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IV

El frío aumentó de un modo tan extraordinario en las alturas, que el diablo saltaba levantando alternativamente sus pesuñas y se soplaba ios puños para calentar de algún modo sus heladas manos. No es extraño que note frío quien de sol a sol va de un lado a otro por el infierno, donde, como es sabido, no hace tanto frío como aquí en invierno y donde, tocado con un gorro que le hace asemejarse a un cocinero, fríe ante el hornillo a los pecadores con el mismo gozo con que una mujer fríe chorizo en Navidad.

La bruja misma, aunque llevaba buen abrigo, sintió frío, y por ello, para guardar bien el equilibrio, como hacen los patinadores, levantó los brazos, separó las piernas y, manteniéndose rígida, dejóse resbalar por el aire como si hubiese sido una montaña helada. y fue directa a la chimenea de su cabaña. El diablo la siguió en la misma forma; pero como este bicho es más ágil que cualquier galán de calzón corto, no es extraño que al entrar por la chimenea cayese sobre el cuello de su amada y se encontrasen los dos en el vasto hornillo, entre los pucheros.

La viajera abrió con cuidado la puertecilla para ver si Vakula, su hijo, había reunido a sus amigos en la cabaña; pero al ver que sólo había unos cuantos sacos echados en el centro de ésta, salió del horno, descolgó su pelliza caliente, se arregló y nadie hubiese podido adivinar en ella a la que momentos antes volaba montada en una escoba. La madre del herrero Vakula no tenía más de cuarenta años. No era ni guapa ni fea, pues es difícil conservarse guapa a tal edad, y a pesar de todo sabía encantar a los cosacos más juiciosos -no es preciso hacer notar que ellos no dan gran importancia a la belleza -que la visitaban, entre los que se contaban el alcalde, el sacristán Osip Nikiforovich -como es natural, cuando su mujer estaba ausente -y los cosacos Corniichub y Casian Sverbigus. En honor suyo diremos que sabía tratarlos de un modo tan hábil que a ninguno se le ocurriría pensar que tuviese un rival. Cuando los campesinos piadosos, o los nobles, como suele llamarse a los cosacos que visten pelliza, iban a la iglesia el domingo, o a la taberna, si el tiempo estaba malo, no dejaban de visitar a Soloja para que les sirviera de comer las grasientás vareniki con la agria y charlar un ratillo con la amable y habladora dueña de la confortable cabaña. Y a lo mejor el noble tenía que darse una gran caminata y un buen rodeo para visitarla, aunque él decía que le cogía al paso. En los días festivos, cuando iba a la iglesia Ilevando su saya de colores vivos y una sobre falda azul adornada al dorso con bordados dorados, se dirigía en seguida a la derecha del altar. El sacristán, invariablemente, fingiendo distracción, le hacia guiños al mírarla; el alcalde acariciábase el bigote, se echaba a un lado el mechón y decía a su vecino: ¡Ay qué mujer, qué diablo de mujer!

Soloja saludaba a todos, y cada uno pensaba que era a él solo a quien había saludado. A uno que gustase de meterse en vidas ajenas le hubiese sido fácil comprender a primera vista que ella distinguia al cosaco Chub más que a ninguno, pues Chub era viudo, tenía siempre ocho pilas de centeno ante su cabaña y dos yuntas de robustos bueyes sacaban fuera del cobertizo la cabeza y mugían a la vista de las vacas y de los toros que pasaban. El barbudo macho cabrío, con voz tan penetrante como la del alcalde, escandalizaba mortificando a las pavas que se paseaban en el corral; pero revolvíase cuando veía a sus enemigos los chiquillos, que se reían de sus barbas. Los cofres de Chub estaban repletos de telas, tafetanes y casacas antiguas con galones de oro. A su difunta esposa le gustó mucho lucir. En la huerta había, además de adormideras, coles y girasoles, dos matas de tabaco que se renovaban todos los años. Soloja pensaba que todo esto no vendría mal unirlo a su hacienda, y calculaba de antemano cómo ordenaría las cosas cuando pasasen a su poder, y por ello duplicaba su benevolencia con el viejo Chub. Y para impedir que su hijo Vakula consiguiese por algún medio conquistar a la hija, logrando de este modo apoderarse de casi toda la hacienda y no dejándole a Soloja meter baza, ésta recurrió al vulgar medio de que se valen casi todas las comadres ya jamonas: hacer que riñesen Chub y el herrero. Puede ser que estas astucias y su misma inteligencia fuesen las que hicieran hablar aquí y allá a las viejas comadres, en particular cuando habían bebido un poco más de la cuenta en alguna reunión alegre. Decían que Soloja era una bruja; que el joven Kisiakolupenko le había visto un rabo tan largo como un huso; que el jueves pasado había atravesado la carretera transformada en gato negro; que un día entró en casa del pope en forma de cerda y que cacareó como un gallo, se puso el gorro del padre Condrat y salió huyendo. Sucedió que mientras las viejas estaban tratando este asunto, llegó el pastor Timich Korostiavy, quien les contó a renglón seguido que durante el verano, antes del día de San Pedro, una noche, al acostarse en la pocilga, después de haber puesto un montón de paja para que le sirviera de almohada, vió con sus propios ojos cómo la bruja, con el pelo suelto y vistiendo sólo una larga camisa, comenzó a ordeñar, a las vacas, quedando él inmóvil, ¡tan hechizado estaba!, que cuando hubo terminado le untó los labios con una cosa tan asquerosa que luego se llevó escupiendo todo el día. Todo esto era muy dudoso, pues solamente el juez de Sorcchin conoce a las que son brujas. Por eso todos los cosacos nobles no lo creían y reíanse de tales cosas. Mentiras de mujeres, era su repuesta obligada.

Después de haber salido del horno y de componerse, Soloja, como buena ama de su casa, empezó a poner todo en orden; pero no tocó los sacos, pues dijo: Ya que Vakula fue quien los trajo, que él sea quien se los vuelva a llevar.

El diablo, en el momento de entrar por la chimenea, volvió la cara y vió por casualidad a Chub acompañado del compadre, que ya iban lejos de su cabaña. Volvió atrás y cruzó ante ellos, empezando a revolver la nieve helada que estaba amontonada por todas partes. Entonces se levantó una fuerte borrasca; todo se puso blanco, y la nieve arremolinada parecía una redecilla que amenazaba dejar ciegos y llenar la boca y orejas a los caminantes. El diablo entró otra vez en la chimenea, convencido de que volvería a su cabaña con el compadre el cosaco Chub. Allí encontraría al herrero, y con seguridad le obsequiaría de tal modo que durante mucho tiempo no podría coger los pinceles para pintar caricaturas injuriosas.

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