Indice de Mujercitas de Louisa May Alcott | Capítulo Cuarto. Cargas | Capítulo Sexto. Beth descubre el palacio hermoso | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Mujercitas Louisa May Alcott Capítulo quinto - ¿QUé disparate se te ha ocurrido ahora, Jo? -preguntó Meg, una tarde de nieve, viendo cruzar el vestíbulo a su hermana con botas de goma, un abrigo viejo con capucha, la escoba en una mano y la pala en la otra. - Salgo para ejercitarme -respondió Jo, con un guiño malicioso. - Hubiera pensado que dos paseos largos por la mañana te bastarían. Hace frío y está nublado; te aconsejo que te quedes al lado del fuego, como yo -dijo Meg, tiritando. - Nunca hago caso de los consejos; no puedo quedarme quieta todo el día, y como no soy gata, no me gusta dormitar junto a la estufa. Me gustan las aventuras y voy a buscar alguna. Volvió Meg a calentarse los pies y leer Ivanhoe, y Jo comenzó a abrir sendas con mucha energía. Como la nieve estaba floja pronto abrió con la escoba una senda alrededor del jardín, para que Beth pudiera pasearse cuando saliera el sol, porque sus muñecas enfermas necesitaban tomar aire. El jardín separaba la casa de los señores March de la del señor Laurence, las dos estaban en un suburbio de la ciudad, que todavía tenía mucho de campo, con bosquecillos, prados, huertas y calles tranquilas. Un seto bajo separaba las dos propiedades. De un lado había una vieja casa oscura, algo desnuda y descolorida, desprovista ahora del follaje de su emparrado y de las flores que en verano la rodeaban. Del otro lado una casa señorial de piedra, que denotaba a las claras las señales de la comodidad y del lujo, en la cochera grande, en los paseos que conducían a los invernaderos y en las cosas bellas entrevistas detrás de las lujosas cortinas. Pero, a pesar de todo, parecía una casa solitaria, sin vida; no había niños que jugaran en el césped, ni rostro maternal que sonriera desde la ventana, y con la excepción del viejo señor y su nieto, poca gente salía y entraba. A los ojos de Jo era un palacio encantado, lleno de placeres y esplendores, que nadie disfrutaba. Por mucho tiempo había deseado contemplar aquellas glorias escondidas y tratar al muchacho Laurence, que parecía desear aquella amistad, aunque no sabía cómo entablarla. Desde el baile había tenido aún más interés en tratarlo y había imaginado varios modos de entrar en conversación con él; pero no lo había visto por aquellos días y Jo ya empezaba a creer que se habría marchado, cuando un día, en una ventana del piso alto, vio una cara morena mirando con nostalgia al jardín de ellas, donde Beth y Amy se arrojaban bolas de nieve. Ese muchacho sufre por falta de compañía y diversión, se dijo-. Su abuelo no sabe lo que le conviene y lo tiene encerrado siempre solo. Necesita la compañía de chicos alegres que jueguen con él, o por lo menos de alguien que sea joven y animado. Ganas me dan de pasar y decírselo así al viejo caballero. Aficionada a las aventuras, la idea le encantaba, y aunque sus acciones escandalizaran a Meg, no echó al olvido el plan de pasar a la casa vecina, y cuando llegó la tarde de la nevada, Jo estaba lista para intentarlo. Vio salir en coche al señor Laurence, y entonces se puso a abrir un sendero hasta el seto, donde se paró para hacer un reconocimiento. Todo estaba tranquilo; no se veían criados; en una ventana del piso alto, una cabeza de pelo rizado y negro, apoyada sobre una mano delgada, era la única señal de vida. Allá está -pensó Jo -. ¡Pobre chico! ¡Completamente solo y enfermo en un día tan triste! ¡Qué lástima! Arrojaré una bola de nieve y cuando mire le diré algo para animarlo. Allá fue la pelota de nieve y al momento el chico volvió la cabeza, mostrando una cara que perdió su aspecto de tristeza, con ojos que se alegraban y labios que sonreían. Jo hizo una señal, rió y agitó la escoba mientras gritaba: - ¿Cómo está usted? ¿Está enfermo? Abrió la ventana Laurie y gritó, ronco como un cuervo: - Mejor, gracias. He tenido un catarro terrible y llevo una semana encerrado en casa. - Lo siento mucho. ¿Cómo se distrae usted? - De ningún modo; esto es más aburrido que un sepulcro. -¿No lee usted? - No mucho; no me lo permiten. - ¿No hay alguien que le lea algo en voz alta? - Algunas veces mi abuelo lo hace; pero mis libros no le interesan y no me gusta pedirle siempre a Brook que me lea. - Entonces, llame a alguien que vaya a visitarlo. - No quiero ver a nadie. Los chicos hacen mucho ruido me duele la cabeza. - ¿No hay alguna muchacha amable que pueda leerle entretenerlo? Las muchachas son más tranquilas y desempeñan con gusto el papel de enfermeras. - No conozco a ninguna. - Me conoce usted a mí -comenzó a decir Jo, riéndose al punto y parándose. - ¡Claro que la conozco! ¿Quiere usted hacerme el favor de venir? -gritó Laurie. - Yo no soy una persona agradable y tranquila, pero iré si mamá me lo permite. Voy a preguntárselo. Cierre esa ventana, como buen muchacho, y espere que vuelva. Con estas palabras, Jo se cargó al hombro la escoba y entró en la casa, preguntándose que pensarían de ella. Laurie estaba algo excitado con la idea de recibir una visita y se apresuró a prepararse, porque, como la señora March decía, era un caballerito. Para hacer honor a su visita, se peinó el cabello rizado, se puso un cuello limpio y trató de arreglar el cuarto, que, a pesar de seis criadas, estaba de todo menos en orden. Pronto sonó una campana y se oyó una voz decidida preguntando por don Laurie, y una criada, sorprendida, entró precipitadamente para anunciar la visita de una señorita. - Bueno, que pase; es la señorita Jo -dijo Laurie, acercándose a la puerta de su pequeño despacho para recibir a Jo, que entró sonriendo y colorada, sin timidez alguna, con un plato tapado en una mano y en la otra los tres gatitos de Beth. - Aquí estoy con alforja y equipaje -dijo animadamente-. Mamá lo saluda y se alegra de que yo pueda ayudarle a pasar el tiempo. Meg me pidió que le trajera un poquito de su pudding blanco; lo hace muy bien; Beth pensó que la vista de los gatitos lo alegraría. Yo sabía que iban a molestarle, pero no pude rehusar, ya que deseaba tanto contribuir con algo. Resultó que el gracioso préstamo de Beth tuvo gran éxito, porque al reírse de los gatitos olvidó Laurie su timidez y entró en conversación fácilmente. - Esto parece demasiado bello para comerlo -dijo sonriendo con placer, cuando Jo destapó el plato y mostró el pudding blanco, adornado con una guirnalda de hojas verdes y rojas del geranio favorito de Amy. - No vale nada; es sólo una manera de expresar nuestros buenos deseos. Diga a la criada que lo guarde para cuando tome usted el té; es muy ligero y no le hará daño; como es tan suave, se deslizará por la garganta sin lastimarla. ¡Qué cuarto tan bonito! - Podría serlo si estuviera bien arreglado; pero las criadas son perezosas y no sé cómo hacer para que se esmeren. Me hacen perder la paciencia. - Yo se lo pondré en orden en un abrir y cerrar de ojos; sólo necesita que se barra delante de la chimenea, así ... y arreglar las cosas sobre la repisa, así ... poner los libros aquí y los frascos allá, volver el sofá de espalda a la luz y esponjar un poco los almohadones. Ahora está bien. Lo estaba, efectivamente; porque, riendo y charlando, Jo había puesto las cosas en su sitio, de manera que el cuarto tenía otro aspecto. Laurie la observaba manteniendo un silencio respetuoso, y cuando ella lo invitó a acomodarse en el sofá, se sentó, dando un suspiro de satisfacción y diciendo con gratitud: - ¡Qué amable es usted! Sí, eso era lo que faltaba. Ahóra hágame el favor de sentarse en la butaca y permítame que haga algo para entretener a mi visita. - No; yo soy quien ha venido para entretenerlo a usted. ¿Quiere que le lea en voz alta? -dijo Jo, mirando cariñosamente los libros que le parecían llenos de interés. - Muchas gracias, pero los he leído todos; y, si no le desagrada, preferiría charlar -respondió Laurie. - Ni en lo más mínimo; puedo hablar todo el día si me da usted cuerda. Dice Beth que soy una cotorra. - ¿Es Beth la de las mejillas rosadas, que se queda mucho en casa y sale, a veces, con una cesta? -preguntó Laurie con interés. - Sí, esa es Beth; es muy amiga mía y una niña bonísima. - La hermana bonita es Meg y la del pelo rizado es Amy, ¿No es así? - ¿Cómo ha descubierto usted todo eso? Laurie se ruborizó, pero contestó francamente: - Muchas veces las oigo llamarse unas a otras, y cuando estoy aquí arriba solo, no puedo evitar mirar a su casa; ustedes siempre parecen estar contentas. Dispénseme si soy descortés, pero a veces se olvidan de correr las cortinas donde están las flores, y cuando están encendidas las lámparas, es un verdadero cuadro el que forman ustedes con su madre, todas alrededor de la mesa; su madre se sienta siempre enfrente y parece tan amable detrás de las flores, que no puedo dejar de mirarla. No tengo madre, ¿sabe usted? -Y Laurie atizó el fuego para acuitar un temblor nervioso en sus labios, que no podía dominar. La expresión de soledad y nostalgia de sus ojos conmovió a Jo. Ella había recibido una educación tan sencilla, que carecía de malicia, y a pesar de haber cumplido quince años, era tan inocente y sincera como una pequeña. Laurie estaba enfermo y solo, y comprendiendo lo rica que era ella en amor paternal y felicidad, trató alegremente de compartir su riqueza con él. Había una expresión muy amistosa en su cara morena y una dulzura poco acostumbrada en su voz clara al decir: - No cerraremos más aquella cortina y le permitimos mirar todo lo que quiera. Pero en vez de mirar, debía usted venir a vernos. Mi madre es tan buena, que le haría mucho bien, y Beth le cantaría a usted, si yo se lo pidiera, y Amy bailaría; Meg y yo lo haríamos reír con nuestros trajes teatrales y pasaríamos ratos muy alegres. ¿No le permitiría su abuelo venir? - Creo que lo permitiría si su madre se lo pidiera. El es muy amable, aunque no lo parece, y me deja hacer casi todo lo que quiero; solamente teme que moleste a los extraños -dijo Laurie, animándose gradualmente. - Pero no somos extraños, somos vecinos, y no nos molestaría nunca. Deseamos tratarnos con usted y yo lo he intentado muchas veces. No llevamos aquí mucho tiempo, como usted sabe, y hemos hecho amistad con todos los vecinos, menos con ustedes. - Usted verá: mi abuelo vive entre sus libros y no le interesa lo que pasa en el mundo. El señor Brooke, mi profesor, no vive aquí, y no tengo nadie que pueda acompañarme; me quedo en casa y me arreglo como puedo. - Es una lástima; debe animarse y hacer visitas a todas partes donde lo inviten; así tendrá muchos amigos y casas agradables donde ir. No haga caso de su timidez; no le durará mucho tiempo si empieza a salir. Laurie se puso colorado de nuevo, pero no se ofendió por lo de la timidez; había tanta buena voluntad en los consejos de Jo, que era imposible tomarlos a mal. - ¿Le gusta a usted su escuela? -preguntó el chico, cambiando de conversación, después de una breve pausa. - No voy a la escuela; soy hombre de negocios; muchacha de negocios, quiero decir. Le hago compañía a mi tía, una querida vieja gruñona -respondió Jo. Laurie iba a hacer otra pregunta, pero recordando a tiempo que no era cortés averiguar demasiado las vidas ajenas, se calló otra vez, un poco cortado. Jo apreció sus buenas maneras, pero como no le importaba mucho reírse un poco a costa de la tía March, hizo una ingeniosa descripción de la señora vieja e impaciente, de su perro de lanas, de su loro, que hablaba español, y de la biblioteca donde tanto se divertía ella. Laurie escuchaba encantado, y cuando le contó el episodio del caballero viejo y presumido que fue una vez a hacer la corte a la tía March, y cuando estaba en medio de una bella frase el loro le quitó la peluca, con gran desaliento del galán, el muchacho se destornilló de risa, y una criada asomó la cabeza por la puerta para ver qué pasaba. - ¡Oh, esto me hace mucho bien! ¡Siga, siga, haga el favor! -dijo retirando la cara del almohadón, colorada y resplandeciente de alegría. Muy satisfecha de su éxito, Jo siguió, efectivamente, y habló de sus juegos y proyectos, de sus esperanzas y temores por su padre y los acontecimientos más interesantes del mundo pequeño en el cual se movían las hermanas. Después se pusieron a hablar de libros, y Jo descubrió con placer que Laurie los amaba tanto como ella y había leído aún más. - Si le gustan tanto, bajemos para que vea los nuestros. Mi abuelo está fuera, no tema -dijo Laurie. - Yo no tengo miedo de nada -respondió Jo, sacudiendo la cabeza. - ¡Lo creo! -contestó el chico, mirándola con admiración aunque pensando que no le faltarían razones para tener miedo del viejo caballero si se encontraba con él en algunos momentos de mal humor. Como toda la casa estaba muy templada, Laurie llevó a Jo de sala en sala, dejándola examinar cualquier cosa que le llamara la atención, hasta que llegaron a la biblioteca, donde ella dio unas cuantas palmadas y saltos, como solía hacer cuando se entusiasmaba. La biblioteca estaba atestada de libros, y había también cuadros y estatuas, vitrinas encantadoras llenas de monedas y curiosidades, butacas que invitaban al descanso, mesas raras y figuras de bronce, y, lo mejor de todo, una chimenea abierta, encuadrada por curiosos azulejos. - ¡Qué riqueza! -suspiró Jo, dejándose caer en una butaca tapizada de terciopelo y mirando a su alrededor con intensa satisfacción-. Theodore Laurence, debería usted ser el chico más feliz del mundo -agregó, gravemente. - Un chico no puede vivir y alimentarse de libros -dijo Laurie, sentándose sobre una mesa de enfrente. Antes de que pudiera agregar más sonó una campana, y Jo dio un salto, exclamando alarmada: - ¡Ay de mí! ¡Es su abuelo! - Bueno, ¿y qué importa? ¿Usted no tiene miedo de nada, verdad? -respondió el chico, con aire de picardía. - Creo que le tengo un poquito de miedo, pero no sé por qué. Mamá me dio permiso para venir, y no creo que usted se haya empeorado por mi visita -dijo Jo, dominándose, aunque tenía los ojos clavados en la puerta. - Al contrario, me ha hecho mucho bien, y le estoy muy agradecido; pero temo que usted se haya cansado de hablarme; es tan agradable, que no me resignaba a parar -repuso Laurie sinceramente. - El médico, que viene a verle a usted, señorito -dijo la criada. - Dispénseme un minuto. Tengo que ir a verlo -susurró Laurie. - No se preocupe por mí. Aquí estoy tan contenta como unas castañuelas -respondió Jo. Se fue Laurie y su visitante se entretuvo a su manera. Estaba enfrente de un buen retrato del señor anciano, cuando la puerta volvió a abrirse y, sin darse vuelta, dijo ella decididamente: - Ahora estoy segura de que no le tendría miedo, porque sus ojos son benévolos aunque la boca sea algo severa, y parece una de esas personas firmes que siempre hacen lo que quieren. No es tan guapo como mi abuelo, pero me agrada. - ¡Gracias, señorita! -respondió una voz ronca a sus espaldas. Volvióse espantada, y se encontró frente a frente con el viejo señor Laurence. La pobre Jo enrojeció hasta más no poder y su corazón empezó a latir a velocidad vertiginosa. Un deseo violento de escaparse la invadió; pero significaba una cobardía y las muchachas se reirían de ella; decidió quedarse y salir del paso como pudiera. Otra mirada le mostró que los ojos vivaces que la miraban bajo las cejas espesas y grises eran aún más benévolos que en el retrato; en ellos había un guiño picaresco que aplacó en mucho su temor. La voz era aún más ronca que antes cuando el viejo señor dijo bruscamente, después de una pausa terrible: - ¿Conque no me tiene miedo, eh? - No mucho señor. - ¿Y no me ve usted tan guapo como su abuelo? - No, señor, no tanto. - ¿Y hago siempre lo que quiero, no es así? - Sólo dije que parecía. - Pero, a pesar de eso, ¿le agrado? - Así es, señor. Las respuestas conformaron al viejo caballero; se rió un momento, le estrechó la mano, y, asiéndola de la barbilla, le examinó la cara, diciendo después con un movimiento de cabeza. - Tiene usted el espíritu de su abuelo, aunque no se parece a él; era buen mozo, querida mía; pero, lo que vale más, era un hombre valiente y honrado, y me siento orgulloso de haber sido su amigo. - Gracias, señor -dijo Jo, perdiendo después de esto toda su timidez. - ¿Qué ha estado usted haciendo con este muchacho mío? -fue la pregunta siguiente, hecha abruptamente. - Solamente he tratado de ser buena vecina, señor -y Jo explicó el porqué de su visita. - Piensa usted que él necesita que lo animen un poquito;
¿no es así? - Sí, señor; parece algo solitario, y quizá la compañía de jóvenes le haría bien. Somos solamente muchachas, pero nos alegraríamos de poder ayudar, si es posible, porque no nos olvidamos del magnífico regalo de Navidad que usted nos envió -dijo vivamente Jo. - ¡Ta, ta, ta! ¡Fue cosa del chico! ¿Cómo está la pobre mujer? - Muy mejorada, señor -y Jo se puso a hablar velozmente de la familia Hummel, en la cual su madre había interesado a amigos más ricos que ellas. - Esa era la manera que tenía el padre de su madre de usted de hacer el bien. Iré a ver a su madre algún día. Dígaselo así. Ya suena la campana para el té; lo tomamos temprano a causa del chico. Baje con nosotros, y siga siendo buena vecina. - Si no le estorba mi compañía, señor. - Si me estorbara no la invitaría -respondió el señor Laurence, ofreciéndole el brazo con la cortesía de los viejos tiempos. ¿Qué diría Meg si nos viera?, pensó Jo, mientras caminaba con su nuevo amigo, imaginándose cómo la escucharían en su casa cuando les contara los acontecimientos del día. - ¿Qué mosca le ha picado al mozo? -dijo el viejo señor, mientras Laurie bajaba corriendo la escalera y se paraba en seco, estupefacto, a la vista de Jo del brazo de su formidable abuelo. - No sabía que había usted vuelto, señor -dijo mientras echaba a Jo una mirada triunfal. - Se ve que no lo sabía por la manera de bajar la escalera. Venga usted a tomar el té, señor. Y pórtese como un caballero -y después de dar al muchacho un cariñoso tirón de pelo, el señor Laurence continuó andando mientras su nieto gesticulaba a sus espaldas con tanta gracia, que por poco provocan una explosión de risa en Jo. Mientras bebía cuatro tazas de té, el abuelo habló poco pero observaba a los jóvenes, que charlaban como antiguos amigos, y no le pasó inadvertido el cambio operado en su nieto. Había color y vivacidad en la cara del chico y una alegría genuina en su risa.
Ella tiene razón; el chico está muy solo. Veré lo que pueden hacer esas niñas para solucionarlo, pensó el señor Laurence, mientras observaba y escuchaba. Jo le gustaba por sus maneras bruscas y originales; parecía entender al muchacho casi tan bien como si ella misma fuera muchacho. Si los Laurence hubieran sido lo que Jo llamaba tiesos y almidonados, no se hubiera entendido con ellos, porque la gente así siempre la coartaba e irritaba; pero viéndolos tan francos y naturales, ella lo estaba también y les produjo buena impresión. Cuando se levantaron quiso despedirse, pero Laurie
dijo que tenía algo más que mostrarle, y la condujo al invernadero que estaba iluminado en su honor. Era como un lugar encantado, con las paredes cubiertas de flores de cada lado, la dulce luz, el aire húmedo y tibio y las vides y plantas exóticas. Su nuevo amigo cortó las flores más bellas, y las ató en un ramo, diciendo, con mirada alegre: - Hágame el favor de dárselas a su señora madre, y dígale que me gusta mucho la medicina que me envió. Encontraron al señor Laurence de pie delante del fuego en el salón. La atención de Jo quedó completamente cautivada por un hermoso piano de cola, abierto. - ¿Toca usted el piano? -preguntó Jo volviéndose a Laurie con expresión llena de respeto. - Algunas veces -respondió. - Hágame el favor de tocar el piano ahora; deseo oírlo para contárselo a Beth. - ¿No querrá usted tocar primero? - No sé tocar; soy demasiado torpe como para aprender, pero me gusta mucho la música. Tocó Laurie el piano, y Jo lo escuchó con la nariz escondida entre heliotropos y rosas. Su respeto y estimación del muchacho Laurie aumentó, porque tocaba muy bien y sin presunción. Deseaba que Beth pudiese oírle, pero no lo dijo;
elogió su arte hasta confundir al chico, y su abuelo lo sacó del aprieto. - Basta, basta, señorita, no le convienen tantas alabanzas. No está mal su música, pero espero que sea tan aplicado en cosas más importantes. ¿Se va usted ya? Bueno, muchas gracias, y venga otra vez. Mis saludos a su señora madre; buenas noches, doctor Jo. Le dio la mano amablemente, pero parecía algo contrariado. Cuando estaban en el vestíbulo, Jo preguntó si había dicho alguna cosa inconveniente, pero Laurie meneó la cabeza. - No; la falta fue mía; no le gusta oírme tocar el piano. - ¿Por qué no? - Se lo diré otro día. John la acompañará a su casa, porque yo no puedo hacerlo. - No es necesario; no soy una señorita, y estoy a un paso. Cuídese mucho. - Sí, pero espero que volverá. Si usted promete venir a vernos cuando se haya restablecido. - Lo haré con mucho gusto. - Buenas noches, Laurie. - Buenas noches, Jo, buenas noches. Cuando contó todas las aventuras de la tarde, la familia se sintió inclinada a hacer una visita en corporación, porque cada una encontró algo muy atractivo en la casa grande. La señora March deseaba hablar de su padre con el anciano, que no lo había olvidado; Meg, anhelaba pasearse por el invernadero; Beth, suspiraba por tocar el piano de cola, y Amy ambicionaba ver los bellos cuadros y estatuas. - Mamá, ¿por qué no le gustó al señor Laurence oír tocar el piano a Laurie? -preguntó Jo. - No estoy segura, pero pienso que la razón es que su hijo se casó con una señora italiana, estudiante de música, lo cual enojó al viejo, que es muy orgulloso. La señora era buena, hermosa y culta, pero a él no le gustó, y desde el casamiento no volvió a ver a su hijo. Los padres de Laurie murieron siendo él pequeño y entonces el abuelo lo trajo a su casa. Me imagino que el chico, que nació en Italia, no es muy fuerte, y que el viejo teme perderlo, por lo cual lo cuida mucho. El amor a la música le viene a Laurie de nacimiento, porque se parece a su madre, y me figuro que su abuelo teme que quiera ser músico; de todas maneras, su habilidad le recuerda a la mujer que no quería, y por eso frunció el ceño, como dice Jo. - ¡Ay de mí! , ¡qué romántico! -exclamó Meg. - ¡Qué tonto! -dijo Jo-; que lo dejen ser músico si quiere, y no lo fastidien mandándolo al colegio aunque lo aborrezcan. - Eso explica por qué tiene ojos grandes y negros, y buenos modales, supongo; los italianos siempre son simpáticos -dijo Meg, que era algo sentimental. - ¿Qué sabes tú de sus ojos y de sus modales? Apenas has hablado con él -gritó Jo, que no tenía nada de sentimental. - Lo vi en el baile, y lo que has contado demuestra que sabe cómo conducirse. Lo que dijo de la medicina enviada por mamá estuvo muy bien dicho. - Supongo que él quiso decir el pudding blanco. - ¡Qué tonta eres, niña! Quiso decir que tú lo eras, eso está bien claro. - ¿De veras? -dijo Jo, abriendo los ojos, como si no se le hubiera ocurrido tal cosa antes. - ¡Jamás he visto una muchacha como tú! Cuando recibes un cumplido no te enteras -repuso Meg, con aspecto de persona entendida. - Pienso que es todo tontería; te agradeceré que no seas tonta y no estropees mi diversión, Laurie es un buen chico y me gusta; no consiento alusiones sentimentales o cumplimientos y estupideces por el estilo, seremos buenas con él, porque es huérfano de padre y madre, y puede venir a visitarnos; ¿verdad, mamá? - Sí, Jo; tu amiguito será bienvenido, y espero que Meg recordará que las niñas deben ser niñas tanto tiempo como puedan. - Yo no me tengo por niña, y aún no he entrado en los trece años -dijo Amy. ¿Qué dices tú, Beth? - Yo pensaba en nuestro peregrino -respondió Bet- que no había oído una palabra-. Cómo salíamos del Pantano del Desaliento y pasamos por la Puerta Estrecha al resolver ser buenas y subimos al collado Dificultad, procurando serio y esa casa allá va a ser nuestro Palacio Hermoso. - Pero antes tenemos que pasar junto a los leones -dijo Jo, como si la perspectiva de tal encuentro fuera muy atrayente.
Como buenos vecinos
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