad eso?

- Ya lo veréis, y supongo que ya tendréis completa seguridad en cuanto os diga, con lo que habéis oído y presenciado en esta noche.

— ¡No me habléis de eso!

— Por el contrario, de ello tengo que hablaros. ¿Qué pensáis de doña Beatriz?

— Pienso que todo eso es increíble.

— ¿Persistís aún en vuestra duda?

— No; pero os aseguro que hay para volverse loco; ¡ella que me hablaba de él con tanta pasión ...!

— Porque sabía que vos ibais a referírselo a él.

— Pero ella lo salvó de la muerte una noche ...

— Es verdad; pero debe haber sido por no perder el aliado en el negocio de la fundación del convento. ¿A que no le salva hoy?

— Quizá sean calumnias de don Pedro.

— Y ¿a qué venía habérmelas dicho a mí, cuando se creía solo conmigo y podía simplemente haberme pedido un tósigo para libertarse de un enemigo?

— Tenéis razón —dijo Martín pensativo— ¿quién lo creyera de doña Beatriz?

— ¿Quién? Cualquiera que no tuviera, como vos, ideas tan absurdas respecto de las mujeres.

— ¿Realmente creéis que no debe fiarse de ninguna mujer? —preguntó Martín.

— Si he de contestar la verdad, de ninguna.

— ¿Ni de María ? —dijo apasionadamente el bachiller.

La Sarmiento en vez de contestar lanzó una burlona carcajada.

— ¿Qué queréis decir con eso? —exclamó Martín con furor, tomando con violencia una de las manos de la bruja.

— Vamos —dijo con enfado la bruja—, veo que abusáis de mi amistad. Bastante hago por vos, cuidad vos un poco de María, si queréis que no se rían de vos, y dejadme.

— Pero ...

— Harto os he dicho, dejadme.

Martín hizo ademán de salirse.

— Oídme, bachiller —dijo la Sarmiento—, no digáis al oidor nada de don Pedro de Mejía , porque sería precipitar las cosas. Yo os pondré al tanto de todo lo que ocurra, para aprovechar una ocasión.

— Muy bien ¿y cuándo vuelvo?

— Mañana a la oración.

— ¿Nada puedo decir al oidor?

— Si queréis, indicadle que doña Beatriz le engaña, para que él procure averiguar; pero ni le habléis de don Pedro, ni le digáis de dónde hubisteis la noticia: una imprudencia puede costaros a vos y a ellos muy caro.

— Decís bien, hasta mañana.

— Felices noches.

Y Martín se retiró pensativo por lo que había oído decir a don Pedro y con el veneno de los celos en el corazón, por lo que le había dado a entender la Sarmiento.

Martín estaba apasionado, era susceptible; creía haber encontrado una joya en María y la menor sospecha le volvía feroz; era capaz de haber matado en aquel momento a cualquier hombre que le hubieran indicado como rival suyo, y a medida que se alejaba más de la casa de la Sarmiento, oía más clara la burlona carcajada de la bruja , y el furor hervía en su pecho.

Cuando llegó a la casa de la calle del Factor, María le esperaba risueña; pero Martín estaba sombrío y la pobre criatura se puso triste.
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