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CANTO XVI
Telémaco reconoce a Odiseo.
En esto Odiseo y el divino porquero se preparaban el desayuno al despuntar la aurora dentro de la cabaña, encendiendo fuego, habían despedido a los pastores junto con las manadas de cerdos. Cuando se acercaba Telémaco, no ladraron los perros de incesantes ladridos, sino que meneaban la cola.
Percatóse el divino Odiseo de que los perros meneaban la cola, le vino un ruido de pasos y enseguida dijo a Eumeo aladas palabras:
Eumeo, sin duda se acerca un compañero o conocido, pues los perros no ladran, sino que menean la cola. Y oigo ruido de pasos.
No había acabado de decir toda su palabra, cuando su querido hijo puso pie en el umbral. Levantóse sorprendido el porquero y de sus manos cayeron los cuencos con los que se ocupaba de mezclar rojo vino. Salió al encuentro de su señor y besó su rostro, sus dos hermosos ojos y sus manos; y le cayó un llanto abundante. Como un padre acoge con amor a su hijo que vuelve de lejanas tierras después de diez años, a su único hijo amado por quien sufriera indecibles pesares, así el divino porquero besó a Telémaco, semejante a los inmortales, abrazando todo su cuerpo como si hubiera escapado de la muerte. Y, entre lamentos, decía aladas palabras:
Has venido, Telémaco, como dulce luz. Creía que ya no volvería a verte más cuando marchaste a Pilos con tu nave. Vamos, entra, hijo mío, para que goce mi corazón contemplándote recién llegado de otras tierras. Que no vienes a menudo al campo ni junto a los pastores, sino que te quedas en la ciudad, pues es grato a tu ánimo contemplar el odioso grupo de los pretendientes.
Y Telémaco le contestó a su vez discretamente:
Así se hará, abuelo, que yo he venido aquí por ti, para verte con mis ojos y oír de tus labios si mi madre está todavía en palacio o ya la ha desposado algún hombre; que la cama de Odiseo está llena de telarañas por falta de quien se acueste en ella.
Y se dirigió a él el porquero, caudillo de hombres:
¡Claro que permanece ella en tu palacio con ánimo paciente! Las noches se le consumen entre dolores y los días entre lágrimas.
Así diciendo, tomó de sus manos la lanza de bronce. Entonces Telémaco se puso en camino y traspasó el umbral de piedra, y cuando entraba, su padre le cedió el asiento. Pero Telémaco le contuvo y dijo:
Sientate, forastero, que ya encontraremos asiento en otra parte de nuestra majada. Aquí está el hombre que nos lo proporcionará.
Así diciendo, volvió a sentarse. El porquero le extendió ramas verdes y por encima unas pieles, donde fue a sentarse el querido hijo de Odiseo. También les acercó el porquero fuentes de carne asada que habían dejado de la comida del día anterior, amontonó rápidamente pan en canastas y mezcló en un jarro vino agradable. Y luego fue a sentarse frente al divino Odiseo.
Conque echaron mano de los alimentos que tenían delante y cuando habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, Telémaco se dirigió al divino porquero:
Abuelo, ¿de dónde ha llegado este forastero? ¿Cómo le han traído hasta Itaca los marineros? ¿Quiénes se preciaban de ser? Porque no creo que haya llegado a pie hasta aquí.
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
En verdad, hijo, te voy a contar toda la verdad. De origen se precia de ser de la vasta Creta y asegura que ha recorrido errante muchas ciudades de mortales. Que así se lo ha hilado el destino. Ahora ha llegado a mi majada huyendo de la nave de unos tesprotos y yo te lo encomiendo a ti; obra como gustes, se precia de ser tu suplicante.
Y Telémaco le contestó discretamente:
Eumeo, en verdad has dicho una palabra dolorosa. ¿Cómo voy a recibir en mi casa a este huésped? En cuanto a mí, soy joven y no confío en mis brazos para rechazar a un hombre si alguien lo maltrata. Y en cuanto a mi madre, su ánimo anda cavilando en su interior si permanecerá junto a mí y cuidará de su casa por vergüenza del lecho de su esposo y de las habladurías del pueblo, o si se marchará ya en pos del más excelente de los aqueos que la pretenda y le ofrezca más riquezas.
Pero ya que ha llegado a tu casa, vestiré al forastero con manto y túnica, hermosos vestidos, y le daré afilada espada y sandalias para sus pies y le enviaré a donde su ánimo y su corazón lo empujen. Pero si quieres, retenlo en la majada y cuídate de él, que yo enviaré ropas y toda clase de comida para que no sea gravoso ni a ti ni a tus compañeros. Sin embargo, yo no la dejaría ir adonde están los pretendientes, pues tienen una insolencia en exceso insensata, no sea que le ultrajen y a mí me cause una pena terrible; es difícil que un hombre, aunque fuerte, tenga éxito cuando está entre muchos, pues éstos son, en verdad, más poderosos.
Y le dijo el sufridor, el divino Odiseo:
Amigo, puesto que me es permitido contestarte, mucho se me ha desgarrado el corazón al escuchar de vuestros labios cuántas obras insolentes realizan los pretendientes en el palacio contra tu voluntad, siendo como eres. Dime si te dejas dominar de buen grado o es que te odia la gente del pueblo, siguiendo una inspiración de la divinidad, o si tienes algo que reprochar a tus hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando surge una disputa por grande que sea. ¡Ojalá fuera yo así de joven, con los impulsos que siento, o fuera hijo del irreprochable Odiseo u Odiseo en persona ¡que vuelve después de andar errante!, pues aún hay una parte de esperanza. ¡Que me corte la cabeza un extranjero si no me convertía en azote de todos ellos, presentándome en el megaron de Odiseo Laertíada! Pero si me dominaran por su número, solo como estoy, preferiría morir en mi palacio asesinado antes que ver continuamente estas acciones vergonzosas: maltratar a forasteros y arrastrar por el palacio a las esclavas, sacar vino continuamente y comer el pan sin motivo, en vano, para un acto que no va a tener cumplimiento.
Y Telémaco le contestó discretamente:
Forastero, te voy a hablar sinceramente. No me es hostil todo el pueblo porque me odie, ni tengo nada que reprochar a mis hermanos, en los que un hombre suele confiar cuando surge una disputa, por grande que sea. Que el Cronida siempre dio hijos únicos a nuestra familia: Arcisío engendró a Laertes, hijo único, y a Odiseo lo engendró único su padre; a su vez Odiseo, después de engendrarme sólo a mí, me dejó en el palacio sin poder disfrutarme.
Ello es que cuantos nobles dominan en las islas, Duliquio, Same y la Boscosa Zante, y cuantos mandan en la escarpada Itaca pretenden a mi madre y arruinan mi hacienda. Ella no se niega a este odioso matrimonio ni es capaz de poner un término, así que los pretendientes consumen mi casa y creo que pronto acabarán incluso conmigo mismo. Pero en verdad esto está en las rodillas de los dioses.
Abuelo, tú marcha rápido y di a la prudente Penélope que estoy a salvo y he llegado de Pilos. Entre tanto, yo permaneceré aquí y tú vuelve después de darle a ella sola la noticia; que no se entere ninguno de los demás aqueos, pues son muchos los que maquinan la muerte contra mí.
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
Lo sé, me doy cuenta, se lo ordenas a quien lo comprende. Pero, vamos, vamos, dime, y contéstame con verdad, si hago el mismo camino para anunciárselo al desdichado Laertes, quien mientras tanto ha estado vigilando entre lamentos la labor de Odiseo y comía y bebía con los esclavos cuando su ánimo le empujaba a ello. En cambio, ahora desde que tú marchaste a Pilos con la nave, dicen que ya ni come ni bebe ni vigila la labor, sino que permanece sentado entre llantos y se le seca la piel pegada a los huesos.
Y Telémaco le contestó discretamente:
Es triste, pero lo dejaremos aunque nos duela, que si todo dependiera de los mortales, primero elegiríamos el día del regreso del padre. Conque marcha con la noticia y no andes por los campos en busca de Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a escondidas a la despensera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano.
Así dijo y apremió al porquero. Tomó éste las sandalias y atándolas a sus pies se dirigió hacia la ciudad. No se le ocultó a Atenea que el porquero Eumeo había salido de la majada y se acercó allí asemejándose a una mujer hermosa y grande, conocedora de labores brillantes.
Se detuvo a la puerta de la cabaña y se le apareció a Odiseo.
Telémaco no la vio ni se percató, pues los dioses no se hacen visibles a todos los mortales, pero la vieron Odiseo y los perros, aunque no ladraron, sino que huyeron espantados entre gruñidos a otra parte de la majada.
Atenea hizo señas con sus cejas, diose cuenta el divino Odiseo y salió de la habitación junto a la larga pared del patio. Se puso cerca de ella y Atenea le dijo:
Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides; manifiesta ya tu palabra a tu hijo y no se la ocultes más, a fin de que preparéis la muerte y Ker para los pretendientes y marchéis a la ínclita ciudad. Tampoco yo estaré mucho tiempo lejos de ellos, pues estoy ansiosa de luchar.
Así dijo Atenea y lo tocó con su varita de oro. Primero puso en su cuerpo un manto bien limpio y una túnica, y aumentó su estatura y juventud. Luego volvió a tornarse moreno, sus mandíbulas se extendieron y de su mentón nació negra barba.
Cuando hubo realizado esto, marchó Atenea y Odiseo se encaminó a la cabaña. Su hijo se asombró al verlo y volvió la vista a otro lado no fuera un dios, y hablándole dijo aladas palabras:
Forastero, ahora me pareces distinto de antes; tienes otros vestidos y tu piel no es la misma. En verdad eres un dios de los que poseen el vasto Olimpo. Sé benevolente para que te entregue en agradecimiento objetos sagrados y dones de oro bien trabajado. Cuídate de nosotros.
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
No soy un dios, por qué me comparas con los inmortales, sino tu padre por quien sufres dolores sin cuento soportando entre lamentos las acciones violentas de esos hombres.
Así hablando besó a su hijo y dejó que el llanto cayera a tierra de sus mejillas, pues antes lo estaba conteniendo, siempre inconmovible.
Y Telémaco, aún no podía creer que era su padre, le dijo de nuevo contestándole:
Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un demón que me hechiza para que me lamente con más dolores todavía, pues un hombre no sería capaz con su propia mente de maquinar esto si un dios en persona no viene y le hate a su gusto y fácilmente joven o viejo. Que tú hace poco eras viejo y vestías ropas desastrosas, en cambio ahora pareces un dios de los que poseen el vasto cielo.
Y contestándole dijo Odiseo rico en ardides:
Telémaco, no está bien que no te admires muy mucho ni te alegres de que tu padre esté en casa. Ningún otro Odiseo te vendrá ya aquí, sino éste que soy yo, tal cual soy, sufridor de males, muy asendereado, y he llegado a los veinte años a mi patria. En verdad esto es obra de Atenea la Rapaz que me convierte en el hombre que ella quiere, pues puede, unas veces semejante a un mendigo y otras a un hombre joven vestido de hermosas ropas, que es fácil para los dioses que poseen el vasto cielo exaltar a un mortal o arruinarlo.
Así hablando se sentó, y Telémaco, abrazado a su padre, sollozaba derramando lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y lloraban agudamente, con más intensidad que los pájaros, pigargos o águilas de curvadas garras, a quienes los campesinos han arrebatado las crías antes de que puedan volar. Así derramaban ellos bajo sus párpados un llanto que daba lástima. Y se hubiera puesto el sol mientras sollozaban, si Telémaco no se hubiera dirigido enseguida a su padre:
Padre mío, ¿en qué nave te han traído a Itaca los marineros?, ¿quiénes se preciaban de ser?, pues no creo que hayas llegado aquí a pie.
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
Desde luego, hijo, te voy a decir la verdad. Me han traído los feacios, célebres por sus naves, quienes escoltan también a otros hombres que llegan hasta ellos. Me han traído dormido sobre el ponto en rápida nave y me han depositado en Itaca, no sin entregarme brillantes regalos, bronce, oro en abundancia y ropa tejida. Todo está en una gruta por la voluntad de los dioses. Así que por fin he llegado aquí por consejo de Atenea, para que decidamos sobre la muerte de mis enemigos. Conque, vamos, enumérame a los pretendientes para que yo vea cuántos y quiénes son, que después de reflexionar en mi irreprochable ánimo te diré si podemos enfrentarnos a ellos nosotros dos sin ayuda, o buscamos a otros.
Y Telérnaco le contestó discretamente:
Padre, siempre he oído la fama que tienes de ser buen luchador con las manos y prudente en tus resoluciones, pero has dicho algo extesivamente grande, ¡me atenaza la admiración!, pues no sería posible que dos hombres lucharan contra muchos y aguerridos.
Respecto a los pretendientes no son una decena ni sólo dos, sino muchas más. Enseguida sabrás su número: de Duliquio son cincuenta y dos jóvenes selectos, y le siguen seis escuderos; de Same proceden veinticuatro hombres, de Zante veinte hijos de aqueos y de Itaca misma doce, todos excelentes, con quienes están el heraldo Medonte, el divino aedo y dos siervos conocedores de los servicios del banquete. Si nos enfrentáramos a todos ellos mientras están dentro, temo que no podrías castigar, aunque hayas vuelto, sus violencias en forma amarga y terrible.
Pero si puedes pensar en alguien que nos defienda, dímelo, alguien que con ánimo amigo nos sirva de ayuda.
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
Te to diré; ponlo en tu pecho y escúchame. Piensa si Atenea, en unión del padre Zeus, nos pueden defender o tengo que pensar en otro aliado.
Y Telémaco le contestó discretamente:
Excelentes en verdad son los dos aliados de que me hablas, pues se apuestan arriba, entre las nubes, y ambos dominan a los hombres y a los dioses inmortales.
Y le contestó el sufridor, el divino Odiseo:
Sí, en verdad no estarán mucho tiempo lejos de la fuerte lucha cuando la fuerza de Ares juzgue en mi palacio entre los pretendientes y nosotros. Pero tú marcha a casa al despuntar la aurora y reúnete con los soberbios pretendientes, que a mí me conducirá después el porquero bajo el aspecto de un mendigo miserable y viejo.
Si me deshonran en el palacio, que tu corazón soporte el que yo reciba malos tratos, aunque me arrastren por los pies hasta la puerta o incluso me arrojen sus dardos. Tú mira y aguanta, pero ordénales, eso sí, que repriman sus insensateces dirigiéndote a epos con palabras dulces. Aunque no te harán caso, pues ya tienen a su lado el día de su destino. Te voy a decir otra cosa que has de poner en tus mientes: cuando Atenea, de muchos pensamientos, lo ponga en mi interior, te haré señas con la cabeza; tú entonces calcula cuántas arenas guerreras hay en el mégaron y sube a depositarlas en lo más profundo de la habitación del piso de arriba. Cuando te pregunten los pretendientes ansiosamente, contéstales con suaves palabras: Las he retirado del fuego, pues ya no se parecen a las que dejó Odiseo cuando marchó a Troya, que están manchadas hasta donde las llega el aliento del fuego. Además el Cronida ha puesto en mi pecho una razón más importante: no sea que os llenéis de vino y levantando una disputa entre vosotros, lleguéis a heriros mutuamente y a llenar de vergüenza el banquete y vuestras pretensiones de matrimonio; que el hierro por sí sólo arrastra al hombre. Luego deja sólo para nosotros dos un par de espadas y otro de lamas y dos escudos para nuestros brazos, a fin de que los sorprendamos echándonos sobre ellos. Te voy a decir otra cosa, y tú ponla en tu interior: si de verdad eres mío y de mi propia sangre, que nadie se entere de que Odiseo está en casa; que no lo sepa Laertes ni el porquero, ni ninguno de los siervos ni siquiera la misma Penélope, sino solos tú y yo. Conozcamos la actitud de las mujeres y pongamos a prueba a los siervos, a ver quién nos honra y quién no se cuida y te deshonra, siendo quien eres.
Y contestándole dijo su ilustre hijo:
Padre, creo que de verdad vas a conocer mi coraje, y enseguida, pues no es precisamente la irreflexión lo que me domina. Pero, con todo, no creo que vayamos a sacar ganancia ninguno de los dos. Te insto a que reflexiones, pues vas a recorrer en vano durante un tiempo los campos para probar a cada hombre, mientras ellos devoran tranquilamente en palacio nuestros bienes, insolentemente y sin cuidarse de nada. Te aconsejo, por el contrario, que trates de conocer a las siervas, las que te deshonran y las que te son inocentes. No me agradaría que fuéramos por las majadas poniendo a prueba a los hombres; ocupémonos después de esto, si es que en verdad conoces algún presagio de Zeus, portador de égida.
Mientras así hablaban, arribó a Itaca la bien trabajada nave que había traído de Pilos a Telémaco y compañeros.
Cuando éstos entraron en el profundo puerto, empujaron a la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas. Luego llevaron a casa de Clitio los hermosos dones y enviaron un heraldo al palacio de Odiseo para comunicar a Penélope que Telémaco estaba en el campo y había ordenado llevar la nave a la ciudad para que la ilustre reina no sintiera temor ni derramara tiernas lágrimas.
Encontráronse el heraldo y el divino porquero para comunicar a la mujer el mismo recado y, cuando ya habían llegado al palacio del divino rey, fue el heraldo quien habló en medio de las esclavas.
Reina, tu hijo ha llegado.
Luego el porquero se acercó a Penélope y le dijo lo que su hijo le había ordenado decir. Cuando hubo acabado todo su encargo, se puso en camino hacia los cerdos abandonando los patios y el palacio.
Los pretendientes estaban afligidos y abatidos en su corazón; salieron del mégaron a lo largo de la pared del patio y se sentaron allí mismo, cerca de las puertas. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó a hablar entre ellos:
Amigos, gran trabajo ha realizado Telémaco con este viaje; ¡y decíamos que no lo llevaría a término! Vamos, botemos una negra nave, la mejor, y reunamos remeros que vayan enseguida a anunciar a aquéllos que ya está de vuelta en casa.
No había terminado de hablar, cuando Anfínomo volviéndose desde su sitio, vio a la nave dentro del puerto y a los hombres amainando velas o sentados al remo. Y sonriendo suavemente dijo a sus compañeros:
No enviemos embajada alguna; ya están aquí. O se lo ha manifestado un dios o ellos mismos han visto pasar de largo a la nave y no han podido alcanzarla.
Así dijo, y ellos se levantaron para encaminarse a la ribera del mar. Enseguida empujaron la negra nave hacia el litoral y sus valientes servidores les llevaron las armas. Marcharon todos juntos a la plaza y no permitieron que nadie, joven o viejo, se sentara a su lado. Y comenzó a hablar entre ellos Antínoo, hijo de Eupites:
¡Ay, ay, cómo han librado del mal los dioses a este hombre! Durante días nos hemos apostado vigilantes sobre las ventosas cumbres, turnándonos continuamente. Al ponerse el sol, nunca pasábamos la noche en tierra sino en el mar, esperando en la rápida nave a la divina Eos, acechando a Telémaco para sorprenderlo y matarlo. Pero entre tanto un dios le ha conducido a casa.
Con que meditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no se nos escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir nuestro propósito, que él es hábil en sus resoluciones y el pueblo no nos apoya del todo.
Vamos, antes de que reúna a los aqueos en asamblea ... pues no creo que se desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en pie para decir a todo el mundo que le hemos trenzado la muerte y no le hemos alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas malas acciones cuando le escuche. ¡Cuidado, no vayan a causamos daño y nos arrojen de nuestra tierra, y tengamos que marchar a país ajeno! Conque apresurémonos a matarlo en el campo lejos de la ciudad, o en el camino. Podríamos quedarnos con su bienes y posesiones repartiéndolas a partes iguales entre nosotros y entregar el palacio a su madre y a quien case con ella, para que se lo queden. Pero si estas palabras no os agradan, sino que preferís que él viva y posea todos sus bienes patrios, no volvamos desde ahora a reunirnos aquí para comer sus posesiones; que cada uno pretenda a Penélope asediándola con regalos desde su palacio, y quizá luego case ella con quien le entregue más y le venga destinado.
Así habló y todos quedaron en silencio. Entonces se levantó y les dijo Anfínomo, ilustre hijo de Niso, el soberano hijo de Aretes (éste era de Duliquio, rica en trigo y pastos, y capitaneaba a los pretendientes; era quien más agradaba a Penélope por sus palabras, pues estaba dotado de buenas mientes) ... Con sentimientos de amistad hacia ellos se levantó y dijo:
Amigos, yo al menos no desearía acabar con Telémaco, pues la raza de los reyes es terrible de matar. Así que conozcamos primero la decisión de los dioses. Si la voluntad del gran Zeus lo aprueba, yo seré el primero en matarlo y os incitaré a los demás, pero si los dioses tratan de impedirlo, os aconsejo que pongáis término.
Así dijo Anfínomo y les agradó su palabra. Se levantaron al punto y se encaminaron a casa de Odiseo y llegados allí se sentaron en pulidos sillones.
Entonces Penélope decidió mostrarse ante los pretendientes, poseedores de orgullosa insolencia, pues se había enterado de que pretendían matar a su hijo en palacio, se lo había dicho el heraldo Medonte, que conocía su decisión. Se puso en camino hacia el mégaron junto con sus siervas y cuando hubo llegado junto a los pretendientes, la divina entre las mujeres, se detuvo junto a una columna del bien labrado techo, sosteniendo delante de sus mejillas un grueso velo. Censuró a Antínoo, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
Antínoo, insolente, malvado; dicen en Itaca que eres el mejor entre tus compañeros en pensamiento y palabra, pero no eres tal. ¡Ambicioso!, ¿por qué tramas la muerte y el destino para Telémaco y no prestas atención a los suplicantes, cuyo testigo es Zeus? No es justo tramar la muerte uno contra otro. ¿Es que no recuerdas cuando tu padre vino aquí huyendo por terror al pueblo, pues éste rebosaba de ira porque tu padre, siguiendo a unos piratas de Tafos, había causado daño a los tesprotos que eran nuestros aliados? Querían matarlo y romperle el corazón y comerse su mucha hacienda, pero Odiseo se lo impidió y los contuvo, deseosos como estaban. Ahora tú te comes sin pagar la hacienda de Odiseo, pretendes a su mujer y tratas de matar a su hijo, produciéndome un gran dolor. Te ordeno que pongas fin a esto y se lo aconsejes a los demás.
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le contestó:
Hija de Icario, prudente Penélope, cobra ánimos. No te preocupes por esto. No existe ni existirá ni va a nacer hombre que ponga sus manos sobre tu hijo Telémaco, al menos mientras yo viva y vean mis ojos sobre la tierra. Además, te voy a decir otra cosa que se cumplirá: pronto correría la sangre de ése por mi lanza pues también a mí Odiseo, el destructor de ciudades, sentándome muchas veces sobre sus rodillas me ponía en las manos carne asada y me ofrecía rojo vino. Por esto Telémaco es para mí el más querido de los hombres y te ruego que no temas su muerte al menos a manos de los pretendientes; en cuanto a la que procede de los dioses, ésa es imposible evitarla.
Así habló para animarla, aunque también él tramaba la muerte contra Telémaco.
Entonces Penélope subió al brillante piso de arriba y lloraba a Odiseo, su esposo, hasta que Atenea de ojos brillantes le puso dulce sueño sobre los párpados.
El divino porquero llegó al atardecer junto a Odiseo y su hijo cuando éstos se preparaban la cena, después de sacrificar un cerdo de un año. Entonces Atenea se acercó a Odiseo Laertíada y tocándole con su varita le hizo viejo de nuevo y vistió su cuerpo de tristes ropas, para que el porquero no lo reconociera al verlo de frente y fuera a comunicárselo a la prudente Penélope sin poder guardarlo para sí.
Telémaco fue el primero en dirigirle su palabra:
Ya has llegado, Eumeo: ¿qué se dice por la ciudad? ¿Han vuelto ya los arrogantes pretendientes de su emboscada, o todavía esperan a que yo vuelva a casa?
Y tú le contestaste, porquero Eumeo, diciendo:
No tenía yo que inquirir ni preguntar eso al bajar a la ciudad. Mi ánimo me empujó a comunicar mi recado y volver aquí de nuevo. Pero se encontró conmigo un veloz enviado de tus compañeros, un heraldo que habló a tu madre antes que yo. También sé otra cosa, pues la he visto con mis ojos: al volver para acá había ya atravesado la ciudad, en el lugar donde está el cerro de Hermes, cuando vi entrar en nuestro puerto una veloz nave; había en ella numerosos hombres y estaba cargada de escudos y lanzas de doble punta. Pensé que eran ellos, pero no lo sé con certeza.
Así habló, y sonrió la sagrada fuerza de Telémaco dirigiendo los ojos a su padre, evitando al porquero. Cuando habían acabado del trajin de preparar la comida, cenaron y su ánimo no se vio privado de un alimento proporcional. Y una vez que habían arrojado de sí el deseo de comer y beber, volvieron su pensamiento al dormir y recibieron el don del sueño.
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