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LIBRO I

II

En el que Periquillo da razón de su ingreso a la escuela, los progresos que hizo en ella, y otras particularidades que sabrá el que las leyere, las oyere leer o las preguntare

Hizo sus mohinas mi padre, sus pucheritos mi madre, y yo un montón de alharacas y berrinches revueltos con mil lágrimas y gritos; pero nada valió para que mi padre revocara su decreto. Me encajaron en la escuela mal de mi agrado.

Yo era uno de tantos, y cumplía con mis deberes exactamente. Me sentaba mi maestro junto a sí, ya por especial recomendación de mi padre, o ya porque era yo el más bien tratadito de ropa que había entre sus alumnos.

Una vez le oí decir platicando con uno de ellos: Sólo la maldita pobreza me puede haber metido a escuelero; ya no tengo vida con tanto muchacho condenado; ¡qué traviesos que son y qué tontos! Por más que hago, no puedo ver uno aprovechado. ¡Ah, fucha en el oficio tan maldito! ¡Sobre que ser maestro de escuela es la última droga que nos puede hacer el diablo! ... Así se producía mi buen maestro, y por sus palabras conoceréis el candor de su corazón, su poco talento y el concepto tan vil que tenía tomado de un ejercicio tan noble y recomendable por sí mismo.

En segundo lugar carecía, como dije, de disposición para ella, o de lo que se dice genio. Tenía un corazón muy sensible, le era repugnante el afligir a nadie, y este suave carácter le hacía ser demasiado indulgente con sus discípulos. Rara vez les reñía con aspereza, y más rara los castigaba. La palmeta y disciplina tenían poco que hacer por su dictamen; con esto los muchachos estaban en sus glorias, y yo entre ellos, porque hacíamos lo que se nos antojaba impunemente.

Ya ustedes verán, hijos míos, que este hombre, aunque bueno de por sí, era malísimo para maestro y padre de familias, pues así como no se debe andar todo el día sobre los niños con el azote en la mano como cómitre de presidio, así tampoco se les debe levantar del todo.

Platón decía que no siempre se han de refrenar las pasiones de los niños con la severidad, ni siempre se han de acostumbrar a los mimos y caricias (Libro VII de legibus). La prudencia consiste en poner medio entre los extremos.

Por otra parte, mi maestro carecía de toda la habilidad que se requiere para desempeñar este título. Sabía leer y escribir, cuando más, para entender y darse a entender, pero no para enseñar. No todos los que leen saben leer. Hay muchos modos de leer, según los estilos de las escrituras.

Y si esto era por lo tocante a leer, por lo que respecta a escribir, ¿qué tal sería? Tantito peor, y no podía ser de otra suerte; porque sobre cimientos falsos no se levantan jamás fábricas firmes.

Es verdad que tenía su tintura en aquella parte de la escritura que se llama caligrafía, porque sabía lo que eran trazos, finales, perfiles, distancias, proporciones, etc.; en una palabra, pintaba muy bonitas letras; pero en esto de ortografía no había nada.

Tenía una hermosa imagen de la Concepción, y le puso al pie una redondilla que desde luego debía decir así:

Pues del Padre celestial
fue María la hija querida.
¿No había de ser concebida
sin pecado original?

Pero el infeliz hombre erró de medio a medio la colocación de los caracteres ortográficos, según que lo tenía de costumbre, y escribió un desatino endemoniado y digno de una mordaza, si lo hubiera hecho con la más leve advertencia, porque puso:

¿Pues del Padre celestial
fue María la hija querida?
No, había de ser concebida
sin pecado original.

Ya ven ustedes qué expuesto está a escribir mil desatinos el que carece de instrucción en la ortografía, y cuán necesario es que en este punto no os descuidéis con vuestros hijos.

Pues aún no es esto todo lo malo que hay en el particular, porque es una lástima ver que este defecto de ortografía se extiende a muchas personas de fina educación, de talentos no vulgares, y que tal vez han pasado su juventud en los colegios y universidades, de manera que no es muy raro oír un bello discurso a un orador, y notar en este mismo discurso escrito por su mano sesenta mil defectos ortográficos; y a mí me parece que esta falta se debe atribuir a los maestros de primeras letras, que o miran este punto tan principal de la escritura como mera curiosidad, o como requisito no necesario, y por eso se descuidan de enseñarIo a sus discípulos, o enteramente lo ignoran, como mi maestro, y así no lo pueden enseñar.

En mi escuela se nos olvidaban nuestros nombres propios por llamamos con los injuriosos que nos poníamos. Uno se conocía por el tuerto, otro por el corcovado, éste por el lagañoso, aquél por el roto. Quien había que entendía muy bien por loco, quien por burro, quien por guajolote, y así todos.

Entre tantos padrinos no me podía yo quedar sin mi pronombre. Tenía cuando fui a la escuela una chupita verde y calzón amarillo. Estos colores, y el llamarme mi maestro algunas veces por cariño Pedrillo, facilitaron a mis amigos mi mal nombre, que fue Periquillo; pero me faltaba un adjetivo que me distinguiera de otro Perico que había entre nosotros, y este adjetivo o apellido no tardé en lograrIo. Contraje una enfermedad de sarna, y apenas lo advirtieron, cuando acordándose de mi legítimo apellido me encajaron el retumbante titulo de Sarniento, y heme aquí ya conocido no sólo en la escuela ni de muchacho, sino ya hombre y en todas partes, por Periquillo Sarniento.

Entre los romanos fue costumbre conocerse con sobrenombres que denotaban los defectos corporales de quien los tenía: así se distinguieron los Cocles, los Manos largas, los Cicerones, los Nasones y otros; pero lo que entonces fue costumbre adoptada para inmortalizar la memoria de un héroe, hoy es grosería entre nosotros. Las leyes de Castilla imponen graves penas a los que injurian a otros de palabra, y el mismo Cristo dice que será reo del fuego eterno el que dijere a su hermano tonto o fatuo.

Y si aun con los iguales debemos abstenernos de este vicio, ¿qué será respecto a nuestros mayores en edad, saber y gobierno? Y a pesar de esto, ¿cuál es el superior, sea de la clase o carácter que sea, que no tenga su mal nombre en la comunidad o en el pueblo que gobierna? Pues éste es un osado atrevimiento, porque debemos respetarlos en lo público y en lo privado.

¿Qué dijeran estos antiguos si vieran hoy a los muchachos burlarse de los pobres viejos a merced de su cansada edad? Cuarenta y dos muchachos perecieron en los brazos y dientes de dos osos: ¿y porqué? Porque se burlaron del profeta Elíseo gritándole calvo. ¡Oh, qué bueno fuera que siempre hubiera un par de osos a la mano para que castigaran la insolencia de tanto muchacho atrevido y malcriado que crecen entre nosotros!

Volviendo a mis adelantamientos en la escuela, digo que fueron ningunos, y así hubieran sido siempre, si un impensado accidente no me hubiera librado de mi maestro. Fue el caso, que un día entró un padre clérigo con un niño a encomendarlo a su dirección; después que hubo contestado con él, al despedirse observó el versito que os he dicho, lo miró atentamente, sacó un anteojito, lo volvió a leer con él, procuró limpiar las interrogaciones y la coma que tenía el no, creyendo fuesen suciedades de moscas; y cuando se hubo satisfecho de que eran caracteres muy bien pintados, preguntó:

- ¿Quién escribió esto?

A lo que mi buen maestro respondió diciendo que él mismo lo había escrito y que aquélla era su letra. Indignóse el eclesiástico, y le dijo:

- Y usted ¿qué quiso decir en esto que ha escrito?

- Yo, padre -respondió mi maestro tartamudeando-, lo que quise decir es: que María Santísima fue concebida en gracia original, porque fue la hija querida de Dios Padre.

- Pues amigo -repuso el clérigo-, usted eso querría decir; mas aquí lo que se lee es un disparate escandaloso; pero pues sólo es efecto de su mala ortografía, tome usted el palo del tintero o todos sus algodones juntos, y borre ahora mismo y antes que me vaya este verso perversamente escrito, y si no sabe usar de los caracteres ortográficos, no los pinte jamás, pues menos malo será que sus cartas y todo lo que escriba lo fíe a la discreción de sus lectores, sin gota de puntuación, que no que, por hacer lo que no sabe, escriba injurias o blasfemias como la presente.

El pobre de mi maestro, todo corrido y lleno de vergüenza, borró el verso fatal, delante del padre y de nosotros. Luego que concluyó su tácita retracción, prosiguió el eclesiástico:

- Son necesarios requisitos, para desempeñar estos títulos ciencia, prudencia, virtud y disposición. Usted no tiene más que virtud, y ésta sólo lo hará bueno para mandadero de monjas o sacristán, no para director de niños. Conque procure usted, solicitar otro destino, pues si vuelvo a ver esta escuela abierta, avisaré al maestro mayor para que le recoja a usted las licencias, si las tiene. Adiós.

Consideren ustedes cómo quedaría mi maestro con semejante panegírico. Luego que se fue el padre clérigo, se sentó y reclinó la cabeza sobre sus brazos, lleno de confusión y guardando un profundo silencio.

- Hijos míos, yo no trato de proseguir en un destino que, lejos de darme qué comer, me da disgusto. Ya habéis visto el lance que me acaba de pasar con ese padre; Dios le perdone el mal rato que me ha dado; pero yo no me expondré a otro igual, y así no vengáis a la tarde; avisad a vuestros padres que estoy enfermo y ya no abro la escuela. Conque hijos, vayan norabuena y encomiéndenme a Dios.

Con esta noticia tuvo mi padre que solicitarme nuevo maestro, y lo halló al cabo de cinco días. Llevóme a su escuela y entregóme bajo su terrible férula.

Este mi nuevo maestro era alto, seco, entrecano, bastante bilioso e hipocondriaco, hombre de bien a toda prueba, arrogante lector, famoso pendolista, aritmético diestro y muy regular estudiante; pero todas estas prendas las deslucía su genio tétrico y duro.

Era de aquellos que llevan como infalible el cruel y vulgar axioma de que la letra con sangre entra, y bajo este sistema era muy raro el día que no nos atormentaba.

La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos los instrumentos punitorios estaban en continuo movimiento sobre nosotros; y yo, que iba lleno de vicios, sufría más que ninguno de mIs condiscípulos los rigores del castigo.

En este círculo horroroso de yerros y castigo, viví dos meses bajo la dominación de aquel sátrapa infernal. En este tiempo ¡qué diligencias no hizo mi madre, obligada de mis quejas, para que mi padre me mudara de escuela! ¡Qué disgustos no tuvo! ¡Y qué lágrimas no le costó! Pero mi padre estaba inexorable, persuadido a que todo era efecto de su consentimiento, y no quería en esto condescender con ella, hasta que por fortuna fue un día a casa de visita un religioso que ya tenía noticia del pan que amasaba el señor maestro susodicho, y ofreciéndose a hablar de sus crueldades, peroró mi madre con tanto ahínco y atestiguó el religioso con tanta solidez a mi favor que, convencido mi padre, se resolvió a ponerme en otra parte, como veréis en el capítulo que sigue.

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