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LIBRO I
XV
Escribe Periquillo la muerte de su madre, con otras casillas no del todo desagradables
¡Con qué constancia no está la gallina lastimándose el pecho veinte días sobre los huevos! Cuando los siente animados, ¡con qué prolijidad rompe los cascarones para ayudar a salir a los pollitos! Salidos éstos, ¡con qué eficacia los cuida! ¡Con qué amor los alimenta! ¡Con qué ahínco los defiende! ¡Con qué cachaza los tolera, y con qué cuidado los abriga!
No así las madres racionales. ¡Qué enfermedades no sufren en la preñez! ¡Qué dolores y a qué riesgos no se exponen en el parto! ¡Qué achaques, qué cuidados y desvelos no toleran en la crianza!, y después de criados, esto es, cuando ya el niño deja de serIo, cuando es joven y cuando puede subsistir por sí solo, jamás cesan en la madre los afanes, ni se amortigua su amor, ni fenecen sus cuidados. Siempre es madre, y siempre ama a sus hijos con la misma constancia y entusiasmo.
No son ciertamente otras las causales, porque nos persuade el Eclesiástico nuestro respeto y gratitud hacia los padres. Honra a tu padre dice en el cap. VII, honra a tu padre y no olvides los gemidos de tu madre. Acuérdate que si no fuera por ellos no existirías, y pórtate con ellos con el amor que ellos se portaron contigo. Y el santo Tobías el Viejo le dice a su hijo: Honrarás a tu madre todos los días de tu vida, debiéndote acordar de los peligros y trabajos que padeció por ti cuando te tuvo en su vientre (Tob., capítulo IV).
En vista de esto, ¿quien dudará que por la Naturaleza y por la religión estamos obligados no sólo a honrar en todos tiempos, sino a socorrer a nuestros padres en sus necesidades y bajo culpa grave?
Digo en todos tiempos, porque hay un abuso entre algunas personas que piensan que en casándose se exoneran de las obligaciones de hijos, y que ni se hallan estrechados a obedecer ni respetar a sus padres como antes, ni tienen el más mínimo cargo de socorrerlos.
Yo he visto a muchos de éstos y éstas, que después de haber contraído matrimonio ya tratan a sus padres con cierta indiferencia y despego que enfada. No (dicen), ya estoy emancipado, ya salí de la patria potestad, ya es otro tiempo, y la primera acción con que toman posesión de esta libertad es con chupar o fumar tabaco delante de sus padres (1). A seguida de esto, les hablan con cierto encono, y por último, aunque estén necesitados, no los socorren.
Cuanto a lo primero, esto es, cuanto al respeto y la veneración, nunca quedan los hijos eximidos de ella, sea cual fuere el estado en que se hallen colocados, o la dignidad en que estén puestos. Siempre los padres son padres, y los hijos son hijos; y en éstos, lejos de vituperarse, se alaba el respeto que manifiestan a aquéllos.
Por lo que toca al socorro que deben impartirles en sus necesidades, aún es más estrecha la obligación. No se excusa la mujer, teniéndolo, con decir: Mi marido no me lo da; pedírselo, que si él fue buen hijo, él lo dará; y si no lo diere, economizarlo del gasto y del lujo; pero que haya para galas, bailes y otras extravagancias, y no haya para socorrer a la madre, es cosa que escandaliza; bien que apenas cabe en el juicio que haya tales hijas.
No favorecer a los padres en un caso extremo es como matarlos; delito tan cruel que, asombrados de su enormidad, los antiguos señalaron por pena condigna a quien lo cometiera el que lo encerraran dentro de un cuero de toro, para que muriera sofocado, y que de este modo lo arrojaran a la mar, para que su cadáver ni aun hallara descanso en el sepulcro.
¿Pues cuántos cueros se necesitarán para enfardelar a tantos hijos ingratos como escandalizan al mundo con sus vilezas y ruindades? En aquel tiempo yo no me hubiera quedado sin el mío; porque no sólo no socorrí a mi madre, sino que le disipé aquello poco que mi padre le dejó para su socorro.
Hoy se vendía un cubierto, mañana otro, pasado mañana un nicho, otro día un ropero, hasta que se concluyó con todos los muebles y menaje. Después se siguió con toda la ropita de mi madre, de la que en breve dieron cuenta en el Montepío y en las tiendas, pues como no había para sacarla, todas las prendas se perdieron en una bicoca.
Es verdad que no todo lo gasté yo; algo se consumió entre mi madre y nana Felipa. Éramos como aquel loco de quien refiere el padre Almeida que había dado en la tontera de que era la Santísima Trinidad, y un día le preguntó uno que ¿cómo podía ser eso andando tan despilfarrado y lleno de andrajos? A lo que el loco contestó ¿Qué quiere usted, si somos tres al romper? Así sucedía en casa, que éramos tres al comer y ninguno a buscar. Bien que cuando hubo, yo gastaba y tiraba por treinta, y así a mí sólo se me debe echar la culpa del total desbarato de mi casa.
La pobre de mi madre se cansaba en persuadirme solicitara yo algún destino para ayudarnos; pero yo en nada menos pensaba. Lo uno, por que me agradaba más la libertad que el trabajo, como buen perdido, si acaso hay perdidos que sean buenos; y lo otro, porque ¿qué destino había de hallar que fuera compatible con mi inutilidad y vanidad que fundaba en mi nobleza y en mi retumbante título hueco de bachiller en artes, que para mí montaba tanto como el de conde o marqués?
Al pie de la letra se cumplió la predicción de mi padre; y mi madre entonces, a pesar de su cariño, que nunca le falló hacia mí, conoció cuánto había errado en oponerse a que yo aprendiese algún oficio.
El saber hacer alguna cosa útil con las manos, quiero decir, el saber algún arte, ya mecánico, ya liberal, jamás es vituperable, ni se opone a los principios nobles, ni a los estudios ni carreras ilustres que éstos proporcionan; antes suele haber ocasiones donde no vale al hombre ni la nobleza más ilustre, ni el haber tenido muchas riquezas, y entonces le aprovechan infinito las habilidades que sabe ejercitar por sí mismo.
La deshonra, dice un autor que escribió casi a fines del siglo pasado (Se refiere al Lic. Francisco Xavier Peñaranda y a su obra Sistema económico y político más conveniente a Espáña), la deshonra ha de nacer de la ociosidad o de los delitos, no de las profesiones. Todos los individuos del cuerpo político deben reputarse en esta parte hijos de una familia.
Si uno de nuestros abogados, teólogos y canonistas arribara náufrago a Pekín o Constantinopla, ¿hallará qué comer con su profesión? No, porque en esas capitales ni reina nuestra religión ni rigen nuestras leyes; y si no sabía coser una camisa, tejer un jubón, hacer unos zapatos o cosa semejante con sus manos, sus conclusiones, argumentos, sistemas y erudiciones le servirían tanto para subsistir, como a un médico sus aforismos en una isla desierta e inhabitable.
Ésta es una verdad, pero por desgracia el abuso que contra ella se comete es casi general en los ricos y en los que se tienen por de la sangre azul.
Dije casi y dije una babera: sin casi. Es abuso generalísimo, y tanto, que está apadrinado por la vieja y grosera preocupación de que los oficios envilecen al que los ejercita, y de este error se sigue otro más maldito, y es aquel desprecio con que se ve y se trata a los pobres oficiales mecánicos. Fulano es hombre de bien, pero es sastre; Zutano es de buena cuna, pero es barbero; Mengano es virtuoso, pero es zapatero. ¡Oh! ¿Quién le ha de dar el lado? ¿Quién lo ha de sentar a su mesa? ¿Ni quién lo ha de tratar con distinción y aprecio? Sus cualidades personales lo recomiendan, pero su oficio lo abate.
No son, hijos míos, los oficios los que envilecen al hombre (no me cansaré de repetir esta verdad); el hombre es el que se envilece con sus malos procederes; ni menos es estorbo la pobre cuna, ni las artes mecánicas para lograr entre los apreciadores del mérito el lugar que uno se sepa merecer con su virtud, habilidad y ciencia. Buenos testigos de esta verdad son tantos ingeniosos poetas, diestros pintores, excelentes músicos, escultores insignes y otros habilísimos profesores de las artes ya liberales, ya mixtas, a quienes el mundo ha visto visitados, enriquecidos y honrados por los pontífices, emperadores y reyes de la Europa. Prueba clara de que el mérito distinguido y la sobresaliente habilidad no sólo no es barrera que imposibilita los honores, sino que muchas veces es el imán que los atrae hacia sus profesores. Ya se ha dicho en esta misma obrita que Sixto V, antes de gobernar la Iglesia católica como Pontífice, fue porquerizo (2). Ejemplar que vale por otros muchos que recuerdan las historias eclesiástica y profana. Bien que la vanidad ha hecho que en nuestros días no sean estos ejemplos muy comunes.
Pero es menester decirlo todo. No sé si es más admirable ver a un hombre elevarse desde la basura a un puesto alto; o ver a otros que, colocados en él, no olviden la humildad de sus principios. Yo creo que esto, así como es lo más justo, así es lo más difícil, atendida la soberbia humana, y siendo lo más difícil de suceder, debe ser lo más admirable.
No son estas ficciones de mi pluma; el mundo es testigo de estas verdades. ¿Cuántos, al tiempo de leer estos renglones, dirán: Mi hermano el doctor no me habla; otros: Mi hermana la casada no me saluda; otros: Mi tío el pre-bendado no me conoce, y así muchos?
No quisiera decirlo, pero quizá por este vicio e ingratitud se inventó aquel trillado refrán que dice: quieren ver a un ruin, denle un cargo. Ello es una vileza de espíritu (3) degenerar de su sangre y dejar perecer en la miseria a los deudos sólo por pobres, al tiempo que se podían favorecer con facilidad a merced del puesto encumbrado que se ocupa (4).
Pero aunque sea soberbia, villanía o lo que se le quiera llamar, así lo vemos practicar. Y si estas clases de personas son tan altivas con su sangre, ¿qué no serán con sus dependientes, súbditos y otros pobres a quienes consideran muy indignos de su afabilidad y cortesía?
Se ve, y no con rareza, que muchos de éstos que eran atentos, cariñosos y bien criados con todo el mundo en la esfera de pobres; luego que cambia su suerte y se levantan de entre la ceniza, se hacen soberbios, hinchados, fastidiosos y detestables.
¡Qué diferente juicio no hace el mundo de aquellos que habiendo nacido pobres u oscuros, y hallándose de repente con riquezas o empleos sobresalientes, ni se desvanecen con la altura de éstos, ni se deslumbran con el brillo de aquéllas, sino que, inalterables en el mismo grado de sencillez y bella índole que antes tenían, conquistan cuantos corazones tratan! ¿No es preciso confesar que el corazón de estos hombres es magnánimo, que no se aturde ni se inflama con el oro, y que si nació sin empleos y sin honores, a lo menos fue siempre digno de ellos?
Y si estos mismos hombres, en vez de abusar de su poder o su dinero para oprimir al desvalido o atropellar al pobre, en cada uno de estos desgraciados reconocen un semejante suyo, lo halagan con su dulce trato, lo alientan con sus esperanzas, y lo favorecen cuando pueden, ¿no es verdad que en vez de murmuradores, envidiosos y maldicientes, tendrían un sinnúmero de amigos y devotos que los llenaran de bendiciones, les desearan sus aumentos, y glorificaran su memoria aún más allá del término de sus días? ¿Quién lo duda?
Ni es prenda menos recomendable, en un rico de los que hablo, una ingenuidad sincera y sin afectación. El saber confesar nuestros defectos nosotros mismos es una virtud que trae luego la ventaja de ahorrarnos el bochorno de que otros nos lo refrieguen en la cara; y si el nacer pobres o sin ejecutorias es defecto (5), confesándolo nosotros les damos un fuerte tapaboca a nuestros enemigos y envidiosos.
Ya veis, pues, queridos míos, como ni los oficios ni la pobreza envilecen al hombre, ni le son estorbo para obtener los más brillantes puestos y dignidades, cuando él sabe merecerlos con su virtud o sus letras.
En estas verdades os habéis de empapar, y éstos son los ejemplos que debéis seguir constantemente, y no los de vuestro mal padre, que, habiéndose connaturalizado con la holgazanería y la libertad, no se quería dedicar a aprender un oficio ni a solicitar un amo a quien servir, porque era noble; como si la nobleza fuera el apoyo de la ociosidad y del libertinaje.
La pobre de mi madre se cansaba en aconsejarme, pero en vano. Yo me empeoraba cada día, y cada instante le daba nuevas pesadumbres y disgustos, hasta que acosada de la miseria y oprimida con el peso de mis maldades, cayó la infeliz en cama de la enfermedad de que murió.
En ese tiempo, ¡qué trabajos para el médico! ¡Qué ansias para la botica! ¡Qué congojas para el alimento no costó, no a mí, sino a la buena de tía Felipa! Porque yo, pícaro como siempre, apenas iba a casa al mediodía ya la noche a engullir lo que podía, y a preguntar como por cumplimiento cómo se sentía mi madre.
Ya han pasado muchos años, ya he llorado muchas lágrimas y mandado decir muchas misas por su alma, y aún no puedo acallar los terribles gritos de mi conciencia, que incesantemente me dicen: Tú mataste a tu madre a pesadumbres; tú no la socorriste en su vida, después de sumergirla en la miseria, y tú, en fin, no le cerraste los ojos en su muerte. ¡Ay, hijos míos, no quiera Dios que experimentéis esos remordimientos! Amad, respetad y socorred siempre a vuestra madre, que esto os manda el Creador y la naturaleza.
En los seis días que vivió, todo su delirio se redujo a darme consejos y a preguntar por mí, según me dijeron las vecinas, y yo cuando estaba en casa no le oía decir sino: ¿Ya vino Pedro? ¿Ya está ahí? Dele usted de cenar, tía Felipa; hijo, no salgas, que ya es tarde, no te suceda una desgracia en la calle, y otras cosas a este tenor con las que probaba el amor que me tenía. ¡Ay, madre mía, cuánto me amaste y qué mal correspondí a tus caricias!
Finalmente, su merced expiró cuando yo no estaba en casa. Súpelo en la calle, y no volví a aquélla ni puse un pie por sus contornos, sino hasta los tres días, por no atender en los gastos del entierro y todos sus anexos, porque estaba sin blanca, como siempre, y el cura de mi parroquia no era muy amigo de fiar los derechos.
A los tres días me fui apareciendo y haciéndome de las nuevas, contando cómo había estado preso por un pleito, y con el credo en la boca por saber de mi madre, y qué sé yo cuántas más mentiras, con las que, y cuatro lagrimillas les quité el escándalo a las vecinas y el enojo a nana Felipa, de quien supe que viendo que yo no parecía y que el cadáver ya no aguantaba, barrió con cuanto encontró, hasta con el colchón y con mis pocos trapos, y los dio en lo que primero le ofrecieron en el Baratillo, y así salió de su cuidado.
No dejó de afligirme la noticia, por lo que tocaba a mi persona, pues con el rebato que tocó me dejó con lo encapillado y sin una camisa qué mudarme, porque cuantas yo tenía se encerraban en dos.
Pero yo no me tenía tan bien granjeado el amor de nana Felipa, a pesar de que me crió, como dicen. Aguantó como las buenas mujeres los nueve días de luto en casa, y no fue lo más el aguantarlos, sino el darme de comer en todos ellos a costa de mil drogas y mil bochornos, pues ya no había quedado ni estaca en pared.
Pero viendo mi sinvergüencería, me dijo:
- Pedrito, ya ves que yo no tengo de dónde me venga ni un medio; yo estoy en cueros y he estado sin conveniencia por servir y acompañar al alma mía de mi señora, que de Dios goce; pero ahora, hijito, ya se murió, y es fuerza que vaya a buscar mi vida; porque tú no lo tienes ni de dónde te venga, ni yo tampoco, y asina ¿qué hemos de hacer?
Y diciendo esto, llorando como una niña y mudándose para la calle, fue todo uno, sin poderla yo persuadir a que se quedara por ningún caso. Ella hizo muy bien. Sabía el pan que yo amasaba, y la vida que le había dado a mi pobre madre; ¿qué esperanzas le podían quedar con semejante vagabundo?
Cátenme ustedes solo en mi cuarto mortuorio, que ganaba veinte reales cada mes, y no se pagaba la renta siete; sin más cama, sábanas ni ropa que la que tenía encima, sin tener qué comer ni quién me lo diera; y en medio de estas cuitas va entrando el maldito casero, apurándome con que le pagara; haciéndome la cuenta de veinte por siete son ciento cuarenta, que montan diecisiete pesos cuatro reales, y que si no le pagaba o le daba prenda o fiador, vería a un juez y me pondría en la cárcel.
Yo, temeroso de esta nueva desgracia, ofrecí pagarle a otro día, suplicándole se esperara mientras cobraba cierto comunicado de mi madre.
El pobre lo creyó y me dejó. Yo no perdí tiempo, le escribí un papel en que le decía que al buen pagador, no le dolían prendas, y que en virtud de eso le hacia cesión de bienes de todos los trastos de mi casa, cuya lista quedaba sobre la mesa.
Hecha la carta, cerrada con oblea y entregada con la llave a la casera, me salí a probar nuevas aventuras y a andar mis estaciones, como veréis en el capítulo que sigue.
Pero antes de cerrar éste, sabréis cómo a otro día fue el casero a cobrar, preguntó por mí, diéronle el papel, lo leyó, pidió la llave, abrió el cuarto para ver los trastos, y se fue hallando con el papel prometido que decía:
Lista de los muebles y alhajas de que hago cesión a don Pánfilo Pantoja por el arrendamiento de siete meses que debo de este cuarto.
A saber:
Dos canapés y cuatro sillitas de paja, destripados y llenos de chinches.
Una cama vieja que en un tiempo fue verde, también con chinches.
Una mesita de rincón, quebrada.
Una íd grande ordinaria, sin un pie.
Un estantito sin llave y con dos tablas menos.
Un petate de a cinco varas, y en cada vara cinco millones de chinches.
Un nichito de madera ordinaria con un pedazo de vidrio, y dentro un santo de cera, que ya no se conoce quién es por los perjuicios del tiempo.
Dos lienzos grandes que por la misma causa no descubren ya sus pinturas;
pero sí el cotense en que las pusieron.
Dos pantallitas de palo viejas, doradas, una con su luna quebrada y otra sin nada.
Una papelera apolillada.
Una caja grande sin fondo ni llave.
Un baúl tiñoso de pelo y muy anciano.
Una silla poltrona coja.
Una guitarra de tejamanil sorda.
Unas despabiladeras tuertas.
Una pileta de agua bendita de Puebla, despostillada.
Un rosario de Jerusalén con su cruz embutida en concha, sin más defecto que tres o cuatro cuentas menos en cada diez.
Un tomo trunco del Quijote, sin estampas.
Un Lavalle viejito y sin forro.
Un promontorio de novenas viejas.
Un candelero de cobre.
Una palmatoria sin cañón.
Dos cucharas de peltre y un tenedor con un diente.
Dos pocillos de Puebla sin asa.
Dos escudillas de íd, y cuatro platos quebrados.
Una baraja embijada.
Como veinte relaciones y romances, y otros impresos sueltos.
Entre ollitas y cazuelas buenas y quebradas, doce piezas.
Un cacito agujereado.
Un pedazo de metate.
Un molcajete sin mano.
La escobita del bacín.
La olla del agua.
El cántaro del pozo.
El palito de la lumbre.
La tranca de la puerta.
Una borcelana cascada.
Dos servicios útiles, poco vacíos.
Todo esto para el señor casero, encargándole que si sobrare algún dinero después de pagada su deuda, lo invierta por bien de la difunta.
México, 15 de noviembre de 1789.
Pedro Sarmiento.
Se daba al diablo el triste casero con semejante lista, mientras yo, según os dije, me ocupaba en otras atenciones más precisas.
Notas
(1) EI fumar no es malo; es un vicio de los tolerables, y aunque él por sí es muchas veces pernicioso a la salud y gravoso a la bolsa. y a la costumbre lo tiene favorecido; pero ¿el chupar delante de los padres? Tampoco es malo; es tan lícito como delante de los que no lo son. Ningún padre se escandalizará si ve que su hijo toma polvos en su presencia; mas con todo eso. la misma costumbre que sufre que se tome tabaco aun en la iglesia. por las narices, no lo tolera por la boca, ni delante de los padres y superiores. Ello es una preocupación, pero pasadera, y con la que probamos nuestro respeto a algunas personas y lugares.
(2) Este Pontífice nació en un pueblo en la marca de Ancona a 13 de diciembre de 1521. Fue su padre un pobre labrador, como dice Moreri, o viñadero, como dice el autor del Diccionario de hombres ilustres, llamado Peretti, y su madre Mariana. Cuidaba puercos o lechones, y pasando un religioso franciscano por donde él estaba, ignorando el camino, lo llevó de guía, y enamorado de la agudeza de sus respuestas lo condujo a su convento. A poco tiempo tomó el hábito de la orden seráfica, y correspondiendo sus ascensos a su aplicación y talento, logró sentarse en la silla de San Pedro. Restableció a la pureza de su origen la edición de la Vulgata (Biblia), canonizó a San Diego, religioso franciscano español; agregó a los DD, de la Iglesia a San Buenaventura; mandó celebrar la fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen; hizo muchas otras cosas excelentes. En tiempo de una grande hambre que padeció Roma, por cuya causa hubo una sublevación, construyó varios edificios, abrió algunos caminos y promovió el famoso templo o cúpula de San Pedro, que se creía inacabable, en la que mantuvo diariamente a 600 operarios. Últimamente, erigió un obelisco en la plaza de San Pedro, de 72 pies de altura. No sólo este Pontífice fue de humilde y pobre ascendencia: Sin nombrar a San Pedro, San Dionisio, Juan XVIII, Dámaso II, Nicolás I y otros se cuentan de oscuro linaje. Adriano IV y Alejandro V, de niños, se alimentaron de limosna; Urbano IV fue hijo de otro porquerizo; Benedicto XI fue hijo de una lavandera de paños; Benedicto XII hijo de un molinero, etc. (Véase La historia de los Pontífices). Lo que prueba bien que ni lo oscuro del nacimiento ni la última miseria obstan para lograr los empleos más honoríficos, cuando la ciencia y la virtud hacen a los hombres dignos de ellos.
(3) Así como puede haber un alma noble en un plebeyo, así puede haber un alma ruin dentro de un noble, y a ésta llamamos alma vil o vileza de espíritu.
(4) Se entiende, sin perjuicio de la justicia, pues entonces no resultará del beneficio virtud, sino agravio.
(5) No son defectos. El mundo mira con desprecio a los pobres y a los que no brilan con la nobleza; pero ésta es una de las locuras de que está el mundo lleno. Los defectos que no penden del arbitrio del hombre no son vituperables, ni se deben hechar en cara. Hacerlo es una necedad.
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