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XI

-¡Se ahogó! ¡Os aseguro que se ahogó! Que me quede inmóvil si no digo verdad -decía la gruesa esposa del tejedor a un grupo de mujeres de Dikanka que formaba corro en el centro de la calle.

-¿Soy acaso una embustera? ¿Robé a alguien una vaca? ¿Di mala sombra a alguno para que no se tenga fe en mis palabras? -gritaba una mujer que llevaba una pelliza de cosaco y que tenía la nariz amoratada-. ¡Que no me sea posible tragar siquiera un sorbo de agua si la vieja Pereperchija no vió con sus propios ojos ahorcarse al herrero!

-¿Que se ha ahorcado el herrero? ¡Valiente cosa! -dijo el alcalde, que en aquel momento salía de casa de Chub y que se abrió paso entre el grupo de las charlatanas.

-Di más bien que te es imposible tomar un sorbo más de aguardiente, ¡vieja borracha! -contestó la mujer del tejedor-. ¡Se necesita estar loco para ahorcarse! ¡Se ha tirado al río, se ahogó en la brecha! (18). ¡Estoy tan segura de esto como cierto es que tú sales en este mismo instante de la taberna!

-¿No te da vergüenza de echarme en cara esto! -repuso, llena de ira, la mujer de la nariz amoratada.

-¡lmbécil, más valdría que te callases! ¿Crees que ignoro que el diácono te visita todas las noches?

La mujer del tejedor se puso muy coIorada.

-¿El diácono? ¿A quién visita el diácono? ¿A qué viene ahora inventar mentiras?

-¿El diácono? -dijo la mujer de éste, que vestía una pelliza de paño azul forrada de piel de conejo, acercándose a las que reñían.

-¿Cuándo aprenderéis a no nombrarlo? ¿Quién es la que tiene que decir algo en contra suya?

-Es ésta quien recibe su visita -dijo la de la nariz amoratada, señalando a la mujer del tejedor.

-¿Conque es a ti, perra? -dijo la mujer del diácono abordándola-. ¿Conque eres tú, bruja, la que le hechizas dándole a beber drogas para que vaya a verte?

-¡Déjame en paz, demonio!- gritó la tejedora, echándose hacia atrás.

-¡Fuera, bruja maldita, y que no logres nunca verte con hijos! ¡Libertina! ¡Uf!

Y la mujer del diácono la escupló en el rostro.

Esta quiso hacerle otro tanto; pero como el alcalde se había ido acercando para seguir más al pie de la letra la disputa, recibió en sus barbas lo que iba destinado a la cara de la otra.

-¡Ah, puerca! -gritó, secándose la cara con ei faldón de la pelliza, y al mismo tiempo levantó el látigo.

Este gesto hizo que las demás huyeran, profiriendo injurias, cada una por su lado.

-¡Valiente porquería! -continuó el alcalde frotándose-. ¿Será verdad que el herrero se haya ahogado? ¡Qué lástima, Dios mío! Era un pintor notable, y ¡qué cuchillos y qué arados tan resistentes sabía hacer! ¡Valiente hombre forzudo! En reaiidad -dijo, siguiendo en sus reflexiones- no hay muchos como él en la aldea. Por eso aun dentro del maldito saco pude advertir que el pobrecito estaba de un humor de perros. ¡Infeliz! ¡Hace un momento que vivía entre nosotros y ya no existe! ¡Y yo que necesitaba que herrase a la yegua!

Y embargado por estos pensamientos cristianos se encaminó lentamente hacia su casa.

Oksana perdió la serenidad al saber la noticia. No tenía gran fe en lo que los ojos de la vieja Pereperchija hubiesen podido ver, ni tampoco se fiaba de lo que pudieran charlar entre si las comadres; creía más en la fe cristiana del herrero, que, como sabemos, era un hombre muy piadoso para creerle capaz de cometer una acción semejante que comprometía Ia salvación de su alma. Pero ¿y si se había marchado con el propósito firme de no volver jamás a poner los pies en la aldea? ¡Sería tan difícil que ella pudiera encontrár, por otra parte, un mozo como él y que la quisiese tanto! El había soportado sus caprichos con más paciencia que ninguno. La linda muchacha estuvo revolviéndose durante toda la noche bajo la ropa de la cama, inquieta y sin poder conciliar el sueño; destapábase y quedaba en una encantadora desnudez que la obscuridad de la noche velaba aun a sus propios ojos. Se acusaba casi en voz alta, y luego, conteniéndose, decidía no volver a pensar más en lo pasado; pero am}que se proponía olvidar, seguía pensando y su cuerpo ardía. Al amanecer se confesó que éstaba locamente enamorada del herrero.

Chub no demostró ni alegría ni pesar al conocer la suerte de Vakula. Sus pensamientos estaban ocupados en otra cosa: no podía en manera alguna olvidar la traición de Soloja, y hasta soñando le reprochaba su conducta.

Amaneció al fin, y la iglesia estaba desde las primeras horas de la madrugada llena de fieles. Las viejas llevaban sobre la cabeza sendos pañuelos blancos y vestían capotes del mismo color. Al entrar persignábanse con unción. Las nobles llevaban chaquetas amarillas, verdes, y alguna que otra hasta la llevaba azul bordada en oro. Estas se colocaban en prImer término. Las cabezas de las mozas ostentaban tal profusión de cintas, que enteramente parecían escaparates, y también se habían adornado el cuello con gran cantidad de collares y cruces y monedas. Ellas procuraban aproximarse todo lo posible al altar. Pero los que iban siempre delante eran los nobles y mujiks de robustos cuellos, mechones, largos bigotes y barbas recién afeitadas.

En su mayoría llevaban pellizas, bajo las cuales dejaban entrever los capotes blancos y azules. En todos los rostros se reflejaba la alegría de los días de fiesta. El alcalde se relamía de gusto pensando en el rico salchichón que le servirían para el desayuno. Las mozas pensaban en lo que se divertirían con los muchachos cuando corriesen sobre el río helado. Las ancianas, con más ahinco que nunca, musitaban sus oraciones. En todo el templo se oía el chocar de la cabeza del cosaco Sverbigus contra el pavimento: ¡tan profundas eran las reverencias que hacía! Sólo, en Oksana se había operado un cambio radical. Oraba como un autómata por que su corazón estaba oprimido por mil pensamientos, cada cual más triste y angustioso. En su lindo rostro se reflejaba toda esta agitación, que luego dejaban ver bien a las claras las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Sus amigas eran incapaces de comprender ante su actitud qué podría sucederle, y ni por asomo sobpechaban que el herrero fuese el causante de tanto trastorno.

Pero no sólo ella le echaba de menos, pues todos notaron su falta en la fiesta, que decaía un poco, ya que el diácono, después de la estancia en el saco, estaba ronco y le temblaba la voz, que apenas podía sacar del cuerpo; bien es verdad que su pariente, el que provenía del coro arzobispal, lanzaba de vez en cuando profundas y potentes notas; pero hubiese sido mucho más agradable, como en años anteriores, oír la voz del herrero, que siempre al iniciarse el Paternóster subía al coro y empezaba a cantar con cadencias que aprendió en Poltava. Además a él le había sido encomendado el cargo de mayordomo de la iglesia. En esto acabó la misa del alba y luego la mayor.

¡Qué extraño! ¿Dónde se habría metido el herrero?

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