Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimoterceroBiblioteca Virtual Antorcha

Vicente Riva Palacio

Monja y casada, virgen y martir

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LIBRO CUARTO

Virgen y martir

Capítulo vigésimocuarto

Lo que vio Teodoro


Teodoro oyó el ruido de los caballos que partían de la casa de Bárbara y llamó a la vieja.

— ¿Queréis decirme —le preguntó— quién estaba ahí?

— Fue Guzmán, un amigo mío —contestó descaradamente la vieja— que vino por esa muchacha conocida vuestra.

— ¿Por quién? —preguntó Teodoro incorporándose espantado.

— Por esa muchachita que estaba aquí.

— ¿Por doña Blanca?

— Sí —contestó la vieja.

— ¿Y ella qué hizo? —dijo Teodoro cada vez más asombrado.

— ¿Qué había de hacer? Irse con él.

— ¡Irse con él! ¿Pero cómo?

— ¿Cómo? Muy alegre y muy contenta.

— ¡Mientes, vieja infernal! —exclamó Teodoro trémulo de furor tomando a Bárbara por la garganta y arrojándola sobre la cama—. ¡Mientes! ¿Qué has hecho con esa joven?

— ¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba Bárbara.

— Calla o te ahogo. Dime ¿qué has hecho de esa joven? Responde o te mato.

La vieja espantada, callaba.

— ¿No contestas ...? ¿No contestas? Pues bien, voy a estrellarte contra la pared, contra las piedras, como a una serpiente.

Y Teodoro sin hacer caso de sus heridas se levantó y alzó en el aire a la vieja para estrellarla.

— No, no —gritó la vieja—, déjame, déjame, que yo lo diré.

— Bueno —contestó Teodoro— dime ¿qué hiciste con esa joven?

— Se la llevó Guzmán.

— ¿Quién es Guzmán?

— Un amigo mío ...

— ¿Y para dónde se la llevó?

— Para su casa.

— ¿Pero ella consintió?

— Sí.

— ¡Mientes! —dijo Teodoro alzando al mano.

— No, no consintió.

— Pues ¿cómo no gritó ni pidió auxilio?

— Porque ...

— ¡Habla!

— Estaba privada, le había yo dado yerba.

— ¡Infame!

Teodoro reflexionaba, pero no soltaba la mano de la vieja.

— ¿En dónde está la casa de ese hombre?

— No muy lejos, en un ranchito.

— ¿Sabes tú?

— Sí.

— Pues vamos allá.

— ¿Ahora, con esta tempestad, en esta noche?

— Sí, ahora mismo, ahora mismo ...

— Pero ...

— Vamos, pronto.

Teodoro se incorporó como pudo y se puso su sombrero; todo esto sin dejar para nada a la vieja. De debajo de su lecho sacó un cuchillo y lo colocó en su cinturón.

— Mira —dijo a la vieja— al menor impulso que sienta de que quieras huir, te mato. ¡En marcha!

La vieja obedeció y salieron.

La noche era horrorosa y caminaban casi adivinando en la oscuridad. Así anduvieron como dos horas. Teodoro, fatigado, sosteniéndose sólo por la fuerza de su voluntad, comenzaba a impacientarse.

— Oye ¿no decías que el rancho estaba cerca?

— Pero hemos perdido algo el tiempo por la mala noche.

— Te advierto que si llegamos cuando a doña Blanca le haya sucedido alguna desgracia, te mato sin remedio.

- ¡Ay!

— Pues vamos.

Y seguían caminando. Algunas veces se detenía Teodoro a tomar aliento y entonces era la vieja la que le apuraba.

—Vamos —decía—, es tarde.

Y volvían a caminar.

Por fin, comenzó a lucir la mañana y a los primeros reflejos la vieja le dijo a Teodoro:

— Mirad, allí en aquel carrito es la casa, poco nos falta.

Teodoro hubiera querido volar, pero aquella pendiente era muy larga y muy elevada. El sol estaba ya en el horizonte y todo el panorama se iluminó perfectamente.

Teodoro y la vieja subían, pero el negro venía ya muy cansado y necesitaba detenerse a cada momento. Por fin llegaron a descubrir la casa.

Teodoro vio a doña Blanca y a Guzmán: sus figuras se destacaban sobre las rocas en el purísimo azul de los cielos.

Blanca estaba en pie, desdeñosa y altiva; Guzmán, a corta distancia, parecia no atrever a acercarse.

Teodoro comprendió que había llegado a tiempo.

Comenzó a caminar con más violencia y llegó a otro punto en que se dominaba mejor la escena que pasaba en el rancho.

Doña Blanca estaba al borde del abismo y parecía hablar; Guzmán estaba cerca de ella. Teodoro iba a continuar su camino, cuando la escena cambió.

Guzmán dio un paso adelante y un grito agudo atravesó los aires. Doña Blanca, desprendiéndose de la roca, cayó en el abismo y se perdió entre las alborotadas espumas del torrente.

Guzmán dio un grito y se echó atrás, espantado, para no precipitarse también.

Teodoro calló de rodillas.

El torrente siguió su curso tranquilo, sin que nada indicara que sus ondas habían sido el sepulcro de la pobre Blanca.
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