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LIBRO I

XIII

Trata Periquillo de quitarse el luto y se discute sobre los abusos de los funerales, pésames, entierros, lutos, etc.

Entramos a la época más desarreglada de mi vida. Todos mis extravíos referidos hasta aquí son frutas y pan pintado respecto a los delitos que se siguen. Ciertamente me horrorizo yo mismo, y la pluma se me cae de la mano al escribir mis escandalosos procederes, y al acordarme de los riesgos y lances terribles que a cada momento amenazaban, mi honra, mi vida y mi alma; porque es evidente que el hombre mientras es más vicioso está más expuesto a mayores peligros. Ya se sabe que vuestra vida es un tejido continuo de sustos, miserias, riesgos y zozobras que por todas partes nos amagan; pero el hombre de bien con su conducta arreglada se libra de muchos de ellos, y se hace feliz en cuanto cabe en esta vida miserable; cuando por el contrario el hombre vicioso y abandonado no sólo no se libra de los males que naturalmente nos acometen, sino que con su misma relajación se mete en nuevos empeños, y llama sobre sí una espantosa multitud de peligros lacerías, que ni remotamente los experimentara si viviera como debía vivir; y de este fácil principio se comprende por qué los más viciosos son los más llenos de aventuras, y acaso los que lo pasan peor aún en esta vida.

Yo fui uno de ellos.

Trataba yo de conceptuarme bien con mi madre, para que confiando en mí totalmente no me escasearan los mediecillos que mi padre le hubiera dejado, lo que no me fue dificil conseguir con mis estratagemas maliciosas.

De facto, mi madre me descubrió y aun me hizo administrador de los bienecillos que habían quedado, y consistían en mil y seiscientos pesos en reales, como quinientos en deudas cobrables, y cerca de otros mil en alhajitas y muebles de casa. Cortos haberes para un rico; mas un principalito muy razonable para sostenerse cualquier pobre trabajador y hombre de bien; pero sólo eso era lo que me faltaba, y así di al traste con todo dentro de poco tiempo, como lo veréis.

El dinero en poder de un mozo inmoral y relajado es una espada en las manos de un loco furioso. Como no sabe hacer de él el uso debido, constantemente sólo le sirve para perjudicarse a sí mismo y perjudicar a los otros, abriendo sin reserva la puerta a todas las pasiones, facilitando la ejecución de todos los vicios, y acarreándose por consecuencia necesaria un sinnúmero de enfermedades, miserias, peligros y desgracias.

Atando el hilo de mi historia digo: que ya me cansaba yo de disimular la virtud que no tenía, y deseando romper el nombre y quitarme la máscara de una vez, le dije un día a mi madre:

- Señora, ya no tarda nada el día de San Pedro.

- ¿Y qué me quieres decir con eso? -preguntó su merced.

- Lo que quiero decir -le respondí-, es que ese día es de mi santo, y muy propio para quitarnos el luto.

- ¡Ay!, no lo permita Dios -decía mi madre-. ¿Yo quitarme el luto tan breve? Ni por un pienso. Amé mucho a tu padre, y agraviaría su memoria si me quitara el luto tan presto.

- ¿Cómo tan presto, señora? -decía yo-; ¿pues ya no han pasado seis meses?

- ¿Y qué? -decía ella toda escandalizada-. ¿Seis meses de luto te parecen mucho para sentir a un padre y a un esposo? No, hijo, un año se debe guardar el luto riguroso por semejantes personas.

Ya ustedes verán que mi madre era de aquellas señoras antiguas que se persuaden a que el luto prueba el sentimiento por el difunto, y gradúan éste por la duración de aquél; pero ésta es una de las innumerables vulgaridades que mamamos con la primera leche de nuestras madres.

Es cierto que se debe sentir a los difuntos que amamos, y tanto más, cuanto más estrechas sean las relaciones de amistad o parentesco que nos unían con ellos. Este sentimiento es natural, y tan antiguo, que sabemos que las Repúblicas más civilizadas que ha habido en el mundo, Grecia y Roma, no sólo usaban luto, sino que hacían aún demostraciones más tiernas que nosotros por sus muertos. Tal vez no os disgustará saberlas.

En Grecia, a la hora de expirar un enfermo, sus deudos y amigos que asistían, se cubrían la cabeza en señal de su dolor para no verlo. Le cortaban la extremidad de los cabellos, y le daban la mano en señal de la pena que les causaba su separación.

Después de muerto cercaban el cadáver con velas (Esta costumbre funeraria seria retomada por el cristianismo utilizandose los conocidos cirios), lo ponían en la puerta de la calle, y cerca de él ponían un vaso con agua lustral, con la que rociaban a los que asistían a los funerales. Los que concurrían al entierro y los deudos llevaban luto.

Los funerales duraban nueve días. Siete se conservaba el cadáver en la casa, el octavo se quemaba, y el noveno se enterraban sus cenizas. Con poca diferencia hacían lo mismo los romanos.

Justo es sentir a los difuntos, y en los libros sagrados leemos estas palabras: Llora por el difunto, porque ha faltado su luz o su vida. (Supra mortum piara, defecit enim, lux ejus. Eccl., capítulo 22, v. 10). Jesucristo lloró la muerte de su querido Lázaro; y así sería un absurdo horroroso el llevar a mal unos sentimientos que inspira la misma naturaleza, y blasfemar contra las demostraciones exteriores que los expresan.

Así es, que yo estoy muy lejos de criticar ni el sentimiento ni sus señales; pero en la misma distancia me hallo para calificar por justos los abusos que notamos en éstas, y creo que todo hombre sensato pensará de la misma manera; porque ¿quién ha de juzgar por razonables las lloronas alquiladas de los romanos, ni los fletes que ponían a sus muertos en la boca? ¿Quién no reirá la tontería de los coptos, que en los entierros corren por las calles dando alaridos en compañía de las plañideras, echándose lodo en la cara, dándose golpes, arañándose, con los cabellos sueltos, y representando todo el exceso de unos furiosos dementes? ¿Quién no se horrorizará de aquella crueldad con que en otras tierras bárbaras se entierran vivas las viudas principales de los reyes o mandarines, etc.?

Todos, a la verdad, criticamos, afeamos y ridiculizamos los abusos de las naciones extranjeras, al mismo tiempo que, o no conocemos los nuestros, o si los conocemos, no nos atrevemos a desprendernos de ellos, venerándolos y conservándolos por respeto a nuestros mayores, que así los dejaron establecidos.

Tales son los abusos que hasta hoy se notan en orden a los pésames, funerales y lutos. Luego que muere el enfermo entre nosotros, se dan sus alaridos regularmente para manifestar el sentimiento. Si la casa es rica, es lo más usado despachar al muerto al depósito; pero si es pobre, no se escapa el velorio. Éste se reduce a tender en el suelo el cadáver, ya amortajado, en medio de cuatro velas, a rezar algunas estaciones y rosarios, a beber dos chocolates, y (para no dormirse) a contar cuentos y entretener el sueño con boberías y quizá con criminalidades. Yo mismo he visto quitar créditos y enamorar a la presencia de los difuntos. ¿Si serán estas cosas por vía de sufragios?

Dejaremos a los dolientes en su zambra de gritos y desmayos, mientras observamos el entierro.

Si el muerto es rico ya se sabe que el fausto y la vanidad lo acompañan hasta el sepulcro. Se convidan para el entierro a los pobres del hospicio, los que con hachas en las manos acompañan, ¡cuántas veces!, los cadáveres de aquellos que cuando vivos aborrecieron su compañía.

No me parece mal que los pobres acompañen a los ricos cuando muertos, pero sería mejor, sin duda, que los ricos acompañasen a los pobres cuando vivos, esto es, en las cárceles, en los hospitales y en sus chozas miserables; y ya que por sus ocupaciones no pudieran acompañarlos ni consolarlos personalmente, siquiera que los acompañara su dinero aliviándoles sus miserias. Aquel dinero, digo, que mil veces se disipa en el lujo, y en la inmoderación. Entonces sí asistirían a sus funerales, no los pobres alquilados, sino los socorridos. Éstos irían sin ser llamados, llorando tras el cadáver de su bienhechor. Ellos, en medio de su aflicción, dirían: Ha muerto nuestro padre, nuestro hermano, nuestro amigo, nuestro tutor y nuestro todo. ¿Quién nos consolará? ¿Y quién sustituirá el lugar de este genio benéfico?

La iglesia donde se hacen las exequias está llena de blandones con cirios, y la tumba magnífica y galana. La música es igualmente solemne, aunque fúnebre.

Durante la vigilia y la misa, que para algunos herederos no es de requiem sino de gracias, no cesan las campanas de aturdirnos con su cansado clamoreo, repitiéndonos:

Que ese doble de campana
no es por aquel que murió,
sino porque sepa yo
que me he de morir mañana.

Bien que de esta clase de recuerdos deben aprovecharse, especialmente los ricos, pues estos dobles sólo por ellos se echan, y les acuerdan que también son mortales como los pobres, por los que no se doblan campanas, o si acaso, es poco y de mala gana; y así los pobres son en la realidad los muertos que no hacen ruido.

Se concluye el entierro con todo el fausto que se puede, o que se quiere, cuidándose de que el cadáver se guarde en un cajón bien claveteado, forrado y aun dorado (como lo he visto), y tal vez que se deposite en una bóveda particular, ya que los mausoleos son privativos a los príncipes, como si la muerte no nos hiciera a todos iguales, verdad que atestigua Séneca diciendo (en la Ep. 102) que la ceniza iguala a todos. ¿Quién distinguirá las cenizas de César o Pompeyo o las de los pobres villanos de su tiempo?

Toda esta bambolla cuesta un dineral, y a veces en esos gastos tan vanos como inútiles se han notado abusos tan reprensibles que obligaron a los gobernantes a contenerlos por medio de las leyes, mandando éstas que siendo los gastos de los funerales excesivos, atendidos los haberes y calidad del difunto, los modifique el juez del respectivo domicilio.

A proporción de los abusos que se notan en los entierros de los ricos, se advierten casi los mismos en los de los pobres, porque como éstos tienen vanidad, quieren remedar en cuanto pueden a los ricos. No convidan a los del hospicio, ni a los trinitarios, ni a muchos monigotes, ni se entierran en conventos, ni en cajón compuesto, ni hacen todo lo que aquéllos, no porque les falten ganas, sino reales. Sin embargo, hacen de su parte lo que pueden. Se llama a otros viejos contrahechos, y despilfarrados que se dicen hermanos del Santísimo; pagan sus siete acompañados, la cruz alta, su cajoncito ordinario, etc., y esto a costa del dinero que antes de los nueve días del funeral suele hacer falta para pan a los dolientes.

Es costumbre amortajar a los difuntos con el humilde sayal de San Francisco; pero si en su origen fue piadosa, en el día ha venido a degenerar en corruptela.

Estoy muy lejos de murmurar la verdadera piedad y devoción, y el objeto de mi presente crítica recae únicamente sobre el simoníaco comercio que se hace con las mortajas, y los perjuicios que resiente la gente vulgar por vestir a sus muertos de azul y a tanta costa.

Acabados los entierros siguen los pésames. Para recibir éstos se cierran las puertas, se colocan las señoras mujeres en los estrados y los señores hombres en las sillas, todos enlutados y guardando un profundo silencio durante esta ceremonia o cuando más hablando en voz baja, porque no les de alferecía a los dolientes, cuya moderación y respeto acaso no se observó tan escrupulosamente en la enfermedad del finado.

No puede menos que atormentarse el corazón de la mujer o hijo del difunto al oír decir: ¡Qué bueno era don Fulano! ¡Qué atento! ¡Qué afable! ¡Ay mi alma! -dice otra-; tiene usted mil razones de Horario; ¡no hallará otro marido como el que perdió! Y otras sandeces de éstas, que son otros tantos tomillos con que están apretando el corazón que quieren consolar. De modo que estas políticas lisonjas son unos indiscretos torcedores de los espíritus afligidos.

¿Cuánto mejor no fuera sustituir a esta fórmula imprudente de dar pésames otra opuesta, en la que o se trataran asuntos festivos o indiferentes, o más bien se redujera sólo esta etiqueta a ofrecer con sinceridad sus haberes y proporciones a la voluntad de los dolientes, en caso, de haberlos menester? Pues, pero en verdad, no con faramalla, y cuando los dichos dolientes estuvieren satisfechos de esta verdad, seguramente quedarían más bien consolados que con todos los panegíricos que hoy dedican los pesamenteros a sus muertos.

Llegamos a los lutos, en los que, como visteis con mi madre, caben también los abusos. El luto no es más que una costumbre de vestirse de negro para manifestar nuestro sentimiento en la muerte de los deudos o amigos; pero este color, a merced de la dicha costumbre, es sólo señal, mas no prueba del sentimiento. ¿Cuántos infelices no se visten luto en la muerte de las personas que más aman, porque no lo tienen? Y su dolor es innegable. Al contrario, ¿cuántas viuditas jóvenes, cuántos hijos y sobrinos malos e interesables, que desearon la muerte del difunto por entrar en la posesión de sus bienes, no se vestirán unos lutos muy rigurosos así por seguir la costumbre como por persuadimos que están penetrados del sentimiento que no conocen?

Algunas de estas reflexiones hice a mi madre, hasta que la desentusiasmé de su capricho, y me ofreció que nos quitaríamos el luto para el día de San Pedro, que era cuanto yo deseaba para quitarme también la máscara de la virtud que había fingido y correr a rienda suelta por toda la carrera de los vicios, disfrutando de mi libertad enteramente y tirando con mis amigos los pocos mediecillos que mi padre había economizado para la subsistencia de mi pobre madre.

Según esta determinación, se me hizo un vestido de petimetre para ese día, y se dispuso su almuerzo, comida y bailecito para esa noche.

Llegó el tan deseado para mí 29 de junio; me quité los trapos negros, que hasta entonces habían sido escolares, y me planté de gala a lo secular. Parece que con campana llamaron a todos los parientes y conocidos ese día; muchos que no habían vuelto a casa desde el entierro de mi padre, y otros que ni aun el pésame habían ido a dar a mi madre, se encajaron entonces con la mayor confianza y poca vergüenza.

¡Qué necedad es tener una diversión pública! Se gasta el dinero, se sufren mil incomodidades, se pierden algunas cosas, y siempre se queda mal con los mismos a quienes se pretende obsequiar; y se recibe en murmuración y habladurías lo que se pretende recibir en agradecimiento.

Sin embargo de todo esto, como entonces yo no pensaba así, nada me daba cuidado, ni en nada pensé sino en divertirme y holgarme a costa del dinero; aunque es verdad que en aquella hora me adularon bastante, especialmente las coquetas, con cuyos elogios di por bien empleado el dinero que se gastó y las incomodidades que sufrió mi madre.

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