Omar Cortés
(Compilador)
Más barato
por docena
(Doce poesías a México)
Primera edición cibernética, junio del 2008
Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés
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Presentación de Omar Cortés.
Credo, de Ricardo López Méndez.
Suave patria, de Ramón López Velarde.
México, de Manuel Carpio.
La raza de bronce, de Amado Nervo.
El idilio de los volcanes, de José Santos Chocano.
La leyenda de los volcanes, de Rafael López.
A Santiago Tlaltelolco, de Francisco Ortíz.
Aguilas y estrellas, de Marcelino Dávalos.
La bestia de oro, de Rafael López.
Los caballos de los conquistadores, de José Santos Chocano.
Dieciseis de septiembre, de Andres Quintana Roo.
El giro, de Ramón López Velarde.
Nací de una raza triste
de un país sin unidad
ni ideal ni patriotismo;
mi optimismo
es tan sólo voluntad.
Obstinación en querer,
con todos mis anhelares,
un México que ha de ser,
a pesar de los pesares,
y que yo ya no he de ver ...
En estos versos de la poesía Mi México del, en su momento, afamadísimo poeta Amado Nervo, se sintetiza claramente la percepción del amor a lo que se siente propio, con lo que uno se piensa identificado, a lo que se considera pertenencia. Y estos versos, sin duda, resultan un excelente marco para presentar la breve recopilación de poesías a México, que hemos intitulado Más barato por docena.
Al escoger estas doce poesías tuvimos muy en cuenta los recuerdos de nuestra infancia y juventud. Así, por ejemplo, el Credo de Ricardo López Méndez, ocupó primerisimo lugar puesto que de inmediato aflora de nuestros recuerdos la auditiva imagen de algún domingo de nuestra infancia-adolescencia, cuando en la casa de nuestra abuela paterna escuchabamos La hora nacional en la cual, a guisa de presentación resonaba, a veces, la potente voz del declamador con ese:
México, creo en tí,
como el vértice de un juramento.
Tu hueles a tragedia, tierra mía,
y sin embargo, ries demasiado,
acaso porque sabes que la risa
es la envoltura de un dolor callado.
Y ese comienzo poníame realmente la carne de gallina, generándome una sensación digamos ... extraña, notando similar efecto al contemplar las expresiones en las caras de mi abuela y de mi hermano.
Y, ¿qué decir de Suave patria de Ramón López Velarde y del Idilio de los volcanes de Santos Chocano?
Otra poesía, de la que guardo agradables recuerdos lo es, sin duda, Águilas y estrellas de Marcelino Dávalos, con sus potentes y rimbombantes versos:
Del seno de las nieblas
adonde descendió mi estirpe de águilas,
vengo hechido de glorias y recuerdos,
de grandezas derruídas ... ¡Soy mi raza!
En fin, espero que la buena y a veces, ciertamente, triste vibra que producen estas poesías, pueda ser compartida por todo aquel que se acerque a echarles un vistazo.
Omar Cortés
A Manuel Bernal
México, creo en ti,
como el vértice de un juramento.
Tú hueles a tragedia, tierra mía,
y sin embargo, ríes demasiado,
acaso porque sabes que la risa
es la envoltura de un dolor callado.
México, creo en ti,
sin que te represente en una forma
porque te llevo dentro; sin que se sepa
lo que tú eres en mí; pero presiento
que mucho te pareces a mi alma,
que sé que existe pero no la veo.
México, creo en ti,
en el vuelo sutil de tus canciones
que nace porque sí; en la plegaria
que yo aprendí para llamarte patria,
algo que es mío en mí, como tu sombra
que se tiende con vida sobre el mapa.
México, creo en ti,
en forma tal que tienes de mi amada
la promesa y el beso que son míos,
sin que sepa por qué se me entregaron:
no sé si por ser bueno o por ser malo,
o porque del perdón nazca el milagro.
México, creo en ti,
sin preocuparme del oro de tu entraña:
es bastante la vida de tu barro
que refresca lo claro de las aguas,
en el jarro que llora por los poros
la opresión de la carne de tu raza.
México, creo en ti,
porque creyendo te me vuelves ansia
y castidad y celo y esperanza.
Si yo conozco el cielo es por tu cielo,
si conozco el dolor es por tus lágrimas
que están en mí aprendiendo a ser lloradas.
México, creo en ti,
en tus cosechas de milagrería
que sólo son deseo en las palabras,
te contagias de auroras que te cantan,
¡y todo el bosque se te vuelve carne!,
¡y todo el hombre se te vuelve selva!
México, creo en ti,
porque nací de ti, como la flama
es compendio del fuego y de la brasa;
porque me puse a meditar que existes
en el sueño y materia que me forman
y en el delirio de escalar montañas.
México, creo en ti,
porque escribes tu nombre con la X
que algo tiene de cruz y de calvario;
porque el águila brava de tu escudo
se divierte jugando a los volados
con la vida y, a veces, con la muerte.
México, creo en ti,
como creo en los clavos que te sangran;
en las espinas que hay en tu corona,
y en el mar que te aprieta la cintura
para que tomes en la forma humana
hechuras de sirena en las espumas.
México, creo en ti,
porque si no creyera que eres mío
el propio corazón me lo gritara,
y te arrebataría con mis brazos
a todo intento de volverte ajeno,
¡sintiendo que a mí mismo me salvaba!
México, creo en ti,
porque eres el alto de mi marcha
y el punto de partida de mi impulso.
¡Mi credo, patria, tiene que ser tuyo,
como la voz que salva y como el ancla...!
Ricardo López Méndez
PROEMIO
Yo, que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzo hoy la voz a la mitad del foro
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo,
para cortar a la epopeya un gajo.
Navegaré por las ondas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuan,
que remaba la Mancha con fusiles.
Diré con una épica sordina:
la patria es impecable y diamantina.
Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste todo entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre gritos y risas de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
PRIMER ACTO
Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.
El Niño Dios te escrituró un retablo
y los veneros de petróleo el diablo.
Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela;
y en tu provincia del reloj en vela
que rondan los palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos.
Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande que el tren va por la vía,
como aguinaldo de jugueteria.
Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza, pones
la inmensidad sobre los corazones.
¿Quién, en la noche que asusta a la rana
no miró, antes de saber del vicio,
del brazo de su novia la galana
pólvora de los fuegos de artificio?
Suave Patria: en tu tórrido festín
luces policromías de delfín,
y con tu pelo rubio se desposa
el alma de equilibrista chuparrosa,
y a tus dos trenzas de tabaco, sabe
ofrendar aguamiel toda mi briosa
raza de bailadores de jarabe.
Tu barro suena a plata, y en tu puño
y por las madrugadas del terruño,
su sonora miseria es alcancía;
en calles como espejos se vacía
el santo olor de la panadería.
Cuando nacemos nos regalas notas
después, un paraíso de compotas
y luego te regalas toda entera
suave Patria, alacena y pajarera.
Al triste y al feliz dices que sí
que en tu lengua de amor prueben de ti
la picadura del ajonjolí.
¡Y tu. cielo nupcial que cuando truena
de deleites frenéticos nos llena!
Truenos de nuestras nubes, que nos baña
de locura, enloquecer a la montaña,
requiebra a la mujer, sana al lunático,
incorpora a los muertos, pide el Viático
y al fin derrumba las madererías
de Dios sobre las tierras labrantías.
Trueno del temporal oigo en tus quejas
crujir los esqueletos en parejas;
oigo lo que se fue, lo que aún no toco,
y la hora actual con su vientre de coco.
Y oigo en el brinco de tu ida y venida,
¡oh, trueno, la ruleta de mi vida!
INTERMEDIO
Joven abuelo: escúchame loarte
único héroe a la altura del arte.
Anacrónicamente, absurdamente
a tu nopal inclinaste el rosal
al idioma del blanco tú lo imanas
y es surtidor de católica fuente
que de responsos llena el victorial
zócalo de ceniza de tus plantas.
No como a Mésar el rubio patricio
te cubre el rostro en medio del suplicio;
tu cabeza desnuda se nos queda
hemisféricamente, de moneda.
Moneda espiritual, en que se fragua
todo lo que sufriste; la piragua
prisionera, al azoro de tus crías,
el sollozar de tus mitologías
la Malinche, los ídolos a nado
y por encima, haberte desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como del pecho de una codorniz.
SEGUNDO ACTO
Suave Patria: tú vales por el río
de las virtudes de tu mujerío.
Tus hijas atraviesan como hadas
o destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alambradas.
Suave patria, te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan bendito
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
Inaccesible al deshonor, floreces;
creeré en ti, mientras una mexicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis de la mañana
y al estrenar su lujo, quede lleno
el país, del aroma del estreno.
Como la sota moza, Patria mía,
el piso de metal, vives al día,
de milagro como la lotería.
Tu imagen, el Palacio Nacional,
con tu misma grandeza y con tu igual
estatura de niño y de dedal.
Te dará, frente al hambre y el obús,
un higo San Felipe de Jesús.
Suave Patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma opaca,
sobre un garañón, y con matraca,
y entre los tiros de la policía.
Tus entrañas no niegan un asilo
para el ave que el párvulo sepulta
en una caja de carretes de hilo,
y nuestra juventud, llorando, oculta
dentro de ti, el cadáver hecho poma
de aves que hablan nuestro mismo idioma.
Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu peinado denso,
frescura de rebozo y de tinaja:
y si tirito, dejas que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos labios de rompope.
Por tu balcón de palmas bendecidas
el Domingo de Ramos, yo desfilo
lleno de sombra, porque tú trepidas.
Quieren morir tu ánima y tu estilo,
cual muriéndose van las cantadoras
que en las ferias, con el bravío pecho
empitonado la camisa, han hecho
la lujuria y el ritmo de las horas.
Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual el ave
que taladran el hilo del rosario,
y es más feliz que tú, Suave Patria.
Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carreta alegórica de paja!
RAMÓN LÓPEZ VELARDE
Espléndido es tu cielo, patria mía,
de un purísimo azul como el zafiro,
allá tu ardiente sol hace su giro,
y el blanco globo de la luna fría.
¡Qué grato es ver en la celeste altura
de noche las estrellas a millares,
Canope brillantísimo y Antares,
el magnífico Orión y Cinosura!
La Osa mayor, y Arturo relumbrante,
el apacible }úpiter y Tauro,
la bella Cruz del Sur, y allí Centauro,
y tú el primero, ¡oh Sirio centelleante!
¡Qué soberbios y grandes son tus montes!
¡Cómo se elevan hasta el alto cielo!
¡Cuán fértil, cuán espléndido es tu suelo!
¡Qué magníficos son tus horizontes!
Tus inmensas cadenas de montañas
hendidas por hondísimos barrancos
coronadas están de hielos blancos,
y en la falda dan humo las cabañas.
Mil espantosos cráteres se miran
en la cima de montes y collados,
unos quedaron quietos y apagados,
otros sus llamas con furor respiran.
Terrible es ver desde una excelsa cumbre,
allá abajo las negras tempestades,
y brillar en las vastas soledades
de grandiosos relámpagos la lumbre.
El Popocatépetl y el Orizaba
el suelo oprimen con su mole inmensa,
y están envueltas entre nube densa
sus cúspides de hielos y de lava.
Allí los ciervos de ramosas frentes
el bosque cruzan a ligeros saltos,
y entre los pinos y peñascos altos
se derrumban las aguas a torrentes.
Tus volcanes de inmensa pesadumbre
asombran con sus peñas corpulentas;
braman entre sus bosques las tormentas
y un cráter en su procelosa cumbre.
Globos de fuego arrojan de sus bocas,
columnas de humo y grandes llamaradas,
ardiente azufre, arenas inflamadas,
negro betún y calcinadas rocas.
Entonces se conmueve el fundamento
de los montes azules, y en contorno
a cien leguas se extiende de aquel horno
el rudo y formidable movimiento.
El magnífico Dios de las naciones
al repartir al mundo su tesoro
Tenga México, dijo, plata y oro,
y en ti vertió sus opulentos dones.
De tristes cerros la nubosa cima
y en sus abismos la fecunda tierra,
ricos metales sin medida encierra,
que el hombre vil más que el honor estima.
La África rica, a quien el sol abruma,
la Europa y Asia henchidas de grandezas,
no tienen las espléndidas riquezas
que la patria que fue de Moctezuma.
A México, el Criador en sus bondades
le ha dado un aire diáfano y sereno,
aguas hermosas, fértil el terreno,
verdes campiñas, ínclitas ciudades.
Mas, ¡ay!, que las ciudades que algún día
fueron su escudo y su brillante gloria,
sólo nos han dejado su memoria
en sus escombros y ceniza fría.
¡Qué grato es ver los altos cocoteros
ceder al paso de sus frutos ricos,
y flotar sus flexibles abanicos,
al soplo de los céfiros ligeros!
Hermoso es ver, en la estación florida,
altos naranjos exhalando aromas;
allí descansan tímidas palomas,
y la sencilla tórtola se anida.
Crecen los espinosos limonares
bajo los tamarindos bullidores,
y en torno brotan delicadas flores
y en tomo silban anchos platanares.
Allá en Oaxaca embelesado admiro
en la campiña fértil y lozana,
verdes nopales de esplendente grana,
hermosa cual la púrpura de Tiro.
En las selvas revuelan los zorzales,
merlas, tucanes de plumajes gayos,
encarnados y verdes papagayos,
tordos azules, rojos cardenales.
Colibríes mil de bullicioso vuelo,
de azules plumas, verdes y doradas,
del viajero arrebatan las miradas,
como el arco magnífico del cielo.
En México plantó naturaleza
bosques inmensos de árboles salvajes,
bajo cuyos densísimos follajes
se propaga intrincada la maleza.
Allí el tigre feroz de ojos altivos
embiste al toro montaraz y al ciervo,
y la sangre les bebe aquel protervo,
les bebe a caños aun estando vivos.
Allí la boa gigantesca oprime
en sus inmensos círculos el tronco
del ancho cedro, y su silbido bronco
se oye a lo lejos con terror sublime.
Y esa serpiente en su furor provoca
al mismo tigre que al desierto espanta,
y lo liga y lo estrecha y lo quebranta,
y le hace echar la sangre por la boca.
Así en el mundo en merecido pago,
el orgulloso al orgulloso doma,
así en un tiempo la altanera Roma
quebrantó la soberbia de Cartago.
En el desierto grave y silencioso,
entre sus melancólicas palmeras,
se deslizan las víboras ligeras,
o estánse quietas en falaz reposo.
Terrible es ver aquel su atrevimiento,
aquellos ojos como fuego puro,
aquel mirar tan fijo y tan seguro,
que infunden el terror y el desaliento.
Terribles son sus agitados cuellos,
y aquella lengua rápida y vibrante,
y aquel cuerpo tan ágil y ondulante,
y aquel silbar que eriza los cabellos.
Allí revuelan los halcones vagos,
y las gloriosas águilas se lanzan
y en su raudo volar la nube alcanzan,
o leves tocan los risueños lagos.
Juega aquí la zarceta, y entretanto
el ánsar con estrépito se baña,
mientras el tordo en la flexible caña
entona triste su sencillo canto.
Mil pájaros acuáticos azotan
con sus alas la espléndida laguna,
y a la luz apacible de la luna
nadan tranquilos, o en el agua flotan.
La triste garza estólida se para
junto a la blanca flor de la ninfea
y posada en un pie no se menea
cual si fuera de mármol de Carrara.
Los soberbios nenúfares ofrecen
flores de oro y azul, bellas y ricas:
las espadañas con sus verdes picas
al fresco viento lánguidas se mecen.
En las selvas, abrigo de las fieras,
con las lluvias de férvidos estíos,
se ven crecer los bramadores ríos
que anegan y fecundan sus riberas.
Undoso corre el bárbaro Mescala,
el selvoso del Norte, el Alvarado,
el soberbio de Lerma tan nombrado,
que las olas enturbia de Chapala.
Arranca el agua en su veloz corriente
palmas y sauces, álamos y pinos,
y envueltos en ruidosos remolinos
lanza sus troncos en la mar hirviente.
Así la vida pásase, y ligera
en su curso a los hombres arrebata:
Van encantados con la orilla grata
y entran por fin al mar que los espera.
En las grandes sabanas a millares
vuelan libres sus bárbaros caballos,
o quietos se apacientan con los tallos
de blandas hierbas, sin temor de azares.
Al oír del salvaje el alarido,
al retumbar el trueno en los desiertos,
aquellos brutos, ágiles e inciertos
corren haciendo un espantoso ruido.
Suelta la crin al viento vagaroso,
noble la frente, y levantado el cuello,
grande su pecho, ardiente su resuello,
saltan la rambla, el valladar y el foso.
Mas ya escucho bramar tus huracanes
que cabañas sin cuento echan abajo,
y que arrancan los árboles de cuajo,
como si fueran tiernos arrayanes.
Nubes de polvo y de menuda arena
girando se levantan hasta el cielo,
y a lo lejos se extiende oscuro velo,
y el ancho bosque con el viento suena.
Se alzan las olas y los mares rugen,
y en las playas se azotan formidables,
mientras los gruesos y tirantes cables
de los navíos, con espanto crujen.
Pero cansada de volar mi mente,
cede al peso de tanta maravilla,
y aquí en el polvo sin vigor se humilla,
y se anonada de rubor mi frente.
Más fácil fuera de tus bosques grandes
contar las hojas que arrebata el viento,
enfrenar de la mar el movimiento,
o levantar la masa de los Andes;
que pintar tus arroyos y tus flores,
tus verdes campos y apacibles grutas,
y tus perfumes y sabrosas frutas,
y tus aves de espléndidos colores;
y tus colinas y praderas gratas,
tus soledades, lagos y bajíos,
tus grandes montes y soberbios ríos,
tus abismos e hirvientes cataratas.
Más, ¡ay!, que a tal grandeza y tanta gloria,
se mezcla involuntario el desconsuelo
de que nos sobreviva acá en el suelo
un vil ciprés, indigno de la Historia.
Es mi voto postrero, patria mía,
pedirle al cielo que dichosa seas;
pedirle al cielo que otra vez te veas
como en un tiempo cuando Dios quería.
Él te devuelva tu riqueza y galas,
y te enjugue tus lágrimas hermosas,
y te corone de laurel y rosas,
y te cubra benigno con sus alas.
Trigo abundoso brote en tus llanuras,
broten las hierbas en tus verdes prados,
el llano y monte cubran los ganados,
y al margen pasten de las aguas puras.
A tu seno retorne la alegría,
se unan tus hijos con amante lazo,
suelte las armas tu cansado brazo,
como en un tiempo cuando Dios quería.
De la prosperidad, en fin, la copa,
benigno el cielo sobre ti derrame,
mientras el mar enfurecido brame
entre tus playas y la altiva Europa.
MANUEL CARPIO
LEYENDA HEROICA
DICHA EL 19 DE jULIO DE 1902, EN LA CÁMARA DE DIPUTADOS
EN HONOR DE JUAREZ
I
Señor, deja que diga la gloria de tu raza,
la gloria de los hombres de bronce, cuya maza
melló de tantos yelmos y escudos la osadía:
¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros leones!,
¡oh caballeros águilas!, os traigo mis canciones;
¡oh enorme raza muerta!, te traigo mi elegía.
II
Aquella tarde, en el Poniente augusto,
el crepúsculo audaz era una pira
como de algún atrida o de algún justo;
llamarada de luz o de mentira
que incendiaba el espacio, y parecía
que el sol al estrellar sobre la cumbre
su mole vibradora de centellas,
se trocaba en mil átomos de lumbre,
y esos átomos eran las estrellas.
Yo estaba solo en la quietud divina
del Valle. ¿Solo? ¡No! La estatua fiera
del héroe Cuauhtémoc, la que culmina
disparando su dardo a la pradera,
bajo el palio de pompa vespertina
era mi hermana y mi custodio era.
Cuando vino la noche misteriosa
-jardín azul de margaritas de oro-
y calló todo ser y toda cosa,
cuatro sombras llegaron a mí en coro;
cuando vino la noche misteriosa
-jardín azul de margaritas de oro-.
Llevaban una túnica esplendente,
y eran tan luminosamente bellas
sus carnes, y tan fúlgida su frente,
que prolongaban para mí el Poniente
y eclipsaban la luz de las estrellas.
Eran cuatro fantasmas, todos hechos
de firmeza, y los cuatro eran colosos
y fingían estatuas, y sus pechos
radiaban como bronces luminosos.
Y los cuatro entonaron almo coro ...
Callaba todo ser y toda cosa;
Y arriba, era la noche misteriosa
-jardín azul de margaritas de oro-.
III
Ante aquella visión que asusta y pasma,
yo, como Hamlet, mi doliente hermano,
tuve valor e interrogué al fantasma;
mas mi espada temblaba entre mi mano.
- ¿Quién sois vosotros -exclamé-, que en presto
giro bajáis al valle mexicano?
Tuve valor para decirles esto;
mas mi espada temblaba entre mi mano.
- ¿Qué abismo os engendró? ¿De qué funesto
limbo surgís? ¿Sois seres, humo vano?
Tuve valor para decirles esto,
¡mas mi espada temblaba entre mi mano...!
- ¡Responded! -continué-. Miradme enhiesto
y altivo y burlador ante el arcano.
Tuve valor para decirles esto,
¡mas mi espada temblaba entre mi mano...!
IV
Y un espectro de aquellos, con asombros
vi que vino hacia mí, lento y sin ira,
y llevaba una piel sobre los hombros
y en las pálidas manos una lira;
y me dijo con voces resonantes
y en una lengua rítmica que entonces
comprendí: - ¿Qué quién somos? Los gigantes
de una raza magnífica de bronce.
Yo me llamé Netzahualcóyotl y era
rey de Texcoco; tras de lid artera,
fui despojado de mi reino un día,
y en las selvas erré como alimaña,
y el barranco y la cueva y la montaña
me enseñaron su augusta poesía.
Tomé después a mi sitial de plumas,
y fui sabio y fui bueno; entre las brumas
del paganismo adiviné al Dios Santo;
le erigí una pirámide, y en ella,
siempre al fulgor de la primera estrella
y al son del huéhuetl, le elevé mi canto.
V
Y otro espectro acercóse; en su derecha
llevaba una macana, y una fina
saeta en su carcaje, de ónix hecha;
coronaban su testa plumas bellas,
y me dijo: - Yo soy Ilhuicamina,
sagitario del éter, y mi flecha
traspasa el corazón de las estrellas.
Yo hice grande la raza de los lagos,
yo llevé la conquista y los estragos
a vastas tierras de la patria andina,
y al tomar de mis bélicas porfías
traje pieles de tigre, pedrerías
y oro en polvo ... ¡Yo soy llhuicamina!
VI
Y otro espectro me dijo: - En nuestros cielos
las águilas y yo fuimos gemelos:
¡Soy Cuauhtémoc! Luchando sin desmayo
caí ..., ¡porque Dios quiso que cayera!
Mas caí como el águila altanera;
viendo al sol y apedreada por el rayo.
El español martirizó mi planta
sin lograr arrancar de mi garganta
ni un grito, y cuando el rey mi compañero
temblaba entre las llamas del brasero:
- ¿Estoy yo, por ventura, en un deleite?
-le dije-; y continué, sañudo y fiero
mirando hervir mis pies en el aceite ...
VII
Y el fantasma postrer llegó a mi lado:
no venía del fondo del pasado
como los otros; mas del bronce mismo
era su pecho, y en sus negros ojos
fulguraba, en vez de ímpetus y arrojos,
la tranquila frialdad del heroísmo.
Y parecióme que aquel hombre era
sereno como el cielo en primavera
y glacial como cima que acoraza
la nieve, y que su sino fue, en la Historia,
tender puentes de bronce entre la gloria
de la raza de ayer y nuestra raza.
Miróme con su límpida mirada,
y yo le vi sin preguntarle nada.
Todo estaba en su enorme frente escrito:
La hermosa obstinación de los castores,
la paciencia divina de las flores
y la heroica dureza del granito ...
¡Eras tú, mi Señor; tú que soñando
estás en el panteón de San Fernando
bajo el dórico abrigo en que reposas;
eras tú, que en tu sueño peregrino,
ves marchar a la Patria en su camino
rimando risas y regando rosas!
Eras tú, y a tus pies cayendo al verte;
- Padre, te murmuré, quiero ser fuerte:
Dame tu fe, tu obstinación extraña;
quiero ser como tú, firme y sereno;
quiero ser como tú, paciente y bueno;
quiero ser como tú, nieve y montaña.
Soy una chispa: ¡Enséñame a ser lumbre!
Soy un guijarro: ¡Enséñame a ser cumbre!
Soy una linfa: ¡Enséñame a ser río!
Soy un harapo: ¡Enséñame a ser gala!
Soy una pluma: ¡Enséñame a ser ala
y que Dios te bendiga, padre mío!
VIII
Y hablaron tus labios, tus labios benditos,
y así respondieron a todos mis gritos,
a todas mis ansias: - No hay nada pequeño,
ni el mar ni el guijarro, ni el sol ni la rosa,
con tal de que el sueño, visión misteriosa,
le preste sus nimbos, ¡y tú eres el sueño!
Amar, eso es todo; querer, ¡todo es eso!
Los mundos brotaron al eco de un beso,
y un beso es el astro, y un beso es el rayo,
y un beso la tarde, y un beso la aurora,
y un beso los trinos del ave canora
que glosa las fiestas divinas de mayo.
Yo quise a la patria por débil y mustia,
la patria me quiso con toda su angustia,
y entonces nos dimos los dos un gran beso:
los besos de amores son siempre fecundos;
un beso de amores ha creado los mundos;
amar ..., ¡eso es todo!; querer ..., ¡todo es eso!
Así me dijeron tus labios benditos,
así respondieron a todos mis gritos,
a todas mis ansias y eternos anhelos.
Después, los fantasmas volaron en coro,
y arriba los astros -poetas de oro-
pulsaban la lira de azur de los cielos.
IX
Mas al irte, Señor, hacia el ribazo
donde moran las sombras, un gran lazo
dejabas, que te unía con los tuyos,
un lazo entre la tierra y el arcano,
y ese lazo era otro indio: Altamirano;
bronce también, mas bronce con arrullos.
Nos le diste en herencia, y luego, Juárez,
te arropaste en las noches tutelares
con tus amigos pálidos; entonces,
comprendiendo lo eterno de tu ausencia,
repitieron mi labio y mi conciencia:
- Señor, alma de luz, cuerpo de bronce.
Soy una chispa: ¡Enséñame a ser lumbre!
Soy un guijarro: ¡Enséñame a ser cumbre!
Soy una linfa: ¡Enséñame a ser río!
Soy un harapo: ¡Enséñame a ser gala!
Soy una pluma: ¡Enséñame a ser ala,
y que Dios te bendiga, padre mío!
Tú escuchaste mi grito, sonreíste
y en la sombra infinita te perdiste
cantando con los otros almo coro.
Callaba todo ser y toda cosa:
Y arriba, era la noche misteriosa;
jardín azul de margaritas de oro ...
AMADO NERVO
El Iztaccíhuatl traza la figura yaciente
de una mujer dormida bajo el Sol.
El Popocatépetl flamea en los siglos
como una apocalíptica visión;
y esos dos volcanes solemnes
tienen una historia de amor,
digna de ser cantada en las complicaciones
de una extraordinaria canción.
Iztaccíhuatl -hace ya miles de años-
fue la princesa más parecida a una flor,
que en la tribu de los viejos caciques
del más gentil capitán se enamoró.
El padre augustamente abrió los labios
y díjole al capitán seductor
que si tornaba un día con la cabeza
del cacique enemigo clavada en su lanzón,
encontraría preparados, a un tiempo mismo,
el festín de su triunfo y el lecho de su amor.
Y Popocatépetl fuese a la guerra
con la esperanza en el corazón:
domó las rebeldías de selvas obstinadas,
el motín de los riscos al paso vencedor,
la osadía despeñada del torrente,
la asechanza de los pantanos, en traición;
y contra cientos de cientos de soldados,
por años y más años gallardos combatió.
Al fin tornó a la tribu, y la cabeza
del cacique enemigo sangraba en su lanzón.
Halló el festín del triunfo preparado,
pero no así el lecho de su amor:
En vez de lecho encontró el túmulo
en que su novia, dormida bajo el Sol,
esperaba en su frente el beso póstumo
de la boca que nunca en vida la besó.
Y Popocatépetl quebró en sus rodillas
el haz de flechas; y en una sorda voz,
conjuró las sombras de sus antepasados
contra las crueldades de su impasible dios.
Era la vida suya, muy suya,
porque contra la muerte la ganó:
tenía el triunfo, la riqueza, el poderío,
pero no tenía amor ...
Entonces hizo que veinte mil esclavos
alzaran un gran túmulo ante el Sol:
Amontonó diez cumbres
en una escalantina como de alucinación:
tomó en sus brazos a la mujer amada
y él mismo sobre el túmulo la colocó;
luego, encendió una antorcha, y para siempre
quedóse en pie alumbrando el sarcófago de su dolor.
Duerme en paz, lztaccíhuatl: nunca los tiempos
borrarán los perfiles de tu casta expresión.
Vela en paz, Popocatépetl nunca los huracanes
apagarán tu antorcha, eterna como el amor ...
JOSÉ SANTOS CHOCANO
Ahí están, cual invencibles torres de Dios. Con herrumbres
de cien siglos y despojos de cien razas. Sus pilares,
sosteniendo de los cielos las espléndidas techumbres,
lanzan al azul los duros capiteles de sus cumbres,
calcinadas por el fuego de las púrpuras solares.
Ahí están las bravas cumbres de los astros fronterizas,
de gloriosas tradiciones y episodios mil, cubiertas,
y cargando las mortajas de las nieves invernizas,
como dos blancos patriarcas que conservan las cenizas
levantadas en el viejo polvo de las razas muertas.
A la orilla dilatada de dos mares, cuyas olas
gritan en sonoros tumbos su potente señorío,
cual inmóviles cantiles, como enormes rompeolas
de la vida dialogando -con el infinito a solas-
ven pasar la flor humana brevemente, como un río.
Y en pie ya sobre este valle, como los custodios fieros
que vigilan la riqueza de un jardín paradisíaco,
con sus hálitos de llamas y sus hondos ventisqueros,
los han visto nuestros padres en los éxodos primeros
escupir sus rojas cóleras a los signos del Zodiaco.
Torvos frailes que persiguen el secreto de Dios mismo
y que buscan, allá arriba, las señales de sus huellas,
tal parece que en el culto singular de su idealismo,
rugen el dolor del mundo sollozando en el abismo
y comulgan, en sus misas de silencio, con estrellas.
¿Veis allá en sus fumarolas, en sus grietas, por sus abras,
llamas lívidas que corren en el ábrego nocturno?
Son las brujas que se juntan para el sábado, macabras,
y que buscan -murmurando cabalísticas palabras
en sus vuelos trashumantes- los anillos de Saturno.
Ellos saben de los vuelos de las águilas caudales
y del rayo que los marca con sus rúbricas veloces.
En sus torcas de mil años se hunden cósmicas señales
y a sus flancos rueda el trueno de los roncos vendavales,
que en sus agrias frentes juegan con sus blancos albornoces.
Mas también cosas amables los aliñan: en sus faldas,
tienden sus encajerías de follaje las praderas,
y se cubren los colosos las indómitas espaldas
-de viejos emperadores- con el manto de esmeraldas
que les dan, como tributo las puntuales primaveras.
Esplendentes en el valle, los alcázares andinos
alzan sus arquitecturas decoradas a portentos;
los tapizan las auroras de los múrices divinos
con sus rosas imperiales, y los soles ponentinos
-oro y ágata- los techan de crepúsculos sangrientos.
Por encima de la noche su indomable flecha lanza
el triunfal Popocatépetl, solitario en su ascensión,
y espejismos de oro sueñan en la negra lontananza.
Tal se eleva de la angustia más profunda, la esperanza,
y la vida se decora con mirajes de ilusión.
Ellos saben los tormentos de las razas ya vencidas
que fundaron, a la sombra de su mole colosal,
un imperio, con florestas por jardines -los druidas-
cuando vieron las dos alas de aquella águila tendidas
replegarse en las riscosas esmeraldas de un nopal.
¿Qué feroz Huitzilopochtli, qué Ahuízotl de mano aviesa,
sobre el Iztaccíhuatl bronco tendió pálida y sin vida
a la virgen ignorada que en sus hielos quedó presa?
¿No será el trágico símbolo de una raza, la princesa
que insepulta en esos riscos para siempre está dormida?
En sus torres asomados los eternos centinelas,
cuando los Conquistadores espantaron el quetzal
y con mágicos alisios en las almas y en las velas
acercaron a estas playas sus audaces carabelas,
vieron redondearse el Globo con el mundo occidental.
En un golpe de tormenta que dejó rotas sus brumas
-oponiéndose a los hombres rubios- vástagos del sol,
contemplaron a Cuauhtémoc, más valiente que los pumas,
al terrible Sagitario del salvaje airón de plumas
que atronaba sus torrentes con su ronco caracol.
Cuando como de un sudario la silente luna empina
sobre el pálido lztaccíhuatl su azufrosa calavera,
pasa en una visión trágica Moctezuma Ilhuicamina,
arrastrando el vano espectro de la infiel doña Marina
por las sierpes de Medusa de su infanda cabellera.
En aquella alba de gloria de infinitas claridades
que una noche de tres siglos derrumbó con sus fulgores,
los volcanes advirtieron en sus mudas soledades
ascender hasta sus cumbres las nacientes libertades
que arrojó a todos los vientos la campana de Dolores.
El orgullo de sus frentes cristaliza los anhelos
y los triunfos de los héroes victoriosos. A ella sube,
por el gran vapor de lágrimas de la patria envuelta en duelos,
la esperanza de un Hidalgo, la epopeya de un Morelos:
Un fanal en un eclipse y un bridón sobre una nube.
Y el gran Indio. Prometeo que arrancó de sus granitos
la sustancia eterna donde recortó su propia forma,
y caldeó su sangre pura con los fuegos infinitos
que le muerden las entrañas, al crucificar los mitos
en las fulgurantes cruces de las Leyes de Reforma.
Almas, si queréis gloriosas palmas, sed como volcanes:
conservad vivos los fuegos de las esperanzas buenas,
y alegremente encaradas a borrascas y huracanes,
surgiréis más luminosas de los múltiples afanes
cual las esplendentes cumbres en los vértigos serenas ...
Ahí están. Inconmutables. Torres de Dios. Soberanos.
Índices de tradiciones, de leyendas cementerios.
Arrecifes de las luchas y el afán de los humanos,
en sus cúspides se rompen los bullicios ciudadanos
y sus pórfidos son lápidas de ciudades y de imperios.
Ahí están. Y en la grandeza de su triunfo solitario,
en la paz y en el silencio de su augusta eternidad,
ven que en un cuadrante insólito, un gran sol extraordinario
marca la hora memorable que da vida a un centenario:
La hora santa, la hora inmensa, la hora de la Libertad ...
RAFAEL LÓPEZ
Allí estás tú, coloso formidable,
el poder de los siglos desafiando,
sin temor de que el tiempo te carcoma
y te obligue a caer desmoronado;
en tus potentes muros de granito
el embate rechazas de los años,
sin resentir, como invencible atleta,
de esa gigante lucha los estragos.
¡Oh templo colosal! Tú me recuerdas
las épocas más tristes del pasado;
al contemplar tus imponentes muros
ennegrecidos por el tiempo cano.
Recuerdo que los hijos de la España,
que te formasen donde estás mandaron.
Pensando en ellos, por la mente mía,
en confusa tropel, ensangrentados,
miro pasar los héroes que en la lucha,
como leales y buenos, disputaron
con el valor supremo de los libres
la que fuera su patria, palmo a palmo,
en los rudos combates pereciendo
antes que el yugo soportar de esclavos.
¿Y quién fue de esos héroes? ¿Qué nos resta
de esos batalladores denodados,
que siendo imperturbables en las lides,
no temieron jamás a sus contrarios?
¿Qué nos resta, ¡oh dolor!, de los valientes
que en el marcial y sangrentoso campo,
sin temblar, en el pecho recibían
como ínclitos guerreros esforzados,
la candente y mortífera metralla
que les mataba como mata el rayo?
¡Murieron con valor unos tras otros,
y los siglos tras siglos caminando
su memoria no más nos transmitieron,
que muchos ni su nombre nos legaron...!
Venció el león, bajo el férreo yugo,
los desgraciados indios con sus brazos,
donde te sientas majestuoso y regio
en su martirio horrible te formaron;
y tú escuchaste el son de las cadenas
del infelice pueblo conquistado;
tú le viste sufrir en su desgracia
el despotismo atroz de los tiranos,
y tú, mudo testigo, los miraste
morir en sus faenas de cansancio,
corriendo por tus pálidas mejillas
de su ignominia el vergonzoso llanto:
Y tú viste también a los caudillos
cuya vida acabó sobre un cadalso
la férula de hierro del tirano.
Y escuchaste impasible los gemidos
del infelice pueblo subyugado
que de rey y señor de este hemisferio
de otra nación se convirtió en esclavo.
De estas fatalidades horrorosas
eras testigo tú, cuando Hidalgo
miraste los reclutas batallones
frenéticos de cólera peleando
por conquistar la libertad perdida,
por destrozar el yugo torpe, inflando,
que en la cerviz vencida de la patria
pusieron, ¡ay!, aborrecibles hados.
Presenciaste también la horrenda lucha
en que han peleado hermanos contra hermanos:
presenciarás tranquilo a los que vengan,
e irás en su memoria despertando
los terribles recuerdos que aún existan
de la sangrienta historia del pasado.
Queda en paz, templo augusto, en tu silencio
el poder de los siglos desafiando,
sin temer por tu vida, que tu suerte
es vivir y vivir. El tiempo airado
te sabrá respetar ... ¡Oh, si pudiera
ser como tú! Pero me canso en vano:
Muy pronto habré de hundirme en el sepulcro,
y mi espíritu incógnito volando
partirá a esa región desconocida
de no penetrar el pensamiento humano.
¡Quédate en paz te sientas ahora,
imperturbable atleta mexicano!
México, 1860
FRANCISCO ORTÍZ
Del seno de las nieblas
adonde descendió mi estirpe de águilas,
vengo henchido de glorias y recuerdos,
de grandezas derruidas ... ¡Soy mi raza!
¿Dónde fueron las tribus
vencedoras un día del Anáhuac?
¡Ilhuicamina el flechador del cielo
y Netzahualcóyotl dónde se hallan?
La heroica tribu azteca
cayó rendida en la contienda aciaga
y sobre su cadáver van errantes,
sin redención ni porvenir, los parias.
Fatal como el destino,
vengo desde la niebla desolada
a redimir mi estirpe ..., ¡ya no alienta!
¡No resta ni el recuerdo de la patria!
- ¡No, no es ésta mi estirpe!
¡No es de esta raza el que al sentir sus pupilas
abrasarse, reía a sus verdugos...!
¡Manlinali! ¿Qué hiciste de mi raza?
Han caído mis templos y mis dioses
cayeron de sus aras;
el ahuehuetl, torciéndose de angustia,
eleva al cielo las vetustas ramas
implorando de todos los caídos,
sin redención, sin glorias y sin lágrimas,
la reivindicación de sus agravios
y el tributo fatal de la venganza ...
Una gota de sangre, el Dios maligno
al verte sobre Anáhuac,
engendró la traición: al extranjero
se unieron tlaxcaltecas y los chalcas,
y la Malinche hasta mi aduar les trajo.
¡Todas mis iras sobre ellos caigan!
¡Oh!, raza de cabellos xochipalli
y pupila azulada:
para arrojarte de mis patrios lares,
se alzará de la huesa funeraria
la estirpe muerta;
la de testa brava;
y al sonar el ahuehuetl y el teponextle,
agitará sus armas de obsidiana,
¡para arrancarte el corazón del pecho,
raza de ojos azules y de tez blanca...!
¡No arraigarán en suelo de mexica
tus pinos y tus palmas!
¡No dejarán mis águilas al buitre
hollar el pedestal de mis montañas!
¡Ni tu sangre unirás, de mercaderes,
raza de ojos azules
a mi sangre de dioses que es sagrada,
pelambre rubia y epidermis blanca...!
¡A ti, Malinche, que en la eterna sombra
de Mictlán, te retuerces, a ti vayan
para siempre jamás, los que a mi suelo
al extranjero llaman:
que tus hijos renieguen de su origen,
su madre misma, airada,
con mano propia se desgarre el vientre
que el monstruo engendra!
Yo, el alma de mi raza;
yo, el fuego que en sus piras encendían;
ánfora del rocío de sus lágrimas
voluntad sacrosanta de mis dioses;
yo, el doliente recuerdo de su fama,
evocaré con mi plañir de sombras
pobladoras del bosque y las montañas...,
raza sin abolengo
surgida del cadáver de mi raza,
¿quieres que de tus ruinas y leyendas
Tenochtitlán renazca?
¡Al indio resucita!
¡Al indio que si evoca de la patria
el recuerdo sagrado,
sólo sabe de bosques que le talan
o jirones de tierra que le roban!
¡Resucita esa raza
y del cadáver azteca, surja
la redención del paria!
¡Devuélvele el terruño,
y en el terruño fundará la patria!
¡Caballeros del Sol!, ¡tened el arco!
¡Caballeros Leones!, ¡aprestad el arma!
¡Tened el arco, Caballeros Tigres
que en el teocali está encendida el ara
y vibra el ahuehuetl y el teponextle!
¡Requerid vuestras hondas, vuestras clavas,
y unidos ofrendad al extranjero
nuevo Otumba y en ella, noche trágica!
¡Sólo unidos al indio
y los hijos de Cuauhtémoc y Cacama,
irán al templo de los dioses de oro
para arrancar con su arma de obsidiana,
el corazón, al de azulados ojos,
pelambre rubia y epidermis blanca...!
¡Huitxilopoxtli!
¡Resucita el cadáver de mi raza
de águilas hoscas y a la par bravías...!
¡Salva a mis dioses y redime al paria!
MARCELINO DÁVALOS
La tierra adonde el Bóreas, rugiente, se encamina
y el indio mar engolfa sin tregua sus espumas,
para besar un flanco de la morena ondina,
allí donde una máxima flor de esencia latina
fue regada con sangre de nobles Moctezumas;
la tierra que fue savia del viejo tronco azteca,
la que heredó las artes ancestrales del Tolteca
le hiló en las patrias rocas, maravillosas ruecas,
las rutas siderales de la Piedra del Sol:
La que entre dos océanos, cual náyade imprevista
se levantó a los ojos ardientes de Cortés
y no tembló en sus fieras montañas de amatista
al ver pasar el rojo corcel de la conquista
entre el mortal relámpago del español arnés;
la tierra de los montes azules, cuyos flancos,
floridos se duplican en lagos de cristal;
la de las verdes selvas y los volcanes blancos;
la tierra, que en la clara luz de los cielos francos
pintó con arco iris las plumas del quetzal.
Ve allá, tras los pinares del norte, la amenaza
que entre la polvareda de un bárbaro tropel,
hace la Bestia de Oro con su potente maza:
la poderosa Bestia signos funestos traza,
ebria de orgullo desde su torre de Babel.
Hasta los Andes llega, como en Esquilo, el coro
de los pueblos que claman temblando de terror,
un crimen la vergüenza parece y el decoro.
Hay que doblar la rótula frente a la Bestia de Oro
y adorar al bíblico Nabucodonosor.
Codo con codo, inerme bajo su garra púnica,
el débil va a las horcas impías de su ley;
la potestad del dólar, es su lmperatrix única;
se secan las olivas más verdes en su túnica
y Shylock lanza trozos humanos a la grey.
En este gran crepúsculo del esplendor latino,
el águila de Anáhuac -águila de blasón-
ve moribundo a un cuervo color de su destino
que clava en lambrequines grasientos de tocino
las prosapias impuras del riel y del carbón.
Time is money ulula su resoplar de toro
junto al sueño latino clavado en una cruz.
¡Oh!, síntesis grotesca del prócer refrán moro
que dijo bellamente: el tiempo es polvo de oro,
colmillos de elefante y pluma de avestruz.
¿Cómo la virgen criolla de fiera sangre hispana
que ve en su historia alzarse la sombra de Colón,
podrá echar al olvido su estirpe soberana?
¡Irá, dioses crueles, como una cortesana,
a perfumar los rudos cabellos de Sansón...?
¿Sólo con la protesta de vago gesto agónico
veremos a la bestia chafar nuestro laurel
y derrumbar la estatua de bello mármol jónico...?
¿Colgadas en las frondas del sauce babilónico
hará llorar el viento las liras de Israel?
¡Oh, patria de Cuauhtémoc, insigne patria azteca!
De los duros abuelos en cuya tradición
hunden los férreos cascos Rocinante y Babieca,
antes que al viento ruedes, cual débil hoja seca,
¡oh, patria infortunada, oye mi imprecación!
¡Popocatépetl!, ¡cumbre paterna!, que se rompa
tu frente en el fracaso de una explosión sin fin
y la ciudad destruya, y el árbol y la pompa
de nuestro valle espléndido como un vasto jardín.
¡Que el sol en los caminos del cielo, se corrompa
sobre la tumba hollada, de Hidalgo, el Paladín,
y hurgue el chacal inmundo con su siniestra trompa
la tierra, brava madre del gran Cuauhtemotzin!
Que se vuelquen los mares, que estalle una de aquellas
catástrofes que aVienten los montes de revés,
haya en los cielos una tempestad de centellas.
Que cave hondos abismos la tierra a nuestros pies
para no ver las barras con turbias estrellas
flotar sobre el antiguo palacio de Cortés.
RAFAEL LÓPEZ
LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales ...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y de penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes.
Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras,
en los bosques y en los valles.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Un caballo fue el primero
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades,
y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo el hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludó con un relincho
la sabana interminable ...,
y bajó, con un fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales.
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
¿Y aquél otro de ancho tórax
que la testa pone en alto,
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día,
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras,
mide leguas y semanas, entre rocas y boscajes?
¡Es más digno de los lauros
que los potros que galopan en los cánticos triunfales,
con que Píndaro celebra las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires!
Y es más digno todavía
de las Odas inmortales,
el caballo con que Soto diestramente
y tejiendo sus cabriolas, como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas
y, entre el coro de los indios, sin que nadie
haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa
y salpica con espumas las insignias imperiales ...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
El caballo del beduino
que se traga soledades,
el caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales;
el de César en las Galias,
el de Aníbal en los Alpes;
el centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre, que galopa sin cansarse
y que sueña sin dormirse
y que flecha los luceros y que corre más que el aire;
todos tienen menos alma,
menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras
cual desfile de heroísmos, coronados
y entre el fleco de los anchos estandartes,
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante ...
En mitad de los fragores
decisivos del combate,
los caballos con sus pechos
arrollaban a los indios y seguían adelante;
y, así, a veces, a los gritos de: ¡Santiago!,
entre el humo y el fulgor de los metales,
se veía que pasaba como un sueño,
el caballo del Apóstol a galope por los aires ...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Se diría una epopeya
de caballos singulares,
que a manera de hipogrifos desatados,
o cual río, que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos,
empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas
a otras tierras conquistables;
y, de súbito, espantados por un cuerno
que se hinca con soplidos de huracanes,
dan, nerviosos, un relincho tan profundo
que parece que quisiera perpetuarse...,
y, en las pampas sin confines,
ven las tristes lejanías, y remontan las edades,
y se sienten atraídos por los nuevos horizontes,
se aglomeran, piafan, soplan..., y se pierden al escape.
Detrás de ellos una nube,
que es la nube de la gloria, se levanta por los aires ...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
JOSÉ SANTOS CHOCANO
Ite, ait; egregias animas, quae sanguine nobis
Hanc patriam peperere suo, decorate supremis
Muneribus ...
(Virgilio, Eneida, I. XI)
Renueva, ¡oh musa!, el victorioso aliento
con que, fiel de la patria al amor santo,
el fin glorioso de su acerbo llanto
audaz predije en inspirado acento:
Cuando más orgulloso
y con mentidos triunfos más ufano,
el ibero sañoso
tanto, ¡ay!, en la opresión cargó la mano,
que al Anáhuac vencido
contó por siempre a su coyunda unido.
Al miserable esclavo (cruel decía)
que independencia ciego apellidando,
de rebelión el pabellón nefando
alzó una vez en algazara impía,
de nuevo en las cadenas
con más rigor a su cerviz atadas,
aumentemos las penas,
que a su última progenie prolongadas,
en digno cautiverio
por siglos aseguren nuestro imperio.
¿Qué sirvió en los Dolores vil cortijo,
que el aleve pastor el grito diera
de libertad, que dócil repitiera
la insana chusma con afán prolijo?
Su valor inexperto
de sacrílega audacia estimado,
a nuestra vista yerto
en el campo quedó y escarmentado;
su criminal caudillo
rindió ya el cuello al vengador cuchillo.
Cual al romper las Pléyades lluviosas
el seno de las nubes encendidas,
del mar las olas antes dormidas
súbito el austro altera tempestuosas;
de la caterva osada
así los rezos nuestra voz espanta,
que resuena indignada
y recuerda, si altiva se levanta,
el respeto profundo
que inspiró de Vespucio al mundo rico.
¡Ay del que hoy más los sediciosos labios
de libertad al nombre lisonjero,
abriese, pretextando novelero
mentidos males, fútiles agravios!
Del cadalso oprobioso
veloz descenderá a la tumba fría,
y ejemplar provechoso
al rebelde será, que en su porfía
desconociere el yugo
que al invicto español echarle plugo.
Así los hijos de Vandalia ruda
fieros clamaron cuando el héroe augusto
cedió de la fortuna al golpe injusto;
y el brazo fuerte que la empresa escuda,
faltando a sus campeones,
del terror y la muerte precedidos,
feroces escuadrones
talan impunes campos florecidos,
y al desierto sombrío
consagran de la paz el nombre pío.
No será empero que el benigno cielo,
cómplice fácil de opresión sangrienta,
niegue a la patria en tan cruel tormenta
una tierna mirada de consuelo.
Ante el trono clemente
sin cesar sube el encendido ruego,
el quejido doliente
de aquel prelado, que inflamado en fuego
de caridad divina,
la América indefensa patrocina;
Padre amoroso, dice, que a tu hechura,
como el don más sublime concediste,
la noble libertad con que quisiste
de tu gloria ensalzarla hasta la altura,
¿no ves a un orbe entero
gemir, privado de excelencia tanta,
bajo el dominio fiero
del execrable pueblo que decanta,
asesinando al hombre,
dar honor a tu excelso y dulce nombre?
¡Cuánto, ¡ay!, en su maldad ya se gozara
cuando por permisión inescrutable
de tu justo decreto y adorable,
de sangre en la conquista se bañara,
sacrílego arbolando
la enseña de tu cruz en burla impía,
cuando más profanando
su religión con negra hipocresía,
para gloria del cielo
cubrió de excesos el indiano suelo!
De entonces su poder, ¡cómo ha pesado
sobre el inerme pueblo! iQué de horrores,
creciendo siempre en crímenes mayores,
el primero a tu vista han aumentado!
La astucia seductora
en auxilio han unido a su violencia:
Moral corrompedora
predican con su bárbara insolencia,
y por divinas leyes
proclaman los caprichos de sus reyes.
Allí se ve con asombroso espanto
cual traición castigado el patriotismo,
en delito erigido el heroísmo
que al hombre eleva y engrandece tanto.
¿Qué más? En duda horrenda
se consulta el oráculo sagrado
por saber si la prenda
de la razón al indio se ha otorgado,
y, mientras Roma calla,
entre las bestias confundido se halla.
¿Y qué, cuando llegado se creía
de redención el suspirado instante,
permites, justo Dios, que ufana cante
nuevos triunfos la odiosa tiranía?
El adalid primero,
el generoso Hidalgo, ha perecido;
el término postrero
ver no le fue de la obra concedido;
mas otros campeones
suscita que rediman las naciones.
Dijo, y Morelos siente enardecido
el noble pecho en belicoso aliento;
la victoria en su enseña toma asiento
y su ejemplo de mil se ve seguido,
la sangre difundida
de los héroes su número recrece,
como tal vez herida
de la segur, la encina reverdece,
y más vigor recibe,
y con más pompa y más verdor revive.
Más, ¿quién de la alabanza el premio digno
con títulos supremos arrebata,
y el laurel más glorioso a su sien ata,
guerrero invicto, vencedor benigno?
El que en Iguala dijo:
Libre la patria sea, y fuelo luego
que el estrago prolijo
atajó, y de la guerra el voraz fuego,
y con dulce clemencia:
¡En el trono asentó la Independencia!
¡Himnos sin fin a su indeleble gloria!
Honor eterno a los varones claros
que el camino supieron prepararos.
¡Oh lturbide inmortal!, a la victoria,
sus nombres antes fueron
cubiertos de luz pura, esplendorosa;
mas nuestros ojos vieron
brillar el tuyo como en noche hermosa
entre estrellas sin cuento
a la luna en el alto firmamento.
¡Sombras ilustres, que con cruento riego
de libertad la planta fecundasteis,
y sus frutos dulcísimos legasteis
al suelo patrio, ardiente en sacro fuego!
Recibid hoy, benignas,
de su fiel gratitud prendas sinceras
en alabanzas dignas,
más que el mármol el bronce y duraderas,
con que vuestra memoria
coloca en el alcázar de la gloria.
ANDRÉS QUINTANA ROO
ROMANCERO DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA
I
Medio oculta entre la selva
como un nido entre las ramas,
y medio hundida en el fondo
tranquilo de una cañada
allá por aquellos tiempos
hubo en Landín (1) una casa
que no por ser tan sencilla
ni de una fecha tan larga,
era menos pintoresca
ni tampoco menos blanca.
Sombreaba su puerta un olmo
de hojosas y verdes ramas,
punto de citas de todas
las aves de las montañas;
y en uno de sus costados,
brotando límpida y clara,
saltaba entre los terrones
y entre las hierbas el agua,
de noche siempre tranquila
y eternamente callada.
Apenas el sol naciente
filtraba por sus ventanas
cuando estremecido el aire
sonaban dulces y claras,
la voz de una cuna hablando
de cuanto los niños hablan;
la voz de una madre, rica
de sentimientos y de alma,
y la voz de un hombre que era
la eterna voz de la patria,
soñando ya con sus glorias
y ya con sus esperanzas,
tez cobriza como aquellos
primeros hijos de Anáhuac,
que tantas veces hicieron
temblar de miedo a la España
cuando la España atrevida
midió con ellos sus armas;
fuerte y ágil como todos
los hijos de las montañas;
como un labriego, robusto;
como un patriota, entusiasta;
como un valiente atrevido,
y como un joven todo alma,
el hombre de aquellas selvas,
el hombre de aquella casa,
era el eterno modelo
de esas figuras sagradas
que en el altar de los siglos
hacen un Dios de una estatua.
Veinticinco años apenas
por este tiempo contaba,
y de sus nobles heridas
la suma aún era más larga,
que no hubo por el Bajío
ningún combate ni hazaña
donde su ardor no estuviera,
donde faltara su lanza,
en donde grito de muerte,
sus huellas no señalara
con el licor de sus venas
o el de las venas extrañas.
Y allí tranquilo y oculto
su triste vida pasaba,
lamentando en su impotencia
la esclavitud de la patria
que, renunciando a la lucha,
renunciaba a la esperanza
cuando una mañana, a la hora
que el último sueño marca,
despertó, oyendo a lo lejos;
y adivinaba al instante
la suerte que le amagaba,
bajó del lecho al influjo
de una decisión extraña;
besa en la frente a su hijo,
y en los labios a su amada,
clava los ojos ardientes
en la entreabierta ventana,
y al ver por sus enemigos
ya casi envuelta su casa,
salta de las rocas, entre ellos
se escapa por la montaña.
II
Aún no se alzaba del todo
la niebla de la montaña,
y aún no acertaban a darse
cuenta de tamaña audacia,
los sitiadores furiosos
que sorprenderle esperaban,
cuando al galope y bajando
camino de la cañada,
vieron venir a lo lejos
un grupo de gente armada,
compuesto de ocho jinetes
y el hombre que los mandaba.
En mayor número de ellos
y con superiores armas,
seguros de la victoria
fácil que se les aguardaba,
todos empuñan las riendas,
todos afirman la lanza,
todos ven al enemigo
todos miden la distancia,
y en silencio y todos ellos
prontos a ponerse en marcha,
sólo esperan a que llegue
la hora de entrar en batalla.
Los insurgentes en tanto,
viendo las huestes contrarias
más de coraje la encienden
y más de amor la entusiasman,
y ansiosos de dar su sangre
por la salud de la patria
sobre el caballo se inclinan,
la floja rienda adelantan,
y fijos los barboquejos
y el sombrero hacia la espalda,
entre la niebla y el polvo
corren y vuelan y avanzan,
siguiendo entre los peñascos
al hombre de la cañada.
Y ya los de Bustamante (2)
su primer paso avanzaban,
anhelando en su impaciencia
cómo acortar la distancia
que la interpuesta colina
con un recodo aumentaba;
cuando de pie en lo más alto
de las rocas escarpadas,
vieron alzarse a un jinete
que con voz sonora y clara:
- Yo soy el Giro -les dijo-,
si al Giro es a quien aguardan:
y el que lo busque venga
si tiene honor y tiene alma,
que a todos espera el Giro
frente a frente y cara a cara.
Dijo: y los fieros dragones
al grito de ¡Viva España!,
como un solo hombre treparon
hasta donde el Giro estaba
dispuesto como los suyos
a sucumbir por la patria...,
y fue la lucha, y terribles
al dar la espantosa carga,
insurgentes y realistas,
ardiendo en cólera y rabia,
se entremezclaron sedientos
de victoria y de matanza ...
Quiso la triste fortuna
favorecer a la España
el brillo de los fulgores
negándole a nuestras armas,
que ya de los insurgentes
uno tan sólo quedaba
a caballo todavía,
pero ya herido y sin armas.
Era el Giro, que entre doce
dragones que lo rodeaban,
sin rendirse al desaliento
ni inclinarse a la desgracia
luchaba y arremetía
contra el que más se acercaba,
convirtiendo a su caballo,
a un tiempo en escudo y arma.
Por fin un abrazo atrevido
clavó en su pecho una lanza,
perder haciéndole el poco
aliento que le quedaba;
pero él, aunque ya en el suelo,
con fuerza siempre y con alma,
coge su lanza, del pecho,
sin cavilar se la arranca,
y estremecido y al grito
de Independencia y de Patria,
de pie sobre los peñascos
a sus contrarios aguarda;
y después de herir a todos
los que acercársele ensayan,
hace huir a los restantes
que ante heroicidad tamaña
se alejan, y desde lejos
lo rematan a pedradas.
III
¡Mártir que toda tu sangre
supiste dar por la patria,
tú, de los desconocidos
que murieron por salvarla,
gracias por tu fortaleza,
por tus sacrificios, gracias!
RAMON LÓPEZ VELARDE
Notas
(1) Estado de Guanajuato, entre Santa Cruz y Chamacuero.
(2) General don Anastasio Bustamante, Presidente de la República, y que, en su juventud, militó en el ejército realista.