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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO SEGUNDO Las dos profesiones Capítulo sexto En donde se acaba de probar que los celos son malos consejeros
A las doce de la noche doña Beatriz llegaba a la casa de la Sarmiento, y a la misma hora don Fernando se presentaba en palacio acompañado del bachiller.
Se dirigió a las habitaciones de la virreina y con poco trabajo supo por medio de las camareras que doña Beatriz había salido.
Nada más quiso saber y volvió a su casa sombrío como una noche de tempestad. Martín no le quiso abandonar y permaneció a su lado procurando calmarle, hasta muy avanzada la mañana, en que el oidor, fatigado,
se durmió sentado en un sitial.
En ese intermedio había pasado una escena semejante en la casa de la Sarmiento.
La bruja había hecho ir a su casa, a esa hora en que sabía que Martín acompañaba al oidor, a la muda María lujosamente vestida, y procuró dar a la casa todo el aspecto de una casa pobre pero cristiana y decente.
Doña Beatriz, seguida de Teodoro y de dos esclavos más, llegó a la puerta, conducida por el Ahuizote, cómplice ciego en todas las maldades de la bruja.
— Señora —dijo levantándose la Sarmiento al ver a doña Beatriz— pasad a esta vuestra humilde casa, conoced a mi María.
Doña Beatriz al contemplar la belleza de María, sintió un agudo dolor en el corazón. María se paró y tendió con un aire encantador la mano a doña Beatriz, que lanzó un grito.
Había reconocido en los dedos de la muda una sortija, que ella había regalado al oidor: esta era para ella la prueba más terrible.
Nada más quiso saber, nada más quiso averiguar, todo
le pareció entonces cierto, y despidiéndose violentamente se volvió a palacio, pocos momentos después que el oidor había salido de allí.
La Sarmiento recogió la sortija que tenía la muchacha y que era la misma que ella le había pedido al bachiller, y condujo, en compañía del Ahuizote, a María a su casa del Factor, de la que sólo la había hecho
salir para hacerla inocente cómplice de aquella infernal trama.
A la mañana siguiente la primera persona que llegó a la casa de la Sarmiento, fue el bachiller: acababa de dejar al oidor.
— Buenos días, señora.
— Dios os guarde, señor bachiller. ¿Tan temprano por acá?
— Vengo por la sortija que os di anoche.
— Cómo ¿no queréis que se haga el conjuro?
— Mirad, en primer lugar, que sólo por no daros un disgusto, iba yo a presenciar el tal conjuro, que saldría tan cierto como lo que me dijisteis, que doña Beatriz correspondía el amor de don Fernando.
— Le correspondía.
— Pero le engañaba.
— Bien, por eso os agregué que nunca poseería él a la mujer que amaba.
— Para todo tenéis una salida; dadme el anillo, que ahora ya todo se descubrió: es fácil que el oidor rompa su promesa y busque el anillo.
— Tomad la sortija y decidme ¿porqué creéis que romperá
la promesa?
— Ay, es nada, porque doña Beatriz le es infiel, y mientras él piensa en ella, la dama sale a media noche a la calle.
— Vaya, pues son escrúpulos, porque conozco yo otros a quienes pasa lo mismo, y creo que no lo malician —dijo sonriéndose la bruja.
Los celos volvieron a encenderse en el corazón de Martín, más terribles con lo que había presenciado.
— Supongo que eso no lo diréis por mí, que un ángel es María.
La bruja volvió a soltar la carcajada que tanto había irritado a Martín la noche anterior, y él, por no poderse
contener, salió sin despedirse de la casa de la Sarmiento.
— Ahora sí, ya está en razón la cosa —dijo—, bueno será avisar a don Pedro de Mejía; despertaré al Ahuizote que duerme y le encargaré su papel.
— Hombre —dijo entrando a la cocina, en donde el Ahuizote roncaba sobre un mal jergón— levántate, que tengo que hablarte.
— ¿Qué me queréis? —dijo el Ahuizote levantándose.
— Oyeme bien ¿qué dieras tú por saber a dónde está María y quién te la robó?
— Cuanto tengo —dijo el Ahuizote.
— ¿Y por vengarte de él?
— Mi vida.
— Bueno, yo te voy a dar el medio de vengarte sin exponer uno solo de tus cabellos y, además, serás el poseedor de María. ¿Te conviene?
— Mandadme.
— Sólo que es necesario que hagas ni más ni menos cuanto te voy a decir ¿lo entiendes? Sin apartarte de todo ello un solo punto.
— Lo haré.
— Bien, acompáñame a la casa de don Pedro de Mejía y te diré en el camino.
Aquella tarde el Ahuizote encontró a Martín en la calle.
— Garatuza —le dijo— ¿a dónde vas?
— A la casa de don Fernando.
— Siempre tú con esos gachupines que te han de pagar mal; ven, echaremos un trago de pulque y hablaremos, que tengo mucho que contarte.
— No es posible, el oidor tiene una aflicción y necesito acompañarle.
— ¿Y el día que tú la tengas te acompañará él?
— Calculo que sí.
— No lo pienses: vamos, vente conmigo, qué te importa.
— Imposible —dijo Martín separándose.
— Bien, Garatuza, vete; si se ríen de ti las gentes, recuerda que yo he tratado de impedirlo.
— ¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —dijo volviendo precipitadamente
Martín y recordando las indirectas de la bruja.
— Si no quieres saberlo, si te empeñas en ignorarlo.
— No me empeño, pero no creía que era cosa grave.
— Lo es.
— Dímela.
— Pues vamos andando. Ante todo quiero que me confieses que me hiciste una mala acción.
— ¿Cuál?
— Sabías que estaba yo enamorado de María y te la llevaste.
— Hombre, yo ignoraba ...
— No mientas, al fin ya pasó y te la perdono. Si tú me hubieras hablado con franqueza, te habría dicho que hacías mal en llevártela, porque la conocía yo mejor que tú; pero ya lo hiciste y ahora adelante con la
cruz.
— Entonces cree lo que quieras.
— Yo no soy rencoroso y te lo voy a probar, pero prométeme que no harás escándalo y me oirás con paciencia y seguirás mis consejos.
— Si me parecen buenos ... Pero dime ¿de qué se trata?
— Pues bien, se trata de que no seas niño, de que no te dejes engañar.
— ¿Engañar de quién?
— De María.
— ¡De María! —exclamó pálido Martín.
— De María: óyeme, yo he tenido amores con esa muchacha, y que diga la Sarmiento lo que quiera, me correspondió, me dejó por ti, bueno, le pareciste más joven, más galante, más rico, no importa; pero otro le
puede a su tiempo parecer mejor que tú.
El bachiller se había detenido y escuchaba con la cabeza inclinada al Ahuizote, que continuaba diciendo:
— Te voy a confesar, como celoso yo, y después de haber averiguado en dónde tenías a la muchacha, vine a rondar una noche por tu casa, seguro de que tú no estabas porque te había yo dejado en el Arzobispado. Me detuve frente a la puerta de la casa, la noche estaba oscura y observé que un hombre llegaba, llamaba y entraba. Aquel hombre no eras tú. Quise cerciorarme y permanecí así en atalaya, hasta que pasado algún tiempo
el hombre volvió a salir: casi estaba seguro de que tú no eras, pero quise estarlo aún más. Le seguí y al pasar por delante del farol del Cristo que hay en las casas de don Leonel de Cervantes, me cercioré de que verdaderamente no eras tú. Volví algunas noches y observé que, cuando tú no ibas, él entraba siempre a casa de María.
La rabia se apoderó del corazón de Caratuza, pero no estalló; su furor reconcentrado era aún más espantoso.
— ¿Y dices —preguntó con una voz cavernosa— que aún va ese hombre a la casa de María?
— Y tan seguro estoy, que si quieres avisa a María que esta noche no vas y nos ponemos a vigilar la casa: lo verás con tus propios ojos.
— ¿Me acompañarás?
— Te acompañaré.
— Vamos a avisar a María que no voy a verla en esta noche.
— Vamos, y ya no nos separaremos.
La Sarmiento no descansaba, y ya hemos visto las lecciones que dio al Ahuizote y lo bien que él desempeñaba su papel.
Fuese luego a visitar a la muda y le dio a entender que un amigo de Martín, que tenía un negocio con él, vendría a las once a esperarle para hablarle en secreto, y ordenó a la criada que cuidaba la casa, que un caballero llamaría a las once con cuatro golpes, que no tardase en abrirle.
Don Fernando de Quesada, que no había tenido ánimo para salir en todo el día de su casa, recibió en la tarde otro anónimo con la misma forma de letra que el anterior, y que decía:
El oculto amigo de don Fernando de Quesada
le avisa que si quiere mejores datos sobre la infidelidad de doña Beatriz, ocurra (si no tiene miedo) esta noche, a las once en punto a una casa
baja en la calle del Factor, y que tiene por señas una puerta alta y angosta con dos ventanas de cada lado. Cuatro golpes en la puerta para llamar, no
hay por qué desconfiar.
El oidor leyó y releyó esta carta mil veces. Estaba concebida con tan infernal astucia, que hasta el amor propio del oidor se ponía en juego con aquella frase subrayada, si no tiene miedo.
¿Debería ir? Cualquiera desengaño sería preferible a la situación en que se encontraba. Era preciso, era indispensable salir de aquella angustia.
— Iré, iré —dijo resueltamente— aun cuando me costara la vida, aun cuando no fuera sino para presenciar mi desgracia y humillar a la ingrata.
A las once el oidor salió de su casa embozado en una gran capa, y se dirigió a la calle del Factor.
La noche estaba oscura y pavorosa, pero el alma de aquel hombre estaba más negra; con facilidad encontró la casa que buscaba y dio cuatro golpes en el zaguán, que se abrió inmediatamente.
— ¿L o ves? —dijo el Ahuizote a Martín desde la acera de enfrente, en donde se había puesto en acecho.
— ¡Infame! —contestó Martín queriéndose lanzar a su casa.
— Calma —dijo el Ahuizote—, tiempo hay para todo.
Espera que salga; ahora alborotarías la vecindad, no te abrirían y él podría huir sin que tú lo conocieras siquiera.
Martín se contuvo y se puso a observar. Su respiración era agitada, su corazón latía de una manera espantosa, y sus oídos zumbaban, y en medio del vértigo que se había apoderado de él, le parecía oír de cuando en cuando la burlona carcajada de la Sarmiento, que en aquellos momentos comprendía cuánto tenía de cruel y de sangrienta.
Así pasó una hora mortal para Martín.
El oidor había entrado y encontrádose con María, a la que nada pudo entender, y a la que no pudo tampoco hacer comprender el objeto de su visita.
Don Fernando esperó una hora, al cabo de la cual, creyendo que la persona que le debía dar la luz que buscaba no vendría, pensó en retirarse y esperar nuevo aviso, y se despidió silenciosamente de María.
La puerta de la calle se abrió, destacándose en su claro la figura del oidor.
Martín desnudó su daga y oyó en este momento muy cerca la burlona carcajada de la bruja. Esta vez el Ahuizote no le detuvo.
Martín vio cruzar ante sus ojos una nube de sangre y se lanzó sobre el oidor, y antes que éste hubiera tenido tiempo siquiera de bajarse el embozo, la daga del bachiller había atravesado su corazón.
Don Fernando lanzó un gemido y cayó muerto; la criada cerró espantada la puerta y el bachiller, sombrío, se quedó de pie al lado del cadáver.
— Vámonos —dijo el Ahuizote tomándole de un brazo; vámonos, ponte en salvo: has matado a un hombre y no sabemos ni quién será.
— Y esa mujer —dijo con ronco acento Martín— ¿se queda sin castigo?
— Más tarde será: por ahora salvémonos.
Y casi arrastrando se llevó a Martín y se perdieron entre las sombras. La mañana siguiente, doña Beatriz, extraordinariamente pálida, conversaba con doña María la virreina y con sus hijas.
— Pálida estáis —decía la virreina— ¿qué tenéis?
— Puedo asegurar a V. E. que yo misma no lo sé. He pasado tan mala noche.
En este momento se oyeron las campanas de algunas iglesias que tocaban a muerto.
— Tocan a muerto —dijo devotamente la virreina—. ¿Quién será? Pobre: Réquiem aeternam dona eis. Domine.
— Et lux perpetua luceat eis —contestaron las señoras.
Una camarera entró y la virreina le dirigió la palabra.
— ¿Por quién doblan?
— Señora —contestó la camarera— un caballero acaba de dar la noticia de que es porque en la calle del Factor, en la casa en que vivía una muchacha muda, se ha encontrado atravesado de una puñalada el cadáver del
oidor don Fernando de Quesada.
— ¡Jesús me favorezca! —exclamó doña Beatriz, desplomándose
en un sillón desmayada.
— ¡Imprudente! —dijo a la camarera la virreina apresurándose
a socorrer a doña Beatriz.
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