Indice de Mujercitas de Louisa May Alcott Capítulo Vigésimo. En confianza Capítulo Vigésimo segundo. Prados hermososBiblioteca Virtual Antorcha

Mujercitas

Louisa May Alcott

Capítulo vigésimo primero
Laurie da guerra y Jo pone paz


Era de ver la cara de Jo al día siguiente. El secreto la oprimía y hallaba difícil no parecer misteriosa e interesante. Meg lo notó, pero no se molestó en preguntar, porque había aprendido que el mejor modo de manejar a Jo era por la ley de los contrarios; estaba segura de oírlo todo si no preguntaba. Por eso se sorprendió bastante cuando el silencio continuó y Jo asumió cierto aire protector, que agravió a Meg, que respondió adoptando un aire de grave reserva y entregándose al servicio de su madre. Esto dejó a Jo libre para hacer su gusto, porque la señora March había tomado su puesto de enfermera diciéndole que se paseara y se distrajera después de tan largo encierro en casa. No estando Amy de vuelta, Laurie era su único refugio; pero aunque gozaba mucho en su compañía, lo tenía por el momento porque era un perseguidor incorregible, que no la dejaría en paz hasta sacarle su secreto.

Tenía razón, porque tan pronto el pícaro sospechó algo misterioso, se propuso descubrirlo, e hizo pasar muy malos ratos a Jo. Rogó, prometió, se burló, amenazó y riñó; fingió indiferencia para sacar la verdad por sorpresa; afirmó que lo sabía, para decir después que no le importaba saberlo, y por fin, a fuerza de perseverancia, logró asegurarse de que se trataba de Meg y del señor Brooke. Indignado porque su tutor no le hubiera hecho ninguna confidencia, se puso a imaginar alguna venganza digna de la ofensa.

Entretanto, Meg parecía haber olvidado el asunto y estaba absorta con los preparativos para la vuelta de su padre; pero, de repente, un cambio pareció apoderarse de ella; había días en que parecía otra, sobresaltándose cuando alguien le hablaba, ruborizándose si alguien la miraba, callaba mientras cosía, con expresión tímida y preocupada en la cara.

A las preguntas de su madre respondía que estaba muy bien, y las de Jo las despachó pidiéndole que la dejase en paz.

- Lo siento en el aire; el amor, quiero decir, y se está enamorando rápidamente. Tiene casi todos los síntomas; está nerviosa y de mal humor; no come, no puede dormir y se sienta pensativa en los rincones. La sorprendí cantando la canción del arroyo de voz argentina, y una vez dijo: John, como lo haces tú, y se puso roja como una amapola. ¿Qué haremos? -dijo Jo, dispuesta, al parecer, a toda clase de medidas, aun violentas.

- Nada más que esperar. Déjala sola: sé amable y paciente; la vuelta de papá lo arreglará todo -respondió su madre.

- Aquí hay una carta para ti, Meg, con sello puesto. ¡Qué curioso! Teddy no pone sello a las mías -dijo Jo al día siguiente, al distribuir el contenido del pequeño correo.

La señora March y Jo estaban entretenidas en sus asuntos, cuando una exclamación de Meg les hizo levantar los ojos para verla mirando fijamente su carta, con cara asustada.

- ¿Hija mía, qué te pasa? -gritó la madre, corriendo hacia ella mientras Jo trataba de agarrar el pliego malhechor.

- Es todo un error ... No la envió ... ¡Oh, Jo! ¿Cómo pudiste hacerlo? -y Meg escondió la cara entre las manos, llorando a lágrima viva.

- ¿Yo? ¡No he hecho nada! ¿De qué habla? -preguntó Jo confundida.

Los ojos humildes de Meg se encendieron de enojo, mientras sacaba de su bolsillo una carta estrujada y se la arrojaba a Jo diciendo:

- Tú la escribiste y ese muchacho malicioso te ayudó. ¿Cómo pudiste ser tan grosera, tan vil y cruel con nosotros?

Jo apenas la oyó, porque ella y su madre estaban leyendo la carta, escrita con una escritura curiosa.

Queridísima Margaret:

No puedo contener por más tiempo mi pasión, y necesito saber mi suerte antes de volver. No me atrevo a decírselo todavía a tus padres, pero creo que darían su consentimiento si supieran que nos adoramos. El señor Laurence me ayudará a encontrar una buena colocación, y entonces, mi querida muchachita, me harás feliz. Te ruego que no digas nada todavía a tu familia, pero envía una palabra de esperanza por medio de Laurie a tu fiel.

John.

- ¡El miserable! Así quiere pagarme por cumplir la palabra que di a mamá. Le echaré un buen reto y lo traeré a pedir perdón -gritó Jo.

Pero su madre la detuvo, diciendo con expresión desacostumbrada en ella:

- Un mOmento, Jo; primero tienes que justificarte. Has hecho tantas travesuras que sospecho que tengas parte en esto.

- Doy mi palabra, mamá, de que no la tengo. Nunca antes he visto esa carta ni sé nada de ella; tan verdad como que estoy viva -dijo Jo tan sinceramente que la creyeron-. Si yo hubiera participado en esto, lo hubiera hecho mejor y habría escrito una carta sensata. Yo creía que habían comprendido que el señor Brooke es incapaz de escribir tonterías como éstas -añadió, arrojando con desprecio el papel al suelo.

- La letra es como la suya -balbuceó Meg.

- ¡Oh, Meg! No la habrás contestado -exclamó la señora March.

- ¡Sí que lo hice! -y Meg escondió ruborosa la cara.

- ¡En buena nos hemos metido! Déjame traer a ese muchacho malicioso para que dé una explicación y reciba un buen reto. No descansaré hasta que lo agarre -dijo Jo, encaminándose hacia la puerta.

- ¡Espera! Déjame arreglar esto, porque es peor de lo que pensaba. Meg, dímelo todo -ordenó la señora March, sentándose junto a Meg, pero sin soltar a Jo, por miedo de que se escapase.

- Recibí la primera carta por conducto de Laurie, que fingió no saber nada del asunto -comenzó Meg, sin levantar los ojos.- Al principio me preocupó mucho y tenía la intención de decírtelo; pero me acordé de tu simpatía hacia el señor Brooke; así que pensé que no te importaría que yo guardara mi pequeño secreto por algunos días. Soy tan tonta que me gustaba pensar que nadie lo sospechaba, y mientras pensaba en lo que contestaría, me parecía ser una de esas chicas de las noveias que tienen que hacer cosas parecidas. Perdóname, mamá; ahora he pagado cara mi estupidez; nunca podré volver a mirarlo a la cara.

- ¿Qué le dijiste? -preguntó la señora March.

- Solo le dije que era todavía demasiado joven para decidir nada; que no quería tener ningún secreto para ti, y que tendría que hablar a papá. Que estaba muy agradecida por su bondad y que sería sólo su amiga por largó tiempo.

La señora March se sonrió tranquilizada y Jo aplaudió calurosamente, exclamando:

- Eres una Doña María de Molina en cuanto a prudencia. Sigue, Meg. ¿Qué te contestó?

- Me escribe de una manera completamente diferente, diciéndome que jamás envió una carta amorosa, y lamentando que mi pícara hermana Jo se haya tomado tales libertades con nuestros nombres. La carta es muy amable y seria, ¡pero imaginen qué terrible para mí!

Meg se apoyó en su madre completamente desesperada, y Jo iba de un lado para otro del cuarto, poniendo verde a Laurie. De repente se paró, tomó las dos cartas, y después de mirarlas fijamente, dijo con decisión:

- No creo que el señor Brooke haya visto jamás ni una ni otra carta. Teddy ha escrito las dos y guarda la tuya para fastidiarme, porque no quise contarle mi secreto.

- No tengas ningún secreto, Jo; díselo a mamá y no te metas en líos, como yo debía haber hecho -le respondió Meg.

- ¡Dios te bendiga, niña! ¡Si fue mamá la que me lo dijo!

- Basta, Jo. Yo consolaré a Meg, mientras tú vas en busca de Laurie. Tengo que analizar esta cuestión a fondo y poner fin a semejantes travesuras.

Jo se fue corriendo, y la señora March explicó con delicadeza a Meg los verdaderos sentimientos del señor Brooke.

- Ahora, querida mía, ¿cuáles son los tuyos? ¿Lo amas lo bastante para esperar hasta que pueda mantener un hogar para ti, o prefieres estar libre por el presente?

- He estado tan asustada y mortificada, que prefiero no pensar en noviazgos por mucho tiempo; tal vez nunca. Si John no sabe nada de estas tonterías, no le digas nada, y obliga a Jo y Laurie a callarse. No quiero que me engañe y se ría de mí; es una vergüenza.

Meg, generalmente amable, había perdido la paciencia con estas burlas maliciosas; la señora March la calmó con la promesa de guardar completo silencio y la mayor discreción en el futuro. Tan pronto como se oyeron los pasos de Laurie en el vestibulo, Meg se escapó al estudio y su madre recibió a solas al culpable. Jo no le había dicho para qué lo querían en casa, temiendo que no viniese; pero lo advirtió tan pronto como vio la cara de la señora March, y permaneció de pie, dando vueltas a su sombrero, con tal aspecto de culpable, que lo delataba. Jo fue despedida, pero decidió andar de un lado a otro del vestíbulo, como si estuviese de guardia, por temor a que el preso intentara escaparse. Por una hora subió y bajó el sonido de voces en la sala, pero lo que sucedió durante aquella entrevista las chicas no lo supieron jamás.

Cuando las llamaron, Laurie seguía de pie al lado de la madre de ellas, con una cara tan arrepentida, que Jo lo perdonó en el acto, aunque no creyó prudente demostrarlo. Meg recibió sus humildes excusas y se consoló mucho al asegurarse de que Brooke no tenía conocimiento alguno de la fechoría.

- No diré nada de esto hasta mi último día de vida; no me lo sacarán ni con pinzas; perdóname, Meg, y haré lo que quieras para demostrar lo mucho que lo siento -añadió, muy avergonzado de sí mismo.

- Lo procuraré, pero te portaste de modo muy poco caballeresco. No creía que pudieras ser tan pícaro y malicioso, Laurie -respondió Meg.

- Fue abominable y merezco que no me hables en un mes; pero no lo harás, ¿verdad, Meg? -y Laurie cruzó las manos con gesto tan suplicante, bajó los ojos con expresión de tan profundo arrepentimiento y habló con tono tan patético, que era imposible enojarse a pesar de su conducta escandalosa.

Meg lo perdonó y la señora March suavizó su semblante, a pesar de los grandes esfuerzos que hizo por mantenerse seria, cuando lo oyó declarar que expiaría sus culpas con toda clase de penitencias, y se humillaría como un gusano ante la doncella ofendida.

Entretanto, Jo se mantenía a distancia, tratando de endurecer su corazón contra él pero no logró más que asumir una expresión desaprobatoria.

Laurie la miró una vez o dos, pero viendo que no daba señales de ceder se sintió ofendido, le volvió la espalda hasta que la madre y Meg acabasen lo que tenían que decirle, y entonces le hizo un saludo profundo y se marchó sin decir nada.

Tan pronto como se fue, ella sintió no haber sido más indulgente; y cuando Meg y su madre subieron las escaleras, se sintió solitaria y ansiosa de la compañía de Teddy. Tras breve lucha consigo misma, cedió al impulso y, armada de un libro que debía devolver, se fue a la casa grande.

- ¿Está en casa el señor Laurence? -preguntó a una doncella que bajaba las escaleras.

- Sí, señorita; pero creo que no puede verlo ahora.

- ¿Por qué?; ¿está enfermo?

- No, señorita; pero acaba de discutir con el señorito Laurie, y no me atrevo a acercarme a él.

- ¿Dónde está el señorito?

- Encerrado en su cuarto, y no quiere responder aunque he llamado. No sé qué hacer con la comida, porque está lista y no hay nadie que quiera comer.

Jo subió al estudio de Laurie y golpeó la puerta.

- Basta de llamadas, o abro la puerta y te hago callar.

Jo golpeó de nuevo la puerta, entró antes de que Laurie pudiera reponerse de su asombro. Al notar que estaba realmente de mal humor, Jo, que sabía cómo manejarlo, fingió una expresión penitente, y, poniéndose de rodillas, dijo con humildad:

- Hazme el favor de perdonarme por haber estado tan enojada. He venido a zanjar el asunto y no puedo marcharme hasta que lo haya hecho.

- No importa; levántate y no te hagas el ganso, Jo.

- Gracias, no lo haré. ¿Puedo preguntar qué te pasa? No pareces estar en tu juicio.

- ¡Me han sacudido y no lo consiento!

- ¿Quién ha sido?

- Mi abuelo; de haber sido cualquier otra persona, le hubiera ... -y el joven ofendido acabó su frase con un gesto enérgico del brazo derecho.

- Eso no es nada; yo discuto contigo muchas veces y no haces caso.

- ¡Bah! Tú eres una muchacha y es una broma, pero no permitiré que ningún hombre me grite.

- Creo que nadie se atrevería viéndote tan encolerizado como ahora. ¿Por qué te trató de esa manera?

- Sólo porque no quise decirle para qué me había llamado tu madre. Prometí no decir nada a nadie, y, naturalmente, no iba a faltar a mi palabra.

-¿No podías satisfacer a tu abuelo de algún modo?

- No; insistió en saber la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. Hubiera contado mi parte del enredo de haber podido hacerlo sin envolver a Meg. Como no podía, me callé y aguanté el regaño hasta que el anciano me agarró por la nuca. Entonces me puse furioso y escapé de un salto, por miedo a no poder contenerme.

- No fue agradable; pero él lo siente, estoy segura; baja y haz las paces. Yo te ayudaré.

- ¡Que me ahorquen si lo hago! No voy a aguantar sermones y golpes de todo el mundo, sólo por una pequeña picardía. Lo sentí por Meg, y le pedí perdón como un hombre, pero no lo pediré a nadie, no siendo culpable.

- El no sabía eso.

- Debería tener confianza en mí y no tratarme como a un niño. Es inútil, Jo; tiene que aprender que puedo cuidarme por mí mismo, y que no necesito que me aten a las faldas de nadie.

- ¡Qué cascarrabias eres! ¿Cómo piensas que se arreglará este asunto?

- El tiene que pedirme perdón y creerme cuando te aseguro que no puedo decirle el porqué de la querella.

- ¡Santo cielo! Eso no lo hará.

- Pues no bajaré hasta que lo haga.

- Vamos, Teddy, entra en razón; déjalo pasar y yo explicaré lo que pueda. No vas a quedarte aquí; ¿de qué sirve ponerse melodramático?

- De todas maneras no pienso permanecer aquí mucho tiempo. Me escaparé para hacer un viaje a alguna parte, y cuando me eche de menos mi abuelo, no tardará en volver a razonar.

- Quizá; pero no debes darle ese disgusto.

- No me aconsejes. Me iré a Washington para ver a Brooke; allí hay alegría y me divertiré después de las penas.

- ¡Qué suerte tienes! ¡Ojalá pudiera yo escaparme también! -dijo Jo, olvidando su papel de mentor ante las visiones de la vida marcial de la capital.

- ¡Vámonos los dos! ¿Por qué no? Tú puedes ir para dar una sorpresa a tu padre, y yo para animar a Brooke. Sería un gran juego; anímate, Jo. Dejaremos una carta para decir que todo está bien y nos marcharemos en seguida. Tengo bastante dinero, te hará bien y no habrá nada malo en ello, pues vas para ver a tu padre.

Por un momento pareció que Jo iba a consentir, porque, con toda su locura, el proyecto la atraía. Estaba cansada de ansiedades y encierro, anhelaba un cambio y el pensamiento de su padre se mezclaba de manera tentadora con el encanto de los campamentos y hospitales, libertad y diversión. Sus ojos brillaron al dirigirse hacia la ventana, pero se clavaron en la vieja casa opuesta y movió la cabeza con triste decisión.

- Si fuera un chico nos escaparíamos juntos y correríamos una aventura deliciosa; pero siendo una infeliz chica, debo ser prudente, portarme bien y permanecer en casa. No me tientes, Teddy; es un plan descabellado.

- ¡Ahí está la gracia! -repuso Laurie, que estaba con ganas de romper trabas de una manera u otra.

- ¡Cállate! -gritó Jo tapándose los oídos-. La prudencia es mi destino y tengo que conformarme. He venido aquí para moralizar, no para oír cosas que me den ganas de brincar.

- Sabía que Meg hubiera aguado tal proyecto, pero pensé que tú tendrías más arrojo ... -comenzó a decir Laurie insinuante.

- ¡Cállate! -gritó Jo- no hagas que tus deseos hagan aumentar los míos. Si logro que tu abuelo diga que siente haberte sacudido, ¿abandonarás la idea de escaparte? -preguntó Jo gravemente.

- Sí, pero no lo lograrás -respondió Laurie, que deseaba hacer las paces, pero necesitaba antes una reparación a su dignidad ofendida.

- Si puedo manejar al joven, puedo manejar al viejo murmuró Jo saliendo del cuarto donde quedaba Laurie con una guía de ferrocarril en la mano.

- ¡Adelante! -se oyó decir al señor Laurence, con voz aún más ronca que de costumbre, cuando Jo llamó a la puerta.

- Soy yo, Jo, he venido para devolverle un libro -dijo suavemente al entrar.

- ¿Quieres otros? -preguntó el anciano, tratando de ocultar su preocupación y enojo.

- Sí, con permiso de usted; tanto me gusta el viejo Sam, que deseo leer el segundo tomo -respondió Jo, con la esperanza de congraciarse con él al pedirle un libro que le había recomendado.

El señor Laurence desarrugó un poco el entrecejo mientras acercaba la escalerilla hacia el estante de los libros donde estaban los tomos de Johnson. Jo subió ligeramente y, sentándose en el peldaño más alto, fingió buscar su libro, pero en realidad estaba pensando cómo comenzar el peligroso asunto de su visita.

El señor Laurence pareció sospechar que tramaba algo, porque, después de ir y venir varias veces con pasos rápidos de un lado a otro del cuarto, se volvió, la miró cara a cara y preguntó bruscamente:

- ¿Qué acaba de hacer ese muchacho? No trates de excusarlo. Sé que ha hecho alguna de las suyas, por su manera de portarse cuando volvió a casa. No pude sacarle ni una palabra y cuando lo amenacé con sacudirle para hacerle confesar la verdad, escapó y se encerró con llave en su dormitorio.

- Se portó mal, pero lo perdonamos y todos prometimos no decir nada a nadie.

- Eso no basta; no debe protegerse tras una promesa hecha por unas chicas cariñosas como ustedes. Si se ha portado mal, tiene que pedir perdón y recibir su castigo. Dímelo, Jo. No quiero que me tengan ignorando lo que pasa.

- De veras señor, no puedo decírselo; mamá lo prohibió. Laurie ha confesado, ha pedido perdón y ha tenido su castigo. No nos callamos para protegerlo a él, sino a otra persona, y si usted se mezcla en el asunto, se aumentarán las dificultades. Hágame el favor de no hacerlo; fue mí culpa en parte, pero ahora todo está arreglado; así que olvidémoslo y hablemos de El vagabundo o de algún otro libro interesante.

- ¡Al diablo con El vagabundo! Baja y dame tu palabra que este atolondrado muchacho mío no ha hecho algo impertinente o ingrato. Si lo ha hecho, después de vuestra bondad con él, lo apalearé con mis propias manos.

La amenaza sonaba terrible, pero no espantó a Jo, porque sabía que el irascible anciano no levantaría un dedo contra su nieto por mucho que lo dijera. Bajó obedientemente y quitó toda la importancia que pudo a la travesura del chico, sin exponer a Meg ni faltar a la verdad.

- ¡Hum! ¡Ah! Bueno, si el chico se calló porque había prometido hacerlo y no por obstinación, lo perdonaré. Es un joven terco y difícil de manejar -dijo el señor Laurence, pasándose la mano por la cabeza hasta encrespar todo el cabello.

- Lo mismo me pasa a mí; pero una palabra amable me apacigua, cuando un regimiento de caballería sería incapaz de dominarme.

- ¿Crees que no soy amable con él?

- ¡Cielo santo; no señor! A veces es usted demasiado cariñoso y después un poquito violento, cuando pone a prueba su paciencia. ¿No le parece?

Jo había decidido solucionar este asunto y trataba de aparentar calma, aunque temblaba algo después de frase tan audaz. Con gran sorpresa suya, el anciano señor no hizo más que echar ruidosamente sus anteojos sobre la mesa y exclamar sinceramente:

- Hija, tienes razón; soy algo violento. Quiero al chico, pero pone a prueba mi paciencia hasta que apenas puedo aguantarlo, y no sé adónde vamos a parar de seguir así.

- Yo se lo diré: se escapará.

Apenas dijo esto, Jo se arrepintió de haber hablado así. El señor Laurence cambió de color, se sentó y échó una mirada ansiosa al retrato del hombre esbelto que estaba colocado encima de la mesa. Era el padre de Laurie que en su juventud se había escapado y se había casado contra los deseos del dominante anciano.

- No lo hará, a no ser que esté muy molesto; solo amenaza hacerlo a veces, cuando se cansa de estudiar. A menudo pienso que a mí me gustaría hacer otro tanto, sobre todo desde que me corté el cabello; de modo que si alguna vez nos extraña, puede poner un anuncio preguntando por dos chicos y mandar a buscarnos entre los barcos que zarpen con rumbo a la India.

Se rió al decir esto, y el señor Laurence pareció aliviado, evidentemente tomándolo como una broma de chicos.

- ¡Pícara! ¿Cómo te atreves a hablarme de esta manera? ¿Dónde está tu respeto y tu buena educación? ¡Benditos chicos y chicas! ¡Qué tormento nos dan! Y sin embargo, no podemos pasamos sin ellos -dijo, pellizcándole las mejillas con buen humor, y agregando:

- Vete y trae a ese muchacho a comer; dile que todo está arreglado y aconséjale que no dramatice con su abuelo; no lo aguantaré.

- No vendrá, señor; se siente ofendido, porque usted no le creyó cuando le dijo que no podía decírselo. Creo que tomó muy en serio la discusión.

El señor Laurence se echó a reír y Jo comprendió que la batalla estaba ganada.

- Lo siento muchísimo; supongo que debo estar agradecido porque él no me ha sacudido a mí. ¡Santo cielo! ¿Qué querrá este joven?

- Si yo fuera usted, le escribiría una excusa, señor. El dice que no bajará hasta que la reciba, y habla de Washington y no sé qué locuras. Una excusa formal le mostrará lo estúpido que es y lo hará bajar de agradable humor. Pruébelo; le gusta la broma, y eso es mejor que arreglarlo de palabra. Yo se la llevaré y le daré una lección.

El señor Laurence le echó una mirada aguda y se caló los anteojos, diciendo lentamente:

- ¡Qué pícara eres! Pero no me importa ser engatusado por ti o Beth. ¡Vamos!, dame una hoja de papel y acabemos de una vez con estas tonterías.

La carta se escribió con las frases usuales entre caballeros después de graves insultos. Jo besó la calva del señor Laurence y corrió escaleras arriba para meter el pliego por debajo de la puerta de Laurie, aconsejándole por el agujero de la cerradura que fuera sumiso, cortés y otras cosas gratas. Al encontrar la puerta cerrada con llave de nuevo, dejó que la carta hiciese su obra y se iba tranquilamente, cuando el joven bajó, resbalando por el pasamanos de la escalera, y la esperó abajo, diciendo con su expresión más virtuosa:

- ¡Qué buen camarada eres, Jo! ¿Has sufrido una explosión? -añadió, riendo-. No he estado muy amable en general. ¡Ah! ¡Bueno me han puesto todos! Hasta tú me abandonaste allá, y eso me hizo sentirme desesperado -comenzó a decir, tratando de excusarse.

- No hables así; cambia de tema y comienza de nuevo.

- Siempre estoy haciéndolo y estropeándolo, como solía estropear mis cuadernos de escritura; y empiezo de nuevo tantas veces, que nunca voy a salir de los comienzos -le contestó tristemente.

- Vete a comer; después te sentirás mejor. Los hombres sólo gruñen cuando tienen hambre -dijo Jo al irse.

- Un cumplido para mi sexo -respondió Laurie, imitando a Amy, mientras iba a hacer penitencia con su abuelo, que estuvo de un humor de santo y abrumadoramente respetuoso en su conducta todo el resto del día.
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