Indice de ¿Para qué sirve la autoridad? y otros cuentos de Ricardo Flores Magón Nota editorial a la edición impresa La muerte de Ricardo Flores Magón, por William C. OwenBiblioteca Virtual Antorcha

¿PARA QUÉ SIRVE LA AUTORIDAD? Y OTROS CUENTOS

RICARDO FLORES MAGÓN

PERSECUSIÓN Y ASESINATO DE RICARDO FLORES MAGÓN



Conocí por primera vez a Ricardo Flores Magón en el Primer Congreso del Partido Liberal Mexicano, reunido en la ciudad de San Luis Potosí el 5 de febrero de 1901. El Congreso estaba formado por delegados de los diferenteS grupos liberales establecidos en toda la República, correspondiendo, de esta manera, a un llamamiento hecho por varios liberales y entusiastas potosinos, opuestos a la dictadura de Porfirio Díaz.

Terminados los trabajos del Congreso, que sólo duró del 5 al 12 del mismo mes, la Dictadura desplegó todas sus actividades encaminadas a la destrucción de los grupos y acabar con sus miembros más activos. El terror fue general, como si un estado de sitio se hubiera establecido en toda la República con el solo propósito de acabar con los liberales que levantaban su voz de alarma en todos los rincones del país en contra de la asfixiante dictadura del hombre más funesto y malvado que ha pesado sobre los hombros del obrero mexicano.

Los grupos liberales fueron disueltos a balazos por los esbirros de la Dictadura, y varios de sus miembros más activos asesinados a vuelta de esquina, o enviados a pudrirse en las prisiones. Ricardo Flores Magón fue preso varias veces en la ciudad de México cuando yo era también perseguido y puesto preso en la penitenciaría de San Luis Potosí y más tarde en la misma capital de la República.

La lucha franca contra la Dictadura se hizo imposible, y era preciso cambiar de táctica o resolverse a perecer. Decidimos, entonces, luchar ocultamente. Por este medio los grupos disueltos no dejaron de funcionar, y lo único que había que hacer era caminar con cautela, admitiendo, en los grupos secretos, sólo a los buenos y firmes luohadores.

Los periodistas independientes eran golpeados, llevados a la cárcel, asesinados o quemados vivos, y el único medio de seguir esta eficaz labor de propaganda era desde el extranjero. Ricardo, que estaba con libertad bajo fianza en México, pagó su fianza y se dirigió, en 1904, a los Estados Unidos de Norteamérica, donde nos reunimos después varios de los perseguidos que deseábamos participar, con él, los azares de la lucha.

Las persecuciones de Porfirio Díaz, aun en país extranjero, no se hicieron esperar. Ricardo Flores Magón y otros miembros del grupo fuimos arrestados y conducidos a una prisión de Saint Louis, Missouri. Más tarde, en 1907, fuimos arrestados en Los Angeles, California, y después de haber estado dos años en la cárcel de Condado, fuimos extraditados al Estado de Arizona, en donde se nos sentenció a sufrir una condena de año y medio, con el pretexto de que tratábamos de armar una expedición en los Estados Unidos para derrocar al Gobierno de México. Célebre proceso, porque sólo se presentó ante el Jurado una pistola y un cuchillo viejo como prueba de la expedición armada para derrocar al citado Gobierno de México. Pero lo que en realidad se pretendía con todas estas persecuciones era matar la Revolución que preparábamos en México desde el extranjero. Porfirio Diaz y los capitalistas norteamericanos, que tenían invertidos más de dos mil millones de pesos en diferentes empresas de explotación en la República, temían nuestra propaganda y nuestra rápida organización revolucionaria, llevada a cabo muy secretamente con más de veinticinco grupos armados en diferentes lugares del territorio mexicano; y con el encarcelamiento de Ricardo Flores Magón, cerebro de este movimiento, se pensó hacer fracasar la Revolución en su cuna.

Por un cargo semejante al anterior fuimos sentenciados y enviados a la penitenciaría de MacNeil Island, en 1912, a sufrir una condena de dos años, decretada por un juez de Los Angeles, California. En 1916 fue procesado Ricardo por otro nuevo cargo en unión de su hermano Enrique, y en 1918 fue arrestado de nuevo, juntamente con Librado Rivera, por haber publicado un Manifiesto dirigido a todos los trabajadores del Mundo con motivo de la gran carnicería europea, en la que los capitalistas de las naciones contendientes se disputaban encarnizadamente el dominio de los mercados del Universo a costa de las vidas y haciendas de millones de trabajadores llevados al matadero.

Amarrados y encadenados fuimos conducidos Ricardo Flores Magón y yo a la penitenciaría de MacNeil Island, Estado de Wáshington, sentenciados por el juez Bledsoe a sufrir las penas de 21 y 15 años, respectivamente. Las puertas de la prisión se abrieron una vez más para nosotros. El 15 de agosto de 1918, los sombríos calabozos de la isla de MacNeil recibían nuestros cuerpos con sonrisas de burla y de triunfo; se sellaba, para siempre, la vida activa de un gran revolucionario, pensador profundo y rebelde a toda sumisión: Ricardo Flores Magón.

Todo esfuerzo por salvar a nuestro compañero había sido inútil, y la actividad desplegada por nuestros amigos para librarnos de una condena segura, fue contestada con la persecución y el encarcelamiento. Nicolás S. Zogg fue arrojado en la cárcel del condado de Los Angeles, California, por haber expedido circulares dando a conocer el crimen que se preparaba en silencio por los instrumentos del capitalismo yankee. El hecho no debía de ser conocido; se tenía miedo de que el esfuerzo unido de los trabajadores frustrara el propósito de las autoridades norteamericanas de acabar con la activa propaganda emancipadora de nuestro hermano.

En jurado secreto se ventiló nuestro proceso; el complot y la intriga eran bien manifiestos. El juez Bledsoe redondeó sus instrucciones al jurado, leyendo, con acento firme y voz arrogante, la siguiente sentencia:

La actividad demostrada por estos hombres ha sido una constante violación a la Ley, de toda ley; lo mismo han violado las leyes divinas que las humanas.

Como Ricardo llegó enfermo a la penitenciaría, el médico de la misma institución le prescribió una dieta rigurosa, y así estuvo sujeto a ese tratamiento durante quince meses que permaneció en la prisión de la isla.

EN LEAVENWORTH, KANSAS

Nuestro compañero deseaba cambiar de clima y de médico; llegó a saber que en la penitenciaría de Leavenworth, Kansas, sus enfermedades podrían ser mejor atendidas y curadas prontamente, y pidió su cambio a este lugar. Nueve meses después conseguí también mi traslación a Leavenworth, a fin de atender mejor la curación de un reumatismo agudo que me atacó en la isla de MacNeil. Al día siguiente de mi llegada a Leavenworth tuve la oportunidad de encontrarme con Ricardo.

¿Qué haces, hermano, cómo te sientes?, le pregunté.

Muy enfermo, me contestó; no me han curado desde que llegué aquí. El médico de la prisión me examinó, y dice que nada tengo, aunque yo no me siento bien.

Varios meses habían transcurrido cuando Gus Teltsch, un excelente camarada residente en Lakebay, Estado de Wáshington, me escribió preguntándome acerca de la salud de Ricardo. Me apresuré a contestarle en los siguientes términos:

Querido Teltsch:

... En mi carta anterior te anunciaba que Ricardo había ingresado al hospital. El propósito del médico de la prisión fue el de reconocer la salud de nuestro compañero, quien goza de muy buena salud según la opinión del mismo doctor. Sin embargo de esto, la verdad es que Ricardo está muy enfermo; su constitución física ha empeorado de tal modo, que su cuerpo es una sombra de lo que fue cuando tú lo conociste años atrás. Aquí nunca ha sido curado de las enfermedades que ha venido sufriendo desde antes de ser enviado a la prisión. Desde su anterior proceso de 1916 estaba tan enfermo, que el mismo juez federal, Trippet, ordenó el ingreso de Ricardo al hospital del condado de Los Angeles, y desde entonces no ha podido estar bueno nuestro compañero. El grupo Regeneración pagó después a un especialista, quien lo estuvo atendiendo hasta su último arresto conmigo en 1918; entonces Ricardo ingresó, todavía enfermo, a la isla de MacNeil. Del examen de su organismo resultó que Ricardo padecía diabetes, enfermedad reconocida por los anteriores doctores. Durante su permanencia en la isla, Ricardo fue sometido a rigurosa dieta. Sin embargo, al llegar a Leavenworth, el doctor Yohe ha reconocido que nuestro camarada goza de muy buena salud.

Esta carta fue detenida por el alcalde Warden, de la Penitenciaría.

Al día siguiente fui llamado por el alcalde Biddle; me presentó la carta anterior para ver si yo reconocía mi letra y mi firma. Como no negué haberla escrito, el alcaide comenzó conmigo el siguiente interrogatorio:

¿Quién le dijo a usted que escribiera la carta en esos términos?

Nadie, le contesté.

¿No fue Ricardo Flores Magón quien le aconsejó a usted que lo hiciera?

No; fue mi propia conciencia la que me aconsejó, contesté.

¿Que no sabe usted que las reglas de la penitenciaría prohíben a usted dar informes acerca de los demás presos, y sobre todo falsos informes?

Si sé, y como no son falsos informes, por esa falta estoy dispuesto a sufrir las consecuencias.

Bien, dijo el alcalde.

Conduzca usted a este hombre a la oficina del Deputy Warden (segundo jefe) para que se le ponga en el cepo, sujeto a pan y agua, y suspensión indefinida de su correspondencia.

Así ordenó a uno de sus ayudantes.

Ricardo supo inmediatamente, por conducto de uno de sus amigos, que yo había sido enviado al cepo. El pobre compañero estaba ansioso por saber los detalles del incidente que ameritaba, para mí, un castigo tan severo.

En la oficina del Deputy Warden me encontraron una carta dirigida a Ricardo por uno de los secretarios de los comités propresos residentes en Nueva York. El compañero firmante pedía a Ricardo tomara informes de los presos políticos que estuvieran más necesitados de dinero, con el fin de preferirnos en la primera oportunidad. Como esta carta ya había pasado por la censura, Ricardo no tuvo inconveniente en presentármela a mí primero. La alegría de nuestro compañero fue inmensa cuando vio que me presentaba yo a formar al mediodía en las filas. Le informé de lo sucedido y que el castigo se me redujo, al fin, a la suspensión indefinida de mi correspondencia.

MAGÓN EN LA OFICINA DEL ALCALDE

Al día siguiente fue llamado Ricardo a la oficina del alcalde, quien injurió y amonestó severamente a nuestro compañero por haberme sugestionado para dirigir la carta a Teltsch en la forma que lo hice, dando falsos informes acerca de su salud; que Ricardo nada tenía; que su salud era excelente y que nuestro propósito era el causar trastornos y molestias, tanto a los altos funcionarios públicos como a los guardianes de la Penitenciaría; que Ricardo no tenía derecho de enseñarme sus cartas, y que en el futuro él iba a vigilarl0 muy cuidadosamente, amenazándolo con quitarle todo su buen tiempo (rebaja del tiempo que se hace a los presos cuando observan buena conducta, ya sea que se humillen o rebelen ante los insultos de los esbirros de la prisión). Siete años tenía que perder con esta amenaza nuestro abnegado compañero.

Ricardo era completamente inocente del contenido de mi carta a Teltsch. En nuestra entrevista sólo me concreté a decirle que era un deber mío obrar así, aunque nunca me imaginaba que él también tendría que ser envuelto en un asunto del cual yo era el único responsable.

Desde entonces Ricardo fue conciso y breve en sus cartas dirigidas a sus amigos. Temía, con razón, que con cualquier pretexto se le enviara al cepo a comer su ración de pan y agua, o que se le quitara su buen tiempo, y, por esto, nuestro sufrido camarada sólo se concretaba a acusar recibo de las cartas que recibía, con el propósito de que sus amigos y sus familiares no dejaran de escribirle. Yo no recibí correspondencia durante cinco meses, de junio a octubre de 1922, con motivo de mi carta dirigida a Gus Teltsch.

Ricardo seguía grave. Los esfuerzos de sus amigos para que un doctor imparcial reconociera el estado de su salud fueron inútiles. Un doctor -cuyo nombre no recuerdo- enviado por nuestros amigos de Kansas City, Kansas, no fue admitido por el alcalde de la penitenciaría, W. I. Biddle.

CARTA DE MAGÓN

En este tiempo Ricardo escribía a uno de sus amigos:

La máquina del Gobierno nunca pondrá atención a mis sufrimientos. Los intereses humanos nada tienen que hacer con los oficiales del Gobierno; ellos forman parte de una tremenda máquina sin corazón, sin nervios ni conciencia.

¿Que me voy a hacer ciego? La máquina dirá con una encogida de hombros: tanto peor para él.

¿Que tengo que morir aquí? Bien, dirá la máquina: habrá espacio bastante en el cementerio de la prisión para un cadáver más.

Tuviera yo un amigo con influencia en la política, se me podría poner libre aun en el caso de que yo pisoteara uno o todos los diez mandamientos. Pero no tengo ninguno, y por cuestión de conveniencia debo podrirme, y morir encerrado, como bestia feroz, en una jaula de fierro.

Mi crimen es uno de aquellos que no tienen expiación. ¿Asesinato? ¡No, no fue asesinato! La vida humana es cosa barata a los ojos de la máquina; por esta causa el asesino consigue fácilmente su libertad, o si él ha matado al por mayor, nunca será alojado en una jaula de fierro, sino que, en vez de eso, se le cargará con cruces y medallas honoríficas.

¿Estafa? ¡No! Si este fuera el caso, yo habría sido nombrado presidente de cualquiera gran corporación.

Soy un soñador: este es mi crimen. Sin embargo, mi sueño de lo bello y mis acariciadas visiones de una humanidad viviendo en la paz, el amor y la libertad, sueños y visiones que la máquina aborrece, no morirán con uno: mientras exista sobre la Tierra un corazón adolorido o un ojo lleno de lágrimas, mis sueños y mis visiones tendrán que vivir.

Los esfuerzos de los amigos de Ricardo Flores Magón para curarlo fuera de la prisión, habían fracasado con las sistemáticas negativas del Procurador General de Justicia, y el único recurso para Ricardo y sus amigos era conseguir, con el mismo Procurador, que un médico imparcial examinara e informara acerca del estado de salud en que se encontraba nuestro compañero. El licenciado Harry Weinberger fue el encargado de gestionar, ante el Procurador, el permiso correspondiente; pero el Procurador confería esta facultad a su amigo el carcelero de la penitenciaría, W. I. Biddle.

La dificultad, ahora, estaba en encontrar al doctor que imparcialmente se encargara de examinar a Magón; pero este doctor debería de ser escogido a gusto del mismo alcalde Biddle, de ninguna manera a gusto del enfermo o de sus amigos que se interesaban por su salud y bienestar.

Una mañana del mes de octubre de 1922 se presentó el doctor Langworthy, de Leavenworth, Kansas, a examinar a Magón, y, una vez hecho el reconocimiento médico, el doctor Langworthy rindió su informe. Más tarde se supo que el referido doctor era un íntimo amigo del alcalde Biddle y pariente del mismo Yohe, médico de la Penitenciaría. A pesar de las justísimas protestas del licenciado Weinberger, el Procurador General se rehusó a admitir otro doctor.

En vista del informe de Langworthy, Ricardo Flores Magón se puso a refutarlo de la siguiente manera:

CONTESTACIÓN DE MAGÓN

La carta de Ricardo fue dirigida al licenciado Harry Weinberger, y dice así:

Acabo de recibir la carta de usted, del primero del presente (noviembre), a la que me acompaña copia del informe del doctor Langworthy.

No sé qué valor pueda conceder una mente predispuesta al citado documento; pero estoy seguro de que, para un cerebro no influenciado, basta la lectura de ese informe para infundir la sospecha de que no me encuentro en buena salud. El afirma que mi estatura es de cinco pies y ocho pulgadas, y que mi peso es de 155 libras. Esta sola declaración bastaría para autorizar una marcada duda sobre la veracidad del aserto de que mi salud es buena; pero desde la duda la mente se inclina a pasar al asombro cuando, en el mismo documento, se afirma que me encuentro bien alimentado; que mi tórax es normal en su figura y bien lleno de carne; que mi abdomen está ligeramente corpulento, y que mi sistema muscular se encuentra bien desarrollado, lo que quiere decir que un hombre de cerca de seis pies de altura y constitución atlética sólo pesa 155 libras, cuando el peso normal de un hombre de tales condiciones no podría ser de menos de 195 a 200 libras.

Se dice que mi temperatura es normal; tal vez lo haya sido así en el momento en que se me tomó, o sea como a las 9 de la mañana; pero cualquiera persona que tenga alguna experiencia clínica, sabe que la temperatura de un enfermo varía durante cada 24 horas. La piel está ligeramente pálida por la reclusión sin aire libre, dice el informe; pero usted sabe, por la información enviada al Departamento de Justicia durante la segunda semana del mes de septiembre de 1920, que la anemia era evidente.

El mismo informe añade: Las amígdalas se encuentran en buen estado. La úvula marcadamente alargada. Tiene nasofaringitis crónica catarral. La laringe se encuentra, relativamente, sana.

Un poco de conocimiento de la anatomía humana es lo que se necesita para comprender que, si tengo nasofaringitis crónica, mis amígdalas no pueden encontrarse en buen estado y mi laringe relativamente sana, y, de hecho, mis amigdalas me atormentan al extremo de privarme del sueño muchas veces cada mes, y me impiden hasta tomar los alimentos.

El informe continúa diciendo: El examen microscópico del esputo acusa la presencia de algunos puntos de pus. Tiene una bronquitis crónica. Estos puntos de pus que aparecen en mi esputo demuestran que me encuentro atacado de una enfermedad peligrosa en mis órganos respiratorios, porque la presencia del pus en mi esputo prueba que los tejidos de esos órganos se encuentran afectados y en desintegración.

El informe, sin embargo, dice: No hay indicaciones de tuberculosis ni de otras serias enfermedades en los pulmones. El mismo informe admite la presencia del lumbago, aunque en forma no grave, pero que para mí es suficientemente aguda, hasta el extremo de privarme de la libertad de los movimientos y de hacer mi vida muy lamentable. Sin embargo, el informe confiesa que no puedo doblar la espalda.

Por lo que respecta a mi vista, se diagnosticó: catarata parcial en cada ojo con nebulosidad en cada lente. Se declara que la conjuntiva es normal, cuando resulta demasiado evidente que tengo conjuntivitis crónica en ambos ojos.

Además, padezco de exoftalmía, indicando una grave enfermedad de los ojos. Se asegura que puedo leer con anteojos, aunque con dificultad, el tipo que aparece en los periódicos. La verdad es que sólo puedo leer tipo muy grueso, que aumenta en cuatro veces los caracteres publicados en la prensa diaria.

Que puedo reconocer fácilmente a una persona a diez pies de distancia, depende de la intensidad de la luz, porque puedo ver mejor cuando la luz no es muy fuerte. A la luz del sol me es imposible reconocer a una persona a tres pies de distancia.

Por el análisis que hizo de mi orina el doctor Langworthy, no hay indicación de diabetes. ¿Podría desaparecer la diabetes con una alimentación compuesta principalmente de féculas y jarabes? El médico de la prisión en la penitenciaría de MacNeil Island diagnosticó diabetes, y el doctor del servicio del Tribunal de Distrito de los Estados Unidos, en el distrito meridional de la California del Sur, diagnosticó lo mismo cuando me hizo examinar el juez federal Oscar Trippet, mientras que esperaba el desenlace de mi proceso en la cárcel del condado de Los Angeles.

Me falta papel para seguir escribiendo a usted, querido amigo; pero pienso que usted y todas las gentes honradas observarán que la razón se encuentra en contra de ese absurdo certificado de que mi salud es buena. Me encuentro enfermo, y muy enfermo.

Sírvase usted saludar a todos los amigos, y esté usted seguro de la amistad de su amigo.

Ricardo Flores Magón.

P. S. De cuando en cuando, y desde hace varios días, hay sangre en mi esputo, especialmente durante el invierno. El dolor en la región del corazón es constante, así como en los riñones. Nada se dice en el informe sobre 1a irregularidad del movimiento de mis intestinos. Se mueven cada cuatro, cinco y hasta seis días, lo que significa que estoy padeciendo de otra enfermedad gravísima. La ligera tos es tan intensa y continua que me priva del sueño noches enteras.

El doctor Langworthy y el médico de la penitenciaría sabían bien que Ricardo padecía de cataratas, que estaba enfermo de diabetes y afectados también los pulmones por la tuberculosis; pero había que ocultar todas estas enfermedades, de acuerdo con las instrucciones del Procurador General de Wáshington, para no dar, a los amigos de Magón, los poderosos argumentos que ellos necesitaban para trabajar por su libertad. El complot para matarlo, de un modo o de otro, estaba bien premeditado por estos esbirros del Capital.

HUELGA DE PROTESTA

En los primeros días del mes de noviembre de 1922, los periódicos norteamericanos anunciaban que una huelga de protesta se preparaba, por los obreros de la costa del Golfo de México, en contra de las autoridades norteamericanas, por la crueldad usada con Ricardo Flores Magón.

Los días 6 y 7 del mismo mes, un comisionado del servicio de Inmigración, E. P. Reynolds, se presentó en la penitenciaría de Leavenworth para hacer una investigación acerca de los ideales y opiniones que todavía sostenían los anarquistas Ricardo Flores Magón y su colega Librado Rivera.

Los trabajadores del Golfo preparaban la huelga de protesta para el día 8 de noviembre. La inquietud en las altas esferas oficiales, y entre la burguesía norteamericana, tomaba proporciones alarmantes. Ricardo preveía que, si la huelga se prolongaba, nuestra libertad sería inminente, no podría tardar más de cuarenta y ocho horas por la pérdida irreparable de millones de pesos diarios que sufriría la burguesía yankee con el boycot declarado a sus mercancías y embarcaciones.

El día siguiente supimos que la huelga había durado sólo 24 horas en unas partes y 12 en otras. Sin embargo, se decía que loa trabajadores habían invitado a las demás organizaciones obreras con el propósito de llevar a cabo una huelga general, boycoteando al mismo tiempo todas las mercancías de origen norteamericano, así como las negociaciones norteamericanas establecidas en México.

La cosa se complicaba, y era preciso acabar con un mal que amenazaba extenderse, asumiendo proporciones gigantescas.

El Procurador General, Daugherty, había negado varias veces la libertad a Ricardo Flores Magón y a. Librado Rivera, alegando diferentes causas: que los presos no daban ningunas señales de arrepentimiento; que Magón y su colega Rivera eran peligrosos anarquistas, y que, por lo mismo, se juzgaba imprudente ponerlos libres, dadas las caóticas condiciones en que se encontraba México.

A Magón y a Rivera se les había ya propuesto ponerlos en libertad con la condición de que juraran obedecer las leyes de México. Estúpida proposición del Procurador General norteamericano, porque si cualquier ciudadano mexicano podría haberse indignado contra tal proposición, con mucha más razón nosotros como anarquistas. Pero las autoridades norteamericanas, azuzadas por la burguesía, procuraban encontrar pronta solución a las complicaciones internacionales que se desarrollaban con motivo de la prisión de Ricardo Flores Magón; y aunque Magón estaba grave, la solución del problema no podía abandonarse al natural desarrollo de sus enfermedades. El complicado asunto requería solución inmediata.

¿Qué hacer? Así han de haber interrogado los millonarios norteamericanos a las autoridades de su país. Y la contestación no se dejó esperar para cuando las cosas se pusieran peor.

EL CRIMEN FINAL

En los primeros días de noviembre de 1922, Ricardo Flores Magón fue cambiado del calabozo que ocupaba cerca del mío, a otro enteramente opuesto y lejano; la fuerte tos que con frecuencia le atacaba por las noches, no se le oía más; nuestra comunicación se dificultó con el cambio; unos cuantos minutos, antes de entrar en el comedor, nos proporcionaban siempre la oportunidad de comunicarnos asuntos que pudieran ser de algún interés para los dos.

La tarde del 20 fue la última vez que nos encontramos en las filas, así como las últimas palabras que nos comunicamos Ricardo y yo; palabras que conservo en mi memoria como eterna despedida del compañero y hermano querido, que durante veintidós años participamos juntos constantes persecuciones, amenazas de muerte y encarcelamientos por los esbirros del Capitalismo. No menos de trece años pasó aquel gran rebelde en contra de todas las tiranías, detrás de las mazmorras de México y de los Estados Unidos de Norteamérica. De los veinte años que permaneció Ricardo en aquel país, la mayor parte de ese tiempo lo pasó encadenado en los obscuros calabozos norteamericanos, país que en un tiempo fue Tierra de la Libertad y hogar de los valientes, y hoy es la Tierra de las aves de rapiña de Wall Street.

El 21 de noviembre, en la mañana, vi el cadáver de Ricardo tendido en una plancha del hospital: tenía la cara negra hasta el cuello y la frente tendida hacia atrás, como que un poderoso esfuerzo, al despedirse de la vida, había impulsado a aquel estoico luchador a exhalar el último aliento.

Ricardo había muerto en su mismo calabozo, a las cinco de la mañana. Biddle y el doctor Yohe mostraban sus rostros sonrientes y satisfechos, como si el crimen cometido con el asesinato de Ricardo los hubiera hecho acreedores a valiosa recompensa.

What was the cause of his death? (¿Cuál fue la causa de su muerte?), preguntó hipócritamente el alcalde Biddle al doctor de la penitenciaría en el momento que nos encontrábamos los tres frente al cadáver de Magón.

From heart disease. (De enfermedad cardíaca), fue la contestación del doctor Yohe, cómplice en aquel horrible crimen.

Mi primer pensamiento fue poner telegramas a los amigos y familiares de Ricardo, comunicándoles el fin trágico del camarada y amigo. Vueltos a la oficina del Alcalde, pedí permiso para enviar el telegrama en los siguientes términos:

Ricardo Flores Magón murió repentinamente a las cinco de la mañana, de enfermedad cardíaca según el médico de la Penitenciaría, doctor Yohe.

Yo no permitiré que envíe usted el telegrama en esos términos, dijo Biddle.

El doctor dijo a usted, frente al cadáver, que Ricardo murió de esa enfermedad, contesté al alcalde Biddle.

No importa; no permitiré que ponga usted en el telegrama el nombre del doctor de la institución, refutó el Alcalde.

El telegrama fue corregido en los siguientes términos y me lo presentaron para que yo lo firmara:

Ricardo Flores Magón murió repentinamente a las cinco de la mañana, de enfermedad cardíaca.

Rehusé firmarlo en la forma indicada, y expuse al Alcalde que yo no podía asegurar que Ricardo había muerto de enfermedad cardíaca.

¿Cree usted que murió de envenenamiento?, interpeló el Alcalde.

No sé, contesté a secas.

El telegrama fue, al fin, enviado en la forma que pedía el Alcalde. Lo importante, para mí, era hacer saber la muerte de mi compañero. Sin embargo, en mis cartas dirigidas a algunos de mis amigos tuve oportunidad de hacerles saber la sospechosa insinuación del alcalde de la penitenciaría para obligarme a enviar el telegrama en la forma que él deseaba.

Un día funesto lleno de profundas amarguras y de tenebrosas tristezas envolvía mi corazón. Una lucha de encontradas ideas arrastraba mi imaginación por el abismo insondable de la desesperación. Por la noche acudían a mi mente, como en tropel, imágenes representando actitudes distintas, pensativas o amenazadoras, con los puños apretados, como impulsadas todas por un solo pensamiento de venganza en contra de tanta maldad humana. Se había hecho desaparecer a un gran pensador, a un filósofo, pletórico de bellas y luminosas ideas hacia el establecimiento de una sociedad de verdaderos humanos. Se había cometido un crimen de lesa humanidad en la persona de un hombre bueno, generoso y altruísta, cuyos ideales de justicia sintetizan las sublimes aspiraciones de todos los pueblos esclavos de la Tierra. Se había quitado la existencia a un hombre honrado, cuyo trágico fin sólo es comparable con el envenenamiento del filósofo griego Sócrates, obligado, por sus verdugos jueces, a tomar la cicuta, o con el sacrificio de Giordano Bruno, fundador de la Filosofía Positivista, quemado vivo en Roma el año de 1600, después de haberlo sometido a ocho años de crueles torturas en su presidio.

EN LA OFICINA DEL ALCALDE

La mañana del 22 de noviembre amaneció fría y obscura. Las nubes ocultaban el sol y amortajaban, con su manto tenebroso, el pequeño espacio de cielo, limitado por las altas paredes que circundan la prisión. La noche la había pasado yo sin dormir, a pesar de la consiguiente depresión y fatiga ocasionadas por el incidente del día anterior. La falta de sueño había producido, en mi constitución física, torpeza y malestar general; pensando y dormitando. Un toque de corneta anunció la hora de levantarse toda la prisión, y había que estar preparados para la cuenta. Siguió la hora del desayuno y, después, al trabajo todos.

Pocos minutos habían transcurrido en mi monótona ocupación del día cuando un guarda se acercó a mí con una orden del jefe de la prisión, W. I. Biddle.

Siéntese usted, me digo Biddle con voz robusta y profunda.

Hablaremos un poco. Conque usted es anarquista, y esto no lo podrá usted negar. ¿O lo hará usted?

Sí soy, le dije, y me honro en serlo.

Entonces, si usted no cree en gobierno, quiere decir que usted no desea ninguna protección del Gobierno, ¿no es así?, interrogó Biddle.

El gobierno es creado para proteger los intereses del rico, le contesté, y no para proteger los intereses del pobre. El Gobierno no dio protección ni siquiera a los mismos soldados que fueron enviados a Europa a pelear por su patria.

Bien; entonces dígame usted: ¿qué haría usted, según sus ideas, con un hombre que mata a otro?

A ese hombre lo mandaría yo al hospital, contesté, donde recibiría un tratamiento humano, bajo el cuidado de hombres de ciencia, psicólogos capaces de observar, estudiar y atender cuidadosamente el estado mental de ese hombre.

Y con un hombre que no quisiera trabajar, ¿qué haría usted?, continuó el Alcalde.

Si ese hombre es un joven, robusto y sano y, a pesar de los beneficios de hospitalidad y sustento que recibe de la comunidad en donde vive, ese nombre se niega a trabajar, entonces ese hombre debe ser un loco; también, como al primero, lo mandaría yo al hospital ...

Entonces, me interrumpió el Alcalde, esos hombres estarían más contentos y se la pasarían mejor en el hospital.

Indudablemente, contesté yo, y también la comunidad se evadiría de tener en su seno hombres tal vez desequilibrados, perjudiciales para su tranquilidad y bienestar. Aliviados y en su completo sentido, esos hombres no desearían estar en el hospital toda la vida y se decidirían, al fin, a hacer algo útil para ellos mismos y para el bienestar de los demás.

Entonces convertiría usted las cárceles en hospitales para todos los criminales. ¿No es esto lo que usted me da a entender?

Exactamente, contesté luego, destruir las cárceles y elevar hospitales en su lugar.

En ese caso, habría muchos que desearían estar en el hospital por no trabajar.

Sólo los verdaderamente inútiles y los verdaderos criminales, que serían pocos, tendrían que estar en el hospital, contesté.

Todos los presos que hay aquí -más de 2,500- son considerados convictos criminales, siguió argumentando el Alcalde; agregando a este número los flojos que no quisieran hacer nada, resultaría que los hospitales estarían más llenos que las cárceles actuales y su sostenimiento resultaría costosísimo para la sociedad.

No habría tantos hospitales ni tantos enfermos que atender, dije yo, aboliendo el principio de propiedad privada, que es la base de todas las desigualdades sociales y de todas las injusticias presentes, el número de verdaderos delincuentes disminuiría considerablemente. Aquí, por ejemplo, un gran número de nosotros somos inocentes, y la gran mayoría de los 2,500 presos han cometido, sin duda, algún acto ilegal impulsados por las circunstancias. La miseria puede impulsar al crimen a cualquier ser humano. Un hombre puede hasta matar a otro hombre por quitarle su reloj o cualquier otro objeto de valor que le proporcione lo necesario para comprar pan para su esposa enferma y para sus hijos, que tal vez se estén muriendo de hambre. Otro puede falsificar un cheque o un billete de Banco con el mismo fin, o para satisfacer otras imperiosas necesidades de su vida. Conservar la vida es lo importante.

Los que roban son flojos que no quieren trabajar, dijo con mal humor el Alcalde.

Actualmente hay millones de desocupados que no encuentran trabajo, y cuando por casualidad algunos de ellos lo llegan a encontrar, el hambre los obligará a alquilar sus músculos por el sueldo que les ofrezca el burgués. Hay hombres bastante dignos que no se rebajan a tanto; pero hay muchos que se resignan, sin embargo, a aceptar la mezquina pitanza por no morir de hambre o de frío; y los que no aceptan, irán a cometer algún acto contrario a la ley, acto que los llevará, tal vez, a la horca o al presidio por toda la vida, dejando a sus esposas y a sus hijos en peor miseria, la que los conducirá, también, al presidio o a la horca. Los presidios están repletos de esta clase de involuntarios delincuentes, quienes no lo serían si la tierra, los instrumentos del trabajo -minas, fábricas, vías de comunicación y las casas- fueran propiedad común de todos, para el libre uso y beneficio de todos.

Por sus creencias respecto a la propiedad se desprende que habría que quitar las propiedades a los ricos para dárselas a los pobres, lo cual constituiría un robo a los que han adquirido esas riquezas con su trabajo honrado, talento y grandes economías; y el robo es un crimen que la ley castiga.

Nadie se hace rico con su trabajo personal, contesté luego; toda riqueza implica la idea de robo o estafa, hecha de algún modo a los que trabajan, pagándoles, por ejemplo, con mercancías caras y de mala calidad. Un hábil mecánico que gane veinte pesos al día, concediendo que trabaje todos los días, sin comer y sin enfermarse nunca, que no se case para no tener esposa e hijos a quienes mantener, ese obrero en tan ventajosas condiciones no hará, sin embargo, medio millón de pesos en toda su vida de trabajador y suponiendo que pudiera durar cincuenta años trabajando diariamente, sin fallar.

¿Pero si emplea su dinero en tierras, minas o empresas de ferrocarril?, interrogó el Alcalde.

Trabajando él solo, tampoco podrá hacerse rico, contesté; ese trabajador siempre necesitará obreros a quienes explotar.

Lo que usted pretende es irrealizable. Retírese usted, replicó el Alcalde con enfado.

Volví a mi trabajo más preocupado que nunca; tan significativa entrevista tenía mucha relación con la eterna despedida de mi compañero, precisamente el día anterior. La entrevista a raíz de la muerte de Ricardo sólo reafirmó mis sospechas de su asesinato, premeditado y llevado a cabo de la manera más infame.

Así acaban los luminosos soles del progreso; pero su luz refleja no desaparece; ella continúa alumbrando las frentes de todos los oprimidos del Globo. Si Ricardo, en su azarosa vida de luchador, llegó a conquistarse muchos y poderosos enemigos, fue debido a sus generosos sentimientos de justicia en favor de los desheredados de la fortuna. Su pluma fue, a la vez, flagelo y luz; flagelo para todas las tiranías, representadas en el capitalista, el gobernante y el fraile. Tres personalidades distintas formando, en su conjunto, un monstruo, verdadero parásito de la humanidad que sufre todas las injusticias.

Pero si atrajo sobre su persona el odio implacable de los poderosos, también se granjeó el inmenso cariño de millones de desheredados que veían en él al fiel intérprete y abnegado defensor de sus intereses. Y si su pluma era un flagelo de acero en las espaldas de los déspotas, era también el dulce consuelo de los humildes, que le amaban como a un padre.

A los artículos de Ricardo Flores Magón se debió el desprestigio de Porfirio Díaz, primero en México y después én el extranjero. Nadie contribuyó tan poderosamente a la caída de este tirano como los artículos de Ricardo. Porfirio Díaz, Bernardo Reyes y todos los pulpos que formaron el Círculo de Amigos del Señor Presidente han de haber leído, con caras de lacayos aterrorizados, los artículos de Escorpión, seudónimo de Ricardo en El Hijo del Ahuizote y El Colmillo Público. Su crítica mordaz y sarcástica hizo que el pueblo mexicano, de sumiso y esclavo, se transformara en pueblo de leones en contra de sus verdugos.

A su audacia, gran talento y profundo conocimiento en los problemas sociales que conmueven a la humanidad, se debe su prestigio y su fama.

Ricardo fue autor de dos bellos dramas altamente revolucionarios: Tierra y Libertad, que escribió en 1916, y Verdugos y Víctimas, que terminó pocos meses antes de su último arresto.

Durante su prisión en Leavenworth escribió dos dramas en inglés, adaptados para películas de cinematógrafo, con la esperanza de poder sacarlas cuando fuera puesto en libertad; pero por no haberse encontrado en el archivo de su correspondencia después de su muerte, es de suponerse que fueron decomisados por los empleados de aquella misma institución.

Si su muerte repentina le privó de ver realizados sus acariciados ideales de libertad, amor y justicia, esos sueños de felicidad no desaparecieron con él: viven como faros luminosos alumbrando las mentes de una humanidad que sufre las torturas del hambre y de la miseria. Y mientras exista sobre la Tierra un corazón adolorido y un ojo lleno de lágrimas, dijó él a sus verdugos poco antes de su muerte, mis sueños y mis visiones tendrán que vivir. Sí; ellos tendrán que vivir hasta que desaparezcan las causas que llevan el sufrimiento, el dolor y las tristezas a los hogares del pobre, y esas causas desaparecerán con la abolición de la propiedad privada, base de todas las desigualdades sociales y de las injusticias presentes; haciendo que todo sea de todos, para que la producción y el consumo sean libres; sin otra condición que cada cual produzca según su habilidad y propias inclinaciones en el trabajo y consuma según sus necesidades.

San Luis Potosí, enero 8 de 1923.
Librado Rivera
5a. del General Guerrero, 29.
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