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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo tercero Cómo se conspiraba en el Palacio del señor Arzobispo de México, a fines del año de 1623
Don Melchor Pérez de Varáis entró al Arzobispado y se encaminó a la cámara en que celebraba sus consejos el prelado.
El arzobispo don Juan Pérez de la Gema estaba allí en compañía de otras dos personas, y todas hablaban con tanto calor, que se conocía que de cosas harto graves e importantes se trataba.
Recibieron todos al corregidor con muestras de grande
cordialidad y aprecio, y continuaron su interrumpida conversación.
— Decía el señor oidor licenciado don Pedro de Guevara y Gavina —dijo el Arzobispo al corregidor— que nada es posible adelantar con la vuelta de los galeones de Castilla, por cuanto Su Majestad está completamente decidido por el marqués de Gelves.
— Por eso proponía —dijo el licenciado Vergara— mi compañero el señor doctor Caldos de Valencia, que era ya preciso consentir en que el pueblo obrase libremente, para obligar a la Corte de España a enviar un
visitador y mudar la residencia del marqués de Gelves.
— No me parece mala esa idea, tanto más que sobran personas que quieren tomar parte en cualquier tumulto contra el virrey —dijo don Melchor.
— Creo —agregó el doctor Caldos— que contamos con tales elementos, que nunca ocasión alguna puede haberse presentado más propicia. En primer lugar, el apoyo de su Señoría Ilustrisima, que es ya más que bastante
por su sagrado carácter y por el cariño que todos los fieles le profesan.
El arzobispo hizo una caravana.
— Después —continuó el doctor— todas las clases de la colonia están heridas por el marqués de Gelves en lo más sensible, y todas con ánimo y voluntad firme de vengarse: el comercio con esa prohibición de los tratos y regateos que ha inventado, le aborrece de muerte, porque más de cien familias ricas están quedando por eso en la miseria.
— Sí —dijo el licenciado Vergara— mas el pueblo entiende
que en esto le resulta un favor.
— En poco os paráis —contestó el doctor Caldos— ¿tenéis más que hacerle entender al pueblo, que estos regateos los prohibo y persigue para dejar como único abastecedor y obligado a su amigo don Pedro de Mejia?
— ¡Qué brillante idea! —dijo don Melchor, pensando que esto iba a facilitar los proyectos de Luisa—. Es una idea soberbia, porque aún me duelen las doce mil cargas de maíz que me hizo llevar a la Alhóndiga, y la
causa que con tanto empeño me sigue ...
— También hablaremos de vuestra causa —dijo el Arzobispo—
que buen pretexto nos dará, según va ella, para más de cuatro cosas.
— Continuaré si me lo permitís —dijo el doctor Galdos —pues además de los resgatadores, contamos con todos los portugueses y extranjeros, que son muchos, a quienes el virrey ha apartado de los asientos de minas, y que estarán dispuestos para todo contra él.
— Pero éstos —objetó el arzobispo— como extranjeros, será mal mirada por el rey nuestro señor su intervención en los negocios de las colonias.
— No tema por eso su Ilustrisima —contestó el licenciado
Vergara, que había comprendido la idea del doctor— porque ésos no serán los que por delante se presenten, sino que, en caso de confusión o tumulto, servirán de auxiliares sin mostrarse ni ser conocidos ni invitados tampoco.
— Asi es en verdad —continuó el doctor— y no necesitaremos
de ellos más que, como dice el señor oidor, de auxiliares. Contamos, además, con los negros y gente de color, que siendo libres les ha obligado a que se
registren y paguen tributo, y no vivan de por si sino en el servicio.
— En efecto —dijo don Melchor— por mi fe que sois, señor doctor, hombre de grande ingenio.
El doctor hizo a su vez una reverencia, y continuó:
— Cuéntase también en esta empresa con gran cantidad de indios naturales del país, ofendidos por el exceso del donativo que el virrey los exije para enviar a España y congraciarse con su Majestad: y aunque es cierto que ellos con gran contento lo darían por las artes que para ello emplea el marquéz de Gelves, si su Ilustrísima desaprobase todo lo practicado en una de sus pláticas u homilías, todos esos naturales serían aliados nuestros.
— Y lo haré —dijo el Arzobispo que había estado oyendo al doctor Galdos, sin perder una sílaba —lo haré, y de manera que los indios comprendan que de nuestro lado, y no del virrey, están sus intereses.
— Muy fácil es para el prestigio y el talento de su Ilustrisima —dijo el licenciado Vergara.
El Arzobispo inclinó la cabeza como dando las gracias.
— La gente toda de la curia, tanto civil como eclesiástica —continuó el doctor Galdos— se moverá y debe ser la que todo lo inicie, porque además de las ofensas que tiene recibidas, obedece, y con justa razón, las inspiraciones de la lumbrera de nuestro foro, del señor oidor
licenciado don Pedro de Vergara Gaviria.
En esta vez al licenciado le tocó hacer una reverencia.
— Y finalmente —dijo Galdos— no sé si lo que voy a decir merecerá la aprobación de su Ilustrisima y de los demás señores; pero si no la merece, fácil nos será suprimir esta parte.
— Hablad, señor doctor —le dijo el Arzobispo.
— Pues, señor, como gente aparejada para la pelea, en el caso de que hasta allá llegásemos, que Dios no lo permita, podremos echar mano de tantos hombres perseguidos por las partidas del virrey con pretexto de que son ladrones y bandoleros; es cierto que entre ellos no todos son gente muy de bien, pero no pueden encontrarse tan fácilmente hombres perfectos. De muchos
de estos perseguidos, tengo noticia de que para huir del virrey se han repartido en los montes y héchose ermitaños, con lo que viven con su cruz y su rosario en una cueva. ¿Conque si no os parecieren mal ...?
— Qué han de parecer —dijo don Melchor—. Siempre cosa sabida es, que los soldados y demás gente de guerra son viciosos y poco dados a los devotos ejercicios, que los que por la virtud dan, retíranse a los monasterios
o buscan el servir a Dios en los altares.
— Y más agregaré —dijo el Arzobispo— que esto, siendo para el servicio de Dios y de su religión, y para la guarda de estos reinos de Su Majestad, que de otra manera serían perdidos, no es obstáculo, que así en las
santas cruzadas fueron todos los que habían recibido las aguas del bautismo a la reconquista de los Santos Lugares de Jerusalén sin que se exceptuaran los pecadores, y quizá camino será éste de salvación para muchas almas perdidas o dormidas en culpa.
— ¿Y cuántos hombres calculáis en todo eso que nos habéis enumerado? —dijo don Pedro de Vergara al doctor Galdos.
— Por no parecer exagerado, no os diré sino que fácilmente podría, según mis averiguaciones, tenerse un cuerpo como de quince a veinte mil hombres.
— ¡Tanto así! —dijo espantado el Arzobispo.
— Y más, si la necesidad apurase.
— Eso está muy bueno —dijo el licenciado Vergara— pero vamos ahora a meditar cómo se han esos elementos de aprovechar.
— En primer lugar, es necesario que el virrey sea el que dé lugar al escándalo y al tumulto, y nunca que nosotros ni el pueblo de por sí, lo provoquemos —dijo el Arzobispo.
— Así debe ser en efecto —agregó el licenciado Vergara —pero sin embargo, antes que el motivo o el pretexto lleguen, es preciso tenerlo todo preparado, porque no vaya a suceder que se pierda sin poder utilizar un
momento oportuno.
— Muy bien pensado —dijo el Arzobispo—. Y como si Dios protegiese nuestros intereses, ha venido hoy a visitarme, y está ahí afuera en mi biblioteca esperándome, un mozo bachiller que fue mi familiar y que
abandonó la carrera de las letras y la de la iglesia, que se llama Martín de Villavicencio y Salazar, el cual mozo me es muy adicto y tiene grande influjo y relaciones con toda la gente perdida y de acción de la ciudad, y por
ese medio mucho podremos conseguir.
— ¿Pero será de valor, de confianza y de actividad?
— A faltarle alguna de esas condiciones, ni le propusiera
ni yo le admitiera tampoco; básteme deciros que fue mí brazo derecho en el célebre negocio que tuve con don Alonso de Rivera en la posesión de las casas que son ahora convento de Santa Teresa.
— Cuyo negocio costó la vida del buen don Fernando de Quesada, que santa gloria haya —dijo el doctor.
— Como que a mí —agregó el Arzobispo— nadie me quita de la cabeza que esa muerte grava las conciencias de los dos grandes amigos del marqués de Gelves, don Pedro de Mejía y don Alonso de Rivera.
— Seguro estoy yo de ello y jurarlo pudiera —exclamó don Melchor—. Que por ignorados caminos he venido en descubrir la verdad: ya otro día hablaré de eso.
— Como que de castigar tenemos ese delito —dijo el
licenciado Vergara.
— ¿Os parece que haga entrar a Martín ? —preguntó
el prelado.
Los otros tres se vieron entre sí, como consultándose mutuamente, y el Arzobispo agregó:
— Yo respondo de él.
— Entonces, que entre y le hablaremos —dijo el licenciado Vergara.
Su Ilustrisima sonó una campanilla de oro que tenía sobre la mesa y un familiar entró.
— Que pase a esta sala el caballero que me espera en la biblioteca —dijo el prelado.
El familiar salió otra vez.
— Podéis, señores —continuó diciendo el Arzobispo— fiaros enteramente de este hombre aunque le veáis tan mozo, que yo os respondo de él como de mí mismo, en discreción, en valor y en actividad.
En este momento se presentó en la puerta Martín de Villavicencio.
Martín no era ya un joven como lo hemos visto al principio
de nuestra historia; su barba tupida y negra y las profundas arrugas de su entrecejo, al mismo tiempo que su aire resuelto, le daban ya el carácter de un hombre formal.
Vestía un traje de terciopelo negro, con acuchillados de raso y con sombrero y medias calzas del mismo color; podia quien le viese, haberle tomado por un marqués o por un corregidor. Saludó con desembarazo, y a una indicación del Arzobispo se sentó en un sitial cerca de don Melchor Pérez de Varáis.
— Martín —le dijo el prelado— te he mandado introducir en esta sala, porque sé que puedo contar con tu adhesión y tu valor lo mismo que en otros tiempos, cuando eras el consentido de nuestro difunto amigo, que en paz descanse, don Fernando de Quesada.
Martín palideció ligeramente y contestó:
— Su Señoría sabe que una vez le he prometido que podía contar conmigo a vida o a muerte, y estoy dispuesto siempre a cumplir mi palabra.
— Bien sé que eres buen amigo y un excelente caballero para cumplir tus promesas. Se trata ahora de que nos ayudes en un negocio que nos preocupa en estos momentos. ¿Querrás ayudarnos?
— Sí, señor.
— ¿Cualquier a que sea el riesgo a que te expongas?
— Sí señor.
— Señores, lo oís, este es el joven tal cual yo os lo pinté
: ningún riesgo le detiene, ningún peligro le aterra. Martín, tú ves la situación en que está el reino, que no puede ser peor; vivimos sobre un volcán que debe estallar de un día a otro, o que nosotros debemos hacer reventar
para bien de las almas, porque de otra manera no se pondrá remedio en esto por Su Majestad, cuya augusta mirada no alcanza hasta estas tierras.
El Arzobispo quedóse mirando a Martín, que le escuchaba atento con los ojos bajos y sin pestañear, y continuó:
— Es preciso prevenir a los ánimos y disponerlos para todo acontecimiento, y que puedan valernos en un lance
desgraciado los amigos todos del rey y de la religión. ¿Qué te parece?
— ¿Es decir —preguntó con cierta brusquedad Martín —que quiere Su Ilustrisima que yo y mis amigos nos encarguemos de preparar un tumulto, un motín contra el virrey?
— Eso es —dijo el Arzobispo, cuyo carácter impetuoso le hacía huir de ambajes y rodeos —eso es, que tú te encargues de prepararlo todo, para que, cuando llegue el momento, una sola chispa baste a encender la hoguera.
— ¿Y cuál será el pretexto? —preguntó Garatuza.
— El pretexto, nosotros lo buscaremos, y te daremos aviso oportuno si hay tiempo, y si no, tú lo comprenderás y arrojarás el fuego.
— En nada de eso veo dificultad —dijo Garatuza.
— Por ahora —dijo el doctor Galdos— es preciso que os pongáis de acuerdo con vuestros amigos, para propalar entre el vulgo el rumor de que el señor Arzobispo trata de excomulgar al virrey, porque éste protege a su
favorito don Pedro de Mejía, para que éste abarque y compre todo el maíz de la plaza, impidiendo que haya otros resgatadores, con el objeto de subir luego los precios, teniendo con esto, ambos a dos, una riquísima ganancia a costa de la miseria de los pobres; y luego fomentar la murmuración y el descontento, preparando la alarma y predisponiendo los ánimos al combate.
— Todo haré como disponen sus señorías —dijo Martín— y todo tendrá un buen verificativo. Pero permítanme sus señorías una simple pregunta, ¿qué voy ganando yo y qué puedo ofrecer a mis amigos?
— En cuanto a vos —contestó sin vacilar el doctor Galdos—tendréis, o una cantidad gruesa en dinero o un empleo en las oficinas reales.
— Acepto mejor la cantidad.
— Diez mil pesos si lográis levantar al pueblo.
— ¿Y en cuanto a mis amigos?
— Saldrán ganando el no ser perseguidos en lo de adelante,
como lo son hoy, y, además, tendrán por ganancia lo que pudieren ganar en el conflicto.
— Comprendo —dijo Garatuza— ¿y en cuanto a los que tienen prisión, sentencia o causa pendiente por el virrey?
— Todos ellos serán libres, y las causas quemadas.
— Conforme. ¿A quién debo darle cuenta de lo que ocurra y pedirle órdenes?
— A mí —dijo el licenciado Vergara—, que sabéis que vivo en la calle a que el vulgo da mi nombre.
— Muy bien —dijo Martín—, ¿ahora podré retirarme?
— Sí, Martin —contertó el Arzobispo.
Garatuza besó el pastoral de don Juan Pérez de la Cerna, hizo una reverencia a los oidores y al corregidor, y se retiró.
— ¿Qué os ha parecido mi recomendado? —dijo alegremente el Arzobispo.
— Buenísimo —contestaron los otros.
— Ahora, pronto vendrá el pretexto —exclamó gravemente el doctor Galdos de Valencia.
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