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I

Era el día de Nochebuena; atardecía, y al fin llegó la noche: una noche de esas de invierno, clara, espléndida. Comenzaron a salir las estrellas, y la luna se mostró majestuosa, como si quisiese iluminar aun más que de ordinario a la Tierra, dando así más brillantez a las coliadki (1) que glorifican a Jesucristo. Helaba más intensamente que durante el día, y reinaba tal silencio, que el crujido de la mieve bajo las pisadas podía oírse a distancia. Todavía no se había presentado ningún grupo de muchachos delante de las cabañas, bajo las ventanitas. Sólo la luna miraba a través de éstas como para invitar a las jóvenes, que aun estaban engaianándose, a lanzarse sobre la nieve crujiente.

De pronto, de la chimenea de una de las cabañas salió una humareda, que se extendió a modo de nubarrón en el firmamento, y por ella se vió subir a una bruja cabalgando en su escoba. Si en aquel momento hubiese acertado a pasar, montado en su troik (2), el juez de Sorochin, con su gorro ribeteado de piel de astracán como el de los ulanos, vistiendo el capote azul forrado de piel negra y blandiendo diabólicamente el látigo trenzado con que acostumbraba arrear a su cochero, con seguridad que la hubiese visto, porque ninguna bruja escapaba a la mirada de dicho juez, quien estaba enterado de todo. Sabía el número de lechones que paría la cerda de cada campesina; cuánta tela guardaba ésta en sus cofres, y también lo que el marido dejara empeñado de sus vestidos y hacienda en la taberna los domingos. Pero el juez de Sorochin no pasó, y, por otro lado, ¿qué le podrían a él interesar los asuntos ajenos? Tenía bastante con ocuparse en lo que pasaba en su distrito.

La bruja, mientras tanto, subió a tal altura, que al poco rato sólo parecía allá arriba un puntito negro. Y lo que es más particular: por donde pasaba aquel puntito o manchita se veía desaparecer una estrella, y asi fueron desapareciendo una tras otra. Ella se las iba metiendo en una manga, y cuando la tuvo llena, sólo quedaron tres o cuatro que relucían aún. En esto, de improviso apareció otro punto o manchita por el lado opuesto; fue desplegándose, creciendo, hasta que tomó forma. Un miope que se pusiera unas gafas tan grandes como las ruedas del carruaje del subdelegado no podría aún comprender lo que pudiera ser aquello. De frente parecía enteramente un alemán (3). Husmeaba incesantemente todo lo que encontraba a su paso con un hociquillo que terminaba, como el del cerdo, con su maravedí negro y redondito. Tenía unas piernas tan delgaduchas, que si hubieran sido así las del alcalde de Yarescov, con seguridad se le habrían roto al bailar el primer cosachok (4). Visto de espaldas tenía todo el aspecto de un empleado de provincias en día de gala, pues le colgaba un rabo tan puntiagudo y largo como el faldón del levitín moderno. Sólo por sus barbas de chivo, por los cuernecillos que le apuntaban en la frente y porque todo él era más negro que un tizón, se podía deducir que no era ni alemán ni empleado, sino sencillamente el demonio en persona, a quien le quedaba la última noche para poder errar por el mundo y hacer pecar a los incautos. Al amanecer, cuando sonase el repique llamando a misa, correría a su ratonera sin mirar hacia atrás y escondiendo el rabo entre las piernas. Mientras tanto, él se acercó con mucho sigilo a la luna; y ya alargaba la mano para cogerla, cuando tuvo que retirarla rápidamente como si se hubiese quemado. Chupóse los dedos, sacudió un pie y corrió a intentar cogerla por otro lado; pero otra vez hubo de quemarse. No cejó, sin embargo, a pesar de la mala suerte que tuvo en sus intentonas, y volviendo de nuevo, la cogió de repente con ambas manos, y haciendo mohines y soplando la pasó de una a otra, del mismo modo que hacen los mujiks con la brasa que sacan del fuego para encender la pipa. Por fin, con un gesto rápido se la metIó en una bolsa que llevaba, y con toda naturalidad echó a andar.

Nadie supo en Dikanka cómo el diablo robó la luna. Bien es verdad que el escribiente de la comarca, cuando salió de la taberna tambaleándose, dijo, y no sabemos por qué, que la veía bailar en el cielo. El juró y perjuró ante todo el mundo que era esto vérdad; pero todos los que le escuchaban meneaban la cabeza con aire burlón.

¿Cuál fue la causa que empujó al diablo a cometer un acto tan inaudito? Ahora se verá.

Sabía que el rico cosaco Chub había sido invitado por el diácono para ir a su casa a comer la cutiá (5) de Nochebuena. Allí irían también el alcalde, un pariente del diácono -que cantaba con voz de bajo profundo en la capilla arzobispal y que usaba levita azul-; el cosaco Sverbigus y otras varias personas. Además del cutiá se bebería aguardiente de azafrán, y también habría varenez (6) y otros muchos manjares.

Entre tanto, la hija de Chub, la joven más bella del pueblo, quedaría sola en casa, y de seguro iría a verla el herrero, un buen mozo, forzudo, a quien el diablo tenía más odio que a los sermones del padre Condrat, pues en sus ratos de ocio el muchacho pintaba y tenía fama de ser el mejor pintor de la comarca. El mismo sotnik (7) L..., que aun vivía, lo llamó expresamente a Poltava para que le pintase la cerca de madera de su casa. Todas las fuentes de que se servían los cosacos de Dikanka para servir el borch (8) las decoró el herrero. Era además un hombre creyente y pintaba con frecuencla imágenes, y aun en nuestros días se puede ver en la iglesia al San Lucas evangelista pintado por él.

Pero su obra maestra fue una tabla que hizo para ser empotrada en el muro de la iglesia, a la derecha del altar mayor, en la cual él representó a San Pedro, en el día del Juicio Final, con las llaves en la mano echando del infierno al espíritu del mal, que corría azorado de un lado a otro, presintiendo su perdición; y los pecadores que antes estaban allí encerrados le perseguían y pegaban con látigos, leños y con todo lo que encontraban a mano. Mientras el pintor trabajó en esta tabla, el diablo hizo cuanto pudo para estorbarle. Empujóle invisiblemente la mano, levantó la ceniza de la fragua en la herreria y la esparció por todo el cuadro. Pero, a pesar suyo, concluyó su obra el herrero y la tabla fue llevada a la iglesia y encajada en la pared.

Desde entonces el diablo juró vengarse. Una sola noche le quedaba para errar por el mundo, y en ella buscaba el modo de ejecutar su venganza. Por eso decidió robar la luna, guardando la esperanza de que el viejo Chub, que era un perezoso, no se atreviese a salir; pues, por añadidura, el diácono vivía un poco lejos de su cabaña, y el camino pasaba por delante de los molinos y del cementerio y luego seguía al borde del barranco. Si hubiera sido una noche clara de luna, el varenez y el aguardiente de azafrán le habrían podido seducir; pero era muy dudoso que con semejante obscuridad le pudieran arrancar del lado de la estufa y hacerle salir de su cabaña. Y el herrero, que desde bastante tiempo no se trataba con él, por nada del mundo osaría, a pesar de su fuerza, visitar a la hija en presencla del padre.

Así, pues, apenas el diablo se metió la luna en el bolsillo, se obscureció todo de tal modo, que no sólo parecía imposible encontrar el camino que llevaba a la casa del diácono, sino que tal vez fuese difícil encontrar el que conducía a la taberna.

La bruja, viéndose de repente a obscuras, dió un grito, y en seguida el demonio corrió a su lado. Como un diablejo galante, la cogió del brazo y empezó a susurrarle al oído lo que acostumbran decir los hombres galantes a las damas.

¡Qué bien arregJado está todo en nuestro mundo! Sus habitantes se esfuerzan en imitarse unos a otros. Antes, en Mirgorod, solamente el juez y el jefe de Policía usaban en invierno los capotes cubiertos de paño, y los demás empleados se contentaban con sencillas pellizas. Pues ahora el concejal y el subdelegado se hanhecho unos capotes nuevos de paño forrados con pieles de Rechetilov; el canciller y el escribano del distrito compraron hace tres años el paño azul a sesenta el archin (9); el sacristán se hizo para el verano unos charovari (10) de tela fina y un chaleco de rayadillo de lana. En conclusión: todos quieren ser personajes. ¡Cuándo dejarán de ser vanidosos los hombres!

Cualquiera diría que fuese verosímil ver al diablo abandonado a las galanterías. Lo más gracioso es que seguramente, se cree guapísimo, cuando tiene una cara ridícula y no se comprende cómo no se avergüenza de su hocico, que, como dice Foma Grigorievich, le da un aspecto de monstruo execrable. Y, no obstante, ¡se atreve a hacer la corte!

En el cielo y en la tierra se hizo todo tan obscuro que no pudo verse lo que sucedió entre ellos.

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