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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo sexto De cómo Tirios y Troyanos, iban todos a parar a la Inquisición
Doña Blanca volvió de su desmayo y se sentó espantada sobre la mesa.
Casi no recordaba nada de lo que le había pasado. Miró a su alrededor y sintió lleno de dolores su cuerpo; bajó los ojos y advirtió su desnudez. La memoria le volvió también y dio un grito, y buscó algo para cubrirse porque a pocos pasos estaban sus verdugos contemplándola.
— Ha vuelto en sí —dijo uno de los carceleros.
El inquisidor y el escribano se dirigieron a ella. Blanca los miraba espantada.
— Recuerde lo que ha sufrido por su obstinación en no confesar —dijo el escribano— y piense que la misericordia
de Dios y la bondad del Santo Tribunal de la Fe son tan grandes que tiempo le dan aún de arrepentirse y de confesar sus culpas antes de verla padecer más de lo padecido.
Doña Blanca callaba.
— Reflexione que nada ha sufrido en comparación de lo que le falta —continuó el escribano— que aún puede libertarse con la franca confesión de sus pecados y la abjuración de sus culpas.
Doña Blanca estaba como fuera de sí, miraba sucesivamente a todos los que la rodeaban y permanecía muda.
— Por última vez —dijo el escribano— considere que va a sufrir la cuestión del tormento extraordinario si no confiesa, y que a sí, y no a la justicia, debe imputar lo que padeciere.
Sus exhortaciones no obtuvieron respuesta alguna, se volvió a ver al inquisidor y éste, con gran solemnidad, dijo:
— Pues ella lo ha querido, a cargo sea de su consciencia, que se proceda a la diligencia.
Los verdugos se apoderaron de doña Blanca que apenas hizo resistencia, pero que exhalaha quejas sintiendo renovarse los dolores de su cuerpo con aquellos tratamientos bruscos. La colocaron encima de otra mesa, que era una especie de plano inclinado y en el que la cabeza quedaba un poco elevada respecto al cuerpo. Había en la mesa porción de argollas clavadas, y con ellas aseguraron a Blanca de tal manera que no tenía libertad para hacer el menor movimiento.
El escrihano comenzó con la fórmula de costumbre:
- Se le amonesta a decir la verdad si no quiere verse en tan duro trance.
Pero como Blanca no contestaba, se procedió a darle el tormento. Uno de los verdugos trajo una especie de embudo que introdujeron en la boca de la víctima, y otro vertió en él una medida de agua que contendría como dos cuartillos.
Los ojos de Blanca se abrieron de una manera horrorosa, su rostro se puso encendido, y su pecho y su vientre se agitaron espantosamente, y sin embargo, tragó toda el agua sin que una sola gota cayese fuera.
Los verdugos retiraron el instrumento de la tortura.
— ¡Jesús! —exclamó Blanca, respirando penosamente—. Señor ¡por Dios! me van a ahogar. Me sofoco, me muero.
— Se le amonesta a que diga la verdad.
— Pero si no tengo qué decir, por María Santísima, por Dios —gritaba con todas sus fuerzas Blanca—. ¡Por Dios! ¡Piedad, señores! ¡Por Dios, por Dios!
El escribano hizo una señal y volvieron a acercar el aparato a la boca de la infeliz. Ella apretó los dientes de una manera terrible pero los verdugos, con una espantosa serenidad, le taparon la nariz y la introdujeron en la boca una delgada palanca de acero.
Blanca desesperada no quería abrirla pero la palanca obró su efecto, y Blanca tuvo que ceder.
La sangre corría por sus mejillas, sus labios estaban hechos pedazos y los verdugos le habían roto los dientes. Sin apartar de su boca la palanca que destrozaba también su lengua, volvieron a colocar el embudo y a
vaciar en él otra medida.
Entonces pudo verse materialmente crecer el vientre de aquella desgraciada, y pudo oírse un ruido siniestro en el interior de aquel cuerpo.
El tormento del agua era uno de los más horribles, porque aquella cantidad que apenas podía contener el estómago, maltrataba, destrozaba el interior del cuerpo, causando dolores espantosos, ansias mortales.
—Se le amonesta a que diga la verdad ...
— ¡Oh! sí, la diré —exclamó Blanca— la diré porque no es posible resistir, pero por Dios, que me quiten de aquí, que me dejen sentar porque me ahogo, tengo la boca hecha pedazos, prometo decir todo, todo, pero que me quiten de aquí; que me quiten.
El inquisidor hizo seña a los verdugos y desataron a Blanca y la sentaron.
— Comience su declaración.
— ¡Ah! —dejadme respirar— mañana lo diré todo.
— No, ahora mismo.
— Si no puedo ahora ni recordar.
— Atadla otra vez, y que siga la diligencia.
— ¡No! ¡no! ¡no! Voy a hablar, voy a hablar.
— Pues diga ¿confiesa tener pacto explícito con el demonio?
— Sí, señor, sí, señor.
— Y cómo lo hizo, por escrito o de palabra.
— De palabra.
— ¿Y cómo?
— No recuerdo bien.
— Mirad que si no decís todo sigue la diligencia.
— ¡Ah! no, señor. Yo os diré todo.
— Referid, sin olvidar nada.
— Pues bien, señor, una noche estaba yo en mi celda enfadada de vivir en el convento, y dije: Le daría mi alma al diablo por salir de aquí, y en ese momento se me presentó el diablo en figura de un caballero joven de barba y pelo negro, vestido de encarnado, con sombrero de plumas, sólo que sus pies eran como los de un gallo. Y me dijo: Aquí estoy ¿qué me quieres? Y como me espanté, nada le dije, pero seguí enfadándome y él visitándome hasta que una noche le declaré mi deseo y él me dijo: Si me das tu alma te sacaré y te haré feliz. Y yo le dije que sí; entonces me hizo dormir y cuando desperté estaba ya en la calle.
— ¿Y no la hizo renegar de Dios y de sus santos?
— No, señor.
— Diga la verdad y recuerde que sólo con la verdad se libra del tormento.
— ¡Ay! no, señor, la verdad es que me dijo que yo exclamara: Reniego de Dios y de todos sus santos. Y yo no quería, pero al fin renegué.
— ¿Y ha vuelto a verle después?
— No, señor.
— ¿Y confiesa su herejía por haberse casado teniendo tan sagrados votos?
— Sí, señor.
— ¿Y confiesa haber cometido este pecado con entero
conocimiento de lo que iba a hacer?
— Sí, señor.
— Dad fe, señor escribano, de esta confesión: que firme la culpable, y que asiente que no ha perdido miembro alguno en el tormento.
El escribano asentó por diligencia que Blanca no había perdido ningún miembro, firmaron todos, y el inquisidor y el escribano se volvieron a la sala de Audiencia, encargando a los carceleros que vistiesen a Blanca y la condujesen a su calabozo.
Con gran trabajo la pobre joven logró vestirse, sus pies y sus manos estaban terriblemente hinchados, sus labios hechos pedazos y podía apenas hablar por la fractura de sus dientes. Como no podía dar un paso, dos
carceleros la levantaron entre sus brazos y la fueron a dejar a su calabozo, en donde, teniendo en consideración que era ya confesa, la pusieron una cama de paja, una luz y algunos alimentos.
Después que confesaban los reos, fuera voluntariamente o por razón del tormento, comenzaba a tenérseles más consideraciones, cualquiera que fuese el resultado que debía tener la causa.
Cuando el inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores volvió a sentarse bajo el dosel de la sala de Audiencia, uno de los ministros del Santo Oficio le anunció que solicitaban hablar en lo reservado el Excmo. señor licenciado don Pedro de Vergara Gaviria, y el corregidor don Melchor Pérez de Varáis.
El inquisidor mayor hizo salir al escribano, y quedando
enteramente solo recibió a aquellos dos señores.
— El asunto que aquí nos trae —dijo el licenciado Vergara, después de los saludos de costumbre— es, si no grave para los asuntos temporales de estos reinos de Su Majestad, sí muy importante para la causa de la Fe, cuya defensa ha sido encomendada a ese tan sagrado
tribunal.
— Perplejo estoy —contestó el inquisidor— porque muy grave debe ser ese negocio, que a V. E. obliga a venir hasta acá, en compañía de mi señor corregidor.
— Escuche su señoría, que el lance, por lo extraño, es muy digno de ser conocido. Es el caso que, siendo casado don Melchor Pérez de Varáis con una joven de estimables dotes, desapareció ésta una mañana de su casa sin que don Melchor hubiera podido saber a qué atribuir aquella desaparición. Dos días después la ronda encuentra en las calles una negrilla con un traje de caballero, que fue al principio tenida por hombre y que decía ser la esposa misma de don Melchor. El y yo hemos ido al calabozo en que está la negrilla, y aunque por la figura corporal no hemos podido reconocerla por tal esposa de don Melchor, sin embargo, díjonos cosas tales de secretos, que sólo la dicha señora podia saber, que causando grande confusión en nuestro ánimo, hemos convenido de concierto en veniros a consultar por vuestro conocimiento y práctica en estos negocios sobrenaturales, si creéis que por permisión divina puede el demonio apoderarse de los secretos de un alma cristiana para entregarlos a alguno de sus secuaces, o si por algún hechizo o encantamiento provenido de malas artes, puede ser transformado de tal manera el cuerpo de alguna criatura, que desconocido sea aun de los más íntimos amigos y de las personas de más trato y familiaridad.
— Graves cuestiones son esas que me habéis propuesto, y aunque no se ha tratado ese caso expresamente por los autores, sin embargo quiéroos decir mi opinión a reserva de estudiar el punto más detenidamente. En primer lugar preguntaisme que si el demonio pudiera dar a alguno de sus secuaces conocimiento de secretos que parecieran enteramente ocultos. Debo deciros que, conforme a las más sabias doctrinas recibidas en este Santo Tribunal, el demonio puede comunicar gran copia de secretos, y gran vigor a las potencias intelectuales del hombre; así, pues, nos lo ha enseñado recientemente el eminente don Francisco de Torreblanca en su célebre tratado de magia, y tenemos las pruebas de Román Ramírez, condenado a la hoguera en Toledo, en el año del Señor de 1600, que conocía todos los secretos de la medicina por artes diabólicas. Y que el demonio puede enseñar artes y ciencias, no sólo por internas sujeciones, sino apareciendo en forma visible y hablando con los hombres, lo enseña el divino maestro Santo Tomás en la cuestión 96, artículo 1°. Y que el demonio puede sin duda alguna volver más
sutiles y más perfectas las operaciones del ingenio y del juicio, lo enseña el sabio Rafael de la Torre en su tratado de vicios o cohechos a la religión. Plinio asegura que Mytsidates sabía veinte idiomas, y que César dictaba cuatro cartas a un mismo tiempo. De la misma manera que los demonios pueden destruir o quitar las facultades intelectuales, como aconteció a Mésala Corvino, orador
que perdió repentinamente hasta la memoria de su mismo nombre, según dice el mismo Plinio y el gran Damaceno. De manera que, en verdad os digo, Excmo. señor, que no vería yo grave inconveniente en que el demonio hubiera comunicado a esa negrilla conocimientos tales que pudiera saber cosas que para vosotros fueran enteramente ocultas.
— Pero dígame su señoría —dijo don Melchor— ¿posible habrá sido que, por artes del demonio, se haya mudado el aspecto de mi esposa hasta quedar completamente desconocida?
— Ciertamente que no sólo tornar a una mujer de blanca en negra, sería cosa fácil para el malo, sino que aun tornarla en bestia y cambiarla el sexo pudiera hacerlo muy fácilmente.
— ¿Qué?
— Infinitos ejemplos nos citan los autores de estas
transformaciones. Marcelino Donato en su historia de cosas maravillosas, y Ponsan en su libro de cosas celestiales, hablan de la mujer de un pescador que, a los catorce años de casada, se transformó en hombre, y de otra que habiendo tenido un hijo se tornó en hombre después. Miguel de Montano nos habla de Magdalena Muñoz, monja en la ciudad de Ubeda, y otros mil ejemplos
de esta clase. Ahora, el diablo puede también hacer aquellas transformaciones de blanco en negro aun en los mismos cabellos, como lo enseñan Aulo Gelio y otros, de lo cual estoy muy dispuesto a deciros: que supuesto el prodigio y la maravilla que me contáis, no sabría yo, hasta examinar detenidamente a la negrilla a quien hacéis referencia, si tiene conocimientos de ajenos secretos
o si ha desfigurado su natural persona para tomar ajena representación. En todo caso, negocio es éste en el que manifiestamente tiene que estar mezclado el demonio, que ni por causas naturales, ni con la divina intervención, pudo haberse verificado cosa que tanto repugna a la armonía de los universales efectos, y debéis enviar a esa mujer a este Santo Tribunal.
Edificados salieron don Melchor Pérez de Varáis y el licenciado Vergara con la respuesta del inquisidor, y dispuestos, por no gravar su conciencia, a hacer que aquella misma noche trasladasen a Luisa a las cárceles del Santo Oficio, para dejarla entregada al brazo de su
justicia.
Aquella misma noche, al paso que por un lado llegaba Luisa conducida a la inquisición por orden del Capitán general, entraba por otro a las mismas cárceles don César a quien se había perseguido y aprehendido, de orden también del Santo Oficio, por complicidad en la causa de Sor Blanca.
La Inquisición tenía un modo de sustanciar los juicios tan enteramente contrario al de los tiempos modernos, que en vano, por lo que vemos ahora, quisiéramos juzgar de lo que pasaba entonces. A los cómplices de un mismo delito se les juzgaba separadamente, de tal manera que cada uno de ellos tenía su causa particular; se procedía contra un hombre por cualquier denuncia, aun cuando ésta fuese hecha en un anónimo. El acusado ni conocía
a sus acusadores, ni a los testigos que deponían contra él, ni tenía la libertad de la defensa, si negaba; la cuestión del tormento le haría confesar, a no ser que prefiriese morir en la tortura, porque, a pesar de que todos los
autores que servían de norma en sus juicios a los inquisidores, opinaban que el que resistía la prueba del tormento sin confesar debía ser absuelto, no por eso se llevaba esto a efecto, sino que, acumulándose una a otra tortura, llegaba al fin el momento en que o la víctima expiraba por la fuerza de los dolores o, incapaz ya de resistir, confesaba prefiriendo consumirse en la hoguera a seguir sosteniendo aquellos bárbaros combates entre el dolor y la conciencia.
El Tribunal de la Inquisición llegó hasta el grado de arrojar a los reos a profundos estanques, metidos en un saco y atados a una gran piedra, declarando que el que se hundía y se ahogaba era culpable.
El más leve indicio, la menor sospecha, bastaba para prender a un hombre y para hacerle atormentar hasta que confesara, y el silencio se tenía por confesión y era algunas veces el principal motivo para aplicar la tortura.
El mundo debe al Papa Inocencio III la creación de este Tribunal en 1216, cuyo primer inquisidor fue Santo Domingo de Guzmán, y México en el año de 1571 recibió del cardenal Espinosa, inquisidor general de España, esa institución, siendo primer inquisidor don Pedro Moya de Contreras, que fue después Arzobispo de México.
La Inquisición tomaba como modelo de sus juicios, y con arreglo a eso procedía, del juicio que, según ellos, formó Dios contra Adán y Eva, y así lo probaba con mil copias de razones don Luis de Páramo Boroxense, arcediano y canónigo de la santa iglesia de León e inquisidor del reino de Sicilia, cuyo libro gozaba de gran crédito y servía como de texto para la resolución de grandes dudas.
Los que niegan que la Inquisición en México quemara multitud de personas, no tienen sino que ocurrir a los autos de fe que corren impresos por todas partes. Y se procedía con tanta diligencia, que habiéndose fundado
la inquisición en México en 1571, en 1574 se celebró ya el primero y solemne auto de fe, al que se llevaron ochocientos penitenciados de ambos sexos, quemándose unos en efigie y otros en cuerpo, unos vivos y otros después de
ajusticiados.
En los límites de una novela no se puede tratar una cuestión de esta clase; sin embargo, si alguien levantase la voz negando los hechos que referimos y defendiendo al Tribunal de la Inquisición, documentos irreprochables tenemos para confundirles.
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