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LIBRO II
XIII
En el que refiere Periquillo cómo le fue con el subdelegado; el carácter de éste y su mal modo de proceder, el del cura del partido; la capitulación que sufrió dicho juez; cómo desempeñó Perico la tenencia de justicia, y finalmente el honrado modo con que lo sacaron del pueblo
Si como los muchachos de la escuela me pusieron por mal nombre Periquillo Sarniento, me ponen Periquillo Saltador; seguramente digo ahora que habían pronosticado mis aventuras, porque tan presto saltaba ya de un destino a otro y de una suerte adversa a otra favorable.
Vedme, pues, pasando de sacristán a mendigo, y de mendigo a escribiente del subdelegado de Tixtla, con quien me fue tan bien desde los primeros días que me comenzó a manifestar harto cariño, y para colmo de mi felicidad, a poco tiempo se descompuso con él su director, y se fue de su casa y de su pueblo.
Mi amo era uno de los subdelegados tomineros e interesables, y trataba, según me decía, no sólo de desquitar los gastos que había erogado para conseguir la vara, sino de sacar un buen principalillo de la subdelegación en los cinco años.
Con tan rectas y justificadas intenciones no omitía medio alguno para engrosar su bolsa, aunque fuera el más inicuo, ilegal y prohibido. Él era comerciante, y tenía sus repartimientos; con esto fiaba sus géneros a buen precio a los labradores, y se hacía pagar en semillas a menos valor del que tenía al tiempo de la cosecha; cobraba sus deudas puntual y rigurosamente, y como a él le pagaran, se desentendía de la justicia de los demás acreedores, sin quedarles a estos pobres otro recurso para cobrar que interesar a mi amo en alguna parte de la deuda.
A pesar de estar abolida la costumbre de pagar el marco de plata que cobraban los subdelegados, como por vía de multa, a los que caían por delito de incontinencia, mi amo no entendía de esto, sino que tenía sus espiones, por cuyo conducto sabía la vida y milagros de todos los vecinos, y no sólo cobraba el dicho marco a los que se denunciaban incontinentes, sino que les arrancaba unas multas exorbitantes a proporción de sus facultades, y luego que las pagaban los dejaba ir, amonestándoles que cuidado con la reincidencia, porque la pagarían doble.
Apenas salían del juzgado cuando se iban a su casa otra vez. Los dejaba descansar unos días, y luego les caía de repente y les arrancaba más dinero. Pobre labrador hubo de éstos que en multas se le fue la abundante cosecha de un año. Otro se quedó sin su ranchito por la misma causa; otro tendero quebró, y los muy pobres se quedaron sin camisa.
Éstas y otras gracias semejantes tenía mi amo, pero así como era habilísimo para exprimir a sus súbditos, así era tonto para dirigir el juzgado, y mucho más para defenderse de sus enemigos, que no le faltaban, y muchos, ¡gracias a su buena conducta!
En estos trabajos se halló metido y arrojado luego que se le fue el director, que era quien lo hacía todo, pues él no era más que una esponja para chupar al pueblo, y un firmón para autorizar los procesos y las correspondencias de oficio.
No hallaba qué hacerse el pobre, ni sabía cómo instruir una sumaria, formalizar un testamento, ni responder una carta.
Yo, viendo que ni atrás ni adelante daba puntada en la materia, me comedí una vez a formar un proceso y a contestar un oficio, y le gustó tanto mi estilo y habilidad, que desde aquel día me acomodó de su director y me hizo dueño de todas sus confianzas, de manera que no había trácala ni enredo suyo que yo no supiera bien a fondo, y del que no lo ayudara a salir con mis marañas perniciosas.
Fácilmente nos llevamos con la mayor familiaridad, y como ya le sabía sus podridas, él tenía que disimular las mías, con lo que si él solo era un diablo, él y yo éramos dos diablos con quienes no se podía averiguar el triste pueblo; porque él hacía sus diabluras por su lado, y yo por el mío hacía las que podía.
Con tan buen par de pillos, revestidos el uno de la autoridad ordinaria y el otro del disimulo más procaz, rabiaban los infelices indios, gemían las castas, se quejaban los blancos, se desesperaban los pobres, se daban al diablo los requisos, y todo el pueblo nos toleraba por la fuerza en lo público, nos llenaba de maldiciones en secreto.
He dicho que publicábamos y hacíamos en común estas fechorías, porque así era en realidad; los dos hacíamos cuanto queríamos ayudándonos mutuamente. Yo aconsejaba mis diabluras, y el subdelegado las autorizaba, con cuyo método padecían bastante los vecinos, menos tres o cuatro que eran los más pudientes del lugar.
Éstos nos pechaban grandemente, y el subdelegado les sufría cuanto querían. Ellos eran usureros, monopolistas, ladrones y consumidores de la sustancia de los pobres del pueblo; unos comerciantes y otros labradores ricos. A más de esto eran soberbísimos. A cualquier pobre indio, o porque les cobraba sus jornales, o porque les regateaba, o porque quería trabajar con otros amos menos crueles, lo maltrataban y golpeaban con más libertad que si fuera su esclavo.
Mandaban estos régulos tolerados por el juez, en su director, en el juzgado yen la cárcel; y así ponían en ella a quien querían por quitarse allá esas pajas.
No por ser tan avarientos ni por verse malquistos del pueblo, dejaban de ser escandalosos. Dos de ellos tenían en sus casas a sus amigas con tanto descaro, que las llevaban a visita a la del señor juez, teniendo éste a mucho honor estos ratos, y convidándose para bautizar al hijo de una de ellas que estaba para ver la luz del mundo, como sucedió en efecto.
Sólo a estos cuatro pícaros respetábamos; pero a los demás los exprimíamos y mortificábamos siempre que podíamos. Eso sí, el delincuente que tenía dinero, hermana, hija o mujer bonita, bien podía estar seguro de quedar impune, fuera cual fuere el delito cometido; porque como yo era el secretario, el escribano, el escribiente, el director y el alcahuete del subdelegado, hacía las causas según quería, y los reos corrían la suerte que les destinaba.
Los molletes venían al asesor como yo los frangollaba; éste dictaminaba según lo que leía autorizado por el juez y salían las sentencias endiabladas; no por ignorancia del letrado, ni por injusticia de los jueces, sino por la sobrada malicia del subdelegado y su director.
Lo peor era que en teniendo los reos plata o faldas que los protegieran, aunque hubiera parte agraviada que pidiera, salían libres y sin más costas que las que tenían adelantadas, a pesar de sus enemigos; pero si era pobre o tenía una mujer muy honrada en su familia, ya se podía componer, porque le cargábamos la ley hasta lo último, y cuando no era muy delincuente tenía que sufrir ocho o diez meses de prisión; y aunque nos amontonara escritos sobre escritos, hacíamos tanto caso de ellos como de las copias de la Zarabanda.
Por otra parte, el señor cura alternaba con nosotros para mortificar a los pobres vecinos. Yo quisiera callar las malas cualidades de este eclesiástico; pero es indispensable decir algo de ellas por la conexión que tuvo en mi salida de aquel pueblo.
Él era bastantemente instruido, doctor en cánones, nada escandaloso y demasiado atento; mas estas prendas se deslucían con su sórdido interés y declarada codicia. Ya se deja entender que no tenía caridad, y se sabe que donde falta este sólido cimiento no puede fabricarse el hermoso edificio de las virtudes.
Así sucedía con nuestro cura. Era muy enérgico en el púlpito, puntual en su ministerio, dulce en su conversación, afable en su trato, obsequioso en su casa, modesto en la calle, y hubiera sido un párroco excelente, si no se hubiera conocido la moneda en el mundo; mas ésta era la piedra de toque que descubría el falso oro de sus virtudes morales y políticas. Tenía harta gracia para hacerse amar y disimular su condición, mientras no se le llegaba aún tomin; pero como le pareciera que se defraudaba a su bolsa el más ratero interés, adiós amistades, buena crianza, palabras dulces y genio amable; allí concluía todo, y se le veía representar otro personaje muy diverso del que solía, porque entonces era el hombre más cruel y falto de urbanidad y caridad con sus feligreses. A todo lo que no era darle dinero estaba inexorable, jamás le afectaron las miserias de los infelices, y las lágrimas de la desgraciada viuda y del huérfano triste no bastaban a enternecer su corazón.
Uno de ellos era pensionar a los indios para que en la Semana Santa le pagasen un tanto por cada efigie de Jesucristo que sacaban en la procesión que llaman de los Cristus; pero no por vía de limosna ni para ayuda de las funciones de la iglesia, pues éstas las pagaban aparte, sino con nombre de derechos, que cobraba a proporción del tamaño de las imágenes; v. gr., por un Cristo de dos varas, cobraba dos pesos; por el de media vara, doce reales; por el de una tercia, un peso, y así se graduaban los tamaños hasta de a medio real. Yo me limpié las legañas para leer el arancel, y no hallé prefijados en él tales derechos.
El Viernes Santo salía en la procesión que llaman del Santo Entierro; había en la carrera de la dicha procesión una porción de altares, que llaman posas, y en cada uno de ellos pagaban los indios multitud de pesetas, pidiendo en cada vez un responso por el alma del Señor, y el bendito cura se guardaba los tomines, cantaba la oración de la Santa Cruz y dejaba a aquellos pobres sumergidos en su ignorancia y piadosa superstición. Pero ¿qué más? Le constaba que el día de finados llevaban los indios sus ofrendas y las ponían en sus casas, creyendo que mientras más fruta, tamales, atole, mole y otras viandas ofrecían, tanto más alivio tenían las almas de sus deudos; y aun había indios tan idiotas, que mientras estaban en la iglesia, estaban echando pedazos de fruta y otras cosas por los agujeros de los sepulcros. Repito que el cura sabía, y muy bien, el origen y espíritu de estos abusos, pero jamás les predicó contra él, ni se los reprendió; y con este silencio apoyaba sus supersticiones, o más bien las autorizaba, quedándose aquellos infelices ciegos, porque no había quién los sacara de su error. Ya sería de desear que sólo en Tixtla y en aquel tiempo hubieran acontecido estos abusos; pero la lástima es que hasta el día hay muchos Tixtlas. ¡Quiera Dios que todos los pueblos del reino se purguen de estas y otras semejantes boberías a merced del celo, caridad y eficacia de los señores curas!
Pero como el crimen no puede estar mucho tiempo sin castigo, sucedió que los indios principales con su gobernador pasaron a esta capital, hostigados ya de los malos tratamientos de sus jueces, y sin meterse por entonces con el cura, acusaron en forma al subdelegado, presentando a la Real Audiencia un terrible escrito contra él, que contenía unos capítulos tan criminales como éstos:
Que el subdelegado comerciaba y tenía repartimientos.
Que obligaba a los hijos del pueblo a comprarle fiado, y les exigía la paga en semillas y a menos precio al del corriente.
Que los obligaba a trabajar en sus labores por el jornal que quería, y al que se resistía o no iba, lo azotaba y encarcelaba.
Que permitía la pública incontinencia a todo el que tenía para estarle pagando multas cada rato.
Que por quinientos pesos solapó y puso en libertad a un asesino alevoso.
Que por tercera persona armaba juegos, y luego sacrificaba a cuantos cogía en ellos.
Que ocupaba a los indios en el servicio de su casa sin pagarles nada.
Que se hacía servir de las indias, llevando a su casa tres cada semana con el nombre de semaneras, sin darles nada, y no se libraban de esta servidumbre ni las mismas hijas del gobernador.
Que les exigía a los indios los mismos derechos en sus demandas que los que cobraba de los españoles.
Que los días de tianguis él era el primer regatón que abarcaba los efectos que andaban más escasos, los hacía llevar a su tienda y después los vendía a los pobres a subido precio.
Últimamente, que comerciaba con los reales tributos.
Tales eran los cargos que hacían en el escrito, que concluía pidiendo se llamase al subdelegado a contestar en la capital; que fuera a Tixtla un comisionado para que, acompañado del justicia interino, procediese a la averiguación de la verdad, y resultando cierta la acusación se depusiera del empleo, obligándolo a resarcir los daños particulares que había inferido a los hijos del pueblo.
La Real Audiencia decretó de conformidad con lo que los indios suplicaban, y despachó un comisionado.
Toda esta tempestad se prevenía en México sin saber nosotros nada ni aun inferirlo de la ausencia de los indios, porque éstos fingieron que iban a mandar hacer una imagen. Con esto le cogió de nuevo a mi amo la notificación que le hizo el comisionado una tarde que estaba tomando fresco en el corredor de las casas reales, y se reducía a que cesando desde aquel momento sus funciones, nombrase un lugarteniente, saliese del pueblo dentro de tres días, y dentro de ocho se presentara en la capital a responder a los cargos de que lo acusaban.
Frío se quedó mi amo con semejante receta; pero no tuvo otra cosa que hacer que salir a trompa y cuezco, dejándome de encargado de justicia.
Una noche me dieron tal entrada, que no teniendo un real mío, descerrajé las cajas de comunidad y perdí todo el dinero que había en ellas; mas esto no lo hice con tal precaución que dejaran otros de advertirlo y ponerlo en noticia del cura y del gobernador, los cuales, como responsables de aquel dinero, y sabiendo que yo no tenía tras qué caer, representaron fuego a la capital acompañando su informe de certificaciones privadas que recogieron no sólo de los vecinos honrados del lugar, sino del mismo comisionado; pero esto lo hicieron con tal secreto que no me pasó por las narices.
El cura fue el que convocó al gobernador, quien hizo el informe, recogió las certificaciones, las remitió a México y fue el principal agente de mi ruina, según he dicho; y esto, no por amor al pueblo ni por celo de la caridad, sino porque había concebido el quedarse con la mayor parte de aquel dinero so pretexto de componer la iglesia, como ya se lo había propuesto a los indios, y éstos parece que se iban disponiendo a ello. Con esto, cuando supo mi aventura y perdió las esperanzas de soplarse el dinero, se voló y trató de perderme, como lo hizo.
Para alivio de mis males, el subdelegado, no teniendo qué responder ni con qué disculparse de los cargos de que los indios y otros vecinos lo acusaron, apeló a la disculpa de los necios, y dijo: que a él le cogía de nuevo que aquéllos fueran crímenes; que él era lego; que jamás había sido juez y no entendía de nada; que se había valido de mí como de su director; que todas aquellas injusticias yo se las había dictado; y que así, yo debía ser el responsable, como que de mí se fiaba enteramente.
Estas disculpas, pintadas con la pluma de un abogado hábil, no dejaron de hacerse lugar en el íntegro juicio de la audiencia, sino para creer al subdelegado inocente, a lo menos para rebajarle la culpa en la que, no sin razón, consideraron los señores que yo tenía la mayor parte, y más cuando casi al tiempo de hacer este juicio recibieron el informe del cura, en el que vieron que yo cometía más atrocidades que el subdelegado.
Entonces (yo hubiera pensado de igual modo) cargaron sobre mí el rigor de la ley que amenazaba a mi amo; disculparon a éste en mucha parte; lo tuvieron por un tonto e inepto para ser juez; lo depusieron del empleo, y exigieron de los fiadores el reintegro de los reales intereses, dejando su derecho a salvo a los particulares agraviados para que repitiesen sus perjuicios contra el subdelegado a mejora de fortuna, porque en aquel caso se manifestó insolvente, y enviaron siete soldados a Tixtla para que me condujesen a México en un macho con silla de pita y calcetas de Vizcaya.
Tan ajeno estaba yo de lo que me había de suceder, que la tarde que llegaron los soldados estaba jugando con el cura y el comisionado una malilla de campo de a real el paso. No pensaba entonces en más que en resarcirme de cuatro codillos que me habían pegado uno tras otro. Cabalmente me habían dado un solo que era tendido, y estaba yo hueco con él, cuando en esto que llegan los soldados y entran en la sala, y como esta gente no entiende de cumplimientos, sin muchas ceremonias preguntaron quién era el encargado de justicia. y luego que supieron que yo era, me intimaron el arresto, y sin dejarme jugar la mano, me levantaron de la mesa, dieron un papel al cura y me condujeron a la cárcel.
Al día siguiente bien temprano y sin desayunarme, me plantaron mi par de grillos, me montaron sobre un macho aparejado y me condujeron a México, poniéndome en la cárcel de corte.
Cuando entré en esta triste prisión, me acordé del maldito aguacero de orines con que me bañaron otros presos le vez primera que tuve el honor de visitarla, del feroz tratamiento del presidente, de mi amigo don Antonio, del Aguilucho y de todas mis fatales ocurrencias, y me consolaba con que no me iría tan mal, ya porque tenía seis pesos en la bolsa, y ya porque Chanfaina había muerto y no podía caer en su poder.
Entre tanto siguió mi causa sus trámites corrientes; yo no tuve con qué disculparme; me hallé confeso y convicto, y la Real Sala me sentenció al servicio del rey por ocho años en las milicias de Manila, cuya bandera estaba puesta en México por entonces.
En efecto, llegó el día en que me sacaron de allí, me pasaron por cajas y me llevaron al cuartel.
Me encajaron mi vestido de recluta, y vedme aquí ya de soldado, cuya repentina transformación sirvió para hacerme más respetuoso a las leyes por temor, aunque no mejor en mis costumbres.
Así que yo vi lo irremediable, traté de conformarme con mi suerte, y aparentar que estaba contentísimo con la vida y carrera militar.
Tan bien fingí esta conformidad, que en cuatro días aprendí el ejercicio perfectamente; siempre estaba puntual a las listas, revistas, centinelas y toda clase de fatigas; procuraba andar muy limpio y aseado, y adulaba al coronel cuanto me era posible.
En un día de su santo le envié unas octavas que estaban como mías; pero me pulí en escribirlas, y el coronel, enamorado de mi letra y de mi talento, según dijo, me relevó de todo servicio y me hizo su asistente.
Entonces ya logré más satisfacciones, y vi y observé en la tropa muchas cosas que sabréis en el capítulo que sigue.
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