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Vicente Riva Palacio Monja y casada, virgen y martir ***** LIBRO CUARTO Virgen y martir Capítulo noveno En donde se verá que hubo un mitin en el año del Señor de 1624
El de Gelves permanecía retraído en San Francisco, y más podría decirse prisionero que libre. La Audiencia tenía destinados trescientos hombres sólo para la guarda
del convento, y nadie podía hablar con el virrey, y cuanto él escribía era leído por los oidores.
La Audiencia no le permitía salir de la Nueva España, como él pretendía, para ir a la Corte y presentarse al rey, y aunque reclamaba que de no permitírsele la salida se le volviese el gobierno de la colonia, los oidores se negaban a todo tenazmente con palabras y comunicaciones altaneras y poco corteses.
El de Gelves se valió, como para intermediarios de aquella negociación, de su confesor el guardián de San Francisco y del inquisidor mayor don Juan Gutiérrez Flores; pero nada pudieron éstos conseguir y sólo obtuvieron por única respuesta que la Audiencia esperaba la resolución de Su Majestad, a quien había enviado ya en comisión a uno de los regidores de la ciudad de México.
Sin embargo, los oidores comenzaron a temer lo que se diría en España de que ellos retuviesen tan violentamente el gobierno, e hicieron correr la voz de que iban a entregárselo otra vez al de Gelves.
Como era natural, conocido el rigor y la severidad del marqués, todos los comprometidos en el tumulto comenzaron a temer, y volvió la alarma en la ciudad y volvieron los gritos sediciosos y los preparativos para otra nueva tempestad. Esto era precisamente lo que deseaba la Audiencia, que determinó llamar a una gran junta a todas las autoridades civiles y eclesiásticas, y a todas las personas notables de la ciudad, con el objeto de consultarles el caso, seguros, como estaban los oidores, de que todos habían de opinar porque no se volviese el gobierno al de Gelves sino que lo conservase la Audiencia hasta la definitiva resolución de Su Majestad.
El día destinado para la gran reunión llegó por fin. Los oidores esperaban ya en su sala de audiencia, y poco a poco comenzaron a llegar los invitados.
Alcaldes, regidores, clérigos, frailes, abogados, comerciantes, en fin, gentes de todas clases y estados; aquello era una torre de Babel, era una inmensa confusión, todos hablaban, todos discutían entre si y nadie llegaba a entenderse.
Don Pedro de Vergara presidia aquella reunión y no lograba poner orden en la multitud.
Hablaron los oidores explicando el objeto de la reunión y pidiendo parecer a los circunstantes; tomaron la palabra algunos padres graves, nadie les escuchó, y terminó todo con decir que todos habían aconsejado a la Audiencia que retuviese el gobierno de la Nueva España para evitar mayores desórdenes y escándalos.
La reunión se disolvió, volviéndose, sin duda, cada uno tan enterado de lo acontecido como si nada hubiera pasado.
Los amigos mismos del de Gelves fueron invitados a asistir, porque los oidores comprendían que no podían oponerse y que pasarían como aprobando la conducta de la Audiencia. Por esto los amigos del marqués se vieron, más que nadie, comprometidos a presentarse.
Don Pedro de Mejía no faltó. El viento no soplaba ya del lado del virrey, y era preciso que él comenzara a ver por donde se acomodaba: siempre en política ha habido esta clase de hombres, que están, como ellos mismos dicen, al sol que nace.
Por el éxito de aquella reunión podía conocerse que en muchos meses el de Gelves no podría salir de San Francisco, y si de tantas personas principales iban a España informes, mal debía salir la causa del virrey.
La reunión se disolvió y todos comenzaron a retirarse. Mejía, con el pretexto de despedirse, quiso hacerse notar por el Lic. Vergara.
— Dios guarde a V. E. muchos años.
— Adiós, mi señor don Pedro. ¿Os retiráis?
— Hase acabado la junta, y sólo esperaba despedirme de V. E.
— Muy bien ¿pero qué nuevos lunares tenéis sobre la ceja?
— Son unas gotas de pintura —contestó imprudentemente
Mejía.
— Pintura muy negra debe ser y muy firme, porque supongo que no os ha caído en estos momentos.
— No, señor, aunque sí hace pocos días, dos o tres después
del tumulto.
— Es extraño —pensó el licenciado Gaviria comenzando a sospechar, y luego queriendo inquirir más, dijo distraídamente— ¿y qué pintabais?
— ¡Um! —contestó como sorprendido Mejía— una mesa, una mesa ...
Vergara, acostumbrado a tratar a los criminales y a formar procesos desde su juventud, adivinó una historia en la turbación de Mejía que venía a ayudar sus sospechas, y variando repentinamente de tema de conversación y como si estuviera, no despidiéndose de Mejía sino departiendo con él en su aposento y con la mayor tranquilidad, le preguntó:
— ¿Y no habéis sabido vos, don Pedro, lo que aconteció a Luisa la mujer de don Melchor Pérez de Varáis?
Mejía se puso encendido, cruzó por su cerebro la idea de que el licenciado Vergara lo sabía todo, y se turbó completamente.
— No, señor, no, balbució —y luego agregó queriendo cortar la conversación—. Si V. E. no manda algo, me retiro, que tengo muy grandes ocupaciones.
— No, señor don Pedro, puede V. S. retirarse.
Mejía se retiró, y el licenciado Vergara se quedó pensando:
— O m i larga práctica forense ha sido inútil, o como haber Dios que he dado con el hilo en el negocio de la mujer de don Melchor, y este don Pedro no está en todo de lo más inocente. Lástima que se haya ido ya don Melchor, él podría saber qué motivos haya. ¿Sería una
venganza ...? ¿Por qué? Quizá por sus trabajos en contra del marqués, que este don Pedro era muy su amigo. Veremos, veremos, si no puede ser hoy, mañana iré a ver al inquisidor don Juan Gutiérrez Flores que conoce de este negocio.
El licenciado Vergara se había engolfado tanto en sus pensamientos, que ni contestaba las ceremoniosas caravanas que le hacían los que se iban retirando, y siguiera así a no haberle llamado la atención el doctor Galdos de Valencia que estaba cerca tocándole en la mano.
— Muy distraído está V. E. —dijo el doctor.
— Sí que lo estaba —contestó el licenciado —pero ya os hablaré de esto en que pensaba, que es un curioso caso de derecho.
— ¿De qué se trata?
— Aún no es tiempo de que os lo refiera; más adelante, más adelante.
La sala estaba completamente despejada y los oidores se encerraron para acordar entre sí.
Entretanto, había comenzado en el Santo Oficio el juicio de don César de Villaclara.
Don César, acusado de haber contraído matrimonio con una religiosa y a sabiendas, era naturalmente culpable, para la Inquisición, de sacrilegio por el matrimonio, y de herejía, porque según los sabios autores que se consultaban en aquellos tiempos, el matrimonio de un religioso o religiosa profesos, envolvía el desprecio de los votos, y esto importaba un desprecio a Dios, y por consiguiente una herejía.
La cosa era tan clara como la luz del día, al menos para los consultores del Santo Oficio.
Don César fue llamado a dar su declaración, y con el mismo aparato que siempre, se le tomó juramento y se comenzó el interrogatorio.
Joven, orgulloso, valiente y además enamorado, don César era incapaz, por temor, de decir una mentira, ni aun en presencia de la Inquisición; y a la primera pregunta confesó que se había casado con Blanca, que sabía cuando lo hizo que era religiosa profesa y que la amaba aún.
— ¿Y no sabíais —le dijo el inquisidor— lo feo de vuestro delito y las terribles consecuencias que podía traeros?
— Lo sabía —contestó don César.
— ¿Y así insistíais en él?
— Así.
— Cuando de tanta obcecación hacéis gala, quizá os hayan dado algún filtro para turbar vuestra razón.
— Estoy cierto de que nada me han dado ¿y quién podría haber hecho semejante cosa?
— La misma Sor Blanca.
— Ella ¡ah! no la conocéis. Tan pura, tan cándida, incapaz de hacer mal a nadie; si ella ha caído en esta profunda desgracia, nadie sino yo tiene la culpa, nadie sino yo merezco el castigo.
— Y sin embargo, joven —dijo bondadosamente el inquisidor—vuestra misma exaltación, y vuestro ardor prueban que nada tiene de natural vuestra pasión; y cosa es más segura para quien tiene antecedentes contrarios
a lo que decís.
— ¿Contrarios, señor, y por qué ?
— Sí, porque Sor Blanca ha confesado tener pacto explícito con el demonio.
— ¡Jesús! —exclamó espantado don César—. ¿Ella pacto con el demonio? ¿Ella tan buena? ¡Imposible! No lo creáis.
— Mirad vuestra obstinación. Sor Blanca lo ha confesado todo en el tormento.
— ¡Oh! ¿la hahéis atormentado? —dijo don César como fuera de sí, al considerar que Blanca había sido atormentada por los inquisidores—. ¿La habéis atormentado? Sois unos tigres, unos infames, y así es preciso, habrá dicho cuanto vos hayáis querido, infames ...
El inquisidor y el escribano estaban solos con don César, y aunque ellos eran dos y el reo tenía esposas de fierro en las manos, sin embargo, el lance les comenzó a parecer comprometido, porque don César estaba como un furioso.
El inquisidor agitó la campanilla violentamente y los
carceleros se presentaron.
— Llevad a ese reo a su calabozo —dijo el inquisidor.
Dos carceleros se apoderaron de don César, que había caído en una profunda meditación después del acceso de furia, y sin que él dijera una palabra lo condujeron a su calabozo.
Los carceleros recibieron orden de conducir a Luisa ante el inquisidor.
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