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CAPÍTULO IX
Similo y Polistrato
SIMILO.- ¡AI fin tú también entre nosotros, Polistrato! Si no estoy equivocado, has llegado a los cien años.
POLISTRATO.- Casi, Similo, noventa y ocho.
SIMILO.- ¿Cómo pasaste los últimos treinta años después de que yo muriera? Porque yo fallecí cuando tú rondabas los setenta.
POLISTRATO.- Fueron años felices, aunque te parezca extraño.
SIMILO.- Pues sí que me parece bastante raro que hayas podido disfrutar de la vida, pues ya estabas viejo, débil y además sin hijos para que te cuidasen.
POLISTRATO.- No te equivoques, en primer lugar, yo me valía muy bien por mí mismo; y, además, tenía a mi disposición gran cantidad de hermosos muchachos y muy lindísimas mujeres, perfumes, buenos vinos y banquetes mucho mejores que los de Sicilia.
SIMILO.- Me parece increíble lo que estoy oyendo, pues me consta que vivías de forma muy sobria.
POLISTRATO.- Así es, amigo mío, estos eran lujos que yo no los pedía. Ya al amanecer, llamaban muchos a mi puerta ofreciéndome sus cuidados y favores, más tarde me enviaban hermosos regalos de todo tipo desde los lugares más lejanos y exóticos que puedas imaginar.
SIMILO.- Polistrato, por casualidad, ¿llegaste a ser Rey después de morir yo?
POLISTRATO.- No, sin embargo me amaban muchísimos jóvenes.
SIMILO.- Perdona que me ría, pero, ¿jóvenes que te amaban a tu edad, cuando tan sólo ya tenías en la boca tres dientes?
POLISTRATO.- No te miento, por Zeus; además se trataba de los ciudadanos más respetables de la ciudad. Y se afanaban lo indecible haciéndome la corte y con tan sólo una mirada mía eran felices, sin tener en cuenta mi avanzada edad y mi destartalado aspecto.
SIMILO.- ¿Es que tú, al igual que Faón (10), transportaste a Afrodita desde Quíos, y después de que tú se lo pidieras, te devolvió la juventud para poder así gozar otra vez del amor?
POLISTRATO.- No fue así. Era deseado a pesar de mi vejez y fealdad.
SIMILO.- Es todo un misterio.
POLISTRATO.- Pues no debería extrañarte, pues es bien conocido el gran amor que sienten los jóvenes por ancianos sin descendencia.
SIMILO.- He aquí, amigo mío, tu belleza provenía de la áurea de la diosa Afrodita.
POLISTRATO.- Además, amigo Similo, fueron muchos los frutos que conseguí de mis amantes; casi llegaron al extremo de adorarme. Yo solía hacerme el interesante, llegando a detestar a alguno de ellos; mientras tanto, éstos seguían luchando, tratando de superarse unos a otros en la tarea de mimarme y adularme.
SIMILO.- Y, ¿a quién dejaste como heredero de tus bienes?
POLISTRATO.- Yo decía en público que cada uno de ellos sería el beneficiario de todas mis riquezas. Todos se lo creían, y así, sus atenciones conmigo aumentaban. Y yo tenía, guardado bajo llave, un segundo testamento, que era el verdadero, y también causante de sus lamentos, pues fue el que les dejé a todos ellos.
SIMILO.- ¿Y quién fue finalmente el agraciado? ¿Algún pariente cercano?
POLISTRATO.- No, por Zeus, un joven frigio muy hermoso que había comprado como esclavo hacía poco.
SIMILO.- ¿De cuántos años más o menos, Polistrato?
POLISTRATO.- Andaría sobre los veinte.
SIMILO.- Ya veo qué tipo de cuidados te podía dar.
POLISTRATO.- Pues éste merecía heredar mis bienes mucho más que aquéllos, a pesar de ser un poco salvaje y pícaro y al que en seguida, los más grandes magnates empezaron a hacerle la corte. Después de heredar mi fortuna, a pesar de su apariencia de bárbaro, pasó a formar parte de la aristocracia, y ahora se dice que es más noble que Codro, más hermoso que Nireo y más prudente que Ulises.
SIMILO.- Eso no tiene importancia; hasta el mismísimo emperador de Grecia, podría ser. Lo realmente importante es que todos esos no hereden absolutamente nada.
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