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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo séptimo En donde se prueba que un Arzobispo podía sacar una ánima del purgatorio pero no un acusado de la Inquisición
Por dar una muestra de simpatía a sus partidarios y por exaltar má s los ánimos en el pueblo, el Arzobispo se aprovechó de la noticia de Luisa. Dispuso hacer magníficas
exequias al Ahuizote, probando con esto el alto aprecio en que tenía a los que había n tomado parte contra el virrey.
El entierro del Ahuizote fue verdaderamente escandaloso. El cajón en que iba el cadáver fue llevado en hombros hasta el cementerio por los principales amigos del Arzobispo; marcharon tras él las hermandades, las comunidades religiosas, multitud de personajes del clero, y la misma carroza del Arzobispo acompañó aquel duelo.
Cualquiera persona que hubiera llegado aquel día a México, hubiera creído, cuando menos, que aquel cadáver era el de un obispo.
Con menos pompa se enterraron, también en sagrado, todos los que murieron en el motín peleando del lado de los sublevados, pero el Arzobispo negó sepultura eclesiástica a los que habían perecido en la defensa de Palacio; y sólo alcanzaron sus deudos sepultarles en un cementerio a costa de algunos sacrificios pecuniarios.
El pueblo creyó firmemente que el Arzobispo libraba de culpa y pena en la otra vida a aquellos de sus partidarios que habían muerto en su defensa, y el prelado celebró una solemne función de honras, con la que sacó
a todas aquellas ánimas del purgatorio.
Teodoro y Martín no quedaron satisfechos con esto, el
Santo Oficio se había apoderado de sus mujeres y ellos necesitaban sacarlas de sus garras. La influencia del Arzobispo no era dudosa, y ellos tenían derecho de usar de esta influencia, para conseguir lo que deseaban.
Martín, conduciendo a Teodoro, entró al Arzobispado y, conocedor de los usos y costumbres del palacio y del prelado, no tardó en encontrarse cerca de don Juan Pérez de la Gema.
Martín podía serle todavía muy útil al Arzobispo, y por eso éste procuraba granjearle; así es que apenas le vio le llamó, y le hizo sentar a su lado.
— ¿Qué andas haciendo tú por aquí? —dijo el Arzobispo.
— Venimos —contestó Martín— Teodoro y yo, a ver a vuestra Señoría llustrísima para un negocio muy grave que nos ha ocurrido.
— ¿Y quién es Teodoro?
— Aquel negro que fue esclavo de doña Beatriz de Rivera, (que en paz descanse) y de quien su Señoría Ilustrísima ha de haber oído hablar mucho, porque mucho también es lo que ahora nos ha ayudado.
— En efecto, valiente muchacho. ¿Conque necesitáis hablarme?
— Sí, señor, y quisiera que su Señoría Ilustrísima le permitiera entrar y nos concediera un rato de audiencia.
— ¿Y por qué no? Hazle que pase, decidme ambos a lo que venís.
Martín salió a llamar a Teodoro, y entrando después los dos a la cámara en que estaba el Arzobispo, entornaron
cuidadosamente la puerta.
— Ahora, decidme —les dijo el prelado, haciéndoles seña para que se sentasen.
— Pues, señor, es el caso —dijo Martín— que el Santo Oficio tiene en prisiones a mi mujer y a la de Teodoro, y queríamos valernos del respeto de su Señoría para ver si conseguíamos su libertad.
— ¿Y por qué están presas? —preguntó el Arzobispo.
— Si se ha de decir la verdad —contestó Martín — toda la culpa es nuestra, por haber dado asilo en nuestras casas a una monja que se había fugado de su convento.
— Gravísima falta es ella —dijo el prelado—, pero calculo que si no es más que eso, fácilmente podré conseguir lo que deseáis, a condición de que hayan pasado las cosas tales como me las habéis referido.
— Para no engañar a su Señoría Ilustrísima —dijo Teodoro— debo advertirle que la dicha monja tuvo un novio.
— ¡Ah! entonces ya la cosa es más seria.
— También es preciso contarle a su Señoría, que la dicha monja contrajo matrimonio con el tal novio.
— ¡Oh! entonces la cosa es grave.
— Y finalmente —dijo Teodoro— sabrá vuestra Señoría Ilustrísima cómo el tal novio llegó a sacar armas contra los ministros del Santo Oficio para impedirle en una vez que prendiesen a la monja.
— Vamos, el caso es sumamente grave. Sin embargo, no hay que desesperarse que, aun supuesto todo eso, poca culpa deben tener en ello vuestras mujeres. ¿Cuánto tiempo hace que están presas?
— Desde la víspera del día del tumulto.
— ¿Y cómo se llama esa monja y ese amante?
— La monja —dijo Martín— es Sor Blanca, la hermana de don Pedro de Mejía, y el amante don César de Víllaclara.
- ¡Ah! —pensó el Arzobispo— conozco esta historia
perfectamente, es la que me refirió Luisa la mujer de don Melchor, y la misma que yo denuncié al inquisidor mayor. Creo que no me costará trabajo dar gusto a estos hombres, y luego dirigiéndose a ellos, les dijo:
— ¿Cómo se llaman esas muchachas presas?
— María, una muda que es mi mujer, y Servia, la esposa
de Teodoro.
— Bien —dijo el Arzobispo, apuntando los nombres— esta noche hablaré con el señor inquisidor mayor y mañana me veréis temprano. Creo que todo se conseguirá.
Martín y Teodoro se levantaron y se retiraron llenos de esperanza.
El Arzobispo se preparaba en la noche para salir en busca del inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores, cuando éste se hizo anunciar en el arzobispado.
El prelado vio como milagrosa su venida, saludáronse cortesmente, y el Arzobispo entró en materia temeroso de que alguien llegase a interrumpirle.
— En busca de su Señoría —dijo el prelado— iba a salir en estos momentos, que le necesito a su Señoría para el empeño de unos mis servidores, a quienes trato de favorecer en un negocio.
— Su Ilustrísima debe estar satisfecho —contestó el inquisidor— que es para mí buena ocasión toda la que sea de servirle.
— Se trata —dijo el Arzobispo— de suplicar a su Señoría, en favor de dos jóvenes, negra una y muda la otra, que según he sabido por sus maridos están en las cárceles del Santo Oficio por haber dado asilo a Sor
Blanca, la monja prófuga del convento de Santa Teresa.
— ¿Y qué deseaba Su Ilustrísima respecto de esas dos
mujeres?
— Aun cuando yo no las conozco, pero hanme servido muy bien sus maridos y con verdadero riesgo de sus vidas, que son ellos quienes positivamente han sostenido a la Iglesia contra los desmanes del marqués de Gelves.
— Méritos grandes, en verdad —contestó hipócritamente el inquisidor— y en cuanto valga mi humilde persona con Su Majestad, que Dios guarde, me empeñaré, si así lo dispone su señoría Ilustrísima, porque a esos dos hombres se les premie como merecen; pero respecto a las mujeres, aunque de riguroso secreto son las causas que están sometidas a nuestro conocimiento, por respeto y atención al carácter de su señoría Ilustrísima, le descubriré
que no es tan sencilla la acusación que pesa sobre esas dos mujeres.
— ¿De qué se las acusa, pues?
— En cuanto a la negrilla, es seguro que no sólo prestó
auxilio a la llamada Sor Blanca, sino que ha sido el principal agente y cómplice en el sacrilego matrimonio que celebró ella con don César de Villaclara; de tal manera que esa consideración sola podrá convencer a Su Ilustrísima de que no es fácil, aunque se deseara, concederle su libertad. En cuanto a la otra, es decir la muda, esa sí efectivamente no hizo sino dar entrada en su casa a Sor Blanca sin conocer sus antecedentes y ya después de celebrado el matrimonio sacrilego.
El Arzobispo pensó que, supuesto que la muda era la esposa de Martín, que era por quien abrigaba verdadero interés, y ya que no podía sacar a las dos de las garras del Santo Oficio, por contento debería darse si conseguía la libertad siquiera de una, y así determinó dejar a Servia que corriese la suerte que Dios le deparara y hacer todo el esfuerzo posible en favor de María.
— Pues siendo así como dice su señoría —dijo— creo que la pobre muda puede muy pronto ser dada libre.
— Lo sería, en efecto, pero hay que advertir que la tal muda ha sido denunciada ante el Santo Oficio como hechicera.
— ¿Como hechicera? ¿Pero de dónde pueden inferirlo?
— Viósela de muy joven amansar y tratar con suma confianza serpientes y otros animales venenosos.
— Lo cual no prueba maleficio de ninguna especie, que las serpientes son fáciles de amansar por artes naturales, por ejemplo con el canto y la música; recuerde su señoría qué dice Petronio: Hircanique tigres, etc., y Virgilio en la Egloga octava. Erigidos ímpratis cantando, etc. Lucano en su Earsalia, libro sexto, dice: Humanoque
cadit serpens, etc.; y finalmente, Sillo Itálico ha dicho: Serpentes dico exarmare veneno.
— En verdad que Su Ilustrísima tiene razón, pero autores son esos profanos cuyas doctrinas no pueden valer en la Iglesia. La muda por su propio defecto no puede haber cantado a las serpientes, y el encantamiento y mansedumbre de estos animales debe tenerse siempre por sospechoso, como se infiere de lo que enseña el gran padre San Agustín en el libro 11 In Génesis, capítulo 28. Jeremías en el capítulo 8° dice aquellas célebres palabras: Yo os enviaré serpientes, basiliscos, contra los cuales no
valdrán los encantamientos, y el Salmo LVII expresa: que hay una que no escuchó lá voz de los encantadores. Todo esto es una robustísima prueba de que el comercio con esta clase de animales, indica el ejercicio de artes
reprobadas por la religión, como juzga muy bien el sabio Martín del Río en su libro 6° de las Artes mágicas.
— Efectivamente que puede ser sospechosa esa conducta de la muda, pero quizá sin conocimiento de causa ejercería tales actos, siendo por ellos inculpable, y esto puede saberse por las declaraciones que de ella hayan
podido conseguirse.
— Ningunas declaraciones se han obtenido hasta hoy; que a ella nada se le ha podido sacar, y por razón de su misma enfermedad no se le ha aplicado el tormento que, conforme a las doctrinas de Chirlando Carerio y del maestro Antonio Gómez, citados por el licenciado don Francisco de Torreblanca y Villalpando, a los mudos no puede ni aplicárseles el tormento, ni aun aterrorizarles; de manera que nada ha podido conseguirse en este punto.
— Crea su señoría que tengo para mí que quizá sea esta pobre muda más bien víctima de alguna ilusión, que verdaderamente culpable, que ya su señoría sabe a cuánta discusión y argumento ha dado lugar aquel párrafo
del Concilio de Ancira, en el capítulo 26, cuestión 5a., en que casi se declara que estos delitos de magia, más son sueños e ilusiones del demonio que consistencia de verdad y materia de juicio, y está condenado por el mismo Concilio y refutado por Alciato en el libro 8°, capítulo 22.
— No puedo condescender con la opinión de usía Ilustrísima,
porque aun confesando que el tal capítulo citado fuera del Concilio de Ancira, sólo habla de algunas mujeres ilusas, y éstas también deben ser castigadas con el mismo rigor; de manera que la pena se les aplicará no porque corporalmente hayan tenido tratos con el demonio, que el Santo Oficio está convencido muchas veces de que no lo han tenido, sino porque han creído tenerlo y han gozado con esta creencia.
El Arzobispo comprendió que nada podría obtener y varió la materia de la conversación, persuadido firmemente de que era más fácil sacar una ánima del purgatorio que un acusado de las garras del Santo Oficio.
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