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CAPÍTULO XII
Alejandro, Aníbal, Minos y Escipión
ALEJANDRO.- Mi juicio deberá ser anterior al tuyo, africano; pues soy mejor que tú.
ANIBAL.- Estás equivocado; yo soy superior.
ALE]ANDRO.- Está bien, dejemos que sea Minos quien juzgue.
MINOS.- ¿Cómo os llamáis?
ALEJANDRO.- Él, Aníbal, el cartaginés y yo, Alejandro, hijo de Filipo, el macedonio.
MINOS.- Ambos sois muy famosos, ¡por Zeus! Pero, ¿por qué discutís?
ALEJANDRO.- Por una cuestión de poder: él dice haber sido, en vida, mejor general que yo; sin embargo, se equivoca, pues yo, no sólo superé a Aníbal en el arte de la guerra, sino a muchos de los generales anteriores a mí, además todos lo saben.
MINOS.- Por favor, habladme de uno en uno. Empieza tú, africano.
ANIBAL.- Mirad, Minos, algo conseguí viniendo aquí al morir: aprendí bien el griego, así que éste, ni en eso puede superarme, de todos modos esto es una tontería; pasemos a otra cuestión mucho más relevante: Aquellos que merecen especial alabanza son los que desde abajo han llegado a alcanzar, por méritos propios, una inmejorable situación, y han conseguido llegar a la cima del poder, haciéndose muy valiosos como líderes. Yo mismo, con muy pocos hombres me lancé sobre Iberia, allí fui lugarteniente de mi hermano primero, y más tarde se me otorgó el mando supremo, pues demostré ser el mejor. Entonces sometí a los celtíberos y dominé a los galos occidentales, y después de atravesar los Alpes, recorrí el valle del Po de un extremo a otro, arrasando numerosos poblados, me convertí en el amo de los llanos de Italia, llegué hasta los arrabales de la capital, dando muerte a tantos enemigos en un solo día, que medí sus anillos con celemines y construí, con sus cuerpos, puentes para cruzar ríos. Y todo ello lo conseguí sin necesidad de proclamar ser hijo de Amón (14), ni fingir ser un dios, ni contar sueños maternos, sino como un hombre, enfrentándome a los mejores generales y luchando con los más fuertes guerreros, ni medos ni armenios, que huyen antes de perseguirles y que dan la victoria al primero que se atreve a atacarles. No como Alejandro, que pudo ampliar el gran imperio que heredó de su padre, gracias al impulso favorable de la fortuna. Todo y así, después de conseguir varias victorias, como la de Iso y Arbela sobre el ruinoso Darío (15), abandonó las costumbres de su patria, obligó a sus súbditos a que le adorasen y tomó la forma de vida del pueblo medo, apresando o matando en público a los que habían sido sus amigos, como un auténtico verdugo.
En cambio, yo goberné respetando siempre los derechos de todos los cartagineses por igual y, cuando mi patria me necesitó, -pues nuestros enemigos habían invadido las costas africanas con una gran flota-, acudí sin pensarlo, fui allí como un soldado más; y finalmente, cuando fui condenado, soporté el castigo con magnanimidad. Y esa fue mi conducta, a pesar de ser un bárbaro al margen de la educación griega, no cantar los poemas homéricos, como hacía Alejandro (16), ni ser discípulo del sofista Aristóteles (17), sino guiado siempre por mis facultades naturales. Creo que con todo esto queda clara mi superioridad respecto a Alejandro. Y si él, se cree más hermoso, por llevar una diadema en la cabeza, quizá motivo de veneración para los macedonios, no le hará mejor que un hombre valiente y diestro en el arte militar, y que se guía por la inteligencia y no por la fortuna.
MINOS.- He de reconocer que éste ha sido un buen discurso; defensa que me ha sorprendido, viniendo de un africano. Y tú, Alejandro, ¿qué dices a esto?
ALEJANDRO.- Un hombre que habla con tanta insolencia, Minos, no merece una respuesta por mi parte, pues mi fama refleja claramente qué clase de rey fui yo y qué clase de bandido, en cambio, fue él. Sin embargo, mira si fue en pequeña medida en lo que lo superé.
Cuando era aún un niño, lo primero que hice fue restablecer el orden del Imperio y condenar a aquéllos que habían asesinado a mi padre. Luego, espanté a los griegos con la ruina de Tebas (l8) y una vez fui elegido por ellos mismos como general supremo de toda Grecia, no me limité a gobernar las tierras heredadas de mi padre, el imperio de Macedonia; fui más lejos, interesándome en el orbe entero y, creyendo como vergonzoso el hecho de no llegar a convertirme en dueño del mundo, con tan sólo unos hombres, invadí Asia y gané una importante batalla junto al río Gránico, apoderándome de Lidia, Jonia y Frigia, y, aniquilando todo aquello que se interponía en mi camino, llegué a orillas del Iso, donde Darío me esperaba con un enorme ejército.
Vos, Minos, ya sabéis la gran cantidad de muertos que os envié en un solo día; el mismo barquero afirma que aquella vez la barca se quedó pequeña, por lo que tuvieron que cruzar la laguna en balsas que construyeron ellos mismos. Y todo ello lo conseguí luchando yo el primero, afrontando con honor y valentía el peligro de la muerte. Sin dar importancia a mis hazañas de Tiro y Arbela, llegué a la India, y así conseguí agrandar mi Imperio hasta el océano; les arrebaté los elefantes a los indígenas; me apoderé de Poro, y, una vez hube cruzado el Tanáis (19), vencí a los Escitas, grandes guerreros, por cierto, en una gran batalla de caballería. De la misma forma, puedo sentirme orgulloso de haber hecho grandes favores a mis amigos y por el contrario, de castigar a mis enemigos (20).
Y es natural, que los hombres llegaran al punto de creerme un Dios, pues dicha creencia fue debida a mis grandes hazañas y al poderoso Imperio que creé. Y ya termino; siendo rey, morí y Aníbal, en cambio, en el momento de su muerte, se encontraba desterrado en la corte de Prusias de Bitinia, fin que merecen todos los crueles villanos, pues es sabido que sus victorias sobre los ítalos, fueron conseguidas mediante perversidades y trampas, en lugar de fuerza y lucha; su conducta no fue en ningún momento honrada.
Y, al tacharme de lujurioso, creo que mi querido amigo olvidó su estancia en Capua, donde pasaba muchos ratos ociosos con prostitutas, mientras desaprovechaba buenas ocasiones para luchar por su Imperio. Mas yo, si no me hubiese decantado por Oriente, por considerarlo más interesante que Occidente, me pregunto cuál habría sido mi hazaña al apoderarme de Italia sin derramar ni una gota de sangre y de la misma forma Libia y el resto de pueblos hasta Cádiz. Pero no me parecieron pueblos dignos de la guerra, pues temblaban de miedo ante cualquier signo de conquista. Ahora, eres tú, Minos, quien debe juzgar. Podría decir mucho más, pero creo que con esto ya es suficiente.
ESCIPION.- No sin antes escuchar lo que tengo que decir.
MINOS.- ¿Y tú?, ¿cuál es tu nombre, amigo mío? ¿De dónde vienes?
ESCIPION.- Mi nombre es Escipión, General romano. El mismo que acabó con el poder de Cartago y venció, en increíbles guerras, a los cartagineses.
MINOS.- ¿Y qué es lo que tienes que decir?
ESCIPION.- Pues que soy inferior a Alejandro, pero superior a Aníbal, al que perseguí después de vencerle y obligarle a huir ignominiosamente. Así pues, ¿no os parece éste un sinvergüenza, pretendiendo ser mejor que el gran Alejandro, con el cual, ni yo intento rivalizar, siendo vencedor del cartaginés?
MINOS.- Sí, ¡Por Zeus!, parece razonable lo que dices, Escipión. Así que Alejandro será juzgado primero; tú irás a continuación, y Aníbal, en tercer lugar, si te parece bien, que no es nada despreciable.
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