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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo décimonono Lo que pasó a dos personas que quizá haya olvidado el lector
Como dicen vulgarmente, que cuidados mayores quitan menores, por seguir el hilo de nuestra historia hemos abandonado desde hace mucho tiempo a dos personas que, no por su poca representación dejan también, como dicen los modernos políticos, de haber contribuido con su grano de arena.
Tal vez el lector no recuerde ya a Felisa, la muchacha del convento de Santa Teresa, y al sacristán su novio, a quienes abandonamos en los momentos mismos en que la ronda se cansaba en su persecución.
Les abandonamos en el momento del peligro, pero esto es en estos tiempos cosa muy común.
Los dos fugitivos eran jóvenes, fuertes, y agitados por el miedo parecían tener alas en los pies como Mercurio. Los corchetes, que no tenían mucha prisa por dar con su humanidad en tierra y que iban estorbados por las capas, las espadas y las varas, perdían ya las esperanzas de hacer la presa.
El sacristán y su adorada dieron vuelta por la calle del Arzobispado y llegaban ya cerca de la entrada de Santa Teresa, cuando de la plaza vieron venir otra ronda.
Los perseguidores comenzaron a gritar ¡Atajen a
esos! ¡Atajen a esos! y el refuerzo se puso en movimiento.
Los fugitivos esquivaron el encuentro tomando por la calle cerrada de Santa Teresa, y llevando no muy de cerca a sus enemigos, lograron llegar a la puerta del templo por donde habían salido con Blanca hacía poco.
Felisa no podía ya correr; el cansancio y la fatiga, unidos con el terror, no la permitían dar un paso. Por más que su amante la instaba, la pobre muchacha no podía moverse.
El sacristán creía ya llegada su última hora cuando una idea luminosa cruzó por su cerebro, buscó en sus bolsillos y sacó precipitadamente una llave —era la de la Iglesia.
En esos momentos abrió la puerta, y empujando para dentro del templo a Felisa, se entró detrás de ella y cerró cuidadosamente procurando no hacer ruido.
La ronda pasó por frente a la Iglesia sin pensar siquiera
que allí se habían refugiado los fugitivos.
El sacristán miraba por una hendidura de madera, y Felisa había caído de rodillas. Así transcurrió cosa de media hora.
— Se han ido —dijo muy bajo el sacristán—. Vámonos.
— No —contestó Felisa— Dios me ha hecho volver milagrosamente a su casa de donde había yo huido, y no saldré ya de ella.
— Pero, mi vida, por Dios ¿y tánto trabajo para que salieras, y las llaves?
— Las llaves, que por fortuna no he perdido, me servirán para volverme por donde vine, y si Dios permite que nada hayan observado las madres, me guardaré por siempre el secreto de lo que ha pasado en esta noche
como si fuera un sueño. Dios haga muy feliz a Sor Blanca, ya que me hizo a mí tan dichosa de haber podido volver aquí sin que otra novedad me lo hubiera impedido. Adiós y ojalá que a ti te sirva esto de lección como a mí.
Y Felisa, con toda la resolución de las pasiones fanáticas que en cada acontecimiento miran un aviso de la
Providencia, no quiso detenerse, y sacando un manojo de llaves se entró al interior del convento, dejando al amante sumergido en la meditación más profunda.
— ¡Quizá sea mejor así! —dijo el sacristán—. No hay mal que por bien no venga; aun es casi media noche, bueno será dormir ya que salimos con bien. Abrió uno de los confesionarios y se acomodó dentro. Media hora después roncaba.
Felisa entró temblando al convento; felizmente para ella nadie había notado aún su falta. Reinaba en el convento
el mismo silencio.
Felisa se dirigió a la celda de Sor Blanca y dejó en ella la caja de alhajas que se había traído, y luego cerró la puerta.
Nadie supo nunca que aquella mujer había pasado unas horas fuera del convento.
El sacristán siguió, como siempre, siendo muy del agrado
de sus monjitas por su actividad y limpieza.
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