Presentación de Omar Cortés | Capítulo octavo | Capítulo décimo | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO TERCERO Monja y casada Capítulo noveno Lo que hablaron el Virrey y Don César de Villaclara, y lo que aconteció después
— Tengo que haceros una confidencia, don César —dijo el virrey—, que a no tener de vos tanta confianza, no os abriera mi pecho francamente.
— Puede V. E. depositar en mí su secreto, que sólo en
un sepulcro pudiera estar mejor guardado.
— Lo sé, y por eso os le fío. Oíd.
— Hable V. E., que es para mí mucha honra.
— Don César, anoche he salido a rondar, como sabéis que tengo de costumbre algunas noches, y en la calle que está derecho de San Hipólito he visto una mujer, don César, cuya imagen, poco tiempo presente a mis ojos, no se borrará ni se ha borrado un instante de mi mente.
— ¿Tan bella es?
— Tan bella como un ángel, luz despiden sus brillantes ojos, perlas son sus dientes, coral sus labios, rizos de seda negra juegan sobre sus espaldas y sobre sus hombros, que envidiara la hembra más hermosa de Castilla.
— Pero ¿quién es tan peregrina belleza?
— Pluguiese al cielo que alcanzado hubiera la dicha de saber su nombre. Esa mujer no debe tener nombre sino entre los ángeles. Muchos años han cruzado ya sobre mi frente, y la nieve de la edad blanquea mi cabeza ya sin que el fuego de los arcabuces haya podido derretirla, pero ni nunca tal garrida belleza he visto, ni nunca impresión tan extraña se ha apoderado de mí. Este es el favor que os exijo, este es el servicio que espero de vuestra amistad: saber el nombre, la clase y el estado siquiera de esa dama.
— Señor, procuraré ayudar a V. E., pero ¿a dónde vive?
— No podré deciros más sino que la he visto en una ventana que está cerca de San Hipólito, de donde vi también salir a varios negros, y donde creo habita un negro alto y fornido con traza de rico.
— ¡Ah! entonces ya sé dónde es.
— ¿Dónde?
— En la casa de Teodoro, el negro liberto de la difunta
doña Beatriz de Rivera —yo respondo a V. E. que sabrá quién es esa dama.
— Me haréis un distinguido favor; me haréis, qué más os puedo decir, me haréis feliz. ¿Cuándo creéis saber algo?
— Mañana mismo lo sabré ya todo.
— Bien, id, don César, y Dios os guíe en vuestras
investigaciones.
Aquella misma tarde rondaba ya don César por el frente de la casa de Teodoro.
Pero las ventanas permanecieron obstinadamente cerradas, llegó la noche y sucedió lo mismo.
— Volveré a la media noche —pensó don César, y se retiró.
Sor Blanca no salía a sus rejas durante el día por temor de ser vista y conocida; sin embargo, al través de algunas hendiduras de las puertas miraba la calle.
Don César pasaba en la tarde y Blanca alcanzó a verlo.
Don César estaba algo variado, pero había sido la única ilusión y el único amor de Blanca, y le reconoció; había pensado tanto en él que no era posible que le hubiera olvidado.
Blanca se sintió desfallecer al mirarle y luego se apoderó
de ella un desaliento horrible: tal vez don César la había olvidado, estaba ya unido, amaba a otra, y aun cuando no fuese así ¿no había entre ellos ya el abismo inmenso de sus votos monásticos, que el Arzobispo aún no había relajado?
Don César volvió a pasar y Blanca advirtió que miraba para la casa y que se detenía enfrente, y luego aquellos paseos se repitieron. No había duda: don César rondaba aquella habitación. ¿La buscaría a ella? ¿Sabría a que allí estaba?
En una de las veces don César pasó junto a la ventana y se detuvo buscando un modo de ver para adentro.
Blanca le veía, no estaban divididos más que por la reja y por la puerta, tenía el rostro de aquel hombre a una distancia tan corta que podía haber escuchado un suspiro. Sintió un vértigo, quiso abrir y presentarse, pero en aquel momento don César convencido sin duda de
que nada conseguía, se retiró.
Toda la tarde penó Blanca en lucha con su deseo, por fin llegó la noche y no vio ya a don César.
Don César salió a cosa de las once a proseguir sus investigaciones; no solamente su amistad con el virrey, sino su amor propio y su curiosidad estaban interesados en descubrir a la dama misteriosa.
La noche no estaba completamente oscura y al llegar cerca de la casa de Teodoro creyó notar un bulto.
Como acostumbrado a esta clase de aventuras, se dirigió al bulto para reconocer si era hombre y alejarle de allí, aun cuando tuviese que andar para ello a estocadas.
Por su parte, el hombre que estaba frente a la casa, se puso en guardia al ver acercarse a Villaclara.
— ¿Quién va? —preguntó el hombre.
— ¿Su Excelencia aquí? —contestó Villaclara descubriéndose.
— Callad, don César, que no sería prudente que nadie me conociera —dijo el virrey.
— ¿Ha descubierto algo esta noche V. E.?
— Nada, a pesar de que se descubre luz, las ventanas han permanecido cerradas. ¿Y vos habéis alcanzado algo?
— Nada tampoco, toda la tarde he permanecido por aquí. — ¿Y qué pensabais hacer ahora?
— Venía a continuar mis rondas hasta descubrir algo.
— Bien, entonces quedaos, que yo tengo que hacer en palacio.
— Como lo mande V. E.
— Quedaos, adiós, y mañana os espero.
El virrey se embozó y echó a caminar, perdiéndose a poco entre las sombras densas de los árboles de la Alameda.
La noche se pasó también, y a la hora del almuerzo contaba don César al virrey que se había perdido el tiempo.
— Pero supongo que no desmayaréis —dijo el marqués de Gelves.
— Imposible —contestaba don César— yo cumpliré a V. E. lo prometido, y sabremos quién es esa dama.
En la tarde Blanca esperaba, y don César no tardó en venir y comenzar sus paseos. Blanca luchó algo, pero al fin no pudo resistir, y abriendo su ventana se mostró a la vista del joven.
— Es un ángel, es una diosa, es algo que no pertenece al mundo sino al cielo —exclamó don César— y este rostro no me es desconocido, lo he visto, vive en mis recuerdos. ¡Me mira ! ¡Me sonríe! ¡Dios mío, alúmbrame! ¡Alúmbrame! ¿Quién es esta mujer?
Don César, entre el torbellino del mundo, había perdido la imagen de Blanca, que como un recuerdo volvía a levantarse delante de él.
Si Blanca hubiera comprendido que don César no la recordaba, su corazón hubiera sangrado de dolor porque la pobre joven soñaba, con su candor de niña, que como ella amaba así era amada.
Un grupo de gente venía por la calle y Blanca cerró precipitadamente su ventana, y en vano esperó el joven toda la tarde que no volvió ya a abrirse.
Llegó la noche y se retiró sin poder olvidar a la dama
y sin recordar tampoco en dónde la había visto.
— Dios mío —decía— ¿quién es esta mujer tan bella y que me mira de una manera para mí tan extraña?
El virrey en cuanto pudo desprenderse de sus negocios en la noche, volvió a la calle de San Hipólito.
Serían las diez y la calle estaba desierta, y el de Gelves
creyó observar la primera vez que pasó que la ventana de su bella desconocida estaba abierta y el aposento oscuro.
Volvió a pasar y se confirmó en su observación y se detuvo entonces enfrente de la reja. Oyó ruido en el interior, los pasos de una persona que se acercaba a la ventana y luego una voz hechicera que decía:
— ¿Sois vos?
— Yo soy —contestó el de Gelves comprendiendo que en todo caso decía una verdad.
— Os he visto rondar mi casa y vos debéis comprender que vuestro amor y vuestras pretensiones son imposibles.
— ¡Imposibles! ¿Por qué?
— Porque Dios ha puesto entre nosotros una inmensa barrera, que una mujer cristiana no puede salvar; idos, y si me habéis amado, si me amáis aún, no tratéis de perder un alma que en gran riesgo está ya por desgracia.
— Señora ...
— Os lo ruego, olvidadme, que harto sabéis que no puedo ser vuestra. Adiós.
Y la ventana se cerró con violencia antes que el marqués hubiera podido articular una palabra.
— ¡Dios mío. Dios mío! —decía doña Blanca sollozando en el interior de su aposento— acepta mi sacrificio en descargo de mis grandes culpas; Tú ves, mi Dios, qué inmenso esfuerzo me ha costado despedirle para siempre; pero que no vuelva, que no vuelva. Dios mío, porque
entonces, sí, no me sentiría con resolución para tanto.
El marqués se quedó un momento reflexionando, y luego casi en alta voz pensó:
— Tiene razón esta dama: a mi edad, un hombre casado como yo, porque ella debe saberlo, y conocer a la virreina como casi toda la ciudad ... Tiene razón, aún es tiempo de cortar esta pasión que, quizás más tarde, me hubiera avergonzado ... pero yo la iba queriendo demasiado ... No, no volveré más; mucho tengo en que ocuparme para andar a mis años en rondas y en amoríos ...
El marqués seguía caminando y vio a un embozado que se acercaba.
— Debe de ser don César.
En efecto era él, que venía a seguir por su parte la comenzada empresa.
— Don César —dijo el virrey aproximándose.
— Señor —contestó don César.
— ¿A dónde vais?
— A la cálle de San Hipólito.
— No es necesario ya, acompañadme a palacio y os referiré lo que me ha pasado con esa dama misteriosa.
— ¿La ha visto V. E.?
— Aún más que eso: la he hablado.
— ¿Hablado ?
— Sí, venid, y os contaré.
Don César se sintió contrariado, pero tuvo necesidad de acompañar al virrey y escuchar toda la relación de su boca, y comprendió que la dama había hablado al marqués creyendo que era él, y sintió renacer sus esperanzas.
— ¿Es decir que V. E. prescinde de la empresa completamente?
— Sí, don César, esa dama me ha recordado lo que yo nunca debiera haber perdido de vista.
Don César guardó silencio, pero se alegró en su interior y juró ser él quien continuara persiguiendo a la joven.
Aquella noche comprendió ya que era infructuoso su paseo, y se retiró.
Pero a la siguiente tarde pasó y volvió a pasar, hasta que volvió a abrirse la ventana y Blanca volvió a presentarse.
Ella lo había dicho: si él volvía, quizá no podría resistir.
Don César procuró aprovechar la ocasión y pasando junto a la ventana dejó caer, por decirlo así, estas palabras:
— Hasta la noche.
— Sí —dijo Blanca encendida de rubor y cerrando, y luego agregó en su interior:
— ¿Cómo será posible no amarle? ¡Oh, Dios mío! Tú me abandonas a mis propias fuerzas, y yo me siento débil para luchar con este amor.
— ¿Quién será esta dama, que cada vez que la miro me parece que estoy más seguro de haberla conocido? ¿Lo habré soñado quizá? Esta noche saldré de esta penosa duda, y si S. E. ocupó anoche mi lugar, es justo
que yo me aproveche de la conversación que él había comenzado: pagar es corresponder.
Cuando don César volvió en la noche, doña Blanca esperaba ya.
Aquella imaginación ardiente, aquella naturaleza vigorosa
y pura, aquel corazón virgen y amante, no había podido resistir el encanto de un primer amor. Blanca estaba apasionada de don César, porque era el único
hombre que le había manifestado su amor y porque ella había soñado en ese amor como en un imposible, durante los largos años de su encierro en el claustro.
Blanca estaba resuelta a todo; pero temerosa con la escena que le había pasado con Cleofas, quería declarárselo todo a don César para saber si él también arrostraba por todo.
Don César se iba acercando, sus pasos resonaban en el silencio de la calle y Blanca le adivinaba, vacilante y conmovida, apoyándose en las rejas de su ventana.
El joven llegó, y como es natural que se apoyase en la misma reja, su mano tocó por casualidad la mano de Blanca, que se estremeció con aquel contacto, pero que no se retiró.
Don César lo advirtió y contó ya segura su conquista.
Hay cosas que parecen insignificantes, pero que entre
personas que se aman equivalen a una declaración o a una correspondencia: una mirada fija o a excusas, una mano que se detiene o que oprime más de lo común a otra, dos brazos que se tocan y no se separan, cualquiera cosa es para los amantes una declaración más larga que un libro, más clara que la luz del medio día.
— Señora —dijo cortésmente don César— perdonadme si por desgracia he tardado más de lo que quisiera.
— No, don César, siempre llegaréis a tiempo.
— ¿Conocéis mi nombre? —dijo don César asombrado.
— ¿Acaso no conocéis vos también el mío?
— ¿Creéis que si vuestro corazón no me olvida, el mío
pudiera haberos olvidado?
Don César naufragaba en un mar de conjeturas.
¿Quién era aquella mujer que así le hablaba? ¿Qué iba a hacer, si, como era natural, se prolongaba la conversación sin que él pudiera recordar su nombre? Era preciso esquivar aquel escollo.
— Señora —dijo don César para dar otro giro a la conversación, y recordando lo que le había contado el virrey—. ¿Por qué me habéis rechazado tan cruelmente anoche?
— Don César, porque hay entre nosotros un abismo que puede arrastrarnos a infinitos males y no quiero exponeros por mi causa.
— ¿Y creéis, señora, que tema yo algo, tratándose de vos? ¿Creéis que sacrificio alguno me parezca grande por obtener un amor como el vuestro?
— Es que quizá hasta la salvación eterna de vuestra alma puede peligrar.
— Habladme, señora, decidme qué peligros son ésos, ya ansio por arrostrarlos, para probaros cuánto os adoro.
— Don César, sabéis que mi hermano don Pedro de Mejía me hizo entrar en un convento y profesar por fuerza. Soy monja, vínculos de acero me atan al claustro, y sí yo los he roto y he escapado de allí huyendo de una vida que no puedo soportar, buscando aire y libertad, y exponiéndome a todas las calamidades que esto podría atraer sobre mi cabeza, no quiero por más que os ame envolveros en mi desgracia y comprar mí dicha a costa de vuestra felicidad.
— Doña Blanca —dijo don César, que la había reconocido—
doña Blanca ¿eso decís? ¿Eso podéis pensar de mí? Yo os amo, vuestra imágen me siguió a mi destierro y me acompañó siempre al través de los mares. Si vuestro hermano os condujo al convento, si allí pronunciasteis esos votos que vuestro corazón rechazaba, Dios no puede haber recibido esos votos. No, Blanca, vuestro corazón era mío, nada más que mío y Dios no puede haber querido que dos de sus criaturas fuesen desgraciadas por un sacrificio que su misma bondad desaprueba y rechaza.
— ¡Oh, don César, cuánto bien me hacéis! Seguid, seguid, decidme que me amáis, que no os espanta mi situación.
— ¿Espantarme ? Alma de mi alma ¿espantarme ? ¿Y por qué? Os amo con toda la pasión de mi alma, y si los hombres nos persiguieran, si tuviera yo que sufrir los más horribles tormentos, los aceptaría contento, feliz, porque era por vos, por vuestro amor. Dios no se ofenderá porque en vos le amo a El, porque nunca pudo su grandeza exigir que se ahogase el amor en el corazón de sus criaturas que El formó destinadas para el amor. ¡Oh, Blanca! os adoro, pero decidme ¿vos me amáis?
— Don César, todo el amor de mi vida, toda la pasión de que soy capaz, todo es para vos. Desde que os vi en Jesús María, no se aparta vuestro recuerdo de mí, os amo, y si es necesario ser desgraciada, morir en la hoguera por vuestro amor, moriré contenta y feliz. Oídme, ayer aún tenía temores, aún guardaba remordimientos, porque iba a atropellar con mis deberes, pero hoy ya no, haced de mí lo que queráis, no soy más que vuestra,
enteramente vuestra.
Y Blanca en su exaltación acercó su rostro a la reja, y los labios de don César recibieron su primer beso de amor.
— Blanca —dijo don César— es preciso que salgáis de aquí. ¿Estáis resuelta a todo?
— A todo.
— Pues bien, el virrey os ha visto aquí, pueden buscaros,
voy a procurar una casa en donde viviréis oculta, y en donde seréis para mí, y nada más para mí. ¿Os agradaría?
— Sí, don César: vuestro amor, y después venga lo que
Dios quiera.
La conversación se prolongó por mucho tiempo entre dulcísimos requiebros y alegres planes para el porvenir, y entre frases de amor y besos de pasión.
El alba comenzaba ya a despuntar cuando don César se apartaba de la reja llevando la felicidad en el corazón, y dejando a Blanca en medio de un paraíso encantado.
Todo estuvo entre ellos convenido: Blanca se iría a la casa que debía tomar don César a ocultar su nombre y su pasión.
Entre amantes se arreglan en una hora cosas difíciles y atrevidas, que en los congresos y en las asambleas toman un año.
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