Índice de El periquillo sarniento de J.J. Fernández de Lizardi | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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LIBRO III
XII
En el que refiere Periquillo su conducta en San Agustín de las Cuevas, y la aventura del amigo Anselmo, con otros episodios nada ingratos
Así como se dice que el sabio vence su estrella, se pudiera decir con más seguridad que el hombre de bien con su conducta constantemente arreglada domina casi siempre su fortuna, por siniestra que sea.
Tal dominio experimenté yo, aun en las ocasiones que observé un proceder honrado por hipocresía; bien que luego que trastrabillaba y me descaraba con el vicio, volvían mis adversas aventuras como llovidas.
Desengañado con esta dolorosa y repentina observación, traté de pensar seriamente, considerando que ya tenía más de treinta y siete años, edad harto propia para reflexionar con juicio. Procuré manejarme con honor y no dar qué decir en aquel pueblo.
Cada mes, en un domingo, venía a México, me confesaba con mi amigo Pelayo y con él me iba después a pasar el resto del día en la casa y compañía de mi amo, quien me manifestaba cada vez más confianza y más cariño. A la tarde salía a pasear a la alameda o a otras partes.
Cuántas veces me decía Pelayo:
Sal, expláyate, diviértete. No está la virtud reñida con la alegría ni con la honesta diversión.
Cualquier cristiano puede gozar de aquella diversión que no sea pecaminosa y arriesgada. Ninguna dejará de serlo, ni la asistencia a los templos, si el corazón está corrompido y mal dispuesto; y cualquiera no lo será, aunque sea un baile y unas bodas, si asistimos a ellas con intención recta y con ánimo de no prevaricar. Las ocasiones son próximas y debemos huir los peligros cuando tenemos experimentada nuestra debilidad. Conque así diviértete, según te dicte una prudente observación.
En una de estas ilícitas paseadas me habló a la mano un muchachito muy maltratado de ropa, pero bonito de cara, pidiéndome un socorro por amor de Dios para su pobre madre, que estaba enferma en cama y sin tener qué comer.
Como estas palabras las acompañaba con muchas lágrimas y con aquella sencillez propia de un niño de seis años, lo creí, y compadeciéndome del estado infeliz que me pintó, le dije que me llevara a su casa.
Luego que entré en ella vi que era cierto cuanto me dijo, porque en un cuarto, que llaman redondo (que era toda la casa), yacía sobre unos indecentes bancos de cama una señora como de veinticinco años de edad, sin más colchón, sábanas ni almohada que un petate, una frazada y un envoltorio de trapos a la cabecera. En un rincón de la misma cama estaba tirado un niño como de un año, ético y extenuado, que de cuando en cuando estiraba los secos pechos de su débil madre, exprimiéndoles el poco jugo que podía.
Por el sucio aposentillo andaba una güerita de tres años, bonita a la verdad, pero hecha pedazos, y manifestando en lo descolorido de su cara el hambre que le había robado lo rozagante de sus mejillas.
En el brasero no había lumbre ni para encender un cigarro, y todo el ajuar era correspondiente a tal miseria.
No pudo menos que conmover mi sensibilidad una escena tan infeliz; y así, sentándome junto a la enferma, en su misma cama, le dije:
- Señora, lastimado de las miserias que de usted me contó este niño, determiné venir con él a asegurarme de su verdad, y por cierto que el original es más infeliz que el retrato que me hizo esta criatura.
- Señor -dijo la pobre enferma, con una voz lánguida y harto triste-, señor, mis penas son de tal naturaleza, que pienso que al referirlas, lejos de servirme de algún consuelo, renovarán las llagas de que adolece mi corazón; pero, sin embargo, sería yo una ingrata descortés si, aunque a costa de algún sacrificio, dejara de satisfacer la curiosidad de usted ...
- No, señora -le dije-, no permita Dios que exigiera de usted ningún sacrificio. Creía que la relación de sus desdichas le serviría de refrigerio en medio de ellas; pero no siendo así, no se aflija.
Diciendo esto, le puse cuatro pesos en la cama y me levanté para salirme; mas la señora no lo permitió; antes, incorporándose como mejor pudo en su triste lecho, con los ojos llenos de agua, me dijo:
- Yo me llamo María Guadalupe Rosana; mis padres fueron nobles y honrados y, aunque no ricos, tenían lo suficiente para criarme, como me criaron, con regalo. Nada apetecía yo en mi casa; era querida como hija y contemplada como hija única. Así viví hasta la edad de quince años, en cuyo tiempo fue Dios servido de llevarse a mi padre, y mi madre, no pudiendo resistir este golpe, lo siguió al sepulcro dentro de dos meses.
Tres años anduve de aquí para allí, experimentando lo que Dios sabe, hasta que cansada de esta vida, temiendo mi perdición y deseando asegurar mi honor y mi subsistencia, me rendí a las amorosas y repetidas instancias del padre de estas criaturas. Me casé por fin, y en cuatro o cinco años jamás me dio mi esposo motivo de arrepentirme.
Cada día estaba yo más contenta con mi estado; pero habrá poco más de un año que mi dicho esposo, olvidado de sus obligaciones y prendado de una buena mujer que, como muchas, tuvo arte para hacerlo mal marido y mal padre, me ha dado una vida bastante infeliz y me ha hecho sufrir hambres, pobrezas, desnudeces, enfermedades y otros mil trabajos, que aún son pocos para satisfacción de mis pecados. La disipación de mi marido nos acarreó a todos el fruto que era natural; éste fue la última miseria en que me ve usted y él se mira.
Cuando fue hombre de bien sostenía su casa con decencia, porque tenía un cajoncito bien surtido en el Parián y contaba con todos los géneros y efectos de los comerciantes, en virtud del buen concepto que se tenía granjeado con su buena conducta; pero cuando comenzó a extraviarse con la compañía de sus malos amigos, y cuando se aficionó de su otra señora, todo se perdió por momentos.
Al paso que crecían los gastos se menoscababan los arbitrios. Dio con el cajón al traste prontamente, y la señorita, en cuanto lo vio pobre, lo abandonó y se enredó con otro. A seguida vendió mi marido la poca ropa y ajuar que le había quedado, y el casero cargó con el colchón, el baúl y lo poco que se había reservado, echándonos a la calle, y entonces no tuvimos más remedio que abrigamos en esta húmeda, indecente e incómoda accesoria.
Pero como cuando los trabajos acometen a los hombres llegan de tropel, sucedió que los acreedores de mi marido, sabedores de su descubierto, y satisfechos de que había disipado el principal en juegos y bureos, se presentaron y dieron con él en una prisión, donde lo tienen hasta que no les facilite un fiador de seis mil pesos que les debe.
La miseria, la humedad de esta incómoda habitación y el tormento que padece mi espíritu, me han postrado en esta cama no sé de qué mal, pues yo que lo padezco no lo conozco; lo cierto es que creo que mi muerte se aproxima por instantes, y esta infeliz chiquita expirará primero de hambre, pues no tienen mis enjutos pechos con qué alimentarla; estas otras dos criaturas quedarán expuestas a la más dolorosa orfandad; mi esposo entregado a la crueldad de sus acreedores, y todo sufrirá el trágico fin que le espera. Ésta, señor, es mi desgraciada historia. Ved si con razón dije que mis penas son de las que no se alivian con contarlas. ¡Ay, esposo mío! ¡Ay, Anselmo, a qué estado tan lamentable nos condujo tu desarreglado proceder! ...
- Perdone usted, señora -le dije-. ¿Quién es ese Anselmo de quien usted se queja?
- ¿Quién ha de ser, señor, sino mi pobre marido, a quien no puedo dejar de amar, por más que alguna vez me fuera ingrato?
- Ése es un carácter noble -le dije.
Y a seguida me informé y quedé plenamente satisfecho de que su marido era aquel mi amigo Anselmo, que no me conoció, o no me quiso conocer, cuando imploré su caridad en medio de mi mayor abatimiento; pero no acordándome entonces de su ingratitud sino de su desdicha y de la que padecía su triste e inocente familia, procuré aliviarla con lo que pude.
Consolé otra vez a la pobre enferma; hice llamar a una vieja vecina que la quería mucho y solía llevarle un bocadito al mediodía, y ofreciéndole un buen salario se quedó allí sirviéndola con mucho gusto.
Salí a la calle, vi a mi amo, le conté el pasaje, le pedí dinero a mi cuenta, lo hice entrar en un coche y lo llevé a que fuera testigo de la miserable suerte de aquellas inocentes víctimas de la indigencia.
Mi amo, que era muy sensible y compasivo, luego que vio aquel triste grupo de infelices, manifestó su generosidad y el interés que tomaba en su remedio.
Lo primero que hizo fue mandar un médico y una chichigua, para que se encargasen de la enferma y de la criatura. En esa noche envió de su casa colchón, sábanas, almohadas y varias cosas que urgían con necesidad a la enferma.
No me dejó ir a San Agustín por entonces, y al día siguiente me mandó buscar una viviendita en alto. La solicité con empeño, y a la mayor brevedad mudé a ella a la señora y a su familia.
Con el dinero que pedí, habilité de ropa a los chiquillos, y no restando más que hacer por entonces, me despedí de la señora, quien no se cansaba de llenarme de bendiciones y dar agradecimientos a millares. Cada rato me preguntaba por mi nombre y lugar donde vivía. Yo no quise darle razón, porque no era menester; antes le decía que aquella gratitud la merecía mi amo, que era quien la había socorrido, pues yo no era sino un débil instrumento de que Dios se había servido para el efecto.
- Sin embargo -decía la pobre toda enternecida-, sin embargo de que ese caballero haya gastado más que usted en nuestro favor, usted ha sido la causa de todo. Sí, usted le habló, usted lo trajo y por usted logramos tantos favores. Él es un hombre benéfico, no lo dudo, ni soy capaz de agradecerle ni pagarle lo bueno que ha hecho conmigo y mis criaturas; pero usted es, a más de benéfico, generoso, pues gasta con liberalidad, siendo un dependiente, y ...
- Ya está, señora, ya está -le dije-, restablézcase usted, que es lo que nos importa, y adiós, hasta el domingo.
- ¿Viene usted el domingo a verme y a sus hijos?
- Sí, señora, vengo.
Al domingo siguiente vine sin falta. No estaba mi amo en casa, y así, en cuanto dejé el caballo, fui a ver cómo estaba la enferma y sus niños; pero ¡cuál fue mi gusto cuando la hallé muy restablecida y aseada, jugando en el estrado con sus niños! Tan entretenida estaba con esta inocente diversión, que no me había visto, hasta que diciéndole yo:
- Me alegro mucho, señorita, me alegro.
Alzó la cara, me vio, y conociéndome se levantó y llena de un entusiasmo imponderable y de un gozo que le rebosaba por sobre la ropa, comenzó a gritar:
- Anselmo, Anselmo, ven breve, ven a conocer al que deseas. Anda, ven; aquí está nuestro bienhechor y nuestro padre.
Los niños se rodearon de mí, y estirándome la capa me llevaron al estrado al tiempo que salió de la recámara Anselmo.
Sorprendióse al verme, fijó en mí la vista, y cuando se satisfizo de que yo era el mismo Pedro a quien había despreciado y tratado de calumniar de ladrón, luchando entre la gratitud y la vergüenza, quería y no quería hablarme; más de una vez intentó echarme los brazos al cuello, y dos veces estuvo para volverse a la recámara.
En una de éstas, mirándome con ternura y rubor, me dijo:
- Señor ... yo agradezco ... -y no pudiendo pronunciar otra palabra, bajó los ojos.
Yo, conociendo el contraste de pasiones con que batallaba aquel pobre corazón, procuré ensancharlo del mejor modo, y así, tomando a mi amigo de un brazo, y estrechándolo entre los míos, le dije:
- ¡Qué señor ni qué droga! ¿No me conoces, Anselmo? ¿No conoces a tu antiguo amigo Pedro Sarmiento? ¿Para qué son esas extrañezas y esas vergüenzas con quien te ha amado tanto tiempo? Vamos, depón ese rubor, reprime esas lágrimas y reconoce de una vez que soy tu amigo.
Hincóse a este tiempo, y abrazándome tiernamente me decía:
- Perdóname, querido Pedro; soy un vil y un ingrato, mas tú eres caballero y el único hombre digno del dulce título de amigo. Desde hoy te reconoceré por mi padre, por mi libertador y por el amparo de mi esposa y de mis hijos, a quienes hice desgraciados por mis excesos. No te acuerdes de mi ingratitud; no paguen estos inocentes lo que yo sólo merecí ... seremos tus esclavos ... nuestra dicha consistirá en servirte ... y ....
- Por Dios, Anselmo, basta -le dije, levantándolo y apretándolo en el pecho-. Basta, soy tu amigo y lo seré siempre que me honres con tu amistad. Serénate y hablemos de otra cosa. Acaricia a tus niños, que lloran porque te ven llorar. Consuela a esta señora, que te atiende entre la aflicción y la sorpresa. Yo no he hecho sino cumplir en muy poco con los naturales sentimientos de mi corazón. Cuando hice lo que pude por tu familia, fui condolido de su infeliz situación, y sabiendo que era tuya, cuya sola circunstancia sobraba para que, cumpliendo con los deberes de la amistad, hiciera en su obsequio lo posible. Pero, después de todo, Dios es quien ha querido socorrerte; dale a Su Majestad las gracias y no vuelvas a acordarte de lo pasado por vida de tus niños.
Quería yo despedirme, pero la señora no lo consintió; tenía el almuerzo prevenido, me detuvo a almorzar.
A mi amo y a Pelayo les di también muchos agradecimientos por lo que habían hecho, y a la tarde me volví a mi destino, sintiendo no sé qué dulce satisfacción en mi corazón por el mucho bien que había resultado a aquella triste familia por mi medio.
¡La contemplaba dentro de ocho días tan otra de como la había hallado! Ella, decía yo entre mí, estaba sepultada en la indigencia. El padre, entregado sin honor y sin recurso a la voracidad de sus acreedores, y confundido con la escoria del pueblo y en un lóbrego calabozo; su mujer, con el espíritu atormentado y desfallecida de hambre, en una accesoria indecente; las criaturas desnudas, flacas, expuestas a morirse o a perderse, y ahora todo había cambiado de semblante. Ya Anselmo tiene libertad; su esposa salud y marido; los niños, padre, y todos entre sí disfrutan los mayores consuelos. ¡Bendita sea la infinita Providencia de Dios, que tanto cuidado tiene de sus criaturas! ¡Y bendita la caridad de mi amo y de Pelayo, que arrancó de las crueles garras de la miseria a esta familia desgraciada y la restituyó al seno de la felicidad en que se encuentra! ¡Cómo se acordará el Todopoderoso de esta acción para recompensarla con demasía en la hora inevitable de su muerte! ¡Con qué indelebles caracteres no estarán escritos en el libro de la vida los pasos y gastos que ambos han dado y erogado en su obsequio! ¡Qué felices son los ricos que emplean tan santamente sus monedas y las atesoran en los sacos que no corroe la polilla! ¡Y de qué dulces placeres no se privan los que no saben hacer bien a sus semejantes! Porque la complacencia que siente el corazón sensible cuando hace un beneficio, cuando socorre una miseria o de cualquier modo enjuga las lágrimas del afligido, es imponderable, y sólo el que la experimenta podrá, no pintada dignamente, pero a lo menos, bosquejada con algún colorido.
No hay remedio, sólo los dulces transportes que siente el alma cuando acaba de hacer un beneficio, deberían ser un estímulo poderoso para que todos los hombres fueran benéficos, aun sin la esperanza de los premios eternos. No sé cómo hay avaros, no sé cómo hay hombres tan crueles que, teniendo sus cofres llenos de pesos, ven perecer con la mayor frialdad a sus desdichados semejantes. Ellos miran con ojos enjutos la amarillez con que el hambre y la enfermedad pintan las caras de muchos miserables; escuchan como una suave música los ayes y gemidos de la viuda y el pupilo; sus manos no se ablandan aun regadas con las lágrimas del huérfano y del oprimido ... en una palabra, su corazón y sus sentidos son de bronce, duros, impenetrables e inflexibles a la pena, al dolor del hombre y a las más puras sensaciones de la Naturaleza.
Entretenido con estas serias consideraciones, llegué a San Agustín de las Cuevas.
En el tal pueblo procuré manejarme con arreglo, haciendo el bien que podía a cuantos me ocupaban, y granjeándome de esta suerte la benevolencia general.
Así como me sentía inclinado a hacer bien, no me olvidé de restaurar el mal que había causado. Pagué cuanto debía a los caseros y al tío abogado; aunque no volví a admitir la amistad de éste ni de otros amigos ingratos, interesables y egoístas.
Tuve la satisfacción de ver a mi amo siempre contento y descansando en mi buen proceder, y fui testigo de la reforma de Anselmo y felicidad de su familia, pues la hacienda en que estaba acomodado se me entregó en administración.
Sólo al pobre trapiento no lo hallé por más que lo solicité para pagarle su generoso hospedaje; lo más que conseguí fue saber que se llamaba Tadeo.
Continuaba sirviendo a mi amo y sirviéndome a mí en mi triste pueblo, muy gustoso con la ayuda de un cajero fiel que tenía acomodado, hombre muy de bien, viudo, y que, según me contaba, tenía una hija como de catorce años en el colegio de las Niñas.
Descansaba yo enteramente en su buena conducta y lo procuraba granjear por lo útil que me era. Llamábase don Hilarío, y le daba tal aire al trapiento, que más de dos veces estuve por creer que era el mismo, y por desengañarme le hacía dos mil preguntas, que me respondía ambigua o negativamente, de modo que siempre me quedaba en mi duda, hasta que un impensado accidente me proporcionó descubrir quién era en realidad este sujeto.
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