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LIBRO III

IV

En el que nuestro Perico cuenta cómo se fingió conde en la isla; lo bien que pasó; lo que vio en ella y las pláticas que hubo en la mesa con los extranjeros que no son del todo despreciables

OS acordaréis que apoyado desde mi primera juventud o desde mi pubertad en el consentimiento de mi cándida madre, me resistí a aprender oficio, y aborreciendo todo trabajo, me entregué desde entonces a la holgazanería.

Forzosamente nuestro padre aquí abrió los ojos, y conociendo así la primitiva causa de sus pasadas desgracias, como el único medio de evitar las que podía temer en lo futuro, abrazaría gustoso el partido de aprender a solicitar el pan por su arbitrio y sin la mayor dependencia de los demás.

Así discurriréis tal vez con arreglo a la recta razón, y así debía haber sido; mas no fue así. Yo tenía terrible aversión al trabajo en cualquier clase que fuera; me gustaba siempre la vida ociosa, y mantenerme a costa de los incautos y de los buenos; y si tal cual vez medio sujetaba a una clase de trabajo, era o acosado del hambre, como cuando serví a Chanfaina, y fui sacristán, o lisonjeado con una vida regalona en la que trabajaba muy poco y tenía esperanzas de medrar mucho, como cuando serví al boticario, al médico y al coronel.

Después de todo, por una casualidad no esperada, me encontré una jauja (Llamábase así a una ciudad imaginaria la cual era, a decir de sus inventores el paraiso de las delicias) con el difunto coronel, pero estas jaujas no son para todos, ni le hallan todos los días. Yo debía haberlo considerado en la isla, y debía haberme dedicado a hacerme útil a mí mismo y a los demás hombres, con quienes hubiera de vivir en cualquier parte; pero lejos de esto, huyendo del trabajo y valiéndome de mis trapacerías, le dije a Limahotón (cuando lo vi resuelto a hacerme trabajar poniéndome a oficio) que yo no quería aprender nada porque no trataba de permanecer mucho tiempo en su tierra, sino de regresar a la mía, en la que no tenía necesidad de trabajar, pues era conde.

- ¿Eres conde? -preguntó el asiático muy admirado.

-Sí, soy conde.

- ¿Y qué es conde?

- Conde -dije yo- es un hombre noble y rico a quien ha dado este título el rey por sus servicios o los de sus antepasados.

- ¿Conque en tu tierra -preguntó el chino- no es menester servir a los reyes personalmente, basta que lo hayan servido los ascendientes para verse honrados con liberalidad por los monarcas?

No dejó de atacarme la pregunta, y le dije:

- La generosidad de mis reyes no se contenta con premiar solamente a los que efectivamente les sirven, sino que extienden su favor a sus hijos; y así yo fui hijo de un valiente general, a quien el rey hizo muchas mercedes, y por haber nacido yo hijo suyo me hallé con dinero, hecho mayorazgo, y con proporción de haber sido conde, como lo soy por los méritos de mi padre.

- Según eso también serás general -decía Limahotón.

- No soy general -le dije-, pero soy conde.

- ¡Oh poderoso Tien! -dijo el chino- ¡Cuánto más valía ser conde o noble de tu tierra, que la tercera parte del rey de la mía! Yo soy un noble, es verdad, y en tu tierra sería un conde, pero ¿qué me ha costado adquirir este título y las rentas que gozo? Fatigas y riesgos en la guerra, y, un sinnúmero de incomodidades en la paz. Yo soy un ayudante, o segundo del tután o jefe principal de la provincia; tengo honores, tengo rentas, pero soy un fiel criado del rey y un esclavo de sus vasallos. Sin contar con los servicios personales que he hecho para lograr este destino, ahora que lo poseo, ¡cuántos son los desvelos y padecimientos que tolero para sostenerlo y no perder mi reputación! Sin duda, amigo, yo apreciaría más ser conde en tu patria que loitía (Cabaleero) en la mía. Pero después de todo, ¿tú quieres volver a México, tu patria?

- Sí, señor -le dije-, y apetecería esa ocasión.

Concluyó el chino su conversación, y a la hora de comer me sacó a una gran sala donde se debía servir la comida.

Había varios personajes, y entre ellos distinguí dos europeos, que fueron los que me dijo Limahotón. Luego que entré a la sala, dijo éste:

- Aquí está, señores, un conde de vuestras tierras que arrojó el mar desnudo a estas playas, y desea volver a su patria.

- Con mucho gusto llevaremos a su señoría -dijo uno de los extranjeros, que era español.

Le manifesté mi gratitud, y nos sentamos a comer.

El otro extranjero era inglés, joven muy alegre y tronera. Allí se platicaron muchas cosas acerca de mi naufragio. Después el español me preguntó por mi patria dije cuál era, y, comenzamos a enredar la conversación sobre las cosas particulares del reino.

El chino estaba admirado y contento oyendo tantas cosas que le cogían de nuevo, y yo no estaba menos, considerando que me estaba granjeando su voluntad; pero por poco echa a perder mi gusto la curiosidad del español, pues me preguntó:

- ¿Y cuál es el título de usted en México? Porque yo a todos los conozco.

Halleme bien embarazado con la pregunta, no sabiendo con qué nombre bautizar mi condazgo imaginario; pero acordándome de cuánto importa en tales lances no turbarse, le dije que me titulaba el conde de la Ruidera.

- ¡Haya caso! -decía el español-; pues apenas habrá tres años que falto de México, y con motivo de haber sido rico y cónsul en aquella capital tuve muchas conexiones y conocí a todos los títulos; pero no me acuerdo del de usted, con ser tan ruidoso.

- No es mucho -le dije-, pues cabalmente hace un año que titulé.

- ¿Conque es título nuevo?

- Sí, señor.

- ¿Y qué motivo tuvo usted para pretender un título tan extravagante?

- El principal que tuve -contesté- fue considerar que un conde mete mucho ruido en la ciudad donde vive, a expensas de su dinero, y así me venía de molde la Ruidera del título.

- Yo lo celebro -dijo el español, y variando la plática se concluyó aquel acto, se levantaron los manteles, se despidieron de mí con el mayor cariño, y nos separamos.

A la noche fue un criado que me llevó de parte del comerciante español un baúl con ropa blanca y exterior, nueva y según el corte que usamos. Lo entregó el criado con una esquelita que decía: Señor conde: Sírvase V.S. usar esa ropa, que le asentará mejor que los faldellines de estas tierras. Dispense lo malo del obsequio por lo pronto, y mande a su servidor -Ordóñez.

Recibí el baúl, contesté a lo grande en el mismo papel, y en esto se hizo hora de cenar y recogernos.

Algunos días permanecimos en la ciudad muy contentos, y yo más que todos, porque me veía estimado y obsequiado grandemente a merced de mi título fingido, y en mi interior me daba los plácemes de haber fraguado tal embuste, pues a la sombra de él estaba bien vestido, bien tratado y con ciertos humillas de título rico, que ya estaba por creer que era de veras. Tales eran los cariños, obsequios y respetos que me tributaban, especialmente el español y el chino, quienes estaban persuadidos de que yo les sería útil en México. Ello es que lo pasé bien en tierra y en la navegación, y esto no lo hubiera conseguido si hubieran sabido que mi título propio era el de Periquillo Sarniento; pero el mundo las más veces aprecia a los hombres no por sus títulos reales sino por los que dicen que tienen.

Volviendo a mi historieta, sabed que cuando el asiático me tuvo por un noble, no se desdeñó de acompañarse conmigo en lo público; antes muchos días me sacaba a pasear a su lado, manifestándome lo hermoso de la ciudad.

El primer día que salí con él, arrebató mi cdriosidad un hombre que en un papel estaba copiando muy despacio unos caracteres que estaban grabados en una piedra de mármol que se veía fijada en la esquina de la calle.

Pregunté a mi amigo qué significaba aquéllo, y me respondió que aquél estaba copiando una ley patria que sin duda le interesaría.

- Pues qué -le dije-, ¿las leyes patrias están escritas en las esquinas de las calles de tu tierra?

- -me dijo-; en la ciudad están todas las leyes fijadas para que se instruyan en ellas los ciudadanos. Por eso mi hermano se admiró tanto cuando le hablaste de los abogados de tu tierra.

- Es verdad que tuvo razón -dije yo-, porque ciertamente todos debíamos estar instruidos en las leyes que nos gobiernan para deducir nuestros derechos ante los jueces, sin necesidad de valernos de otra tercera persona que hiciera por nosotros estos oficios. Seguramente en lo general saldrían mejor librados los litigantes bajo este método, ya porque se defenderían con más cuidado, y ya porque se ahorrarían de un sinnúmero de gastos que impenden en agentes, procuradores, abogados y relatores. No me descuadra esta costumbre de tu tierra, ni me parece inaudita ni jamás practicada en el mundo, porque me acuerdo de haber leído en Plauto, que hablando de lo inútiles o a lo menos de lo poco respetadas que son las leyes en una tierra donde reina la relajación de las costumbres, dice:

... Eae míserae etíam
Ad parietem sunt fixae clavís ferreis, ubí
Malos mores adfigí nímis fuerat aequius
.

Arrugó, el chino las cejas al escucharme, y me dijo:

- Conde, yo entiendo mal el español y peor el inglés, pero esa lengua en que me acabáis de hablar la entiendo menos, porque no entiendo una palabra.

- ¡Oh amigo! -le dije-; ésa es la lengua o el idioma de los sabios. Es el latino, y quiere decir lo que oíste: que son infelices las leyes en estar fijadas en las paredes con clavos de fierro, cuando fuera más justo que estuvieran clavadas allí las malas costumbres. Lo que prueba que en Roma se fijaban las leyes públicamente en las paredes como se hace en esta ciudad.

- ¿Conque eso quiere decir lo que me dijiste en latín? -preguntó Limahotón.

- Sí, eso quiere decir.

- ¿Pues si lo sabes y lo puedes explicar en tu idioma, para qué hablas en lengua que no entiendo?

- ¿Yo no dije que ésa es la lengua de los sabios? -le contesté- ¿Cómo sabrías que yo entendía el latín, y que tenía buena memoria, pues te citaba las mismas palabras de Plauto, manifestando al mismo tiempo un rasgo de mi florida erudición? Si hay algún modo de pasar plaza de sabios en nuestras tierras es disparando latinajos de cuando en cuando.

Viendo yo que mi pedantería no agradaba al chino, no dejé de correrme; pero disimulé y traté de lisonjearlo aplaudiendo las costumbres de su país, y así le dije:

- Después de todo, yo estoy encantado con esta bella providencia, de que estén fijadas las leyes en los lugares más públicos de la ciudad. A fe que nadie podrá alegar ignorancia de la ley que lo favorece o de la que lo condena. Desde pequeñitos sabrán de memoria los muchachos el código de tu tierra; y no que en la mía parece que son las leyes unos arcanos cuyo descubrimiento está reservado para los juristas, y de está ignorancia se saben valer los malos abogados con frecuencia para aturdir, enredar y pelar a los pobres litigantes y no pienses que esta ignorancia de las leyes depende del capricho de los legisladores, sino de la indolencia de los pueblos y de la turbamulta de los autores que se han metido a interpretarlos, y algunos tan larga y fastidiosamente, que, para explicar o confundir lo determinado sobre una materia; v. gr. sobre el divorcio, han escrito diez librotes en folio, tamañotes, amigo, tamañotes, de modo que sólo de verlos por encima quitan las ganas de abrirlos.

- ¿Conque, según esto -decía el chino-, también entre esos señores hay quienes pretenden parecer sabios a fuerza de palabras y discursos impertinentes?

- Ya se ve que sí hay -le contesté-, sobre que no hay ciencia que carezca de charlatanes. Si vieras lo que sobre esto dice un autorcito que tenía un amigo que murió poco hace de coronel en Manila, te rieras de gana.

- ¿Sí? ¿Pues qué dice?

- ¡Qué ha de decir! Escribió un librito titulado: Declamaciones contra la charlatanería de los eruditos, y en él pone de oro y azul a los charlatanes gramáticos, filósofos, anticuarios, historiadores, poetas, médicos, en una palabra, a cuantos profesan el charlatanismo a nombre de las ciencias, y tratando de los abogados malos, rábulas y leguleyos lo menos que dice es esto:

Ni son de mejor condición los indigestos citadores, familia abundantísima entre los letrados, porque si bien todas las profesiones abundan harto en pedantes en la jurisprudencia no sé por cuál fatalidad ha sido siempre excesivo el número. Hayan de dar un parecer, hayan de pronunciar un voto, revuelven cuantos autores pueden haber a las manos; amontonan una enorme selva de citas, y recargando las márgenes de sus papelones, creen que merecen grandes premios por la habilidad de haber copiado de cien autores cosas inútiles e impertinentes ...
Deberíamos también decir algo aquí de los que profesan la Rabulística, llamada por Aristóteles Arte de mentir. Cuando los vemos semejarse a la necesidad, esto es, carecer de leyes; cuando para lograr nombre entre los ignorantes, se les ve echar mano de sutilezas ridículas, sofismas indecentes, sentencias de oráculos, clausulones de estrépito, y las demás artes de la más pestilente charlatanería; cuando abusando con pérfida abominación de las trampas que suministran lo versátil de las fórmulas y de las interpretaciones legales, deduciendo artículos de artículos, nuevas causas de las antiguas dilatan los pleitos, oscurecen su conocimiento a los jueces, revuelven y enredan los cabos de la justicia, truecan y alteran las apariencias de los hechos para deslumbrar a los que han de decidir; y todo esto por la vil ganancia, por el interés sórdido, y a veces también por tema y terquedad inicua; cuando se les ve, digo ...

- Sea de esto lo que fuere -dijo el asiático-, yo estoy contento con la costumbre de mi patria, pues aquí no hemos menester abogados porque cada uno es su abogado cuando lo necesita, a lo menos en los casos comunes. Nadie tiene autoridad para interpretar las leyes, ni arbitrio para desentenderse de su observancia con pretexto de ignorarlas. Cuando el soberano deroga alguna o de cualquier modo la altera, inmediatamente se muda o se fija según debe de regir nuevamente, sin quedar escrita la antigua que estaba en su lugar. Finalmente, todos los padres están obligados, bajo graves penas, a enseñar a leer y escribir a sus hijos y presentarlos instruidos a los jueces territoriales antes que cumplan los diez años de su edad, con lo que nadie tiene justo motivo para ignorar las leyes de su país.

- Muy bellas me parecen estas providencias -le dije-, y a más de muy útiles, muy fáciles de practicarse. Creo que en muchas ciudades de Europa admirarían este rasgo político de legislación, que no puede menos que ser origen de muchos bienes a los ciudadanos, ya excusándolos de litigios inoportunos, y ya siquiera librándolos de las socaliñas de los agentes, abogados y demás oficiales de pluma de que no se escapan por ahora cuando se ofrece. Pero ya te dije: este malo la ignorancia que el pueblo padece de las leyes, así en mi patria como en Europa, no dimana de los reyes, pues éstos, interesados tanto en la felicidad de sus vasallos, cuanto en hacer que se obedezca su voluntad, no sólo quieren que todos sepan las leyes, sino que las hacen publicar y fijar en las calles apenas las sancionan; lo que sucede es, que no se fijan en lápidas de mármol como aquí, sino en pliegos de papel, materia muy frágil para que permanezca mucho tiempo.

- Tú me admiras, conde -decía el chino-. A la verdad que eres raro; unas veces te produces con demasiada ligereza, y otras con juicio como ahora. No te entiendo.

En esto llegamos a palacio y se concluyó nuestra conversación.

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