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CAPÍTULO X
Caronte, Hermes y varios Muertos
CARONTE.- Mirad cuál es nuestra situación. Como podéis observar, nuestra barquichuela es muy pequeña, carcomida y llena de agujeros, y, sólo que se incline un poco más, volcaremos; y vosotros, habéis llegado todos a la vez, y además con mucho equipaje. Así que si embarcáis con todo, luego os podéis arrepentir, especialmente los que no saben nadar.
HERMES.- ¿Y qué podemos hacer para llegar a buen puerto?
CARONTE.- Yo os aconsejo que dejéis en la orilla toda esa carga inútil y subáis sin nada, y aún así no será fácil que la embarcación aguante. A ti, Hermes, te ordeno que no permitas la entrada a aquellos que antes no hayan dejado su equipaje en tierra. De pie junto a la escalera, pásales revista y no los aceptes si antes no se han despojado de todo el equipaje.
HERMES.- Tienes mucha razón, así que acataré tus órdenes. Vamos a ver, ¿quién es el primero?
MENIPO.- Soy Menipo. Mira, Hermes ha lanzado al agua mi alforja y mi bastón. Menos mal que el manto lo dejé, y bien que hice.
HERMES.- Entra, Menipo, gran hombre. Puedes escoger tu asiento, junto al piloto, y en la parte más alta, para que puedas ver a todos. Y aquel joven tan hermoso de allí, ¿quién es?
CARMÓLEO.- Ese es Carmoleo de Mégara, el irresistible, cada uno de sus besos valía dos talentos.
HERMES.- Ya puedes ir deshaciéndote de tu belleza, de tus labios besucones, y de tu larga cabellera, también de tus mejillas sonrojadas y del resto de la piel. Está bien así; ya puedes entrar, ahora pesas mucho menos. ¡Tú, el del manto púrpura, la diadema, y el rostro terrible! ¿Quién eres?
LAMPICO.- Me llamo Lampico, y soy tirano de Gela.
HERMES.- ¿Y te presentas aquí con toda esta pompa, Lampico?
LAMPICO.- No sé por qué razón te extraña tanto, ¿es que un tirano tiene la obligación de llegar desnudo, Hermes?
HERMES.- Un tirano, claro que no, pero tú ahora eres un muerto, y éstos sí la tienen. Venga, desnúdate.
LAMPICO.- Mírame, ya no me queda nada.
HERMES.- Ahora debes abandonar también la soberbia y el orgullo, Lampico. Pesan demasiado para entrar contigo en la barca.
LAMPICO.- ¿No podría al menos conservar la diadema y el manto?
HERMES.- De ninguna manera. Debes dejarlo todo.
LAMPICO.- Haré lo que me dices. ¿Qué más? Porque todo lo he soltado ya, como puedes comprobar.
HERMES.- Despójate también de la crueldad, la locura, la insolencia y la cólera.
LAMPICO.- Al fin, desnudo estoy.
HERMES.- Está bien, sube ya. Y tú, grueso y musculoso, ¿cuál es tu nombre?
DAMASIAS.- Damasias, el atleta.
HERMES.- Sí, ya me lo parecía. Te reconozco, pues te veía a menudo en las palestras.
DAMASIAS.- Así es, Hermes. Puedes dejarme entrar ya, pues estoy totalmente desnudo.
HERMES.- A mí no me lo parece, amigo mío, pues son muchas las carnes que te rodean. Así que, deshazte de ellas, o de lo contrario la barca se hundirá al poner en ella un solo pie. Y también tira las coronas y trofeos que vas luciendo.
DAMASIAS.- Heme totalmente desnudo, como puedes ver peso lo mismo que cualquier muerto.
HERMES.- Ahora ya está mejor. Puedes subir. Y tú, Cratón, abandona tus riquezas, placeres y esa buena vida que llevas. No puedes subir tampoco con las pompas fúnebres ni los títulos de tus antepasados. Olvídate del linaje y la gloria, y arroja todos aquellos elogios que recibiste de algunas ciudades, y también esas inscripciones de las estatuas a ti dedicadas. No debes mencionar el gran sepulcro erigido en tu nombre, pues ya sólo el recuerdo de todo ello, pesa mucho.
CRATON.- Aunque me cueste, lo haré. Pues, ¿qué otra cosa puedo hacer si no?
HERMES.- ¡Oye, tú! ¿A dónde vas tan armado? ¿Por qué llevas ese trofeo?
UN GENERAL.- Lo traigo porque vencí, Hermes, y la ciudad me colmó de honores por mi sobresaliente valentía en la guerra.
HERMES.- Suelta ese trofeo. En el Hades no te hará ninguna falta, pues allí reina la paz. Y ese de grave expresión, altivo gesto, de arqueadas cejas y abundante barba, que va totalmente sumido en sus meditaciones, ¿cuál es su nombre?
MENIPO.- Un filósofo, aunque de hecho, puedes llamarlo impostor o charlatán. Cuando le desnudes, descubrirás bajo su capa muchos objetos ocultos, dignos de risa.
HERMES.- Primero, quítate el vestido, y después todo lo demás. ¡Oh Zeus! ¡Cuánta vanidad traes!, ¡cuánta ignorancia, vanagloria, espíritu de contradicción y problemas inextricables, espinosos discursos y liosos pensamientos! Y, por si no bastara, muchísimo trabajo inútil, y excesiva charlatanería, frivolidad y gran cantidad de palabras sin sustancia y, ¡por Zeus! También traes montones de oro, sensualidad, desvergüenza, ira, y voluptuosidad. Aquí nada pasa inadvertido, por mucho que quieras ocultarlo. Deja también tu falsedad, después tu presunción y superioridad. Con toda esa carga, ni una nave de cincuenta remos soportaría tu peso.
FILÓSOFO.- Me desharé de todo ello, si tú me lo pides.
MENIPO.- También debería afeitarse esa barba tan pesada y espesa, Hermes, por lo menos hay cinco minas de pelos.
HERMES.- Tienes razón: ¡Quítatela también!
FILOSOFO.- ¿Y quién me afeitará?
HERMES.- Menipo lo hará con el hacha que usan los constructores de naves. Y utilizará la pasarela como tajo.
MENIPO.- No, Hermes. Será más divertido con una sierra.
HERMES.- Con el hacha será suficiente ... ¡Bien! Ahora, sin esa peste a animal, pareces más humano.
MENIPO.- ¿Te parece si le retoco también las cejas?
HERMES.- Es una buena idea, pues las tiene arqueadas en lo alto de la frente, dándole un aspecto soberbio, no sé por qué. ¿Qué es eso? ¿Ahora lloras, canalla?, ¿es que te asusta la muerte? Embarca ya de una vez.
MENIPO.- Sin embargo, aún guarda lo peor debajo del brazo.
HERMES.- ¿A qué te refieres, Menipo?
MENIPO.- A la adulación, Hermes, con la que ganó todo lo que tiene.
FILÓSOFO.- Entonces tú, Menipo, debes dejar tu libertad, sinceridad y despreocupación, también tu alma noble y tu risa: pues eres el único que no para de reírse.
HERMES.- Ni hablar. Consérvalas. Pues todas ellas son ligeras, fácilmente transportables y muy útiles para el viaje. En cuanto a ti, orador, ya puedes ir descargando toda esa engañosa verborrea, repleta de contradicciones, comparaciones, barbarismos, además de otras muchas pesadas cargas del lenguaje.
ORADOR.- Está bien, lo dejo todo.
HERMES.- Pues ahora, barquero, ya puedes quitar las amarras, recoger la pasarela y levar el ancla; después, despliega la vela y hazte cargo del timón. Espero que tengamos un buen viaje. ¿Por qué os lamentáis ahora, imbéciles, en especial tú, filósofo, a quien acabamos de afeitar la barba?
FILÓSOFO.- Lloro, Hermes, pues creía que el alma era inmortal.
MENIPO.- Te engaña; son otros motivos los que le afligen.
HERMES.- ¿Cuáles son?
MENIPO.- Que ya no podrá nunca más disfrutar de magníficos banquetes, ni tampoco podrá escapar por la noche a escondidas de la gente, tapándose la cara con la capa, y así poder ir de burdel en burdel hasta el día siguiente, ni los jóvenes serán engañados y ni le ofrecerán ya más dinero a cambio de su charlatanería disfrazada de falsa sabiduría. Eso es lo que más le duele.
HERMES.- ¿Y a ti, Menipo, no te apena estar muerto?
MENIPO.- No tengo ninguna razón para estar afligido, pues, como bien sabes me adelanté a la muerte, sin que nadie viniese a buscarme (11). Oye, perdona, ¿no oyes un clamor, como gritos que provienen de la tierra?
HERMES.- Tienes razón, Menipo, y no vienen de un solo lugar. Los de Gela se han reunido en la asamblea y celebran gozosos la muerte de Lampico, mientras las mujeres sujetan a su esposa, y sus hijos, muy jóvenes aún, pasan por lo mismo, como presa de otros niños, son apedreados continuamente. En Sición aplauden al orador Diofanto, pues pronunció un discurso fúnebre en honor a Cratón. Y, ¡por Zeus!, también está presente la madre de Damasias que inicia, gimiendo, las lamentaciones de un grupo de mujeres por la muerte de su hijo. En cambio, a ti Menipo, nadie te llora; así tus restos pueden descansar en una paz absoluta.
MENIPO.- No lo creas. Si escuchas con atención, oirás a los perros aullar lastimosamente y también el batir de alas de los cuervos, cuando estén reunidos en mi entierro.
HERMES.- Eres único, Menipo. Al fin hemos llegado a la otra orilla: presentaos vosotros ante el tribunal, seguid recto ese camino; el barquero y yo debemos ir a buscar otros muertos.
MENIPO.- Buen viaje, Hermes. Sigamos adelante. ¿A qué estáis esperando? Seremos juzgados de todas formas. Se dice que los castigos impuestos son verdaderamente crueles: ruedas, piedras, aves carroñeras (12). Y la vida que habéis llevado quedará evidenciada en cada uno de vosotros.
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