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LIBRO I

VI

En el que nuestro bachiller da razón de lo que le pasó en la hacienda, que es algo curioso y entretenido

Entramos a la sala, me senté en buen lugar en el estrado, porque jamás me gustó retirarme a largo trecho de las faldas, y después hablaron de varias cosas de campo, que yo no entendía, la señora grande, que era esposa del dueño de la dicha hacienda, trabó conversación conmigo y me dijo:

- Conque, señorito, ¿qué le han parecido a usted esos campos por donde ha pasado? Le habrán causado su novedad, porque es la primera vez que sale de México, según noticias.

- Así es, señora -le dije-, y los campos me gustan demasiado.

- Pero no como la ciudad, ¿es verdad? -me dijo.

Yo, por política, le respondí:

- Sí, señora, me han gustado, aunque, ciertamente, no me desagrada la ciudad. Todo me parece bueno en su línea; y así estoy contento en el campo como en el campo, y divertido en la ciudad como en la ciudad.

Celebraron bastante mi respuesta, como si hubiera dicho alguna sentencia catoniana, y la señora prosiguió el elogio, diciendo:

- Sí, sí, el colegial tiene talento, aunque luciera mejor si no fuera tan travieso, según nos ha dicho Januario.

Este Januario era un joven de dieciocho a diecinueve años, sobrino de la señora, condiscípulo y grande amigo mío. Tal salí yo, porque era demasiado burlón y gran bellaco, y no le perdí pisada ni dejé de aprovecharme de sus lecciones. Él se hizo mi íntimo amigo desde aquella primera escuela en que estuve, y fue mi eterno ahuizote (Referencia al gobernador azteca que ejerció el poder entre 1482 y 1502, tristemente recordado como promotor de una fiesta en la cual, se cuenta, fueron sacrificados alrededor de doce mil prisioneros, convirtiéndose, a raíz de ello, el vocablo ahuizotl en sinónimo de implacable perseguidor), y mi sombra inseparable en todas partes, porque fue a la segunda y tercera escuela en que me pusieron mis padres; salió conmigo, y conmigo entró y estudió gramática en la casa de mi maestro Enríquez; salí de allí, salió él; entré a San Ildefonso, entró él también; me gradué, y se graduó en el mismo día.

Era de un cuerpo gallardo, alto y bien formado; pero como en mi consabida escuela era constitución que nadie se quedara sin su mal nombre, se lo cascábamos a cualquiera, aunque fuera un Narciso o un Adonis; y según esta regla, le pusimos a don Januario, Juan Largo, combinando de este modo el sonido de su nombre y la perfección que más se distinguía en su cuerpo. Pero, después de todo, él fue mi maestro y mi más constante amigo; y cumpliendo con estos deberes tan sagrados, no se olvidó de dos cosas que me interesaron demasiado y me hicieron muy buen provecho en el discurso de mi vida, y fueron: inspirarme sus malas mañas y publicar mis prendas y mi sobrenombre de PERIQUILLO SARNIENTO por todas partes; de manera que por su amorosa y activa diligencia lo conservé en gramática, en filosofía y en el público cuando se pudo. Ved, hijos míos, si no sería yo un ingrato si dejara de nombrar en la historia de mi vida con la mayor efusión de gratitud a un amigo tan útil, a un maestro tan eficaz, y al pregonero de mis glorias; pues todos estos títulos desempeñó a satisfacción el grande y benemérito Juan Largo.

Estaba yo, pues, quedando bien y en lo mejor de mi gusto, cuando en esto que escuché ruido de caballos en el patio de la hacienda y antes de preguntar quién era, se fue presentando en medio de la sala, con su buena manga, paño de sol, botas de campana, y demás aderezos de un campista decente ... ¿Quién piensan ustedes que sería? ¡Quién había de ser, por mis negros pecados, sino el demonio de Juan Largo, mi caro amigo y favorecedor! Al instante que entró me vio, y saludando a todos los concurrentes en común y sobre la marcha, se dirigió a mí con los brazos abiertos y me halagó las orejas de esta suerte:

- ¡Oh, mi querido Periquillo Sarniento! ¡Tanto bueno por acá! ¿Cómo te va, hermano? ¿Qué haces? Siéntate ...

No puedo ponderar la enojada que me di al ver cómo aquel maldito, en un instante, había descubierto mi sarna y mi periquería delante de tantos señores decentes, y lo que yo más sentía, delante de tantas viejas y muchachas burlonas, las que luego que oyeron mis dictados comenzaron a reírse a carcajadas con la mayor impudencia y sin el menor miramiento de mi persona. Yo no sé si me puse amarillo, verde, azul o colorado; lo que sí me acuerdo es que la sala se me oscureció de la cólera, y los carrillos y orejas me ardían más que si los hubiese estregado con chile.

Entonces fue la primera vez que conocí cuán odioso era tener un mal nombre, y qué carácter tan vil es el de los truhanes y graciosos, que no tienen lealtad ni con su camisa; porque son capaces de perder el mejor amigo por no perder la facetada que les viene a la boca en mejor ocasión; pues tienen el arte de herir y avergonzar a cualquiera con sus chocarrerías, y tan a mala hora para el agraviado, que parece que les pagan, como me sucedió a mí con mi buen condiscípulo, que me fue a hacer quedar mal, justamente cuando estaba yo queriendo quedar bien con su prima. Detestad, hijos míos, las amistades de semejante clase de sujetos.

Llegó la hora de comer, pusieron la mesa, y nos sentamos todos según la clase y carácter de cada uno. A mí me tocó sentarme frente a un sacerdote vicario de Tlalnepantla, a cuyo lado estaba el cura de Cuautitlán (lugar a siete leguas de México), que era un viejo gordo y harto serio.

Durante la comida hablaron de muchas cosas que yo no entendí; pero después que alzaron los manteles, preguntó una señora si habíamos visto la cometa.

- El cometa, dirá usted, señorita -dijo el padre vicario.

- Eso es -respondió la madama.

- Sí, lo hemos visto estas noches en la azotea del curato y nos hemos divertido bastante.

- ¡Ay! ¡Qué diversión tan fea! -dijo la madama.

- ¿Por qué, señorita?

- ¿Por qué? Porque ese cometa es señal de algún daño grande que quiere suceder aquí.

- Ríase usted de eso -decía el cleriguito-; los cometas son unos astros como todos; lo que sucede es, que se ven de cuando en cuando porque tienen mucho que andar, y así son tardones, pero no maliciosos. Si no, ahí está nuestro amigo don Januario, que sabe bien qué cosa son los cometas y por qué se dan tanto a desear de nuestros ojos, y él nos hará favor de explicarlo con claridad para que ustedes se satisfagan.

- Sí, Januario, anda, dinos cómo está eso -dijo la prima.

Mas el demonio de Juan Largo sabía tanto de cometas como de pirotecnia, pero no era muy tonto; y así, sin cortarse, respondió:

- Prima, ese encargo se lo puedes hacer a mi amigo Perico por dos razones, una, porque es muchacho muy hábil, y la dos, porque siendo esta súplica tuya, propia para hacer lucir una buena explicación cometal, por regla de política debemos obsequiar con estos lucimientos a los huéspedes. Conque, vamos, suplícale al Sarnientito que te lo explique; verán ustedes qué pico de muchacho. Así que él no esté con nosotros yo te explicaré, no digo qué cosa son cometas y por dónde caminan, que es lo que ha apuntado el padrecito, sino que te diré cuántos son todos los luceros, como se llama cada uno, por dónde andan, qué hacen, en qué se entretienen, con todas las menudencias que tú quieras saber, satisfecho que tengo de contentar tu curiosidad por prolija que seas, sin que haya miedo que no me creas, pues, como dijo tío Quevedo:

El mentir de las estrellas
es un seguro mentir,
porque ninguno ha de ir
a preguntárselo a ellas.

Conque ya quedamos, Poncianita, que te explicará el cometa al derecho y al revés mi amigo Perucho, mientras yo, con licencia de estos señores, voy a ensillar mi caballo.

Y diciendo y haciendo se disparó fuera de la sala sin atender a que yo decía, que estando allí los señores padres, ellos satisfarían el gusto de la señorita mejor que yo. No valió la excusa; el vicario de Tlalnepantla me había conocido el juego, y porfiaba en que fuera yo el explicador.

- Yo -decía-, no, señores; fuera una grosería que yo quisiera lucir donde están mis mayores.

Sonriéronse el vicario y las mujeres, y yo no dejé de correrme, aunque me cabía cierta duda en si lo diría por mi política o por la de Juan Largo; mas no duré mucho en esta suspensión, porque el zaragate del padre vicario probó de una vez todo su arbitrio diciendo a la Poncianita:

- Usted, niña, elija quién ha de explicar lo que es cometa, el colegial o yo; y si la elección recae en mí, lo haré con mucho gusto, porque no me agrada que me rueguen, ni sé hacer desaire a las señoras.

Sin duda le guiñó el ojo, porque al instante me dijo la prima de Largo:

- Usted, señor, quisiera me hiciese ese favor.

No me pude escapar; me determiné a darle gusto; mas no sabía ni por dónde comenzar, porque maldito si yo sabía palabra de cometas, ni cometos; sin embargo, con algún orgullo (prenda esencialísima de todo ignorante), dije:

- Pues, señores, los cometas o las cometas, como otros dicen, son unas estrellas más grandes que todas las demás, y después que son tan grandes, tienen una cola muy larguísima ...

- ¿Muy larguísima? -dijo el vicario.

Y yo, que no conocía que se admiraba de que ni castellano sabía hablar, le respondí lleno de vanidad:

- Sí, padre, muy larguísima; ¿pues qué, no lo ha visto usted?

- Vaya, sea por Dios -me contestó.

Yo proseguí:

- Estas colas son de dos colores, o blancas o encarnadas; si son blancas, anuncian paz o alguna felicidad al pueblo, y si son coloradas, como teñidas de sangre, anuncian guerras o desastres; por eso la cometa que vieron los reyes magos tenía su cola blanca, porque anunció el nacimiento del Señor y la paz general del mundo, que hizo por esta razón el rey Octaviano, y esto no se puede negar, pues no hay nacimiento alguno en la Nochebuena que no tenga su cometita con la cola blanca. El que no los veamos muy seguido es porque Dios los tiene allá retirados, y sólo los deja acercarse a nuestra vista cuando han de anunciar la muerte de algún rey, el nacimiento de algún santo, o la paz o la guerra en alguna ciudad, y por eso no los vemos todos los días; porque Dios no hace milagros sin necesidad. El cometa de este tiempo tiene la cola blanca, y seguramente, anuncia la paz. Esto es -dije yo muy satisfecho-, esto es lo que hay acerca de los cometas. Está usted servida, señorita.

- Muchas gracias -dijo ella.

- No, no muchas -dijo el vicario-; porque el señorito, aunque me dispense, no ha dicho palabra en su lugar, sino un atajo de disparates endiablados. Se conoce que no ha estudiado palabra de astronomía, y por lo propio ignora qué cosas son estrellas fijas, qué son planetas, cometas, constelaciones, dígitos, eclipses, etc., etc. Yo tampoco soy astrónomo, amiguito, pero tengo alguna tintura de una que otra cosilla de éstas; y aunque es muy superficial, me basta para conocer que usted tiene menos, y así habla tantas barbaridades; y lo peor es que las habla con vanidad, y creyendo que entiende lo que dice y que es como lo entiende; pero, para otra vez no sea usted cándido.

- La que yo he tenido para explicar este asunto, ha sido demasiada, y verdaderamente tiene visos de pedantería, pues estas materias son ajenas y tal vez ininteligibles a las personas que nos escuchan, exceptuando al señor cura; pero la ignorancia y vanidad de usted me han comprometido a tocar una materia singular entre semejantes sujetos, y que por lo mismo conozco habré quebrantado las leyes de la buena crianza; mas la prudencia de estos señores me dispensará, y usted me agradecerá o no mis buenas intenciones, que se reducen a hacerle ver no se meta jamás a hablar en cosas que no entiende.

Pero el mismo padre vicario, que era un hombre muy prudente, me quitó de aquella media naranja con el mejor disimulo, diciendo:

- Señores, hemos parlado bastante; yo voy a rezar vísperas, y es regular que las señoritas quieran reposar un poco para divertirnos esta tarde con los toritos.

Cuando vi que todos estaban o procurando dormir, o divertidos, me salí al corredor, me recosté en una banca, y comencé a hacer las más serias reflexiones entre mí acerca del chasco que me acababa de pasar.

Ciertamente, decía yo, ciertamente que este padre me ha avergonzado; pero, después de todo, yo he tenido la culpa en meterme a dar voto en lo que no entiendo. No hay duda, yo soy un necio, un bárbaro y un presumido.

No hay remedio; saber callar es un principio de aprender, y el silencio es una buena tapadera de la poca instrucción. Juan Largo, no hablando, dejó a todos en duda de si sabe o no sabe lo que son cometas; y yo, con hablar tanto, no conseguí sino manifestar mi necedad y ponerme a una vergüenza pública. Pero ya sucedió, ya no hay remedio. Ahora, para que no se pierda todo, es preciso satisfacer al mismo padre, que es quien entiende mi tontera mejor que los demás, y suplicarle me dé un apunte de los autores fisicos que yo pueda estudiar; porque, ciertamente, la fisica no puede menos que ser una ciencia, a más de utilísima, entretenida, y yo deseo saber algo de ella.

Con esta resolución me levanté de la banca y me fui a buscar al vicario, que ya había acabado de rezar, y redondamente le canté la palinodia.

- Padrecito -le dije-: ¿qué habrá usted dicho de la nueva explicación del cometa que me ha oído? Vamos, que usted no esperaba tan repentino entremés sobremesa; pero, la verdad, yo soy un majadero y lo conozco. Como cuando aprendí en el colegio unos cuantos preliminares de fisica y algunas propiedades de los cuerpos en general, me acostumbré a decir que era físico, lo creí firmísimamente, y pensé que no había ya más que saber en esa facuItad. A esta preocupación se siguió el ver que había quedado bien en mis actillos, que me alabaron los convidados y me dieron mis galas; y después de esto, no habrá ocho días que me he graduado de bachiller en filosofia, y me dijeron que estaba yo aprobado para todo; pensé que era yo filósofo de verdad, que, el tal título probaba mi sabiduría, y que aquel pasaporte que me dieron para todo, me facuItaba para disputar de todo cuanto hay, aunque fuera con el mismo Salomón; pero usted me ha dado ahora una lección de que deseo aprovecharme; porque me gusta la fisica, y quisiera saber los libros donde pueda aprender algo de ella; pero que la enseñen con la claridad que usted.

- Esa es una buena señal de que usted tiene un talento no vulgar -me dijo el padre-; porque cuando un hombre conoce su error, lo confiesa y desea salir de él, da las mejores esperanzas, pues esto no es propio de entendimientos arrastrados que yerran y lo conocen, pero su soberbia no les permite confesarlos; y así ellos mismos se privan de la luz de la enseñanza, semejantes al enfermo imprudente que por no descubrir su llaga al médico, se priva de la medicina y se empeora.

Le di las gracias, quedando prendado de su bello carácter; iba a pedirle un favor de muchacho, cuando nos llamaron para que nos fuéramos a divertir al corral del herradero.

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