Índice de Diálogos de los muertos de Luciano de SamosataCapítulo XIICapítulo XIVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO XIII

Diógenes y Alejandro

DlÓGENES.- ¿Qué es lo que ha ocurrido, Alejandro? ¿Has muerto tú también, como todos nosotros?

ALEJANDRO.- Ya lo ves, Diógenes. Mas siendo hombre, mi muerte no supone nada extraño.

DlÓGENES.- Entonces, ¿mentía Amón cuando decía que tú eras su hijo, cuando en realidad, lo eras de Filipo?

ALEJANDRO.- Por supuesto que era hijo de Filipo. De haber sido hijo de Amón, ahora no estaría aquí.

DlÓGENES.- En cambio, sí es cierto que corrían rumores de este tipo sobre tu madre Olimpias: se decía que la poseyó una serpiente que fue vista en su lecho, y de cuya relación naciste tú, mientras que Filipo, engañado, creía que eras hijo suyo.

ALEJANDRO.- Sí, también yo he oído decir algo parecido, pero no me preocupa, pues ahora, tras todo lo ocurrido, estoy convencido de que tanto mi madre como los adivinos de Amón mentían.

DlÓGENES.- Pero estos engaños te ayudaron a ti en tus hazañas. Pues hiciste temblar a muchos, creyendo que eras un dios. Ahora dime, ¿a quién dejaste tu enorme Imperio?

ALEJANDRO.- Si te soy franco, no lo sé, Diógenes. No tuve tiempo de pensar en ello. Eso sí, antes de morir, entregué mi anillo a Pérdicas (21). Pero ¿qué es lo que te hace tanta gracia, Diógenes?

DIÓGENES.- No puedo evitar reírme cuando pienso en cómo te adularon los griegos tan pronto como tomaste el poder, construyéndote templos y ofreciéndote sacrificios como hijo de una serpiente que se creían que eras. Pero, dime: ¿dónde te enterraron los macedonios?

ALEJANDRO.- Hace ya un mes que yazco en Babilonia (22), sin embargo, mi escudero Ptolomeo (23) me prometió que, cuando lograra acabar con todos los tumultos que le agobian, me llevaría a las tierras del Nilo, donde me enterraría, con la finalidad de convertirme en un Dios egipcio.

DIÓGENES.- ¿Y aún te extraña que me ría, Alejandro, si incluso en el infierno sigues delirando, con ansias de convertirte en Anubis u Osiris? Pues, ni lo sueñes, divinísimo. Aquí, una vez que se ha cruzado la laguna y franqueado la entrada, ya es imposible volver, pues Eaco no es un descuidado ni Cerbero (24) un burlado. Y, cambiando de tema, me gustaría saber cómo te sientes ahora que has dejado todos tus bienes en la tierra para venir aquí: escuderos, guardaespaldas, sátrapas, todo ese oro, pueblos enteros que te adoraban; Babilonia, Bactria, grandes fieras (25); honra, gloria, y la gran distinción que te otorgaban aquella blanca diadema ceñida a tu cabeza y esa túnica púrpura que cubría tu cuerpo. ¿Acaso no te entristece recordar todo esto? ¿Ahora lloras, necio? ¿Es que no aprendiste ni siquiera, del sabio Aristóteles a no confiar en los bienes traídos por la fortuna?

ALEJANDRO.- ¿Has dicho sabio?, pero, ¡si era el más rastrero de todos aquellos que me adulaban! Preferiría no tener que hablar de la verdad sobre Aristóteles; de lo mucho que me pidió, escribió, y abusó de mi entusiasmo por la cultura con su adulación y aplauso, ya fuera por la belleza, como un bien, y otras por las acciones y la riqueza. Consideraba, en efecto, que esta era un bien, para no avergonzarse del hecho de recibir dinero. Es un charlatán y un comediante, ¡Oh, Diógenes! Y este es el fruto que he obtenido de su sabiduría: sentirme afligido ante la pérdida de las cosas que acabas de nombrar, por considerarlas bienes supremos.

DIÓGENES.- Entonces, ¿sabes lo que tienes que hacer? Intentaré poner remedio a tu pena. Como aquí no se cría eléboro (26), llénate la boca de agua del Léteo (27) y bebe repetidamente sin parar, y así cesará tu preocupación por los bienes de Aristóteles. ¡Oh, Alejandro! Un grupo viene presuroso hacia ti, entre los que se encuentran el famoso Clito y Calístenes (28), pues quieren vengarse por lo que les hiciste. Así que márchate por ahí y recuerda; no pares de beber.

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