Juan de Dios Peza De parques, calles y callejones Primera edición cibernética, diciembre del 2011 Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés Haz click aquí, si deseas acceder al Catálogo General de la Biblioteca Virtual Antorcha
Selección de Omar Cortés
Poesias, leyendas y vaciladas
Brevísima selección de la obra de Juan de Diós Peza Leyendas de las calles de la ciudad de México.
Presentación de Chantal López y Omar Cortés.
La Alameda. La calle del Niño perdido. La calle del Indio triste.
En esta selección de las famosas Leyendas de las calles de la ciudad de México del periodista, poeta y político mexicano, Juan de Dios Peza (1852-1910), hemos incluido seis de sus maravillosas, y por qué no decirlo, inmortales poesías, en las que el autor embelesa echando a volar su imaginación y describiendo en sus versos pretéritas historias y decires populares sobre plazas, calles y callejones de la siempre imponente capital. Junto a esta brevísima selección, hemos anexado un texto corto en el que abordamos otra leyenda de gran raigambre en México sobre el mítico personaje de La llorona, y colocado también la película del mismo nombre que se realizara a finales de la década de 1950 y que se encuentra albergada en siete partes en el sitio You tube. Esperamos, pues, que nuestra brevísima selección de Leyendas de las calles de la ciudad de México, al igual que nuestra ocurrencia de abordar el mito de La llorona, despierten curiosidad e interés en quien deambule por estas páginas. Omar Cortés
Al erudito y galano escritor Jesús Galindo y Villa El veintisiete de enero En ventanas y en almenas Las artísticas vajillas Y como toldo fragante Vibrando en todas las torres en las plazas y en las calles, Y se escucha en todas partes Tanto alborozo en el pueblo, Iba a entrar un Virrey nuevo Hijo de un Virrey ilustre, Luis de Velasco, el segundo, Por orden del soberano Llegó al Pánuco, allí supo Quiso a Veracruz volverse, Sufriendo las amarguras La encontró llena de galas, De México por las calles De su arrogante caballo Alcaldes y licenciados En verdad que don Luis supo Él hizo en muy breve tiempo Grato a Felipe Segundo, dobló, por obedecerle, A conquistar Nuevo México Y amando, como ninguno, Quiero que los habitantes Y una tarde (once de enero El Tianguis de San Hipólito, lugar que en tiempos oscuros fue entonces el escogido De la mitad del terreno Alzó en su torno un cercado Sembráronse dos mil álamos Cien años después el noble Dicen los que lo vieron Duplicáronse los álamos Allí los hijos dolientes ¡Oh vergel de nuestros padres! El soñador estudiante, el niño que con sus juegos lo mismo el que nada quiere en ti buscan grata sombra, Cuando la callada noche Es un recuerdo que surge, Don Luis Velasco, el segundo, ¡Oh parque de mis mayores!, Ya en tu derredor se escuchan ¡Nada interrumpa ese coro, LA CALLE DE EL NIÑO PERDIDO I Al rayar de una mañana cuando entre vivos fulgores y tras el lejano monte y junto a la estrella está y suena la algarabía con una pompa real Era selecta la grey, Entrando en el santuario Apuestos eran él y ella; Los dos contentos y ufanos, De nuevas dichas en pos Y bien pronto en la ciudad Repitiendo en cada hogar II Para rencores y duelos No hay corazón más herido Y que mira por su mal, No está, pues, mal expresado, Mientras Blanca se enlazaba Era de semblante duro, Le repugnó su ardimiento En alas de la pasión Y llegó a ser tan osado, Has burlado mi esperanza, Blanca todo desdeñó, Al bajar la escalinata Y brillaban por igual Se sintió desfallecer; - ¿Qué tienes? -dijo Gastón-. Y de la sombra al través Y con semblante infernal III ¡Cuán dichoso es un hogar Hermoso y seguro puerto Gastón y Blanca, allí a solas, Forma en su rica mansión Respira el aire salubre Causa envidia al arrebol En su tez sin mancha alguna Blanca dobla las rodillas Y apasionados él y ella Y la flor recién nacida Cuando soñaron los dos Y cumplido el noble afán, Y trajo rasgos tan bellos que al llevarlo ante la Cruz soñándolo ya un artista Y así aquel niño sin par, Siempre en la faz de Gastón Y no puedo describir Y eran felices los dos, IV La dicha de aquel hogar El destino injusto y ciego, y entre el inmenso terror Gastón, corriendo aturdido, Y las llamas ascendían Blanca y Gastón, como fieras y Gastón, sin sombra alguna ¡Aquí!, con gran alegría, Siente romperse los lazos Corre, y al punto que asoma No hay bálsamo que mitigue Cruzan por una calleja Con amargura infinita ¡Oh Madre de los Dolores!, Y a la vez que en la sombría Y cuando la gente ya Reina un silencio profundo; Vuelve los ojos Gastón halla al raptor inhumano Gastón le asalta derecho Y audaz grita: - El que - ¡Infame! -Gastón agrega - ¡Madre!, ¡madre! -el niño Mientras Gastón al raptor La gente, entusiasta, admira Cuando ya muerto lo ve Se cruza airoso de brazos Blanca, loca de alegría, No juzga el hallazgo cierto Vuelve a su esposa Gastón, Todo el pueblo, enternecido, Y torna la paz al alma, V Blanca, a quien sólo aconseja Puso un nicho y unas flores, y una lámpara que ardía, Y año tras año corrido
de mil quinientos noventa,
amaneció engalanada
la ciudad de los aztecas.
en comisas y balcones,
el viento agitaba alegre
gallardetes y banderas.
formaban marco a las puertas
sobre crujientes y largas
cortinas de roja seda.
que embalsama y refrigera,
arcos de palma y de tule
sembrados de flores frescas.
las campanas vocingleras
y poblando los espacios
las tronadoras centellas;
en árboles y azoteas,
los curiosos agrupados
un cuadro raro presentan.
ese rumor que semeja
en las gentes y en las olas
vida, movimiento y fuerza.
tanta dicha en la nobleza,
estribaba en un motivo
digno en verdad de tal fiesta.
y nacido en esta tierra,
circunstancia en aquel siglo
tan rara como estupenda.
tocóle por grata herencia
el llevar su mismo nombre,
blasón de intachables prendas;
vino creyendo insurrecta
la Nueva España y por grandes
conspiraciones revuelta.
su nave no fue derecha
a la Veracruz, temiendo
ser de los indianos presa.
que era una invención la guerra
y que toda la colonia estaba
tranquila y quieta.
mas lo impidió una tormenta,
y desembarcó en la costa
más lejana y más desierta.
de que en sus cartas se queja,
llegó en dilatado plazo
de la ciudad a las puertas.
rica, tranquila, contenta,
feliz, porque un hijo suyo
iba a darle dichas nuevas.
pasó don Luis entre inmensa
multitud, que lo aclamaba
orgullosa y satisfecha.
a pie llevaban las riendas,
junto a Leonel de Cervantes,
Pablo Torres y Luis Sesma.
sus palafreneros eran,
y a su paso le regaban
flores las damas más bellas.
pagar a tan claras muestras
de distinción con sus obras
honradas, justas y rectas.
la paz con los chichimecas,
y la justicia a los indios
normó con leyes severas.
que estaba en terribles guerras
y sin cesar le obligaba
a que engrosara su hacienda,
los tributos, sin que fuera
ningún influjo bastante
para impedir tal gabela.
mandó con oro y con fuerzas
a su adicto Juan de Oñate,
que salió bien en la empresa.
esta ciudad do naciera,
buscó por todos los medios
darle renombre y belleza.
de México -dijo- tengan
un sitio de desahogos
que a la ciudad ennoblezca.
de noventa y dos) aprueba
sus proyectos el cabildo
y el Virrey contento queda.
mercado que estuvo fuera
de la traza y destinado
a gente pobre y plebeya,
alumbró la luz siniestra
que en él vertió el Santo Oficio
con sus terribles hogueras,
para realizar la idea
del buen Virrey que anhelaba
embellecer a su tierra.
pronto la ciudad fue dueña,
y don Luis al punto quiso
dar de sus alientos prueba.
con zanjones y con puertas,
mandó luego que en sus centros
hermosas fuentes se abrieran.
para darle sombra fresca
y sauces que esparcieran
su romántica tristeza.
marqués de Croix, que gobierna,
con la otra mitad del Tianguis
jardín tan bello completa.
que en mil setecientos treinta
semejaba aquel paraje
la más encantada selva.
al son de las primaveras,
y eran tantos, que a aquel sitio
llamó el pueblo la Alameda.
de la capital azteca
daban sus primeros pasos
y sus miradas postreras.
¡Cuántos recuerdos encierras!
¡Cuántas memorias escondes
en tus floridas callejas!
la recatada doncella,
el octogenario enfermo,
la anciana que orando tiembla,
a sus padres embelesa,
el doncel enamorado
y la moza coquetuela;
como el que rendido espera;
y el que del tiempo pasado
las veleidades recuerda,
bajo tus fresnos se sientan
mirando alegres o tristes
tus hoy mustias arboledas.
te envuelve en sus sombras densas,
parece que en tu recinto un
fantasma se pasea.
una memoria que llega
del que fundó el ancho parque
para gala de su tierra,
que de su rey mereciera
ser al Perú trasladado
por sus relevantes prendas.
los hados benignos quieran
que lejos de ti no acaben
las horas de mi existencia.
los dulces himnos que elevan
la paz, la unión y el trabajo
a la ciudad que tú alegras.
nada esos himnos suspenda
y cántenlos nuestros bardos
a tu sombra dulce y fresca!
serena, apacible y pura,
cuando el alba su hermosura
envuelve en manto de grana;
y entre céfiros süaves,
el espacio todo es aves
y la tierra toda flores;
de la noche como huella
se ve la postrer estrella
temblar en el horizonte;
cual maga que la sostiene,
celosa del sol que viene
la luna que ya se va;
en boscajes y colinas
de mirlos y golondrinas,
saludando al rey del día;
que noble gente corteja
llegó una feliz pareja
a la iglesia Catedral.
pues ya la gente contaba
que el Arzobispo oficiaba
y era padrino el Virrey.
se fueron a arrodillar
en el más lujoso altar
de cuantos tuvo el Sagrario.
de gran fortuna ella y él;
de treinta años el doncel
y de veinte la doncella.
llenos de fe y de ilusiones,
ya unidos sus corazones
iban a enlazar sus manos.
se les vio salir unidos
con sus amores ungidos
por la bendición de Dios.
se supo con alegría
que el despuntar de aquel día
fue todo felicidad.
que ya estaba desposada
doña Blanca de Moncada
con don Gastón de Alhamar.
de amor en el paraíso,
el infierno darnos quiso
una serpiente: los celos.
ni con más sed de venganza,
que el que pierde la esperanza
de verse correspondido.
que mientras más sufre y llora,
más se distingue y se adora
a un poderoso rival.
por quien sintió estos dolores,
que ser rival en amores
es odiar y ser odiado.
con Gastón a quien quería,
bajo la nave sombría
un hombre la contemplaba.
de mirar torvo y dañino:
Blanca lo halló en su camino
cual se encuentra un aire impuro.
y él la siguió apasionado
cual si ella fuera el pecado
y él fuese el remordimiento.
la importunaba y seguía,
y ella callaba y sufría
sin revelado a Gastón.
que le dijo con maldad:
Por fuerza o por voluntad
has de venir a mi lado.
me niegas tu fe y tu mano;
Blanca: soy napolitano:
¡cuídate de mi venganza!
libre de duelo y pesares,
pero llegó a los altares
y al hombre aquel encontró.
vio de la nave a lo lejos,
dos ojos cuyos reflejos
le estaban diciendo: ¡ingrata!
de ese modo que sonroja,
porque recuerdan la hoja
de envenenado puñal.
tuvo miedo a oculto lazo,
y dando a Gastón el brazo
se irguió para no caer.
Palideces, Blanca mía.
- Palidezco de alegría, de contento, de emoción.
el napolitano herido,
clamó con sordo rugido:
Caerán los dos a mis pies.
como el lobo tras la oveja,
tras de la gentil pareja
salió de la Catedral.
donde reina una fe pura
y se cifra la ventura
en ser amado y en amar!
del mundo en las tempestades;
fanal de eternas verdades
de la vida en el desierto.
en santa pasión se abrasan
y todas sus horas pasan
serenas como las olas.
el lazo de su cariño,
un ángel de paz, un niño,
viva imagen de Gastón.
sin zozobra y sin fatigas
que acaricia a las espigas
en las mañanas de octubre.
de su mejilla el carmín,
y es cual la flor de un jardín
abierta al beso del sol.
hay la limpidez de un astro,
y parece de alabastro
cuando reposa en la cuna.
para dormido admirarlo;
Gastón, por no despertarlo,
se le acerca de puntillas.
lo ven con dulces sonrojos,
cual ven unos mismos ojos
la luz de una misma estrella.
talismán de dichas era,
porque la ilusión primera
¡le dio en un beso la vida!
por primogénito un hombre,
pensaron: tendrá por nombre
El regalado por Dios.
igual en Blanca y Gastón,
como Dios les dio un varón
le dieron por nombre: Juan.
de gracia viril tesoro,
y era tan brillante el oro
de sus rizados cabellos,
a recibir el bautismo,
que forma en el cristianismo
Jordán de gracia y de luz,
o pensador de renombre,
lo advocaron bajo el nombre
de Juan el Evangelista.
flor de celestes pensiles,
miró lucir tres abriles
sin lágrimas en su hogar.
hubo sonrisa al mirarlo;
Blanca siempre al contemplarlo
alzó al cielo una oración.
los sueños que ambos tenían,
cuando al verlo discurrían
en su incierto porvenir.
que al hogar que amor encierra
un hijo trae a la Tierra
las bendiciones de Dios.
se vino a eclipsar al fin,
y fue el rubio serafin
motivo de tal pesar.
que lo más sagrado arrasa,
en cierta noche la casa
envolvió en ondas de fuego,
que el incendio produjera,
Blanca, en la extendida hoguera,
busca al fruto de su amor.
al hijo tierno buscaba
y como un loco gritaba:
Volvedme al niño perdido.
terribles y destructoras,
y raudas y abrasadoras
cuanto hallaban consumían.
que su cachorro les quitan,
braman, se revuelven, gritan
con voces tan lastimeras,
de temor, con cierto empuje
sobre una viga que cruje
se adelanta hasta la cuna.
está el niño, a todos dice,
mas pronto ve el infelice
que está la cuna vacía.
que lo ligan a este mundo,
y con un dolor profundo
alza la cuna en sus brazos.
con Blanca por la escalera,
de un golpe la casa entera
retronando se desploma.
de Gastón la pena ardiente;
corre y lo sigue la gente
y Blanca, loca, lo sigue.
donde existe sobre el muro
un viejo retablo oscuro
que humilde altar asemeja.
Gastón se postra de hinojos
y fija los tristes ojos
en esa imagen bendita.
dice mirándola fijo,
devuélveme por tu hijo
al hijo de mis amores.
calleja, otra voz se alzaba;
era Blanca que gritaba:
¡Dadme a mi hijo, madre mía!
rezando les acompaña,
en lo alto una voz extraña
a todos dice: ¡Allí está!
los ánimos se han turbado,
el eco que han escuchado
les parece de otro mundo.
sin proferir nueva queja,
y al fondo de la calleja,
mal oculto en un ancón,
que carga al niño en un hombro;
Blanca lo ve y con asombro
exclama: ¡El napolitano!
con ciega rabia infernal,
y el raptor saca un puñal
para clavario en su pecho.
incendió tu casa para vengarse,
podrá matar o matarse,
mas dar a este niño, ¡no!
y, erizado su cabello,
salta, lo coge del cuello
y emprende así ruda brega.
grita; su dulce voz Blanca escucha
y sin miedo de la lucha
sobre ambos se precipita.
estrangula, acude Blanca
que de los hombros le arranca
al tesoro de su amor.
a Gastón, que con su mano
ahoga al napolitano,
que se retuerce y expira.
y halla a Blanca con su hijo,
al raptor con regocijo
le pone en el cuello el pie.
triunfante y de gozo ardiente,
impidiendo que la gente
destroce al vil en pedazos.
arrodíllase llorando
ante el retablo gritando:
¡Gracias, gracias, madre mía!
en sus delirios febriles,
y en tanto los alguaciles
van a recoger al muerto.
mira al niño, se embelesa,
y grita cuando lo besa:
¡Hijo de mi corazón!
llora, clama, palmotea,
y hasta el más pobre desea
besar al niño perdido.
la pena es gozo profundo,
que siempre viene en el mundo
tras la tempestad la calma.
la piedad actos de amor,
dejó de tan gran dolor
un recuerdo en la calleja.
emblemas de su cariño,
y en el nicho a Jesús niño,
perdido entre los Doctores,
símbolo de devoción,
invitando a la oración
en la noche y en el día.
respeta el hecho la fama,
y aquella calle se llama
Calle del Niño Perdido.
I Es media noche; la luna En el bosque secular Y entre los contornos vagos Yace en paz, sola y rendida, Y no es ficción, es verdad, Su esplendor está apagado No alumbra el teocal la luz No cubren mantos de pluma Y ante este Dios y esta ley ¡Cuántos heroicos afanes! Está el palacio vacío Y zumba en su derredor Es el profundo lamento Por eso duerme rendida II Frente a la anchurosa plaza, donde con riqueza suma en corta y estrecha calle así en la noche sombría en toscas piedras sentado un hombre de aspecto rudo, inclinada la cabeza, ¿En qué piensa?, ¿qué medita?, En su conjunto reviste Le conocen por tal nombre A nadie llegó a contar tal vez fue algún descendiente la nación que libre un día Y sin ninguna amenaza, Muchos años se le vio Su desconocida historia La estatua al cabo cayó, sin poder averiguar pero en nuestro hermoso valle LA CALLE DE LA AMARGURA I Abrióse la puertecilla Por ella se subió Lope - Ningún corazón se quema Desde la ocasión primera Dios lo sabe y Dios lo quiere; Eras tÚ, bien de mi vida; Por los vidrios de colores Yal bajar hasta la frente, Los sedosos rizos rubios Yo, al verte, caí de hinojos, un cielo azul y tranquilo, - Levanta ~ ¿Me quieres un poco? - Éstas son verdades, Laura. Porque entre amantes que anhelan II Era Lope un joven rico, Contaban que allá en España Era decidor y alegre, El Virrey lo trató siempre Era su porte arrogante, Con atención le miraban Siempre cubrió su cabeza Siempre se le vio portando Quién le juzgaba en el vulgo Quién, hijo de algún monarca, La verdad es que don Lope, Era torvo, un Juan Tenorio Era muy larga la lista Mas sus ruidosos amores, Era un devoto ferviente Así se encontró con Laura, III Mientras, en dulces coloquios, Ardiendo su pecho en ira, Aquí he de encontrarle, dijo, Me cuentan que ronda mucho Mucho vela este tunante, Yo le diré tres verdades Es joven, y sabe mucho, Que venga pronto a este sitio, A tiempo que esto pensaba, - ¡Ira de Dios!, ¡me deshonran! Transcurrieron en seguida Al fin descendió don Lope, - ¡Miserable! El que así roba Y con el ímpetu ciego Falló por su mal el golpe, Viendo que no daba muestras No bien lo contempló Lope Herido estaba de muerte, IV Apaga el sol en ocaso Extínguense los rumores En el oscuro horizonte Entre tanto ... en el oscuro El cuadro es triste, muy triste. Desde que viniste al mundo ¿Es verdad que me has vendido? Baje pronto el que me infama ¡Hija, tu padre se muere; Dame la mano, hija mía, ¡Un sacerdote! ¡Me ahogo! Y era verdad, se moría ¡Padre, perdón! No me dejes; Murió el anciano y fue tanta V Lope, a quien por tal suceso Allí lo halló un religioso Mirando tantos desastres Para mí ha sido esta calle EL CALLEJÓN DE SAL SI PUEDES I - Alma del alma, ángel mío, Cerca de la medianoche Era la noche tan negra II Después de la despedida El lugar de aquella escena Frente a la extensa Alameda, que de los Dolores llaman, En tan angosta calleja Era todo aquel conjunto Y en una de las aceras, donde aconteció el suceso III Como lánguidos gemidos A poco en el horizonte ¡Qué amanecer tan sereno! Ya no hay sombras en la angosta -Deténte, Blanca, deténte, - ¿Quién sois? IV En memoria de aquel lance Callejón de Sal si Puedes EL CALLEJÓN DE LA DANZA Cuando, al golpe irresistible al fundirse en una sola con la fe y el valor indio crédula y supersticiosa, Lo mismo acuden a misa como acuden con espanto Lo mismo guardan piadosos como esconden en los pliegues la semilla de algún fruto, Lo mismo besan devotos Tiemblan lo mismo mirando como al ver a la lechuza Y oyen lo mismo el consejo como la brutal conseja Si ven de noche en los campos los juzgan brujas y duendes De tan misteriosa urdimbre y así como con respeto así en el humilde pueblo Ya una luz que brilla débil ya el murciélago que cruza y si escuchan por la noche Si una mariposa negra Temen al viernes, por viernes, Desatienden lo presente; Por eso en este conjunto, Cuando la ciudad de México cuando ya estaban vacías telas de vistosas plumas, Al apagarse la tarde Era de verse en las noches, Entre tan tristes callejas Más de una vez refirióse En los púlpitos decían Y cuentan los que lo vieron LA LLORONA
La leyenda de La llorona constituye una clara muestra del sincretismo religioso-cultural que trajo consigo, en México y en la mayor parte de la llamada América española, el doble proceso de Conquista y el largo periodo de asimilación o engullimiento de las culturas conquistadas, -léase, derrotadas-, en el denominado periodo colonial, por la cultura vencedora. Así pues, este mito tiene su origen en las culturas prehispánicas, encarnado en Cihuacóatl, deidad mexica -mitad mujer, mitad serpiente-, primigenia madre de los dioses, valorada por los aztecas como nuestra verdadera madre, y que junto con Huitzilopochtli viene siendo la deidad más importante del panteón mexica. Dicen, los que de esto saben, que en torno a esta deidad existió una crónica prehipánica, en la que se le considera como portadora de funestos presagios, mismos que influyeron poderosamente en el emperador Moctezuma Xocoyotzin, cuando cuatro grandes sacerdotes hubieron de interpretar la fantasmal aparición de esta divinidad en el lago de Texcoco, advirtiendo a través de lastimeros sollozos el triste fin que le esperaba a la población mexica, y de ahí sus desesperados lamentos del ¡Ay mis hijos! ¡Mis amados hijos! ¡Qué será de ellos! ¿A dónde podré llevarlos para salvarles? Desde esta perspectiva, La llorona, tiene mucha más profundidad que la, llamémosle, versión católica-hispana, que pretende interpretar este mito a través del cuento de la indígena seducida y engañada por el caballero español, quien después de haberse aprovechado de su ingenuidad y procreado con ella tres hijos, la abandonó a su suerte, hecho que enloqueció tanto a la mujer que acaba matando a sus tres hijos. A finales de la década de 1950, se produjo en México una película sobre La llorona, que alguien tuvo a bien colgar en la Red de Redes en el sitio You tube, y debido a que esta película despierta algunas remembranzas de mi niñez, concretamente las tomas iniciales de la ciudad de Guanajuato, tal y como la recuerdo en mi infancia, cuando aún no se construía la famosa calle subterránea, así como la casa en donde se filmó, ubicada en Coyoacán, que tuve oportunidad de conocer en toda su majestuosidad, por haber sido propiedad de la familia de un estimado compañero mío en la escuela primaria Junípero Serra. Por desgracia esa casa fue destruida y en el terreno que ocupaba construyeron varios edificios. Así pues, aprovechando su disponibilidad en la Red de Redes, decidí añadir la película La llorona a esta corta selección de leyendas, esperando que resulte de interés para quien se acerque a leer, consultar o curiosear esta propuesta. Omar Cortés
Para que puedas ver este video sin interrupciones, lo más conveniente es que accedas desde un equipo que cuente con conexión de banda ancha a Internet, de lo contrario podrías experimentar constantes cortes.
irradia en el firmamento,
y riza al pasar el viento
las ondas de la laguna.
y entre el tupido ramaje,
turba el pájaro salvaje
la quietud con su cantar.
del horizonte, a lo lejos,
brillan cual claros espejos
al pie del monte los lagos.
de Tenoch la ciudad bella;
parece que impera en ella
la muerte más que la vida.
que fue tan triste su suerte
que la orillan a la muerte
el luto y la soledad.
de la guerra al terremoto;
el gran huehueil está roto
y el teponaxtle callado.
del copal de suave aroma,
porque el teocal se desploma
bajo el peso de la cruz.
los cuerpos de altivos reyes;
tiene otro Dios y otras leyes
la tierra de Moctezuma.
que transforman su recinto,
sólo al César Carlos Quinto
reconoce como rey.
¡Cuántos horribles estragos
han visto bosques y lagos,
ventisqueros y volcanes!
sin pompas ni ricas galas;
desiertas se ven sus salas,
su exterior mudo y sombrío.
del viento la aguda queja,
como un suspiro que deja
honda impresión de dolor.
de una raza sin fortuna:
¡la sangre que en la laguna
flota y se queja en el viento!
de Tenoch la ciudad bella,
como si imperase en ella
la muerte más que la vida.
cerca del teocal sagrado
y del palacio olvidado
que pronta ruina amenaza,
viviera, en tiempo mejor,
Axayácatl el señor
y padre de Moctezuma,
desde la cual, el que pasa,
mira fabricar la casa
del alto marqués del Valle,
como en la tarde callada
y al fulgor de la alborada
con que nace el nuevo día,
y con harapos vestido,
entre las manos hundido
el semblante demacrado,
imagen de desventura,
siempre en la misma postura
y como una estatua mudo,
allí lo encuentra la gente,
como la expresión viviente
de la más honda tristeza.
¿qué dolor su alma destroza
que ni llora, ni solloza,
ni se queja, ni se agita?
tanta tristeza ignorada,
que la gente acostumbrada
clama al verlo: ¡el indio triste!
en el pueblo y la nobleza
y dicen: es la tristeza
que tiene forma de hombre.
su tenaz dolor profundo;
siempre triste lo vio el mundo
en aquel mismo lugar;
de los nobles mexicanos,
que al ver en extrañas manos
y en poder de extraña gente
vivió con riqueza y calma,
sintió en el fondo del alma
horrible melancolía.
viendo a su nación cautiva,
fue la expresión muda y viva
de la aflicción de su raza.
en igual sitio sentado,
y allí pobre y resignado
de su tristeza murió.
al vulgo pasma y arredra,
y en tosca estatua de piedra
honrar quiso su memoria.
que al tiempo nada resiste,
y Calle del Indio Triste
esa calle se llamó,
con ciencia ni sutileza
la causa de la tristeza
del indio de aquel lugar;
y en nuestra mejor ciudad,
pasan de edad en edad
ese nombre y esa calle.
Al sonar la media noche
sobre las torres más altas,
se acercó Lope Barrientos
al pie de angosta ventana.
y dos manecitas blancas
en toscos ganchos de hierro
suspendieron una escala.
y, a solas ya con la dama,
dijole así con ternura,
arrodillado a sus plantas:
entre más candentes ascuas
que las que encendió en el mío
tu arrobadora mirada.
en que contemplé tus gracias,
por todas partes te miro
porque te llevo en el alma.
asistí a una misa de alba
y creí ver a la Virgen
en el templo, en forma humana.
eras tú, linda y sin mancha,
que con devoción orando
cerca del altar estabas.
de la cúpula sagrada,
en áureos haces entraron
los rayos de la mañana.
limpia, tersa, hermosa y blanca,
tejieron un casto nimbo
que ningún pincel retrata.
que por tu toca asomaban,
eran como una diadema
de topacios entre llamas.
oí una música extraña;
miré tras de los altares
un risueño panorama;
abajo flores y galas,
en el fondo una casita
y en ella tú y yo ...
y cállate, lisonjero.
- Amor lisonjas no gasta
y sólo dice verdades
como las que escuchas.
- Calla.
- ¿Un poco ...?
¡Como en el mundo no aman!
- Ésas son lisonjas, Lope.
Se alzó el doncel y en sus brazos
estrechó a la hermosa dama,
y todo quedó en silencio
en la calle y en la estancia.
decir cuanto esconde el alma,
son, si están solos y juntos,
inútiles las palabras.
de valor y de talento,
que amaba las aventuras
que ponen la vida en riesgo.
llegó a escalar un convento
en pos de guapa novicia
que encendió su amor primero.
con oportuno gracejo,
en el vestir elegante
y en el gastar opulento;
sin más arte en este mundo
que el de mantener un puesto
distinguido entre los grandes
y grande entre los pequeños.
con predilección y afecto;
pues vino recomendado
a los próceres del Reino.
ojos brillantes y negros,
barba rosada y oscura,
robusto y ágil el cuerpo.
cuantos hallaba a su encuentro,
porque por rara costumbre
llevó siempre sobre el pecho
una hermosa cruz dorada,
pendiente de un collar negro.
con boina de terciopelo
ornada con blanca pluma
que airosa flotaba al viento.
rica espada de Toledo
y pasar por todas partes
seguido de un escudero.
alto personaje regio
llamado a ocupar un trono
por su sángre y su derecho.
vástago de amor secreto,
que a la Nueva España vino
con un elevado empleo.
por su tino y por su aspecto,
prestábase a las más raras
suposiciones del pueblo.
trasplantado a nuestro suelo,
para amedrentar maridos
con sospechas y con celos.
de sus riñas y sus duelos
y muchas las cicatrices
esparcidas en su cuerpo.
sus escándalos sin término,
jamás la fe religiosa
apagaron en su pecho.
y por un hábito añejo
tuvo el de asistir a misa,
al teñir la luz el cielo.
una mañana en el templo,
y fue constante en seguirla,
con tan prudente respeto,
que en las engañosas redes
cayó pronto el ángel tierno
salvando toda barrera
y desdeñando consejos
que, por ser justos y sanos,
pudieran salvarla a tiempo.
Laura y su amante pasaron
las horas como minutos
del mundo entero olvidados;
al pie de aquella ventana
lívido, y como de mármol,
mirábase a un caballero
en negra capa embozado.
y en maldiciones sus labios,
en el puño de su daga
puesta la crispada mano,
y hablando consigo mismo
entre irónico y turbado:
él vendrá, tarde o temprano.
esta calle a lento paso,
y que antes de dar el alba
se encamina hacia el Sagrario.
parece nocturno pájaro
que con el sol está ciego
y en las tinieblas ve claro.
a este amante tan cristiano
que une la ronda y la misa
con un eslabón de escándalos.
mas no me importan sus años,
que en los muchos que yo cuento
aún no me vacila el brazo.
porque yo no espero en vano,
y que su intención me diga
antes de que cante el gallo.
escuchó un rumor extraño,
como algo que descendía
contra el muro resbalando;
siente un golpe sobre el hombro,
busca un objeto al acaso
y encuéntrase con la escala
que desde arriba arrojaron.
Nunca llegué a sospecharlo,
baje el que mancha mis canas,
porque tengo que matarlo.
unos minutos muy largos,
la c.alle estaba en tinieblas,
el cielo, peor, sin astros,
y escuchábase a lo lejos
fúnebre, triste y fantástico
del temido Santo Oficio
el tosco esquilón vibrando.
y al dar el último paso,
antes de pisar la acera
sintió en el cuello una mano.
la dicha de un hombre honrado,
debe morir como un perro
porque deshonra al cadalso.
con que se desprende el rayo
trató de herir con su daga
al mancebo enamorado.
y listo don Lope en cambio,
creyendo en una venganza
de algún rival desdeñado,
sacó el puñal florentino
y sin temor ni reparo
hirió sin saber en donde
al incógnito adversario,
con tal acierto, que al punto
logró en tierra derribarlo.
de aliento, con ansia trajo
un farolillo, y al rostro
lanzó los brillantes rayos.
atronó el oscuro espacio
con un estridente grito
de consternación y espanto.
de roja sangre en un charco,
el viejo padre de Laura
venganza al cielo clamando.
su luz que expirante dora
las cimas de las montañas
que pronto envuelven las sombras.
en pos de las tristes notas
con que al rezo la campana
llama a las gentes devotas.
limpias las estrellas brotan,
y parece que descansa
la Naturaleza toda ...
fondo de tranquila alcoba,
a la víctima de Lope
fiebre intensa lo devora.
Laura, angustiada, solloza,
oyendo que en su delirio
así su padre la invoca:
eres tú mi dicha sola;
te adoro con toda el alma, porque
del alma eres joya.
¿Es verdad que me deshonras?
Por ti me han dado la muerte,
mas tu padre te perdona.
y a miS pies su sangre corra ...
¡Maldita la ...! ¡No! ¡Qué digo!
La pasión la ha vuelto loca.
por ti la vida le cortan, manchada
estás con su sangre,
y esa mancha no se borra!
yo voy a donde se goza,
al cielo ... que a ti te niegan
por torpe y por pecadora.
De nuevo la sangre brota
de la herida que me abriera
quien vino a robar mi honra.
don Guillén, y en esa hora,
Laura, que oyó sus delirios,
gritaba como una loca:
este crimen me abochorna,
llévame al cielo contigo
porque la vida me estorba.
la amargura intensa y honda
de Laura al ver su cadáver
rígido y solo, en la alcoba,
que inclinando la cabeza,
cual flor en su tallo rota,
se reconcentró en sí misma,
recordó su vida toda,
y arrodillada y convulsa
al pie de una Dolorosa,
murió de remordimiento,
de amargura y de deshonra.
ninguno entonces denuncia,
al saber que murió Laura
enloquecióse de angustia,
y llegó hasta el mismo sitio
de la trágica aventura,
ya sin ilusión de amores
y sin esperanza alguna,
do cuentan que despechado
maldijo la suerte injusta,
y presa de un accidente,
que los sentidos le turba,
cayó do estaba la sangre
del viejo Guillén, aún húmeda.
que auxiliarlo no rehúsa,
al cual no puede decirle
Lope sus horribles culpas,
porque cuando hablar intenta
su torpe lengua se anuda.
que en aquel lugar se juntan,
en el padre asesinado,
en Laura, por él difunta,
y en el criminal amante
a quien a morir ayuda,
el buen fraile estas palabras
lleno de dolor pronuncia:
la calle de la amargura,
y dejáronle ese nombre
que da margen a esta ruda
leyenda, sobre una historia
fúnebre, extraña y confusa.
tarde llego.
- ¿No me extrañas?
- Sí, cuando no te contemplo
mis horas son muy amargas.
- ¿Faltarás a tu promesa?
- Nunca he mentido a una dama
ni menos a ti que formas
el sol de mis esperanzas.
- Es, Lope, que si te olvidas
y no vienes y me engañas
me moriré de tristeza,
pues te adoro con el alma.
- ¿Estás decidida?
- A todo.
- ¿A nada temes?
- A nada.
- Nos perseguirán.
- No importa.
- Está bien; rayando el alba
en San José nos veremos.
- Ya te empeñé mi palabra.
- Vas a dejar todo.
- Todo.
Contigo nada me falta.
- A las cinco.
- Sí: a las cinco.
Adiós, Lope.
- Adiós, mi Blanca.
- No me olvides.
- Ni un instante.
- Te dejo al partir el alma, pero
vendré a recogerla;
al despuntar la mañana.
cruzaron estas palabras
en oscura callejuela
estrecha y abandonada,
una encubierta y un hombre
embozado en negra capa;
él de pie sobre la acera;
ella de pie en la ventana.
que sus tinieblas cegaban,
y como por aquel tiempo,
en aquel año de gracia
de mil setecientos ocho,
ningún noble acostumbraba,
en la ciudad que fue corte
y orgullo de Nueva España,
por tan humildes suburbios
andar en horas tan altas,
ni menos en arrabales
tan cercanos a la traza,
el doncel y la doncella
no observaron, cuando hablaban,
que recatado en las sombras,
inmóvil como una estatua,
sin perder un solo acento
un hombre oyó sus palabras.
el balcón cerró la dama
y los pasos de su amante
perdiéronse en la distancia.
por tétrico intimidaba,
y aún después de siglo y medio
su triste aspecto no cambia.
en la rica y dilatada
avenida, ayer tan triste
y hoy tan lujosa y tan amplia,
vese un callejón antiguo,
y rumbo al sur se prolonga
en otro estrecho, sin nada
que denuncie lo habitase
gente de fuero y prosapia.
antaño existió una zanja,
con tosco puente que el pueblo
del Santísimo llamaba.
una débil semejanza de los
suburbios mariscos
de Córdoba o de Granada.
como hundida entre las casas,
una callejuela sucia,
pavorosa encrucijada
que este romance relata
y la cual en nuestros días
está igual que como estaba.
que en las tinieblas exhalan
los espectros de la noche
cuando en los aires cabalgan,
de la torre se escaparon
cuatro lentas campanadas.
brilló como inmensa lágrima,
esa estrella precursora
de las caricias del alba,
y más tarde los volcanes
tiñéronse en oro y grana,
y la errante golondrina
comenzó su eterna charla.
¡Qué luz tan radiante y clara!
¡Qué hermoso el sol cuando surge
tras las azules montañas!
callejuela solitaria,
en cuyo fondo al abrirse
cruje una puerta pesada.
Envuelta en oscuras tocas
una misteriosa dama
va a salir rumbo a la iglesia
en que su amante la aguarda,
y saliera a no impedirle
el paso con gran audacia
un hombre, que ardiendo en
celos, le dirige estas palabras:
ni un paso más, que me matas,
toda la noche he velado
debajo de tu ventana,
nada ignoro, todo he oído,
y te adoro con el alma;
torna a tu alcoba tranquila
que por aquí nadie pasa.
- ¿Y me lo preguntas?
¿No me conoces, ingrata?
¡Tu sombra, tu misma sombra
que adonde vas te acompaña!
Si sabes lo que se sufre
amando sin esperanza,
comprenderás mi martirio
y sospecharás mis ansias.
- Dejadme, que estoy de prisa,
dejad la salida franca.
- Sé que vas en pos de Lope
y el miserable te engaña
y te empeñas en seguirlo
y así tu deshonra labras.
- Pero ¿quién sois tan osado?
- Un hombre que te idolatra
y con su vida te ofrece
pasión más limpia y más alta.
- Dejadme el paso.
- Imposible.
- Pues saldré -dijo con rabia
la doncella, haciendo impulso
de pisar la calle.
- Vanas serán esas tentativas.
- Dejadme, dejadme.
- Calla;
mía serás para siempre,
que fuerza y amor me bastan.
- Primero muerta que vuestra.
- Medita en esas palabras.
- Dejadme salir, que es tarde.
- ¡Tarde para ser burlada!
- Y qué os importa, abrid paso.
- Pues sal si puedes, ingrata.
Y al decir esto, en el pecho
con golpe veloz le clava
entera toda la hoja
de su daga toledana.
Exhalando agudo grito
cayó en el dintel la dama,
y el matador impasible
salió de la encrucijada
y viendo al torcer la esquina
el templo en que Lope estaba.
- Que la espere -dijo alegre-
que en ir a verlo no tarda,
y tomando el rostro al sitio
donde cometió su infamia
murmuró: - Lope te espera,
sal si puedes, doña Blanca.
de tan mezquina venganza,
la vetusta callejuela,
estrecha y abandonada,
hace un siglo que se llama,
sin que los cronistas digan
si el hecho es verdad o fábula.
de la aventurera espada
de Cortés, cayó el imperio
esplendoroso de Anáhuac;
la vieja y la nueva raza
y mezclarse en una sangre
la fe y el valor de España
y la astucia con la audacia,
formóse al correr del tiempo
una población extraña,
indiferente y fanática,
de idólatras y devotos
mezcla confusa y compacta.
al rayar la luz del alba
y se arrodillan fervientes
ante la Virgen sin mancha,
a la oscura encrucijada
donde les dicen que cruzan
de noche negros fantasmas.
una reliquia romana,
o la medida del cuello
del santo señor de Chalma,
del ceñidor o la enagua
algún chupamirto muerto,
el colmillo de la iguana,
o toscas piedras labradas
que fingen sapos, serpientes
y otras muchas alimañas.
un rosario y una estampa,
como besan la moneda
que roban, piden o ganan.
el dragón de negras alas
que al rey del profundo Averno
en viejos lienzos retratan,
que en la noche sosegada
lanza fúnebres graznidos
sobre las torres más altas.
que paz y bondad derrama
del misionero que llega
a bendecir su cabaña,
o la amenazante chanza
de los brujos y hechiceros
que son mengua de su raza.
volando entre las montañas
las chispas que por los aires
los hornos de carbón lanzan,
que maleficios propalan
y a un tiempo rezan, blasfeman,
se santiguan y se embriagan.
es natural que brotaran
junto a vulgares consejas
suposiciones fantásticas,
en las edades pasadas
vio el pueblo a las pitonisas,
acogiendo sus palabras
como innegables axiomas
o como sentencias santas,
degenerado de Anáhuac
hay hechiceras, augures,
monstruos, duendes y fantasmas.
en la miserable estancia,
les revela de dinero
alguna suma enterrada;
ya el saltapared que silba
tres veces por la mañana,
les anuncia desazones,
enfermedad o desgracia;
cuando la tarde se apaga
algo negro les predice
con lo negro de sus alas;
gañendo junto a su casa
un perro, piensan que muere
un ser de los que más aman.
sus pobres chozas asalta,
la juzgan nuncio infalible
de alguna muerte cercana;
y para evitar a un niño
de las brujas la acechanza,
ponen al pie de la cuna,
o en la estera en que descansan,
unas tijeras formando
una cruz, distinta y clara.
al trece, por ser de fama,
al martes, porque en tal día
nadie se casa o se embarca;
al sábado por judío,
y con semejantes máximas,
pasan la vida sujetos
a horribles extravagancias.
lo pasado les amarga
y no cuidan ni un momento
del ignorado mañana.
en esta mezcla de razas,
parece que fusionaron
su austera humildad Anáhuac,
sus tristezas el Oriente,
su eterna indolencia el Asia,
y todo su fanatismo
y su gran valor, España.
vio antiguos pueblos y casas
derribados a los golpes
de las españolas armas;
cuando sus mejores ídolos
y sus piedras consagradas
fueron cimiento del nuevo
templo de invasoras razas;
las cajas hechas de caña
en que guardaban los reyes
sus más costosas alhajas;
cuando no quedaba un resto
de la riqueza monárquica,
pues al viejo continente
a buen tiempo se mandaran
ricas esteras de palma
y simbólicos escudos
tallados en oro y plata,
se comenzó con denuedo,
con entusiasmo y constancia
a fabricar nuevas calles,
nuevos templos, nuevas casas.
ninguna luz alumbraba
los andamios, los escombros,
las mutiladas estatuas,
y el conjunto parecía
en la extensión solitaria,
al fulgor de las estrellas
que como antorchas brillaban,
inmensa tumba desierta,
cripta oscura y olvidada
escondiendo helados restos
de vasallos y monarcas.
en tan triste panorama,
el farolillo del noble,
las linternas empañadas
de corchetes y alguaciles
rebujados en sus capas;
y sobre los toscos muros
de iglesias aun no acabadas,
ardiendo frente a una imagen
la sucia y humilde lámpara
a cuyo reflejo a veces
se cruzaban dos espadas,
o de ilícitos amores
hubo aventuras extrañas.
dentro y fuera de la traza
hubo algunas en que todos
a penetrar se negaban,
y de todas éstas, una
daba pavor a las almas,
porque, según referían
largos sermones y pláticas,
era el lugar escogido
de noche en las horas altas
para una danza tan triste
como la danza macabra.
con sentenciosas palabras,
que en la inmunda callejuela
los nahuales se juntaban,
y que asidos de las manos
frente a horribles luminarias,
hechas en siniestras piras
de osamentas hacinadas,
al rayar la medianoche
daban comienzo a la danza,
a los gritos de las brujas
entre endriagos y fantasmas.
que los nahuales cambiaban
de forma según su antojo:
que sus ojos sin pestañas,
sus rostros despellejados,
sus uñas corvas y largas,
su piel cubierta de plumas
sus grises melenas lacias,
sus fatídicas sonrisas
y sus diabólicas mañas,
eran el terror del pueblo,
porque de noche llegaban,
sin ser sentidos, al fondo
de la más segura estancia
para robarse a los niños,
y en la calleja citada
entregarlos a las brujas
que la sangre les chupaban,
y los exánimes cuerpos
daban de pasto a las llamas.
que ni las rondas de capa
ni rudos arcabuceros,
ni alguaciles, ni canalla,
después de oír en las torres
el toque de la plegaria,
se acercaron a aquel sitio;
y con terror le llamaban
con un nombre que al presente
como recuerdo se guarda:
La Cueva de los Nahuales
o El Callejón de la Danza.