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Mujercitas Louisa May Alcott Capítulo Duodécimo Beth era la administradora de correos, porque, al estar mucho en casa, podía atenderlo con regularidad y le gustaba muchísimo el trabajo diario de abrir el candado de la puertecilla y distribuir la correspondencia. Un día de julio entró con las manos llenas, y fue por la casa dejando paquetes y cartas como el cartero. - Aquí está tu ramillete, mamá; Laurie no lo olvida nunca -añadió, poniendo el ramillete fresco en el florero que adornaba el rincón de mamá. - Para la señorita Meg March, una carta y un guante -continuó Beth, dando ambas cosas a su hermana, que estaba sentada cosiendo puños cerca de su madre. - ¡Cómo! Yo me dejé un par allí y no viene más que uno dijo Meg, mirando el guante de algodón gris. - ¿No has dejado caer el otro en el jardín? - No; estoy segura de que no; porque no había más que uno en el buzón. - ¡Me fastidia tener un guante disparejo! No importa, ya aparecerá el otro. Mi carta no es más que una traducción de la canción alemana que deseaba. Me figuro que el señor Brooke la ha hecho, porque la letra no es de Laurie. La señora March dirigió una mirada a Meg, que estaba muy bonita con su bata de percal con los bucles en su frente agitados por la corriente del aire, y muy femenina, cosiendo delante de la mesita de labor; sin la menor idea de los pensamientos de su madre, cosía y cantaba mientras volaban sus dedos, con la mente llena de fantasías juveniles, tan inocentes y frescas como los pensamientos que tenía prendidos en su cinturón. La señora se sonrió y quedó contenta. - Dos cartas para la doctora Jo; un libro y un viejo sombrero muy curioso, que cubría toda la estafeta -dijo Beth, riéndose, al entrar donde estaba Jo escribiendo. - ¡Qué pícaro es ese Laurie! Dije que ojalá estuvieran de moda los sombreros grandes, porque los días calurosos me quemo la cara. Y dijo: ¿Qué importa la moda? Ponte un sombrero grande y procura estar cómoda. Yo le contesté que lo haría si tuviera uno, y me ha enviado esto para probarme. Me lo pondré en broma, para demostrarle que no me importa la moda -y colgando el sombrero de ancha alta sobre un busto de Platón, Jo leyó su correspondencia. Una carta de su madre la sonrojó e hizo asomar lágrimas a sus ojos, porque decía: Querida mía: Estas palabras son para decirte con cuánta satisfacción observo tus esfuerzos por dominar tu genio. No dices nada de tus pruebas, de tus contratiempos ni de tus éxitos, y quizá pienses que nadie se da cuenta de ellos, excepto el Amigo cuyo auxilio, pides cada día, si deduzco bien del mucho uso que parece tener tu librito. Yo también lo he notado y creo que comienza a dar fruto. Persiste, querida mía, con paciencia y coraje, siempre creyendo que nadie te comprende ni simpatiza tan tiernamente contigo como tu querida madre. - Esto me hace bien. Vale millones de dinero y miles de alabanzas. ¡Oh, mamá, deveras que me esfuerzo y seguiré haciéndolo, y no me cansaré, pues te tengo a ti! Apoyando la cara en los brazos; Jo vertió lágrimas de alegría sobre el pequeño romance que escribía, porque en realidad había pensado que nadie notaba o apreciaba sus esfuerzos para ser buena, y esta seguridad era doblemente preciosa y alentadora, por lo inesperada y por venir de la persona cuyo elogio estimaba más. Sintiéndose más fuerte que nunca para encontrar y vencer a su Apolo, prendió la carta con alfileres dentro de su traje como escudo recordatorio, para no estar desprevenida, y procedió a abrir la otra carta, dispuesta para buenas o malas noticias. En letra grande y deprisa había escrito Laurie: Estimada Jo: Unos chicos y chicas inglesas vienen mañana para visitarme, y quiero que pasemos un buen rato. Si hace buen tiempo, voy a plantar mi tienda de campaña en el Prado Largo, y llevaré a toda la cuadrilla en el bote para merendar y jugar al criquet; encenderemos un fuego, haremos rancho a lo gitano y nos divertiremos cuanto podamos. Son gente simpática y les gustan estas cosas. Brooke vendrá para tener en orden a los muchachos. Kate Vaugham cuidará de las chicas. Deseo que vengan todas; no permito que Beth se quede fuera; nadie la molestará. No te preocupes por la comida; yo me encargo de eso y de todo. Vengan como buenos amigos. Con una prisa horrible, queda tuyo afectísimo, Laurie. - ¡Qué magnífico! -gritó Jo, entrando precipitadamente para dar las noticias a Meg-. Por supuesto, ¿podemos ir, mamá? Será una ayuda para Laurie, porque yo puedo remar y Meg ayudará con la merienda, y las pequeñas pueden hacer algo. - Espero que los Vaugham no sean personas mayores muy elegantes. ¿Sabes algo de ellos, Jo? -Preguntó Meg. - Sólo sé que son cuatro. Kate es mayor que tú, Fred y Frank (gemelos) tienen mi edad, poco más o menos, y una chica (Grace), que tiene nueve o diez años; Laurie los conoció en el extranjero y le gustaban mucho los chicos. Por el gesto que hizo al hablar de ella, me figuro que no admiraba a Kate. - Me alegro de que mi traje de percal francés esté limpio; es exactamente lo que conviene y me queda muy bien -observó Meg-. ¿Tienes algo decente, Jo? - Un traje marino, rojo y gris, bastante bueno para mí. Voy a remar y retozar y no quiero nada almidonado que me estorbe. ¿Vendrás Beth? - Si no dejas a los chicos que me hablen. - Ni uno. - Me gusta complacer a Laurie, y no tengo miedo del señor Brooke, que es muy amable; pero no quiero tocar el piano, ni cantar, ni tener que decir nada. Trabajaré mucho y no estorbaré a nadie, y si tú me cuidas, Jo, iré. - ¡Buena niña! Tratas de vencer tu timidez y te quiero por eso. Luchar con defectos no es fácil, lo sé, y una palabra alegre levanta el ánimo. - Gracias mamá -Jo dio un beso agradecido a su madre. - Yo he recibido una cajita de pastillas de chocolate y la estampa que deseaba copiar -dijo Amy, mostrando su correo. - Yo he recibido una carta del señor Laurence invitándome a que vaya a tocar el piano esta noche antes de que enciendan las lámparas; iré -añadió Beth, cuya amistad con el anciano crecía a pasos acelerados. - Ahora, a movernos de prisa y hacer el trabajo hoy para que mañana podamos divertirnos con la conciencia tranquila -dijo Jo, preparándose a cambiar la pluma por la escoba. El sol alumbró una cómica escena al penetrar en el dormitorio de las chicas a la mañana siguiente. Cada una se había preparado para la fiesta como le parecía propio y necesario, y Meg tenía una dOble línea de rizadores sobre la frente; Jo se había untado de crema fría la cara quemada; Beth había prendido a la nariz unas pinzas de tender ropa. Como si el espectáculo lo hubiera regocijado, el sol se puso a brillar con tanto esplendor que Jo se despertó y despertó a sus hermanas con las carcajadas que lanzó al ver el tocado de Amy. Eran éstos excelentes presagios para la excursión, y pronto comenzó un animado movimiento en ambas casas. Beth, lista la primera, se encargó de tener a sus hermanas al tanto de lo que ocurría en la casa vecina, con frecuentes telegramas desde la ventana. - ¡Allá va el hombre con la tienda de campaña! Ya está la cocinera poniendo la merienda en una cesta y una canasta. Ahora el señor Laurence mira el cielo y a la veleta. ¡Ojalá que él fuera también! Allí está Laurie vestido de marinero. ¡Qué simpático! ¡Ay de mi! Un coche lleno de gente ..., una señora alta, una chica y dos chicos terribles; uno es cojo, ¡pobrecito!, lleva una muleta. Laurie no nos dijo eso. Dénse prisa, niñas, que se hace tarde. ¡Digo! Allá va Nataniel Moffat. Mira, Meg, ¿no es ése el hombre que te saludó un día cuando íbamos de compras? - Sí, es él; ¡qué curioso que haya venido! Pensaba que estaba en las montañas. ¡Allá va Sallie! Me alegro de que haya vuelto a tiempo. ¿Estoy bien, Jo? -preguntó Meg, muy agitada. - Estás hecha una verdadera margarita; recógete el vestido y ponte derecho el sombrero; parece algo sentimental, inclinado de ese modo, y el primer soplo de viento se lo llevará. ¡Vamos ya! - ¡Pero, Jo!, ¿vas a llevar ese horrible sombrero? Es absurdo. No te pongas como un espantajo -exclamó Meg, mientras su hermana se ajustaba con una cinta roja el sombrero de paja de Italia, de anchas alas, que Laurie le había enviado en broma. - ¡Vaya si lo llevo! Es excelente: ligero, ancho y da mucha sombra. Causará gracia y no me importa parecer un espantajo si voy a gusto. Dicho esto, Jo se puso en marcha y las otras la siguieron: una cuadrilla alegre de hermanas, muy bonitas con sus vestidos de verano y sus alegres caras bajo las alas de sus sombreros. Laurie se apresuró a recibirlas y presentarlas a sus amigoS con mucha cordialidad. El prado era la sala de recepción y por algunos minutos se desarrolló allí una escena muy animada. Meg notó con placer que la señorita Kate, aunque tenía veinte años, iba vestida con mucha sencillez, y se sintió halagada al oír a Nataniel decir que había venido especialmente por verla. Jo comprendió por qué Laurie hacia muecas al hablar de Kate, porque aquella señorita parecía decir no se acerque usted demasiado. Y sus maneras contrastaban con las más naturales de las otras chicas. Beth pasó disimuladamente revista a los chicos nuevos y sacó la conclusión de que el cajita no era terrible, sino tranquilo y débil, y que, por lo mismo, debería ser amable con él. Amy descubrió que Grace tenía buenas maneras y que era alegre; después de estudiarse por unos pocos minutos, sin decir nada, de repente se hicieron buenas amigas. Habiendo llegado antes que ellos a las tiendas de campaña, la merienda y los utensilios para el criquet, pronto se embarcó la cuadrilla y los dos botes se pusieron en marcha juntos, mientras el viejo señor Laurence les decía adiós desde la orilla agitando su sombrero. Laurie y Jo remaban en un bote, el señor Brooke y Ned en el otro, y Fred Vaugham, el gemelo bullicioso, hacía todo lo posible para hacer volver a los dos, remando en un esquife como un escarabajo de agua. El cómico sombrero de Jo mereció un voto de gracias, porque fue de utilidad general. Al principio rompió la reserva por las risas que causó; producía una brisa agradable con sus alas mientras remaba Jo, y ella dijo que si caía un chaparrón serviría de paraguas para toda la cuadrilla. Kate pareció algo sorprendida por los modales de Jo, especialmente cuando exclamaba Cristóbal Colón, si se le escapaba un remo. Pero después de examinar a la curiosa chica varias veces Con su lente, la señorita Kate decidió que era rara pero lista, y le sonrió desde lejos. En otro bote, Meg se halló en una situación muy agradable, de cara a los remeras, que admiraban la perspectiva y manejaban sus remos con habilidad y gracia poco comunes. El señor Brooke era un joven grave y callado, con ojos color castaño y voz agradable. A Meg le gustaban sus modales tranquilos, y pensaba que era una enciclopedia ambulante de conocimientos útiles. Nunca le hablaba mucho; pero la miraba a menudo, y ella se daba cuenta de que lo hacía. Ned, que ya habia ingresado en la Universidad, adoptaba los aires que los novicios creen obligados en su caso; no era muy sabio, pero de buen humor y alegre, y, en conjunto, persona excelente para una excursión. Sallie Gardiner estaba ocupadísima en mantener limpio su traje de piqué blanco y charlaba con Fred, que se hallaba en todas partes, manteniendo a Beth atemorizada con sus locuras. No estaba lejos Prado Largo; pero la tienda de campaña estaba ya plantada y las barreras puestas cuando llegaron. Era un campo agradable y verde, con tres frondosos robles en el centro y una parte de césped llano para el críquet. - Bienvenidos sean ustedes al Campamento Laurence -dijo el joven anfitrión, cuando desembarcaban, con exclamaciones de alegría-. Brooke es comandante en jefe; yo soy comisario general; los demás jóvenes, oficiales de estado mayor, y ustedes, señoras, la compañía. La tienda de campaña es para su propio uso, y aquel roble es su salón; éste es el comedor, y el tercero, la cocina de campo. Ahora vamos a jugar antes de que haga calor, y después nos ocuparemos de la comida. Fred, Beth, Amy y Grace se sentaron para mirar el juego de los otros ocho. El señor Brooke escogió a Meg, Kate y Fred. Laurie, a Sallie, Jo y Ned. Los ingleses jugaron bien, pero los americanos mejor, y defendieron cada pulgada de césped como si los animara el espíritu de la guerra de la Independencia. Jo y Fred tuvieron varias escaramuzas, y una vez apenas evitaron una riña. Jo había pasado el Último aro; su mazo había fallado de golpe, lo cual la enojó mucho. Fred la seguía de cerca y le tocaba a él jugar antes; dio un golpe; su pelota pegó contra el aro y se paró a una pulgada fuera del sitio. Nadie estaba muy cerca; corriendo para examinar, le dio disimuladamente un golpecito con la punta del pie, y así la puso justamente a una pulgada dentro. - ¡Pasé! Señorita Jo, le voy a ganar; voy a entrar el primero -gritó el joven, oscilando el mazo para dar otro golpe. - Usted ha empujado la pelota; lo he visto. Me toca él mí -dijo Jo ásperamente. - ¡Palabra que no la toqué! Tal vez ha rodado algo, pero esto está permitido; apártese haga el favor, que voy él llegar a la meta. - En América no hacemos trampas; pero puede usted hacerlas si desea -dijo Jo, enojada. - Todo el mundo sabe que los americanos son más tramposos. ¡Allá va! -respondió Fred, mandando muy lejos, de un golpe, la pelota de su rival. Jo abrió la boca para decirle algo fuerte, pero se detuvo a tiempo, enrojeció y estuvo por un minuto golpeando un aro con toda su fuerza, mientras Fred daba con su pelota en la meta y se declaraba vencedor con mucha alegría. Ella se fue a buscar su pelota y pasó largo rato para encontrarla entre los arbustos pero volvió aparentemente fresca y tranquila y esperó su turno con paciencia. Tuvo que dar varios golpes para ganar de nuevo la posición que había perdido, y cuando la recobró, el otro lado casi había ganado, porque la pelota de Kate era la penúltima y estaba muy cerca de la meta. - ¡Caramba! ¡Estamos perdidos! Adiós, Kate; la señorita Jo tiene derecho a un golpe, de modo que está usted vencida -gritó Fred, muy excitado, mientras todos se acercaban para ver la conclusión. - Los americanos tienen la costumbre de ser generosos con sus enemigos -dijo Jo, con una mirada que hizo palidecer la cara del chico-; sobre todo cuando los vencen -añadió, mientras, sin tocar la pelota de Kate, ganaba el juego por un golpe hábil. Laurie echó al aire su sombrero; después recordó que no debía celebrar la derrota de sus huéspedes, y se paró en medio de un hurra para susurrar a su amiga: - ¡Bien hecho, Jo! El hizo trampa, lo vi; no podemos decírselo así, pero no lo hará otra vez te lo aseguro. Meg la llevó él un lado, con el pretexto de arreglarle una trenza, y le dijo: - Fue muy provocativo; pero supiste dominarte, lo cual me dio mucha alegría, Jo. - No me alabes, Meg, que todavía me quedan ganas de darle una bofetada. Me hubiera desquitado si no hubiese permanecido entre las ortigas hasta que pude sujetar la rabia lo suficiente para no hablar. Todavía estoy hirviendo; espero que no se me acerque mucho -respondió Jo, mordiéndose los labios. - ¡Hora de merendar! -dijo el señor Brooke, mirando, su reloj-. Comisario general, ¿quiere usted encender el fuego y traer agua, mientras la señorita March, la señorita Sallie y yo ponemos la mesa? ¿Quién sabe hacer buen café? - Jo sabe -respondió Meg, alegrándose de poder recomendar a su hermana. Jo, contenta de poder lucir sus recién adquiridos conocimientos culinarios, se hizo cargo de la cafetera, mientras los niños recogían leña seca y los chicos hacían fuego y traían agua de un manantial cercano. La señorita Kate dibujaba y Fred charlaba con Beth, que estaba haciendo esterillas con juncos trenzados para usarlas como platos. El general en jefe y sus ayudantes pronto pusieron el mantel con una variedad tentadora de comestibles y bebidas, adornados con hojas verdes. Jo anunció que el café estaba listo y todos se sentaron para hacer honor a una comida abundante. Fue una merienda alegre, porque todo parecía nuevo y gracioso. Un venerable caballo que pastaba por allí fue espantado por las frecuentes carcajadas. La mesa no quedaba firme y esto produjo no pocas desgracias a tazas y platillos; caían bellotas en la leche, venían pequeñas hormigas negras a participar del banquete sin estar invitadas y orugas peludas se descolgaban del árbol para ver lo que ocurría. Tres niños de pelo blanquecino se asomaron por encima del seto y un perro desagradable les ladró con toda su fuerza desde el lado opuesto del río. - Aquí hay sal, si la prefieres -dijo Laurie, mientras pasaba a Jo un platillo de fresas. - Gracias, prefiero arañas -respondió ella, sacando dos imprudentes, que habían buscado la muerte entre la crema-. ¿Cómo te atreves a recordarme aquella comida horrible, cuando la tuya es tan agradable y excelente en todos sentidos? -añadió Jo, mientras reían ambos y comían del mismo plato, ya que escaseaba la vajilla. - Aquel día me divertí muchísimo, y no lo he olvidado todavía. De esta excursión no me corresponde mérito alguno; yo no hago nada; son ustedes, Meg y Brooke los que la llevan por buen camino, y les estoy muy agradecido. ¿Qué haremos cuando no podamos comer más? - preguntó Laurie, cuyo repertorio quedaba agotado con la merienda. - Tendremos juegos hasta que refresque un poco. He traído Autores, y quizá la señorita Kate sepa alguno nuevo y bonito. Ve a preguntarle; es buena amiga y deberías hacerle más compañía. - ¿No lo crees tú también? Pensé que ella y Brooke se entenderían, pero él no deja de hablar con Meg y Kate los mira intrigada con ese lente ridículo que tiene. Voy a hablar con ella para que no me indiques urbanidad, Jo. La señorita Kate sabía varios juegos nuevos, y como las chicas no querían y los chicos no podían comer más, todos se reunieron en la sala para jugar a Cuentos. - Una persona empieza un cuento, cualquier tontería que se le ocurra, y sigue contándolo todo el tiempo que guste, procurando detenerse repentinamente en algún punto excitante, y entonces la siguiente continúa el cuento y hace lo mismo. Es muy gracioso cuando se hace bien, porque resulta un perfecto lío de tonterías tragedias y situaciones únicas que hacen reír. Háganos el favor de comenzar, señor Brooke -dijo Kate con gesto imperioso, que sorprendió a Meg, acostumbrada a tratar al tutor con tanto respeto como a cualquier otro caballero. Echado en la hierba, a los pies de las dos señoritas, el señor Brooke comenzó obedientemente el cuento, con sus bellos ojos castaños fijos en el río, bañado en sol. - Había una vez un caballero errante que se fue a buscar fortuna, pues no tenía nada más que su espada y un escudo. Viajó por largo tiempo, casi veintiocho años, y sufrió muchas penalidades, hasta que llegó al palacio de un rey, bueno y anciano, que había ofrecido un premio a quien pudiera domar y manejar un bello potro, salvaje todavía, al que estimaba muchísimo. El caballero convino en intentarlo y lo consiguió, lenta pero seguramente, porque el potro era un animal noble, que, aunque caprichoso y salvaje, aprendió pronto a obedecer a su nuevo amo. Cada día, cuando adiestraba al noble bruto, el caballero solía pasear por la ciudad, montado en él; y mientras cabalgaba iba buscando una cara hermosa, que había visto a menudo en sueños, pero nunca de verdad. Un día, al pasar por una calle tranquila su caballo haciendo cabriolas, vio en la ventana de un castillo ruinoso la cara encantadora. Loco de alegría preguntó quién habitaba aquel viejo castillo, y se le dijo que unas princesas encantadas estaban prisioneras allí, víctimas de un sortilegio, hilando todo el día para ahorrar el dinero con que comprar su libertad. El caballero deseaba mucho libertarlas; pero era pobre, y lo único que podía hacer era pasar todos los días esperando ver asomarse al sol la cara hermosa. Al fin resolvió entrar en el castillo y preguntar cómo podría ayudarlas. Fue y llamó; la puerta grande se abrió de par en par y vio a ... una dama encantadora, que exclamó extasiada: ¡por fin! ¡Por fin! -continuó Kat~-. Es ella, gritó el conde Gustavo, y cayó a sus pies, loco de alegría. Levantaos, dijo, extendiendo una mano blanca como la nieve. No lo haré hasta que me digas cómo puedo librarte, exclamó el caballero todavía de rodillas. ¡Ay!, mi suerte cruel me condena a permanecer aquí hasta que mi tirano sea destruido. ¿Dónde está el traidor? En la sala lila; ve corazón valiente, y sálvame de la desesperación. Obedezco, y volveré victorioso o muerto. Con estas palabras conmovedoras salió precipitadamente, y abriendo la puerta de la sala lila, estaba a punto de entrar cuando recibió ... - Un golpe que lo aturdió, dado con un gran diccionario griego, que un viejo, de hábito negro, le tiró -prosiguió Ned. En seguida, el caballero no sé quién se repuso, arrojó al tirano por la ventana y volvió a reunirse con la dama, victorioso, pero con un chichón en la frente; encontró la puerta cerrada con llave; desgarró las cortinas, hizo una escala de cuerdas, y había llegado a mitad del camino al suelo, cuando se rompió la escala y cayó de cabeza al foso, desde una altura de sesenta metros. Podía nadar como un pato, y nadando dio la vuelta al castillo hasta llegar a una puertecita guardada por dos fuertes mozos; les golpeó las cabezas una contra otra, haciéndolas crujir como un par de nueces; después con un ligero golpe de su fuerza prodigiosa derribó la puerta, subió dos escalones de piedras, cubiertos de polvo espeso, sapos tan grandes como el puño de un hombre y arañas que harían chillar de terror a la señorita March. En lo alto de aquellos escalones vio de repente algo que le heló la sangre ... - Una figura alta, toda de blanco, con un velo sobre la cara y una lámpara en la mano delgada -continuó Meg-. Le hizo señas, deslizándose suavemente sin ruido ante él a lo largo de un pasillo, oscuro y frío como un sepulcro. A cada lado había efigies tenebrosas con armadura; reinaba un silencio completo; la lámpara daba una luz azul y el espectro volvía de vez en cuando la cara hacia él, dejando ver el brillo de sus ojos terribles a través del velo blanco. Llegaron a una puerta cubierta con una cortina, tras de la cual sonaba una música encantadora: se precipitó a entrar pero el espectro le dio Un tirón hacia atrás, agitando con gesto amenazador ante él una ... Una tabaquera -prosiguió Jo con voz grave, que hizo desternillarse de risa al auditorio-. Gracias, dijo el caballero cortésmente, tomando un poco y estornudando siete veces, con tanta violencia que se le cayó la cabeza. , rió el espectro, y después de echar una ojeada por el ojo de la cerradura a las princesas que hilaban a toda velocidad, el espectro asió a su víctima y la puso en una caja de lata, donde había otros once caballeros decapitados, apretados como sardinas en canasta, los cuales se levantaron y se pusieron a ... Bailar un baile de marineros -dijo Fred, interrumpiéndola, al detenerse Jo para tomar aliento-, y mientras bailaban, el castillo ruinoso se cambió en un buque de guerra con velas desplegadas. ¡Arriba el foque! ¡amarrad las velas! ¡A sotavento con el timón!; ¡armad los cañones!, gritó el capitán, al aparecer un barco pirata portugués que enarbolaba en su palo mayor un pabellón negro como la tinta. ¡A ellos y a vencer, hijos míos!, dice el capitán, y se entabla una furiosa pelea. Naturalmente, los ingleses vencieron, como siempre; y después de hacer prisionero al capitán de los piratas, hundió la goleta, cuyos puentes de sotavento estaban cubiertos de sangre, porque la consigna había sido vender caras las vidas. Guardián, toma una cuerda del contrafoque y arroja este pícaro al mar si no quiere confesar en seguida sus pecados, dijo el capitán inglés. El portugués cerró la boca con valor y anduvo el tablón mientras los marineros aplaudían como locos; pero el tunante se sumergió debajo del buque, lo echó a pique, y la nave se hundió con velas desplegadas hasta el fondo del mar, donde ... - ¡Pobre de mí! ¿Qué voy a decir? -exclamó Sallie cuando Fred puso fin a su parte, tan abundante en frases náuticas y hazañas marítimas. Bueno, llegaron al fondo, donde una hermosa sirena los recibió, pero se entristeció mucho al descubrir la caja de caballeros decapitados, y los conservó en salmuera con la esperanza de descubrir el misterio; porque, como mujer, era curiosa. A poco bajó un buzo y la sirena dijo: Te daré esta cajita de perlas si quieres subirla, porque deseaba devolver a la vida a los caballeros, y ella no podía levantar una caja tan pesada. El buzo accedió y se llevó un gran chasco al abrir la caja y ver que no tenía perlas. La abandonó en medio de un prado solitario, donde fue descubierta por una ... Pastorcita que cuidaba cien gansos gordos -dijo Amy cuando se agotó la inventiva de Sallie-. La pastorcita sintió mucha lástima de ellos y preguntó a una vieja qué podría hacer para ayudarlas. Tus gansos te lo dirán; ellos lo saben todo, contestó la vieja. Así que preguntó cómo podría darles cabezas nuevas, puesto que las antiguas estaban perdidas, y los gansos abrieron sus cien picos y gritaron ... - Coles -continuó Laurie, sin vacilar-. Justo, dijo la niña, y corrió a traer doce coles buenas de su huerta. Se las colocó a los caballeros, los cuales volvieron al punto en sí, le dieron las gracias y continuaron su viaje, alegremente, sin darse cuenta de la diferencia, porque en el mundo había tantas cabezas parecidas que nadie hizo caso de ellos. El caballero que me interesa volvió para encontrar la cara hermosa, y oyó que las princesas habían ganado su libertad hilando y que todas, menos una, se habían marchado para casarse. Se inquietó muchísimo al oírlo, y montando el potro, que a través de tantas desgracias había permanecido fiel a su amo, apuró el paso hacia el castillo para ver cuál de ellas estaba todavía allí. Mirando furtivamente por el seto, vio venir a la reina de su Corazón que cortaba flores en su jardín. ¿Quieres darme una rosa?, dijo él. Tienes que venir a recibirla; no está bien que yo vaya a dártela, repuso ella, dulce como la miel. Trató de saltar el seto, pero éste se hacia cada vez más alto; intentó atravesarlo, pero se ponía más y más espeso; estaba desesperado. Con mucha paciencia rompió ramita tras ramita hasta hacer un agujero pequeño, por el que se asomó diciendo con suplicante voz: ¡Déjame entrar!, ¡déjame entrar! Pero la hermosa princesa no parecía comprender, porque continuó cortando tranquilamente sus rosas y lo dejó que entrase como pudiera. Si logró hacerla o no, Frank nos lo dirá. - ¡Yo, no! ¡Yo, no! No juego -dijo Frank, asustado por el conflicto sentimental del cual tenía que salvar a la absurda pareja. Beth había desaparecido detrás de Jo, y Grace se había quedado dormida. - De modo que al pobre caballero lo vamos.a dejar pegado al seto; ¿no es una lástima? -preguntó el señor Brooke, todavía mirando al río y jugando con la rosa silvestre que tenía en el ojal. - Imagino que la princesa le dio un pensamiento y acabó por abrirle la puerta -dijo Laurie, sonriendo, mientras tiraba bellotas a su tutor. - Qué tonterías hemos ideado. Con práctica podríamos hacer algo verdaderamente hábil. ¿Saben ustedes La verdad? -preguntó Sallie, cuando todos terminaron de reír del cuento. - Espero que sí -dijo Meg con gravedad. - El juego, quiero decir. - ¿De qué se trata? -preguntó Fred. - Vean: ustedes ponen las manos una encima de otra, escogen un número y retiran las manos por turno, y la persona que retira última su mano tiene que responder con verdad cualquier pregunta que le hagan las otras. Es muy divertido. - Probemos -dijo Jo, a quien le gustaban toda clase de experimentos nuevos. La señorita Kate, el señor Brooke, Meg y Ned rehusaron jugar, pero Fred, Sallie, Jo y Laurie pusieron las manos una encima de otra; las retiraron, y la suerte le tocó a Laurie. - ¿Quiénes son tus héroes? -preguntó Jo. - Mi abuelo y Napoleón. - ¿Qué dama te parece más hermosa? -preguntó Sallie. - Meg. - ¿Cuál te gusta más? -preguntó Fred. - Jo, naturalmente. - ¡Qué preguntas tan tontas! -exclamó Jo, encogiéndose de hombros desdeñosamente, ante la risa general que produjo el tono decidido de Laurie. - Tratemos otra vez; La verdad no es un juego malo -dijo Fred. - Para usted, excelente -respondió Jo en voz baja. El turno siguiente le tocó a ella. - ¿Cuál es su defecto más grave? -preguntó Fred, para probar en ella la virtud que a él le faltaba. - Un carácter impulsivo. - ¿ Qué es lo que más deseas? -interrumpió Laurie.
- Un par de cordones para mis botas - respondió Jo, adivinando y defraudando la intención.
- No es una respuesta sincera; debes decir lo que deseas de veras.
- ¡Talento! ¿No te gustaría poder dármelo, Laurie? - y sonrió astutamente a su chasqueado amigo. - ¿Qué virtudes admiras más en un hombre? -preguntó Sallie. - Valor y honradez. - Ahora me toca a mí -dijo Fred, que había quedado último. - Hazlo pagar -susurró Laurie a Jo, que hizo una seña afirmativa y preguntó en seguida. - ¿No hiciste trampa en el críquet? - Sí, un poquito. - ¡Bueno! ¿Y no sacaste tu cuento de El león del mar? -dijo Laurie. - Claro que sí. - ¿No piensas que la nación inglesa es perfecta en todos sus sentidos? -preguntó Sallie. - Me avergonzaría de mí mismo si no lo pensara. - Es un verdadero John Bull. Ahora, Sallie, tendrás una oportunidad sin sacar número. Lastimaré tus sentimientos, en primer lugar, preguntándote si no piensas que eres algo coqueta -dijo Laurie, mientras}o sonreía a Fred en señal de que hacían las paces. - ¡Qué insolente! Claro que no soy una coqueta -exclamó Sallie, con un gesto que demostraba lo contrario. - ¿Qué es lo que detestas más? -preguntó Fred. - Arroz con leche y arañas. - ¿Qué es lo que te gusta más? -preguntó Jo. - Bailar y guantes franceses. - Bueno, pienso que La verdad es un juego muy tonto; juguemos a Autores para refrescarnos la mente -propuso Jo. Ned, Fred y las muchachitas tomaron parte en éste, y mientras duró, las tres personas mayores estuvieron charlando a un lado. La señorita Kate sacó otra vez su dibujo y Meg la miraba, mientras el señor Brooke estaba echado sobre la hierba con un libro en la mano, que no leía. - ¡Qué bien Jo hace! Quisiera saber dibujar -dijo Meg, con mezcla de admiración y tristeza en su voz. - ¿Por qué no aprende? Creo que tendría gusto y habilidad para ello -respondió la señorita Kate. - No tengo tiempo. - Su madre prefiere otras habilidades, supongo. Así fue con la mía; pero le demostré que tenía talento, tomando a escondidas unas lecciones, y entonces estuvo muy conforme con que continuara. ¿No puede hacer lo mismo con su institutriz? - No tengo ninguna. - Olvidé; en América las señoritas suelen ir a la escuela más que nosotras. Las escuelas son muy buenas también, según dice papá. Supongo que va a un colegio particular. - No voy a ningún colegio; yo misma soy institutriz. - ¡Oh, realmente! -dijo la señorita Kate, pero lo mismo podría haber dicho: ¡Pobrecita!, ¡qué lástima!, porque el tono lo indicaba y la expresión de su cara hIZO a Meg ruborizarse y lamentar haber sido tan franca. El señor Brooke levantó los ojos y dijo con presteza: - En América las señoritas aman la independencia tanto como nuestros abuelos la amaban, y son admiradas y respetadas si se ganan su sustento. - Sí, claro. Es muy grato y correcto que lo hagan. Nosotros tenemos muchísimas jóvenes dignas y respetables que hacen lo mismo y a las cuales la aristocracia suele emplear, porque, siendo hijas de caballeros, están bien educadas y tienen talento, ¿comprende? -dijo la señorita Kate con cierto tono protector que ofendió el orgullo de Meg. - ¿Le gustó a usted la canción alemana, señorita March? -preguntó el señor Brooke, rompiendo una pausa molesta. - ¡Oh!, sí, era muy dulce y estoy muy agradecida a quien me la tradujo -y la cara abatida de Meg se alegró al contestar. - ¿No lee usted alemán? -preguntó la señorita Kate, mirándola sorprendida. - No muy bien. Mi padre, que me enseñaba, está lejos y no adelanto mucho sola, porque no tengo quién me corrija la pronunciación. - Trate de leer un poquito ahora. Aquí tiene Martin Stuart, de Schiller, y un maestro a quien le gusta enseñar -y con una sonrisa alentadora puso el libro en sus rodillas. - Es tan difícil, que me da miedo probar -repuso Meg, agradecida, pero cohibida por la presencia de la culta señorita. - Leeré un poquito para animarla -y la señorita Kate leyó uno de los pasajes más bellos con perfecta corrección, pero sin expresión alguna. El señor Brooke no hizo ninguna observación mientras devolvía el libro a Meg, que dijo inocentemente: - Pensé que era poesía. - En partes; trate de leer este pasaje. Meg, siguiendo obedientemente la dirección de la larga brizna de hierba que su nuevo maestro usaba para señalar, leyó lenta y tímidamente, haciendo, sin darse cuenta, poesía de las palabras difíciles por la entonación dulce de su voz musical. Página abajo, fue señalando la verde guía, y Meg, olvidando a su oyente por la belleza de la triste escena, leyó como si estuviera sola, dando un ligero toque de tragedia a las palabras de la infortunada reina. De haber visto los ojos castaños fijos en ella se hubiera detenido al instante; pero no levantó la vista y la lección no se estropeó. - ¡Muy bien! -dijo el señor Brooke cuando acabó, sin hacer la menor mención de sus faltas frecuentes. La señorita Kate se caló su lente, y después de examinar el cuadrito que pintaba, cerró su cartapacio diciendo con condescendencia: - Usted tiene buen acento y con el tiempo será una buena lectora. Le aconsejo aprender el alemán porque es muy útil para las institutrices. Grace está jugando y tengo que echar un vistazo -y la señorita Kate se alejó de allí diciendo para sí: No he venido para servir de cuidadora a una institutriz, aunque sea joven y guapa. ¡Qué gente tan extraña son estos americanos! Me temo que a Laurie lo van a echar a perder. - Olvidé que los ingleses desprecian a las institutrices y no suelen tratarlas como nosotros -dijo Meg, mirando molesta a la joven que se alejaba. - Los profesores también encuentran dificultades allá, como lo sé por triste experiencia. No hay ningún lugar como América para los trabajadores, señorita Meg. - Me alegro de vivir en ella, entonces. No me gusta mi trabajo, pero al fin saco de él bastante satisfacción; así que no me quejaré; sólo quisiera que me gustase tanto el enseñar como le gusta a usted. - Creo que le gustaría si tuviera por discípulo a Laurie. Sentiré mucho perderlo el año que viene. - ¿Va a la Universidad? -preguntó Meg; pero sus ojos añadían: ¿Y qué hará usted? - Ya es tiempo de que vaya, pues está ya casi listo; en cuanto se vaya me alistaré en el ejército. - ¡Me alegra oírlo! -exclamó Meg-. Yo diría que todos los jóvenes deberían ir a la guerra, aunque es algo duro para las madres y hermanas que quedan en casa -añadió tristemente. - Yo no tengo madre ni hermana y pocos amigos a quienes importe que viva o muera -dijo con cierta amargura el señor Brooke, mientras ponía distraídamente la rosa marchita en el agujero que había hecho y la cubría como en una pequeña sepultura. - Laurie y su abuelo se preocuparán, y nosotras lo sentiríamos mucho si le sucediera algo malo -dijo sinceramente Meg. - Gracias, eso es muy amable -comenzó el señor Brooke, pareciendo alegre de nuevo. Pero antes de que pudiesen acabar su diálogo, Ned llegó montado sobre el viejo caballo para mostrar su habilidad ecuestre delante de las señoritas, y no hubo más tranquilidad aquel día. - ¿No te gusta montar a caballo? -preguntó Grace, mientras descansaba con Amy, después de una carrera alrededor del campo con los otros. - Me vuelvo loca por ello. Mi hermana Meg solía cabalgar cuando papá era rico; pero ahora no tenemos ningún caballo, como no sea Ellen Tree -añadió Amy. - Háblame de Ellen Tree. ¿Es un burro? -preguntó Grace con curiosidad. - Pues verás; Jo se vuelve loca por los caballos y yo también, pero no tenemos más que una vieja silla de amazona y ningún caballo. En nuestro jardín hay un manzano Con una rama baja; pongo la silla encima, fijo las riendas a la parte encorvada y saltamos sobre Ellen Tree cuanto se nos antoja. - ¡Qué gracioso! -dijo Grace, riéndose-. En casa tengo un caballo y casi todos los días voy al parque con Fred y Kate. Es muy agradable, porque mis amigas van allí también y la Alameda está llena de señoras y señores. Frank, que estaba sentado a espaldas de las muchachas, oyó lo que decían, y echó lejos de sí su muleta con gesto impaciente, mientras miraba a los muchachos haciendo toda clase de ejercicios gimnásticos. Beth estaba ocupada recogiendo las cartas esparcidas del juego de Autores, levantó los ojos y dijo con modo tímido, aunque amable: - Temo que estés cansado; ¿puedo hacer algo por ti? - Haz el favor de hablarme; es muy aburrido estar solo -respondió Frank, que estaba acostumbrado a que lo atendieran. Pronunciar un discurso en latín no le hubiera parecido más difícil a la tímida Beth, pero no tenía escapatoria y el pobre muchacho parecía tan necesitado de entretenimiento que decidió valerosamente hacer lo que pudiera. - ¿De qué quieres que te hable? -preguntó, mezclando las cartas y dejando caer la mitad al atarlas. - Bueno. Me gustará oír hablar del críquet, de botes y de la caza del zorro -dijo Frank, al que le atraían precisamente las cosas que no podía hacer. - ¡Pobre de mí! ¿Qué sé yo de eso? -exclamó Beth, y tan perturbada estaba que, sin darse cuenta de la desgracia del chico, dijo con la esperanza de hacerlo hablar a él-: Nunca he visto la caza del zorro, pero supongo que tú la conoces bien. - La conocí en otro tiempo; pero no podré cazar más, porque caí del caballo saltando una barrera de cinco trancas y desde entonces se acabaron para mí los caballos y los galgos -dijo Frank, dando un suspiro, que hizo a Beth condenarse severamente a si misma por su inocente equivocación. - Los ciervos de tu país son muchísimo más hermosos que nuestros desgarbados búfalos -repuso ella, buscando ayuda en los prados, y alegrándose de haber leído uno de los libros para muchachos que encantaban a Jo. El tema de los búfalos resultó interesante y distraído. En su deseo de divertir a su compañero, Beth se olvidó de sí misma y no se dio cuenta de la sorpresa y placer con que sus hermanas la veían hablando con un muchacho de los que ella había llamado terribles. - ¡Dios la bendiga! Lo compadece y por eso es tan amable -dijo Jo, sonriéndose al mirarla desde el campo de críquet. - Siempre dije yo que era una santa -añadió Meg, como si la cuestión quedara ya decidida por completo. - Hace siglos que no he oído a Frank reírse tanto -susurró Grace, mientras charlaba de muñecas con Amy y hacían tacitas de té con cáscaras de bellotas. - Mi hermana Beth es una chica encantadora cuando quiere -dijo Amy, muy contenta con el éxito de Beth. La tarde concluyó con un circo improvisado, un juego de Zorra y gansos y un partido amistoso de críquet. Cuando el sol se puso, levantaron la tienda de campaña, empaquetaron las cestas, cargaron los botes y toda la cuadrilla navegó río abajo, cantando alegremente. Ned se puso sentimental y cantó una serenata con el estribillo melancólico de: Solo, solo, ay de mí, solo y con los versos si juventud tenemos, y ardiente corazón, ¿por qué nos resignamos a la separación? Miró a Meg con expresión tan lastimera, que ella se echó a reír y aguó la canción. - ¿Cómo puedes ser tan cruel conmigo? -susurró, aprovechándose del ruido de la charla general-. Has estado todo el día junto a esa inglesa tiesa y ahora me tratas con desdén. - No lo hice a propósito; te pusiste tan cómico que Verdaderamente no pude evitarlo -respondió Meg; sin hacer caso de la primera parte de su reproche; porque era verdad que había evitado encontrarse con él recordando la reunión de los Moffat y la conversación que allí había oído. Ned estaba ofendido y se volvió hacia Sallie para consolarse diciéndole con enojo: - Esa muchacha no sabe flirtear lo más mínimo, ¿verdad? - Verdad; pero es muy simpática -respondió Sallie, defendiendo a su amiga, aun cuando admitiese sus defectos. En el jardín, delante de la casa donde la pequeña partida se había reunido, se dispersó, dándose unos a otros las buenas noches y adioses cordiales, porque los Vaugham se iban a Canadá. Cuando las cuatro hermanas se alejaban camino de su casa, la señorita Kate las siguió con la vista diciendo sinceramente: - A pesar de sus modales bruscos, las chicas americanas son amables cuando se las llega a conocer. - Estoy completamente de acuerdo con usted -dijo el señor Brooke.
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Capítulo Décimoprimero. Experimentos
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