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LIBRO III

I

Refiere Periquillo su buena conducta en Manila, el duelo entre un inglés y un negro, y una discusioncilla no despreciable

Experimentamos los hombres unas mutaciones morales en nosotros mismos de cuando en cuando, que tal vez no acertamos a adivinar su origen, así como en lo físico palpamos muchos efectos en la Naturaleza y no sabemos la causa que los produce, como sucede hasta hoy con la virtud atractiva del imán y con la eléctrica; por eso dijo el poeta que era feliz quien podía conocer la causa de las cosas.

El caso fue que ya por verme distante de mi patria, ya por libertarme de las incomodidades que me acarrearía el servicio en la tropa por ocho años, a que me sujetaba mi condena, o ya por el famoso tratamiento que me daba el coronel, que sería lo más cierto, yo procuré corresponder a sus confianzas, y fui en Manila un hombre de bien a toda prueba.

Cada día merecía al coronel más amor y más confianza, y tanta llegué a lograr, que yo era el que corría con todos sus intereses, y los giraba según quería; pero supe darme tan buenas trazas, que lejos de disiparlos, como se debía esperar de mí, los aumenté considerablemente comerciando en cuanto podía con seguridad.

Mi coronel sabía mis industrias; mas como veía que ya no aprovechaba nada para mí, y antes bien tenía sobre la mesa un libro que hice y titulé: Cuaderno económico donde consta el estado de los haberes de mi amo, se complacía en ello y cacareaba la honradez de su hijo. Así me llamaba este buen hombre.

Como los sujetos principales de Manila veían el trato que me daba el coronel, la confianza que hacía de mí y el cariño que me dispensaba, todos los que apreciaban su amistad me distinguían y estimaban en más que a un simple asistente, y este mismo aprecio que yo lograba entre las personas decentes era un freno que me contenía para no dar qué decir en aquella ciudad. Tan cierto es que el amor propio bien ordenado no es un vicio, sino un principio de virtud.

Como mi vida fue arreglada en aquellos ocho años, no me acaecieron aventuras peligrosas ni que merezcan referirse. Ya os he dicho que el hombre de bien tiene pocas desgracias que contar. Sin embargo, presencié algunos lancecillos no comunes. Uno de ellos fue el siguiente:

Un año, que con ocasión de comercio habían pasado del puerto a la ciudad algunos extranjeros, iba por una calle un comerciante rico, pero negro. Debía de ser su negocio muy importante, porque iba demasiado violento y distraído, y en su precipitada carrera no pudo excusarse de darle un encontrón a un oficial inglés que iba cortejando a una criollita principal: pero el encontrón o atropellamiento fue tan recio, que a no sostenerlo la manilería, va a dar al suelo mal de su grado. Con todo eso, del esquinazo que llevó se le cayó el sombrero y se le descompuso el peinado.

No fue bastante la vanidad del oficialito a resistir tamaña pesadumbre, sino que inmediatamente corrió hacia el negro tirando de la espada. El pobre negro se sorprendió, porque no llevaba armas, y quizá creyó que allí llegaba el término de sus días. La señorita y otros que acompañaban al oficial lo contuvieron, aunque él no cesaba de echar bravatas en las que mezclaba mil protestas de vindicar su honor ultrajado por un negro.

Tanto negreó y vilipendió al inculpable moreno, que éste le dijo en lengua inglesa:

- Señor, callemos; mañana espero a usted para darle satisfacción con una pistola en el parque.

El oficial contestó aceptando, y se serenó la cosa, o pareció serenarse.

Yo, que presencié el pasaje y medio entendía algo de inglés, como supe la hora y el lugar señalado para el duelo, tuve cuidado de estar puntual allí mismo, por ver en qué paraban.

En efecto, al tiempo aplazado llegaron ambos, cada uno con un amigo que nombraba padrino. Luego que se reconocieron, el negro sacó dos pistolas, y presentándolas al oficial, le dijo:

- Señor, yo ayer no traté de ofender el honor de usted; el atropellarlo fue una casualidad imprevista; usted se cansó de maltratarme y aun quería herirme o matarme; ¡yo no tenía armas con qué defenderme de la fuerza en el instante del enojo de usted, y conociendo que el emplazarlo a un duelo sería el medio más pronto para detenerlo y dar lugar a que se serenara, lo verifiqué y vine ahora a darle satisfacción con una pistola, como le dije.

- Pues bien -dijo el inglés-, despachemos, que aunque no me es lícito ni decente el medir mi valor con un negro, sin embargo, seguro de castigar a un villano osado, acepté el desafío. Reconozcamos las pistolas.

- Está bien -dijo el negro-, pero sepa usted que el que ayer no trató de ofenderlo, tampoco ha venido hoya este lugar con tal designio.

El empeñarse un hombre de la clase de usted en morir o quitar la vida a otro hombre por una bagatela semejante, me parece que lejos de ser honor es capricho, como lo es sin duda el tenerse por agraviado por una casualidad imprevista; pero si la satisfacción que he dado a usted no vale nada, y es preciso que sea muriendo o matando, yo no quiero ser reo de un asesinato, ni exponerme a morir sin delito, como debe suceder si usted me acierta o yo le acierto el tiro. Así pues, sin rehusar el desafío, quede bien el más afortunado, y la suerte decida en favor del que tuviere justicia. Tome usted las dos pistolas; una de ellas está cargada con dos balas y la otra está vacía; barájelas usted, revuélvalas, deme la que quiera partamos y quede la ventaja por quien quedare.

No bien oyó esta palabra el ardiente joven, cuando, sin hacer aprecio a las reflexiones de los testigos, barajó las pistolas, y tomando la que le pareció, dio la otra al negro.

Volviéronse ambos las espaldas, anduvieron. un corto trecho, y dándose las caras al descubrir disparó el oficial al negro pero sin fruto, porque él se escogió la pistola vacía. Se quedó aturdido en el lance creyendo con todos los testigos ser víctima indefensa de la cólera del negro; pero éste, con la mayor generosidad, le dijo:

- Señor, los dos hemos quedado bien; el duelo se ha concluido; usted no ha podido hacer más que aceptarlo con las condiciones que puse, y yo tampoco pude hacer sino lo mismo. El tirar o no tirar pende de mi arbitrio; pero si jamás quise ofender a usted, ¿cómo he de querer ahora viéndolo desarmado? Seamos amigos, si usted quiere darse por satisfecho; pero si no puede estarlo sino con mi sangre, tome la pistola con balas y diríjala a mi pecho.

Diciendo esto, le presentó el arma horrible al oficial, quien, conmovido con semejante generosidad, tomó la pistola, la descargó en el aire, y arrojándose al negro con los brazos abiertos, lo estrechó en ellos diciéndole con la mayor ternura:

- Sí, mister, somos amigos y lo seremos eternamente; dispensad mi vanidad y mi locura. Nunca creí que los negros fueran capaces de tener almas tan grandes.

- Es preocupación que aún tienen muchos sectarios -dijo el negro, quien abrazó al oficial con toda expresión.

Cuantos presenciamos el lance nos interesamos en que se confirmara aquella nueva amistad, y yo, que era el menos conocido de ellos, no tuve embarazo para ofrecerme por amigo, suplicándoles me recibieran en tercio y aceptaran el agasajo que quería hacerles llevándoles a tomar un ponche o una sangría en el café más inmediato.

Agradecieron todos mi obsequio, y fuimos al café, donde mandé poner un buen refresco. Tomamos alegremente lo que apetecimos, y yo, deseando oír producir al negro, les dije:

- Señores, para mí fue un enigma la última expresión que usted dijo de que jamás creyó que los negros fueran capaces de tener almas generosas, y la que usted contestó era diciendo que era preocupación tal modo de pensar, y cierto que yo hasta hoy he pensado como mi capitán, y apreciara aprender de la boca de usted las razones fundamentales que tiene para asegurar que es preocupación tal pensamiento.

- Yo siento -dijo el prudente negro- verme comprometido entre el respeto y la gratitud. Ya sabe usted que toda conversación que incluya alguna comparación es odiosa. Para hablar a usted claramente, es menester comparar, y entonces quizá se enojará mi buen amigo el señor oficial, y en tal caso me comprometo, con él; si no satisfago el gusto de usted, falto a la gratitud que debo a su amistad, y así ...

- No, no, mister -dijo el oficial-; yo deseo no sólo complacer a usted y hacerle ver que si tengo preocupaciones no soy indócil, sino que aprecio salir de cuantas pueda; y también quiero que estos señores tengan el gusto que quieren de oír hablar a usted sobre el asunto, y mucho más me congratulo de que haya entre usted y yo un tercero en discordia que ventile por mí esta cuestión.

- Pues siendo así -dijo el negro dirigiéndome la palabra-, sepa usted que el pensar que un negro es menos que un blanco, generalmente es una preocupación opuesta a los principios de la razón, a la humanidad y a la virtud moral. Prescindo ahora de si está admitida por algunas religiones particulares, o si la sostiene el comercio, la ambición, la vanidad o el despotismo.

Pero yo quiero que de ustedes el que se halle más surtido de razones contrarias a esta proposición me arguya y me convenza si pudiere.

Sé y he leído algo de lo mucho que en este siglo han escrito plumas sabias y sensibles en favor de mi opinión; pero sé también que estas doctrinas se han quedado en meras teorías, porque en la práctica yo no hallo diferencia entre lo que hacían con los negros los europeos en el siglo XVII y lo que hacen hoy. Entonces la codicia acercaba a las playas de mis paisanos sus embarcaciones, que llenaban de éstos, o por intereses o por fuerza; las hacían vomitar en sus puertos y traficaban indignamente con la sangre humana.

En la navegación ¿cuál era el trato que nos daban? El más soez e inhumano. Yo no quiero citar a ustedes historias que han escrito vuestros compatriotas, guiados de la verdad, porque supongo que lo sabréis, y también por no estremecer vuestra sensibilidad; porque, ¿quién oirá sin dolor que en cierta ocasión, porque lloraba en el navío el hijo de una negra infeliz y con su inocente llanto quitaba el sueño al capitán, éste mandó que arrojaran al mar a aquella criatura desgraciada, como se verificó con escándalo de la Naturaleza?

Es verdad que los gobiernos cultos han repugnado este ilícito y descarado comercio, y sin lisonjear a España, el suyo ha sido de los más opuestos. Usted -me dijo el negro-, usted como español sabrá muy bien las restricciones que sus reyes han puesto en este tráfico, y sabrá las ordenanzas que sobre el tratamiento de esclavos mandó observar Carlos III; pero todo esto no ha bastado a que se sobresea en un comercio tan impuro. No me admiro; éste es uno de los gajes de la codicia. ¿Qué no hará el hombre? ¿Qué crimen no cometerá cuando trata de satisfacer esta pasión? Lo que me admira y me escandaliza es ver estos comercios tolerados y estos malos tratamientos consentidos en aquellas naciones donde dicen reina la religión de la paz, y en aquellas en que se recomienda el amor del semejante como el propio del individuo yo deseo, señores, que me descifréis el enigma. ¿Cómo cumpliré bien los preceptos de aquella religión que me obliga a amar al prójimo como a mí mismo, y a no hacer a nadie el daño que repugno, comprando por un vil interés a un pobre negro; haciéndolo esclavo de servicio, obligándolo a tributarme afuera de un amo tirano, descuidándome de su felicidad y acaso de su subsistencia, y tratándolo a veces quizá poco menos que bestia?, yo no sé, repito, cómo cumpliré en medio de estas iniquidades con aquellas santas obligaciones. Si ustedes saben cómo se concierta todo esto, os agradeceré me lo enseñéis, por si algún día se me antojare ser cristiano y comprar negros como si fueran caballos. Lo peor es que sé por datos ciertos que hablar con esa claridad no se suele permitir a los cristianos por razones que llaman de Estado o qué sé yo; lo cierto es que si esto fuere así, jamás me aficionaré a tal religión; pero creo que son calumnias de los que no la apetecen.

Sentado esto, he de concluir con que el mal tratamiento, el rigor y desprecio con que se han visto y se ven los negros no reconoce otro origen que la altanería de los blancos, y ésta consiste en creerlos inferiores por su naturaleza, lo que, como dije, es una vieja e irracional preocupación.

De lo dicho se debe deducir; que despreciar a los negros por su color y por la diferencia de su religión y costumbres es un error; el maltrarlos por ello, crueldad; y el persuadirse a que no son capaces de tener almas grandes que sepan cultivar las virtudes morales, es una preocupación demasiado crasa, como dije al señor oficial, y preocupación de que os tiene harto desengañados la experiencia, pues entre vosotros han florecido negros sabios, negros valientes, justos, desinteresados, sensibles, agradecidos, y aun héroes admirables.

Calló el negro, y nosotros, no teniendo qué responder, callamos también, hasta que el oficial dijo:

- Yo estoy convencido de esas verdades, más por el ejemplo de usted que por sus razones, y creo desde hoy que los negros son tan hombres como los blancos, susceptibles de vicios y virtudes como nosotros, y sin más distintivo accidental, que el color, por el cual solamente no se debe en justicia calificar el interior del animal que piensa, ni menos apreciado o abatido.

Diciendo esto se levantó nuestro negro, y sin exigir respuesta a lo que no la tenía, brindó con nosotros por última vez, y abrazándonos y ofreciéndonos todos recíprocamente nuestras personas y amistad, nos retiramos a nuestras casas.

Algunos días después tuve la satisfacción de verme a ratos con mis dos amigos, el oficial y el negro, llevándolos a casa del coronel, quien les hacía mucho agasajo; pero me duró poco esta satisfacción, porque al mes del suceso referido, se hicieron a la vela para Londres.

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