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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo décimosexto De cómo Teodoro no reparaba en pelillos como decía el refrán
La mañana comenzaba ya a blanquear el horizonte; comenzaba ya a sentirse ese ruido que constituye, por decirlo así, la vida de una ciudad. Las campanas de los templos llamaban a la primera misa, y los muy devotos y los hombres trabajadores se levantaban a toda prisa y se lanzaban a la calle como las abejas atraídas por el sonido de las campanas.
Cerca de la puerta de la casa Municipal, Teodoro se paseaba impaciente; pronto iba a ser ya de día y no había aparecido la silla de manos en que debían conducir a doña Blanca a la Inquisición.
Teodoro estaba desesperado; si tardaba más doña Blanca
ya no era posible llevar a efecto el plan que había meditado.
Teodoro hubiera arremetido contra diez alguaciles en medio de la oscuridad, y se sentía con ánimo para hacerles huir, pero en pleno día y en calles tan concurridas como las que tenían que atravesarse de la cárcel de la ciudad a la Inquisición, le parecía más que locura.
Por fin, las puertas de la prisión se abrieron y apareció una silla de manos conducida por dos presos y custodiada por dos alguaciles.
No había más dificultad que en lo avanzado de la hora; pero Teodoro determinó jugar la partida y exponer el todo por el todo.
La silla tomó el camino de la Inquisición y Teodoro la siguió a una regular distancia; aún había muy poca gente y apenas paraban la atención en lo que conducían los alguaciles.
Llegando cerca de la esquina de Tacuba, Teodoro avivó el paso y alcanzó a los alguaciles que conversaban descuidadamente, asió con cada mano a cada uno de ellos por el cuello, y dándoles un movimiento de oscilación les lanzó con toda la fuerza de sus poderosos brazos a una distancia increíble.
Los dos alguaciles cayeron en tierra espantados, pero era tal el impulso que les había dado Teodoro, que anduvieron aún de narices un largo trecho, dejando en el suelo restos empolvados de la ropilla y de las calzas.
Los presos que llevaban la silla al ver aquel lance, la pusieron en tierra y, aprovechando la ocasión, echaron a correr con toda la fuerza de sus piernas.
Teodoro abrió la puerta de la silla y dijo a doña Blanca
que lo miraba espantada:
— Salid, doña Blanca, huyamos.
Doña Blanca se sonrió tristemente.
— No es posible, contestó, no puedo andar; el tormento me ha dejado baldada.
Teodoro comprendió todo y no contestó, sino que inclinándose tomó a Blanca entre sus brazos como hubiera podido hacerlo con un niño, y atropellando a los curiosos que se habian reunido alli tomo el rumbo de la Alameda por la calle que se llamaba ya de Tlacopan o Tacuba.
Los alguaciles habian vuelto en si de su sorpresa y comenzaban a apellidar socorro, sin atreverse a ir ellos en persecución de los fugitivos.
Teodoro, aunque sin correr, apresuraba el paso, y llegó sin ser perseguido hasta la Alameda. Ganando el campo se creia seguro.
Estaba ya fuera de la ciudad, cuando observó que venian a lo lejos algunos jinetes.
— Nos siguen —dijo doña Blanca.
— Pero no nos alcanzarán —contestó Teodoro, y abandonando
el camino real, tomó entre unos sembrados de maiz, que por desgracia no tenian bastante altura para cubrirle.
Los jinetes comenzaron a galopar, porque advirtieron la marcha que habia seguido Teodoro.
— ¡Por Dios, Teodoro! que están ya muy cerca.
— No temáis, doña Blanca, yo os salvaré.
Los perseguidores no encontraron paso para entrar a los sembrados y fueron a dar vuelta. Teodoro comenzó a correr.
— Déjame, déjame —decia doña Blanca— sálvate tú y no te comprometas más. Déjame seguir mi desgraciada suerte.
Teodoro no contestaba y seguia corriendo.
Los jinetes habian encontrado ya el paso, y aunque caminaban con dificultad entre los surcos, avanzaban, sin embargo, con una rapidez desesperante para Teodoro y para Blanca.
Llegaron a una de esas grandes cercas de piedra que cierran en México las heredades, y Teodoro bendijo a Dios porque aquel obstáculo, difícil de salvar por sus perseguidores, era poca cosa para el que iba a pie. Pasó primero a doña Blanca y luego pasó él, volvió a tomarla entre sus brazos y siguió corriendo.
Sucedió lo que él había pensado: los que venían a caballo necesitaron buscar un portillo para salvar la cerca y él ganó entre tanto mucho terreno. Pero los caballos salvaron muy pronto aquella distancia y se veían ya muy cerca.
Blanca rogaba a Teodoro que la abandonase, pero era imposible que él hiciese semejante cosa.
Teodoro comenzaba ya a fatigarse, su respiración era muy agitada, su frente estaba cubierta de sudor y su marcha era cada vez más lenta.
Comenzaba a desesperar; oía ya el rumor lejano de los pasos de los caballos de sus perseguidores.
De repente Teodoro se animó: a lo lejos vio un hombre que venía en un caballo. Encontrarle pronto era salvarse; avivó el paso y muy pronto estuvo al lado del viajero.
Teodoro puso a doña Blanca en tierra, y antes que el
viajero se apercibiese se arrojó sobre él y le derribó del caballo.
El hombre se espantó, de modo que no opuso resistencia, y Teodoro se apoderó inmediatamente del caballo, que no era un animal notable, pero sin embargo debía servirle porque él se encontraba ya incapáz de
seguir conduciendo a doña Blanca en sus hombros.
Entretanto los perseguidores venían ya muy cerca y podían escucharse sus gritos de ¡Ténganse al rey, dénse a la justicia!
Teodoro subió a doña Blanca en el caballo y él se colocó en las ancas del animal, y echaron a caminar, pero el dueño del caballo vio tan cerca el refuerzo que se animó a hacer algo ya de su parte por no perder su
propiedad, y se afianzó de una pierna de Teodoro.
— Soltad —dijo el negro.
— Nunca, nunca, ladrón, negro, deja mi caballo.
— Soltad, que yo os pagaré diez veces lo que vale el caballo.
El hombre no soltaba, y la situación era comprometida.
— Pues no sueltas —dijo Teodoro— toma.
Y levantando la mano descargó sobre la frente del viajero un puñetazo capaz de derribar un buey; el hombre lanzó un gemido sordo, y rodó entre el polvo como un muerto.
Teodoro puso entonces a escape su caballo. El animal no tenía trazas de aguantar mucho y su carrera no era ni firme ni ligera.
— Teodoro, déjame aquí —decía doña Blanca— déjame, sálvate, sálvate, que ya nos alcanzan.
— No temáis, señora, aún hay esperanzas —repetía
el negro.
El demonio parecía conducir a los que perseguían a Blanca, porque a cada momento estaban más y más cerca, ya se percibía el aliento fatigoso de sus caballos, y se escuchaban perfectamente las voces.
Se había perdido el camino y Teodoro corría por un
sendero angosto y sembrado de árboles que estaba al lado de un barranco profundo.
A lo lejos se descubrió un puente de madera. Llegar a ese puente, atravesarlo, y derribarlo después, era la ilusión de Teodoro. Si lo conseguía estaba salvado.
Aguijó al caballo y estaba ya muy cerca del puente
cuando el animal tropezando cayó del lado del barranco.
Perseguidos y perseguidores todos lanzaron un grito de espanto. Teodoro lanzado violentamente rodó por aquella pendiente entre los matorrales y las piedras, y se oyó el ruido de su cuerpo al caer en el arroyo que cruzaba por el fondo.
Doña Blanca desprendiéndose de la silla quedó prendida
por la falda al tronco de un árbol y suspendida sobre una inmensa profundidad.
Los perseguidores llegaban en este momento al lugar
de la desgracia.
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