Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuartoCapítulo decimosextoBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

*****

LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo décimoquinto

En donde se ve cómo volvieron a encontrarse dos antiguos conocidos


Los sabuesos de la Inquisición se pusieron en movimiento. Los fugitivos no podían ir muy lejos según los cálculos de los inquisidores, a quienes se dio parte de la evasión, y en la madrugada por todas partes se encontraban en las calles rondas y familiares.

Martín y don César, que tomaron camino fuera de la ciudad, no pudieron observar este movimiento, pero Teodoro y su mujer lo conocieron inmediatamente.

A cada instante tenían que ocultarse o variar de dirección, porque sentían rumor de gente o descubrían algún farolillo a lo lejos que venía aproximándose.

A medida que avanzaban más hacia el centro de la ciudad, notaban mayor agitación entre las gentes de justicia. Una fuga de las cárceles del Santo Oficio era una cosa casi fabulosa, que causaba admiración, que pocos se atreverían a creer y que, sin embargo de todo, había costado muy poco trabajo a don César y a las dos mujeres.

Continuó Teodoro avanzando con Servia hasta que llegó a una calle larga, estrecha y oscura, que le pareció la más propia para transitar.

Iban ya cerca de la mitad de la calle cuando por el frente observaron una patrulla que desembocaba. Teodoro creyó prudente retroceder y no encontrarse con ella: así lo hizo, pero entonces advirtió que por el otro extremo entraba también gente de justicia.

La situación de Servia y de Teodoro era angustiosa: no podían ni avanzar ni retroceder sin encontrarse con alguna de las dos rondas; y permanecer alli era entregarse irremisiblemente en manos de la justicia.

Felizmente para ellos la noche era muy oscura todavía, y aún no podían haber sido descubiertos.

Teodoro se puso a buscar alguna salida, pero no había por allí ninguna puerta compasiva que se abriera. Casi desesperado levantó la cabeza, y a poca altura vio un balconcillo.

Entonces pensó que aquel era su último recurso, alzó con sus robustos brazos a Servia, que se asió del balcón y pasó dentro del barandal, luego saltó él mismo y, asegurándose de la reja, pasó también a colocarse al lado de su mujer.

Ya era tiempo porque la claridad de los faroles de la ronda comenzaba a invadir el lugar en que ellos estaban.

Sin embargo, el balconcillo estaba muy bajo y podían verles, y entonces si no había otro remedio, Teodoro y su mujer se fingirían vecinos que salían atraídos por la curiosidad; pero Teodoro quiso probar antes si las puertas del balcón estaban cerradas, las impulsó suavemente y, contra todo lo que él se figuraba, las puertas, cediendo al impulso, se abrieron suavemente sin producir ninguna clase de ruido. En estos momentos se encontraban las dos rondas al pie del balcón.

La estancia en que penetraron Teodoro y Servia estaba alumbrada: cerca de una gran mesa cargada de libros, de frascos y de retortas, un anciano leía a la luz de un mechero de aceite.

El anciano, al sentir que se abria el balcón, volvió hacia allí el rostro, alzando su mano para cubrirse el resplandor del mechero que le deslumhraba.

Teodoro se quedó parado y Servia se arrodilló, poniendo un dedo sobre sus labios y como implorando silencio y socorro.

Ni una palabra dijo el anciano, y luego después de haber reflexionado un poco hizo una seña para que se acercasen.

Teodoro y Servia obedecieron y llegaron hasta cerca de la mesa.

El anciano los seguía examinando en silencio y con grandísima atención; su rostro se iba animando poco a poco hasta que al fin, como dudando, exclamó:

— ¡Teodoro!

Teodoro no contestó y miró de hito en hito al anciano.

— ¡Teodoro! —repitió el anciano—. ¿Eres tú ?

— Si, señor. ¿Pero vos quién sois, que así me conocéis?

— ¿No te acuerdas de mi, hijo mío?

— No, señor —dijo Teodoro vacilando.

— Don José, yo soy don José de Abalabide, hijo mío ... Apenas pudo concluir el anciano, porque Teodoro se había arrojado a su cuello y lloraba, como lloraba también el viejo.

— Teodoro —decía don José— no me conocías, hijo mío, ingrato; tú, el único que no me olvidó en mi desgracia ...

— Servia, Servia —decía Teodoro conmovido— mira, mira, este es nuestro padre de quien tanto te hablaba. Señor, es mi mujer, la madre de mis hijos ... abraza a don José, Servia, abrázale. Señor, permitidle que os abrace; es negrita, pero muy buena y os ha querido siempre.

Y don José abrazaba a la negrita que, mirando a los dos tan emocionados, lloraba también.

— Vamos, vamos, calmaos —decia don José— que ya es mucho y pueden dañarme tantas emociones. Siéntate. Teodoro, siéntate, hija. ¿Qué andáis haciendo así, entrando por los balcones? Supongo que tú, Teodoro, no te habrás vuelto un perdido, hijo mió.

— Ah, no, señor —respondió Teodoro— soy rico porque recogi todos vuestros bienes ocultos y, en lugar de disminuir, han aumentado. Sí, señor. Dios nos bendijo, y puedo entregaros buenas cuentas de todo; están vuestros intereses mejor que antes ...

— Vamos, vamos —dijo don José pasando su mano por la cabeza de Teodoro como podía haberlo hecho un padre con un hijo—. Vamos, loco ¿quién habla aquí de intereses, ni qué tienes tú que darme a mí cuenta de dinero que es tuyo? Si ha disminuido, por ti lo siento; y si por el contrario aumentó, como tú me dices, me alegro, y que Dios te haga muy feliz con él: que todo lo mereces, porque eres agradecido y bueno, y tienes el corazón grande y limpio.

Teodoro, conmovido, besaba la mano del viejo. Servia lloraba.

— Vamos, cálmate —continuó don José — cálmate y cuéntame qué andáis haciendo, entrando así por los balcones y a estas horas.

— Señor —dijo Teodoro— veníamos huyendo perseguidos por la justicia.

— Por la justicia ¿pero qué habéis hecho vosotros?

— ¿Qué? A vos nada puedo ocultaros, mi esposa, señor, se ha fugado esta noche de las cárceles de la Inquisición.

— ¡Fugado de la Inquisición! ¡Pero eso es maravilloso! ¿Cómo?

- Con ayuda de un amigo, que también tenía allí presa a su mujer.

— ¿Y os han visto?

— No, señor, la calle estaba oscura, y aunque las dos rondas venian a encontrarnos en medio. Dios me inspiró la idea de asaltar este balcón, y, ya lo véis, nos hemos salvado.

— Es necesario cerciorarse de que nada observó la justicia, asómate, y yo ocultaré la luz para que no te vayan a descubrir.

Abalabide ocultó la luz detrás de la carpeta que cubría la mesa, y Teodoro con gran precaución y casi arrastrándose se asomó a la calle.

Las dos rondas se habían encontrado y habían retrocedido juntas; apenas se distinguía a lo lejos la luz de los farolillos.

— Estamos salvados —dijo Teodoro— se han ido.

— Bien ¿y qué pensáis hacer ahora?

— Volvernos —dijo Teodoro— por donde hemos venido, que necesito al menos por algunos días tener oculta a mi mujer, mientras se calma la persecución.

— ¿Pero a dónde vas a ocultarla?

— Yo no sé, pero buscaré a dónde.

— Mira, hijo , lo mejor será que la dejes aquí unos días. Esta casa es grande y no puede ser sospechosa.

— ¿Es vuestra, señor?

— Como si lo fuera, es de un caballero amigo mío que se llama don Carlos de Arellano.

— ¡Don Carlos! El amante de Luisa; el que denunció la conspiración ...

Llamaron a la puerta y Teodoro calló repentinamente.

— Ocultaos allí en ese aposento —dijo en voz baja don José— pero pronto ...

Teodoro y Servia obedecieron sin replicar. Habían vuelto a llamar a la puerta.

— Pasen —dijo don José, procurando dar a su rostro un aire indiferente.

Don Carlos de Arellano entró mirando curiosamente a todos lados.

— Había creído —dijo— que hablabais con alguien.

— Tengo algunas veces, como sabéis, la costumbre de estudiar en alta voz y en este momento me sucedía que, estusiasmado con un trozo de Alberto Magno, casi declamaba.

- ¿Pero qué novedad os trae por acá a estas horas?

— Una grande y secreta: acabo de llegar de la casa de don Pedro de Mejía.

— ¿Y bien?

— Que don Pedro ha sabido muy secretamente, por uno de los secretarios del Capitán General, que su hermana Blanca, presa en la Inquisición, se ha fugado.

— ¿Se ha fugado? —dijo don José pensando que tal vez habia salido con la mujer de Teodoro.

— Si, mirad como estuvo la cosa. Luisa, que estaba en el calabozo con ella, consiguió por medio del Capitán General salir de la Inquisición, pero a la hora de la salida Blanca tomó su lugar y ella fue y no Luisa la que consiguió la libertad.

— ¡Caso más raro!

— Pues aún hay más. Blanca debía sufrir esa noche la pena del garrote, y como Luisa habia quedado en su lugar, ella la sufrió y la han ahorcado.

— ¡Jesús! —dijo don José.

— Ha, y más aún.

— ¿Qué ? Decidme, que estoy espantado.

— Descubierto todo, el inquisidor llamó al licenciado Vergara, le refirió el hecho y dispuso que vuelva Sor Blanca a la Inquisición para que sufra también la muerte a que estaba sentenciada.

— ¡Pobre mujer! Pero eso ya es demasiado. Y don Pedro ¿qué dice?

— Aquí en confianza, don Pedro tiene un negro corazón, y ni se afecta con la muerte de Luisa, ni se apura por la suerte que aguarda a su pobre hermana.

— ¿Pero ese hombre es un tigre?

— Creo que sí. ¡Pobre Blanca!

— ¡Pudiéramos salvarla!

— Ojalá.

— Decidme ¿está ya en la Inquisición?

— No, pero hoy antes que salga la luz la conducirán para allá.

— Quizá haya esperanza de hacer algo por ella.

— Como a estas horas no tenemos de quién valernos y el negocio es muy peligroso ...

— ¿Quién podrá ayudarnos, quién?

— Yo —dijo Teodoro presentándose.

Don Carlos retrocedió, llevando la mano al puño de su espada.

— ¿Quién es este hombre? ¿Qué quiere aquí? —dijo.

— Calmaos —contestó don José— es casi mi hijo y a vos explicaré después; por ahora decidle lo que pensáis respecto a Blanca y él os comprenderá y os ayudará. Yo le fio.

— Bien está —dijo sosegándose don Carlos— has oido ya de lo que se trata.

— Sí, señor.

— ¿Y qué te parece?

— Me parece que todo se puede hacer muy fácilmente.

— ¿Cómo?

— ¿Decís que hoy deben llevar a doña Blanca a la Inquisición?

— Sí, antes que haya luz.

— ¿En dónde está ahora?

— En la cárcel de la ciudad.

— Entonces voy a esperar a que la saquen, la sigo y en donde me sea posible se la quito a los alguaciles yla salvo. En ese caso ¿a dónde podré llevarla?

— A mi casa de la Estrella ¿sabes?

— Si, señor.

— Allí estará segura.

— Pues no hay que perder el tiempo. Me voy, adiós. Encomendadme a Dios; en todo caso, señor, os dejo a mi pobre mujer.

— Confía en mí —contestó don José.

Teodoro besó la mano del viejo y se dirigió al balcón, abrió las puertas y saltó ligero a la calle. Don Carlos se asomó y permaneció allí hasta que se perdió el eco de las pisadas de Teodoro.
Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuartoCapítulo decimosextoBiblioteca Virtual Antorcha